Muéstrame tu rostro Cap- 2-2: Desconcierto y entrega

2. Desconcierto y entrega
La fe, en la Biblia, es un acto y una actitud que abarca todo el hombre: su confianza profunda, su fidelidad, su asentimiento intelectual y su adhesión emocional; y abarca también su vida comprometiendo su historia entera con sus proyectos, emergencias y eventualidades.

La fe bíblica, a lo largo de su desarrollo normal, encierra los siguientes elementos: Dios se pone en comunicación con el hombre. En seguida Dios pronuncia una palabra y el hombre se entrega incondicionalmente. Dios pone a prueba esa fe. El hombre se desconcierta y vacila. Dios se
descubre de nuevo. El hombre da cima al plan trazado por Dios participando profundamente de la fuerza misma de Dios.

Esta fe es la que hizo a Abraham «caminar en la presencia de Dios» (Gen 17,1), expresión cargada de un denso significado: Dios fue la inspiración de su vida; fue también su fuerza y norma moral; fue, sobre todo, su amigo.

Siguiendo esta misma línea, dice la Escritura que «<i>creyó Abraham a Dios y le fue reputado a  justicia» </i>(Gen 15,6).
Con estas palabras el autor quiere indicar no solamenteesa fe tuvo un mérito excepcional, sino que ella condicionó, comprometió y transformó toda su existencia. 

Los elementos mencionados están vivamente expresados en la Carta a los Hebreos:
«Por la fe, Abraham, obediente a la llamada divina, salió hacia una tierra que iba a recibir en posesión, y salió sin saber adonde iba. Por la fe, vino a vivir en la tierra que se le había prometido como en una tierra extranjera, viviendo en tiendas, así como Isaac y Jacob, herederos como él de la misma promesa; porque esperaba la ciudad de sólidos fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios.

En la fe murieron todos éstos sin haber alcanzado la realización de las promesas, pero habiéndolas mirado y saludado desde lejos y confesado que eran extranjeros y peregrinos en la tierra. Los que así hablan dejan ver claro que buscan una patria.

Por la fe sometieron reinos, ejercieron la justicia, obtuvieron las promesas, cerraron las fauces de los leones, apagaron la fuerza del fuego, escaparon del filo de la espada, cobraron poder en la debilidad, se hicieron valientes en la lucha y rechazaron las invasiones extranjeras.

Por la fe unos fueron martirizados, sin aceptar rescate, para encontrar mejor resurrección; otros recibieron la prueba de las injurias y los azotes, y además cadenas y prisión: fueron lapidados, aserrados, tentados y murieron con muerte de espada, erraron con pieles de oveja y de cabra, privados, oprimidos, maltratados, vagando por los desiertos y montañas y cavernas y cuevas de la tierra» (Heb 11,1-39).

La historia de una fidelidad
El Nuevo Testamento presenta a Abraham como prototipo de la fe, precisamente porque como en muy pocos creyentes, acaso como en ninguno, se cumplieron en él las alternativas dramáticas de la fe. Es el verdadero peregrino de la fe.

Dios da una orden a Abraham, que al mismo tiempo es una promesa: «Sal de tu tierra... hacia una tierra que yo te indicaré, y te haré padre de un gran pueblo» (Gen 12,1-4).

Abraham cree. ¿Qué le significó este creer? Le significó extender un cheque en blanco, confiar contra el sentido común y las leyes de la naturaleza, entregarse ciegamente y sin cálculos, romper con toda una situación establecida y, a sus setenta y cinco años, «ponerse en camino» (Gen 12,4) hacia un mundo incierto «sin saber adonde iba» (Heb 11,8).

* » *

Pero esta entrega tan confiada le va a costar muy caro y le obligará a colocarse en un estado de alta tensión, no exenta de confusión y perplejidad. En una palabra, Dios somete a prueba la fe de Abraham.

