Muéstrame tu rostro- Cap 5: Oración y vida


 Reconozco que la oración puede transformarse rápidamente, y sin darnos cuenta, en una evasión egoísta y alienante. Hubo cristianos que hicieron de la oración una actividad estéril, no porque hubieran estado estancados en una árida sequedad sino porque, viviendo en una devoción sensitiva, habían buscado el gusto, la paz y los consuelos: se buscaron a sí mismos.

Todo lo que queremos promover en este libro se nos puede hundir como una estatua de barro si no suscitamos un rudo y perpetuo cuestionamiento entre la vida y la oración. La vida tiene que desafiar a la oración, y la oración tiene que cuestionar a la vida. 

En nuestros días, algunos jóvenes juzgan y condenan a los mayores porque nunca dejaron de rezar y, sin embargo, se mantuvieron —según ellos— a lo largo de sus vidas egoístas e inmaduros. Los jóvenes (algunos) dicen que ellos no se preocupan de rezar porque... ¿para qué?, ¿para ser inmaduros y vivir descontentos como los que rezan?

Fácilmente pueden comprender estos jóvenes que si algunos de los mayores son «así», no lo serán por rezar. A lo sumo, podría ser por rezar mal, o no rezar bien. No obstante uno se pregunta: Si rezando, son así, ¿cómo serían si no rezaran? De parte de los que critican, ¿no se tratará de razones de exportación o de sutiles racionalizaciones para justificar su comportamiento?
Sea como fuere, ese fenómeno que algunos jóvenes señalan y acusan (la incoherencia entre la oración y la vida) siempre me ha inquietado. No se puede universalizar, es verdad.

No sucede en todos. Uno conoce innumerables casos (sin descontar la propia historia) en que las personas hacen esfuerzos sobrehumanos y prolongados para en Dios, superar los defectos congénitos y los rasgos negativos de personalidad. Con gran esfuerzo consiguen superar en tres oportunidades y caen seis veces.

Cuando están prevenidos (atentos a sí mismos) se superan casi siempre. Ocurre, sin embargo, que, normalmente, no están prevenidos y por eso caen con frecuencia. Hasta notar un pequeño progreso con el mejoramiento de sus rasgos negativos han necesitado innumerables actos de vencimiento, ¡cuánto más para que se den cuenta los demás No se puede decir tan alegremente «rezan y no cambian».

 No sabemos de sus esfuerzos silenciosos. El cambio es siempre evolutivo y sumamente lento. Así y todo, tenemos que preocuparnos por la frecuente dicotomía entre la oración y la vida, y establecer una franca confrontación entre ambas. A menudo nos hemos encontrado en la vida con este cuadro contradictorio. 

Era una persona piadosa. Dedicó a Dios innumerables horas. Siempre se la veía en la capilla, asiduamente con el rosario en la mano. Sin embargo, arrastró sus defectos congénitos hasta los últimos días: siempre conflictiva, suspicaz, agresiva e inmadura. Al parecer, no creció; antes al contrario, fue hacia atrás, al menos a primera vista.

En cambio, el Dios de la Biblia es un Dios desinstalador, que desafía, cuestiona e incomoda. Nunca deja en paz aunque siempre deja la paz. A los hombres y los pueblos que se colocan bajo su influencia siempre los «saca» de un Egipto y los coloca en un desierto, en un caminar hacia la tierra prometida de la salvación y de la madurez. Entonces, ¿qué sucede aquí? ¿Cómo se explica que esas personas dedicaran tantas horas a Dios, y un Dios esencialmente libertador no fuera capaz de liberarlas?

Durante tantos años se entregaron con tanta devoción al Señor Dios; ¿cómo este Dios no fue capaz de ponerlas en movimiento hacia un mundo de madurez, humildad y amor? ¿Cómo no crecieron siquiera un poco? ¿Dónde está la explicación de esta contradicción?

 La explicación es ésta: 
Estas personas —relativamente pocas—, en lugar de adorar a Dios se dieron culto a sí mismas. En sus vidas hubo un fenómeno sutil, tan inconsciente como trágico, de transferencia: sin darse cuenta, estas personas hicieron una transposición de su «yo» a lo que ellas llamaban «Dios». Aquel Dios con quien trataban con tanta devoción no era el verdadero Dios. Era