Por de pronto, pasan los años y no llega el hijo de la promesa. Dios mantiene a Abraham en una perpetua suspensión como en una novela por entregas, o como en esos seriales televisivos que cada noche finalizan en el instante en que parecía se iba a producir el desenlace: así Dios, en seis distintas oportunidades le hace promesa de un hijo (Gen 12,16; 15,5; 17,16; 18,10; 21,23; 22,17).
 Pero pasan decenas de años y el hijo no llega. En este período, Abraham vive la historia de una fidelidad en la que se alternan las angustias con las esperanzas, como el sol que aparece y desaparece entre las nubes. Es la historia de la «esperanza, en fe, contra la esperanza» (Rom 4,18).

En todo este tiempo Abraham vive una ansiosa espera resistiendo, para no desfallecer en su fe, las reglas del sentido común y las leyes de la fisiología (Gen 18,11), haciendo el ridículo frente a su mujer: «Se reía Sara en el interior de la tienda de campaña, diciendo: Ahora que soy una vieja, ¿acaso voy a florecer en una nueva juventud? Además, mi marido es también un viejo» (Gen 18,12).

* * *

La soledad comienza a golpear las puertas del corazón de Abraham. Tiene que sufrir con pena la separación de su sobrino Lot (Gen 13,1-18). A pesar de las campañas victoriosas contra los cuatro reyes, del aumento de la riqueza y de la servidumbre, en su corazón comienza a flaquear la fe y la angustia va ganando terreno día a día.

Llega un momento en que su fe está a punto de desfallecer por completo. Y en medio de un profundo desaliento se le queja a Dios diciéndole: Es verdad que me has dado muchos bienes, pero ¿para qué? «Yo voy a morir pronto; no me has dado hijos y todos los bienes que me diste los va a heredar un criado, ese damasceno Eliezer» (Gen 15,2-4).

Entonces mismo, Dios reafirma la promesa.
Pero la fe de Abraham, en este momento, se agita en una honda crisis: «Cayó Abraham sobre su rostro y se reía diciéndose en su corazón: Conque ¿a un centenario le va a nacer un hijo? Y Sara, que ya tiene noventa años, ¿va a parir?» (Gen 17,17). Por toda respuesta, Dios sacó a Abraham del interior de la tienda de campaña a la hermosa noche estrellada, y le dijo: «Levanta los ojos al cielo y, si eres capaz, cuenta las estrellas. Pues así de numerosa será tu descendencia» (Gen 15,5).

Pero siempre nos ocurre lo mismo. Cuando desfallece la fe, necesitamos un «signo», un asidero para no sucumbir. Dios, comprensivo y compasivo, concede el signo en consideración a la emergencia y debilidad que está sufriendo la fe de Abraham. «Preguntó Abraham: Señor Dios, ¿en qué conoceré que es verdad todo esto?» (Gen 15,8). Y Dios, «puesto ya el sol y en medio de una densa oscuridad», tomó la forma (signo) de «una antorcha resplandeciente que pasó por entre las mitades de las víctimas» (Gen 15,17).

«Era Abraham de cien años de edad cuando nació Isaac, su hijo» (Gen 21,5).

La prueba de fuego 
Vislumbramos que, a raíz de estos acontecimientos, la fe de Abraham no solamente se recuperó en su totalidad, sino que se consolidó definitivamente; se profundizó hasta el punto de hacerle vivir permanentemente en una entrañable amistad y trato con el Señor, según lo que se le había dicho: «Anda en mi presencia y serás perfecto» (Gen 17,1).

Nos lo imaginamos como un hombre curtido en la prueba, inmunizado contra toda posible duda, dueño de una gran madurez y consistencia interior. «Abraham plantó en Berseba un tamarindo, e invocó allí el nombre de Yavé, el Dios eterno» (Gen 21,33).

Dios, viendo a Abraham con una solidez tan definitiva, lo somete a una prueba final de fuego, a una de esas terribles «noches del espíritu» de que habla san Juan de la Cruz.

Vamos a ver con qué grandeza y serenidad supera la prueba.

«Después de esto, quiso Dios probar a Abraham, y llamándole, dijo:
— ¡Abraham!
Y éste contestó:
—-¡Aquí me tienes!
Y le dijo Dios:
—Anda, toma a tu hijo, el único, a quien tanto amas, marcha a Moriah y allá sacrifícamelo sobre una de las montañas que yo te indicaré» (Gen 22,1-3).

En mi opinión, en este episodio la fe bíblica va a escalar su cumbre más alta.

Para comprender en su exacta dimensión el contenido y el grado de la fe de Abraham en el presente episodio, tenemos que pensar que el acometer un acto heroico puede resultar hasta atrayente, cuando ese acto tiene sentido y lógica, así como el dar la vida por una causa noble y bella.

Pero para someterse a una orden heroica cuando la orden es absurda, o se necesita estar loco o la motivación de esa sumisión sobrepasa definitivamente nuestros conceptos y reglas de heroísmo.

Situémonos en el contexto vital de Abraham, y pongámonos a explorar el submundo de impulsos y motivos de este gran creyente. Siempre había suspirado Abraham por tener un hijo. Se sentía ya anciano y había perdido la esperanza de lograr descendencia. Sin embargo, un día Dios le promete el hijo. Como para Dios nada es imposible, Abraham cree. Pasados muchos años de esperanzas v desesperanzas, llega el hijo, el cual será depositario de las promesas y de las esperanzas. Ahora Abraham puede morir en paz.

Pero a última hora Dios le pide que le sacrifique al muchacho.
Una exigencia tan bárbara y loca era como para echar por tierra la fe dé toda una vida. El sentido común más elemental le tenía que asegurar que había sido víctima de una alucinación. Sin embargo, Abraham, una vez más, cree.

Este creer contiene un abandono-confianza en grado ilimitado. 
Podemos imaginar un diálogo consigo mismo:
— ¿Que soy un viejo y no podré tener más hijos?
Yo no sé nada. El lo sabe todo. El lo puede todo.
— ¿Que voy a morir pronto y quedo sin heredero?
El proveerá; El es capaz de resucitar muertos y hasta de convertir las piedras en hijos (Mt 3,9).
— ¿Que es ridículo y absurdo lo que me pide?
El es sabio, nosotros no sabemos nada.

Es decir, hay una disposición incondicional de entregarse, de abandonarse con una confianza infinita, un estar infaliblemente seguro de que Dios es poderoso, bueno, justo, sabio contra todas las evidencias del sentido común; es algo así como atarse de pies y manos y dejarse caer en un vacío oorque él no permitirá que los pies golpeen contra el suelo.

En mi opinión, ésta es la sustancia definitiva —y el momento cumbre— de la fe bíblica.
Veamos ahora cómo se desenvuelve Abraham, lleno de una paz infinita, de grandeza y ternura: «Se levantó, pues, Abraham, muy de madrugada, preparó su asno, y tomando consigo dos criados y a Isaac, su hijo, partió la leña para el holocausto y se puso en camino para el lugar que le había señalado Dios.

Al tercer día, levantó Abraham sus ojos y vio a lo lejos el lugar. Dijo a sus dos criados: —Quedaos aquí con el asno; yo y el muchacho iremos hasta allí, y después de haber, adorado, volveremos aquí.

Y tomando Abraham la leña para el holocausto, se la cargó a Isaac, su hijo. Tomó él en su mano el fuego y el cuchillo y siguieron caminando juntos. Dijo Isaac a su padre:
—Padre.
—¿Qué quieres, hijo mío?
—Aquí llevamos el fuego y la leña; pero el cordero para el holocausto, ¿dónde está?
—Dios lo proveerá, hijo mío.

Y siguieron juntos. Llegado al lugar que le había señalado Dios, erigió Abraham un altar, preparó sobre él leña, ató a su niño y lo puso sobre el altar, encima de la leña.
Tomó el cuchillo y levantó su brazo para degollar a su niño.
Pero se escuchó una voz desde el cielo que le dijo:
—Abraham, Abraham, no hagas ningún daño a tu niño porque ahora he visto que de verdad amas a Dios, pues por mí no has perdonado a tu hijo, el unigénito» (Gen 22,3-12).

En la narración, la fe y el abandono adquieren relieves particulares. Dios proveerá es como una melodía de fondo que da sentido a todo. Es significativo que esta narración acabe con aquel versículo: «Denominó Abraham a este lugar "Yave provee", por lo que hasta hoy se dice: "En
el monte de Yavé se proveerá"» (Gen 22,14).

La esperanza contra toda esperanza
La historia de Israel es otra historia de la «esperanza contra la esperanza». En los largos siglos que van desde el Sinaí hasta la «madurez de los tiempos» (Gal 4,4), Dios aparece y desaparece, brilla como un sol o se esconde detrás de las nubes; hay teofanías clamorosas o largos períodos de silencio. Es una larga caminata de esperanzas y desalientos.

Dios ha querido que la historia de Israel sea la historia de una experiencia de fe. Por eso, tanto allá como en nuestra propia vida de fe, nos encontramos frecuentemente con el silencio de Dios, la prueba de Dios, la noche oscura.

Israel es sacado de Egipto y lanzado a un interminable peregrinar hacia una patria soberana. Fue una larga ruta de arena, hambre, sed, sol, agonía y muerte. Se les prometió que se les iba a regalar una «<i>tierra que mana leche y miel»</i>. Ningún regalo sino una conquista prolongada a costa de derrotas, humillaciones, sangre y sudor. Ninguna leche ni miel sino una tierra calcárea y hostil que han de cultivar con mil dificultades.

Llegó un momento en que Israel se convenció de que Dios, o no existía, o los había abandonado definitivamente, y de que la nación era borrada del mapa para siempre. Fue en el año 587 a.C, cuando los sitiadores de Nabucodonosor lograron quebrar la resistencia de Jerusalén, que había aguantado 18 meses el asedio de los invasores. Por fin la ciudad cayó y la venganza fue horrible.

Jerusalén fue saqueada, arrasada y quemada. El famoso templo de Salomón se desplomó envuelto en llamas. Allí desapareció para siempre el arca de la Alianza. Tomaron a todos los habitantes de Jerusalén y gran parte de los habitantes de Judá, y los deportaron a Babilonia bajo la vigilancia de los vencedores, en una caminata de mil kilómetros, envueltos en polvo, sol, humillación y desastre.

Estas son las noches oscuras en la ruta de la fe. En medio de esa oscuridad, tanto Israel como nosotros nos inclinamos a abandonar a Dios, porque nos sentimos abandonados por él. Pero a la vuelta de un cierto tiempo, purificados nuestros ojos de tanto polvo, aparecerá su rostro más radiante que nunca. Lo pueden atestiguar el profeta Ezequiel y el tercer Isaías.

Y fuera del paréntesis imperial del reinado David-Salomón, la vida de Israel es una historia insignificante de la liga de las doce tribus, país avasallado en oleadas sucesivas por egipcios, asirios, babilonios, macedonios y romanos. Era como para no confiar más en su Dios, o como para pensar que su Dios era «poca cosa». Y, sin embargo, por esta ruta de desengaños y oscuridades, Dios fue transportando a Israel desde los sueños de una grandeza terrestre hacia la verdadera grandeza espiritual, hacia las claridades de la fe en el Dios verdadero.

Tedio y agonía
Para los que nos esforzamos por vivir la fe total en Dios, nos resulta conmovedora e impresionante aquella crisis que sufrió el profeta Elias en su peregrinación hacia el monte Horeb.

Era Elias un profeta fogueado en las luchas con Dios, templado como una fiera en el torrente Querit, donde sólo comía medio pan que le traían los cuervos y bebía del mismo torrente. Se había enfrentado a los reyes, había desenmascarado a los poderosos, confundiendo y degollando a  los adoradores de Baal en el torrente de Quisón.

De un hombre de semejante temple y fortaleza no esperaríamos un desfallecimiento; sin embargo, éste existió, ¡y de qué profundidad! Enterada la reina Jezabel de cómo Elias había pasado a espada a los sacerdotes de Baal, envió un emisario al profeta para anunciarle que al día siguiente lo pasarían también a él a cuchillo. Es de saber que Jezabel había introducido en Israel el culto a los dioses extranjeros.

Ante este anuncio, el profeta Elias emprende la marcha forzada hacia el monte Horeb, símbolo de la ascensión del alma, por el camino de la fe, hacia Dios.
«Elias se levantó y huyó para salvar su vida y llegó a Berseba que está en Judá. Y dejando allí a su siervo, él siguió caminando por el desierto durante un día entero y, cansado, se sentó a la sombra de un arbusto y sintió ganas de morirse. Y dijo a Dios:
—Señor, ¡basta ya! Llévame de esta vida porque no soy mejor que mis padres.
Y tumbándose en el suelo, se quedó dormido.
Y un ángel le tocó diciéndole:
—Levántate y come.

Miró Elias y vio a su cabecera una torta cocida y una vasija de agua. Comió, bebió y volvió a acostarse. Pero el ángel vino por segunda vez y le tocó, diciendo:
Levántate y come porque te queda todavía un largo camino que recorrer» (1 Re 19,3-7).

Sobrecoge esta profunda depresión del profeta. Sus palabras recuerdan aquellas otras palabras de Jesús: «Siento tristeza de muerte» (Mt 26,38; Me 14,34). Para los que han tomado en serio a Dios y viven en su proximidad y presencia, esas depresiones tienen características de una verdadera agonía, según el testimonio de san Juan de la Cruz.

No hay hombre que con más o menos frecuencia, con una mayor o menor intensidad no sufra estos procesos de purificación que, fundamentalmente, son oleadas de oscuridad, nubes que cubren a Dios, como si una capa de cien atmósferas oprimiera el alma. Y agrega san Juan de la Cruz
que si Dios nos retira su mano, moriríamos.

Más allá de la duda
Francisco de Asís fue un creyente que gozó gran parte de su vida de la seguridad resplandeciente de la fe; sin embargo, unos años antes de morir cayó en una sombría depresión que sus amigos y biógrafos calificaron de «gravísima tentación espiritual», que duró aproximadamente unos dos años (3). «Sólo sabemos que fue una continua agonía, en la que el Pobrecillo, como si estuviera abandonado de Dios, caminaba entre tinieblas, tan atormentado de dudas y vacilaciones que casi estaba por desesperarse. Fue una inquietud de conciencia tan grave e invencible, que Francisco necesitó de una particular intervención divina para salir de la misma» (4).

En los primeros años de su conversión, «el Señor le había revelado que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Testamento). Con la fidelidad de un caballero andante y con la simplicidad de un niño, Francisco siguió literalmente el texto y contexto del Evangelio, arrojando el bastón, la bolsa, las sandalias (Le 9,3). Desde entonces no tocó el dinero. No quiso para sí ni para los suyos conventos, ni casas, ni propiedades. Quiso que fueran peregrinos y extranjeros en este mundo, itinerantes sobre la tierra entera, trabajando con sus manos, depositando su confianza en las manos de Dios, sin llevar documentos pontificios, expuestos a las persecuciones.

Los quiso pobres, libres y alegres. No sabios sino testigos. No importaban los estudios, no se necesitaban bibliotecas, los títulos universitarios estaban de sobra; sólo el Evangelio, viviéndolo simplemente, plenamente, sin glosas, sin epiqueyas, sin interpretaciones ni exégesis.

Este «estilo de vida» que le había revelado personalmente el Señor atrajo millares de hermanos al nuevo movimiento. Pero pronto en el movimiento franciscano nació, creció y dominó una gran corriente de hermanos que se avergonzaban de ser pobres, pequeñitos, «menores», y querían imprimir rumbos distintos a la incipiente (ya numerosa) Fraternidad. La corriente capitaneada por los sabios que habían ingresado en la Fraternidad y por el representante del Santo Padre, alentaba criterios diametralmente opuestos a los ideales y a la «forma de vida» de Francisco.

Ellos decían: necesitamos sabios y bien preparados.
Francisco respondía: necesitamos sencillos y humildes.

Ellos exigían: títulos universitarios.
Francisco contestaba: sólo el título de la pobreza.

Ellos reclamaban: grandes casas para estudios.
Francisco respondía: humildes chozas para «pasar» por el mundo.

Ellos afirmaban: la Iglesia necesita una poderosa y bien aceitada máquina de guerra contra los herejes y sarracenos.
Francisco respondía: la Iglesia necesita penitentes y convertidos.

Francisco de Asís, un hombre que no había nacido para gobernar ni menos para luchar, se vio envuelto en medio de una tormenta, a la defensa del ideal evangélico.

Pero el fondo del drama era éste: mientras Francisco tenía absoluta seguridad interior de que el Señor le había revelado directa y expresamente la «forma de vida evangélica» en pobreza y humildad, el representante del Papa y los sabios afirmaban que era voluntad de Dios, expresada en las necesidades de la Iglesia y en los «signos» de los tiempos, el organizar la Fraternidad bajo el signo del orden, de la disciplina y de la eficacia.

Este es el quicio de su conflicto profundo: ¿A quién obedecer? ¿Dónde está efectivamente Dios y su voluntad: en la voz de la Porciúncula donde se le señaló la ruta de la pobreza y humildad evangélicas como «forma de vida», o en la voz del representante oficial del Papa, que quería dar a la fraternidad rumbos de eficacia, organización e influencia, con una fuerte reglamentación, para el servicio de la Iglesia? ¿Dónde estaba realmente la voluntad de Dios?

Y en este terrible momento en que necesitaba oir la voz de Dios, Dios callaba; y el Pobrecillo se debatió en una larga agonía de dudas y preguntas en medio de una completa oscuridad: ¿Qué quiere Dios? ¿Lo que quiere el representante del Papa y los sabios es la real voluntad de Dios? Ellos dicen que hay que dar al movimiento una estructura monacal o al menos conventual, en cambio el Señor me ordenó expresamente que fuéramos una fraternidad evangélica de itinerantes, penitentes, pobres y humildes. 

¿Ha podido inspirar el mismo Dios direcciones tan contrarias?
¿Dónde está Dios? ¿A quién obedecer?
¿No estaría él, Francisco, defendiendo «su» obra en vez de defender la obra de Dios? El era un ignorante, los demás eran sabios; la Jerarquía parecía señalar criterios contrarios a los suyos. Parecía lógico pensar que si alguien se había equivocado, era precisamente él, Francisco. Así que, ¿todo habría sido una alucinación? La voz de Espoleto, de San Damián y de la Porciúncula, ¿fueron, entonces, un delirio de grandeza? Luego, definitivamente, ¿nunca ha estado Dios con él? ¿No será Dios mismo una alucinación inexistente?

Y el pobre Francisco se refugiaba en las grutas de Rieti, Cortona y del Alvernia; golpeaba las puertas del cielo y el cielo no respondía. Clamaba llorando a Dios y Dios callaba.
Perdió la calma. Aquel hombre, antaño tan radiante, se puso malhumorado. Comenzó a amenazar, a excomulgar. Tan alegre siempre, sucumbió a la peor de las tentaciones: a la tristeza.

Hubo momentos en su vida en que el desaliento adquirió alturas vertiginosas, como en aquella noche que yo llamaría «la noche transfigurada» de Francisco: en la cabana de San Damián sintió todos los dolores físicos imaginables (5); pero eso era lo de menos: una punzante y torturadora duda sobre su salvación lo llevó literalmente a la desesperación. Por fin, esa noche, el cielo habló. Dios reveló a Francisco que su salvación estaba asegurada. Y en esa negra noche de ratas y dolores compuso el himno más jubiloso y optimista que haya salido jamás del corazón humano: el Cántico del Hermano Sol.

¿Cómo desapareció la «gravísima tentación»? Con un acto absoluto de abandono, tal como en el caso de Jesús y de los grandes hombres de Dios. Un día en que se hallaba oprimido y con lágrimas, oyó una voz que le dijo:
—Francisco, si tuvieras tanta fe como un grano de mostaza, dirías a esa montaña que se alejara hasta el mar, y te obedecería.
—Señor, ¿qué montaña es ésa?
—La montaña de tu tentación.
—Señor —respondió Francisco—, hágase en mí según tu palabra.

Aquel día desapareció definitivamente la tentación. La paz regresó a su alma, la sonrisa a su rostro; y de nuevo y para siempre la alegría envolvió su vida.

3- El silencio de Dios
En este vivir día tras día en busca del Señor, lo que más desconcierta a los caminantes de la fe es el silencio de Dios.
«Dios es aquel que siempre calla desde el principio del mundo: he ahí el fondo de la tragedia», decía Unamuno.
Adonde te escondiste Estos ojos fueron estructurados para la posesión, esto es, para la evidencia. Cuando ellos acababan por dominar, distinta y posesivamente, ese mundo de perspectivas, figuras, colores y dimensiones, los ojos descansan satisfechos: han realizado su objetivo, han llegado a la evidencia.

Estos oídos, por su dinámica interna, están destinados para aprehender el mundo de los sonidos, armonías y voces.
Cuando consiguen su objetivo, quedan quietos, se sienten realizados.

Y así, diferentes potencias arman la estructura humana:
potencia intelectiva, intuitiva, visual, auditiva, sexual, afectiva, neurovegetativa, endocrina

.... Cada potencia tiene sus mecanismos de funcionamiento y su objetivo. Alcanzado su objetivo, las potencias descansan. Mientras tanto se mantienen inquietas. En resumen, todas las potencias del hombre y el hombre mismo fueron estructurados para la evidencia (posesión).

Pero he aquí el misterio: el hombre pone en marcha todos los mecanismos, y, una por una, las potencias logran su objetivo: todas ellas quedan satisfechas y, sin embargo, el hombre queda insatisfecho. ¿Qué significa esto? Quiere decir que el hombre es otra cosa y más que la suma de todas las potencias; y que el elemento específicamente constitutivo del hombre es otra potencia enterrada, mejor, una superpotencia que subyace y sostiene a las demás.

* * *

Me explicaré. Nacido de un sueño del Eterno, el hombre no sólo es portador de valores eternos sino que él mismo es un pozo infinito porque fue soñado y cavado según una medida infinita. Infinitas criaturas jamás alcanzarán a llenar ese pozo. Sólo un Infinito puede ocuparlo por completo.

Siendo fotografía del Invisible y resonancia del Silencioso, el hombre lleva en sus ancestros más primitivos unas fuerzas de profundidad que, inquietas e inquietantes, emergen, suspiran y aspiran, en perpetuo movimiento, hacia su centro de gravedad donde ajustarse y descansar, esperando dar «a la caza alcance».

Cada acto de fe y de oración profunda es un intento de posesión. Sucede lo siguiente: esas fuerzas de profundidad son puestas en funcionamiento mediante los mecanismos de fe. Me explico: el creyente, como una cápsula espacial, empinado sobre un poderoso cohete, que son aquellas fuerzas, va aproximándose a su universo para poseerlo y descansar.

Y, en un momento determinado de la oración, al llegar ya al umbral de Dios, cuando el creyente tenía la impresión de que su Objetivo estaba al alcance de la mano, Dios se desvanece como en un sueño, se convierte en ausencia y silencio.

Y el creyente queda siempre con un regusto a frustración. Esa sutil decepción que deja el «encuentro» con Dios es intrínsecamente inherente al acto de fe. De esa combinación entre la naturaleza del hombre y la de Dios nace el silencio de Dios: nacidos para poseer un objetivo infinito, y encontrándose éste más allá del tiempo, nuestro caminar en el tiempo tiene que ser necesariamente en ausencia y silencio.

La vida de fe es al mismo tiempo una aventura y una desventura. Sabemos que a la palabra Dios corresponde un contenido. Pero, mientras permanezcamos en camino, nunca tendremos la evidencia de poseerlo vitalmente o dominarlo intelectualmente. El Contenido siempre estará en silencio, cubierto con el velo del tiempo. La eternidad consistirá en descorrer ese velo.

Mientras tanto, somos caminantes porque siempre lo buscamos y nunca lo «encontramos».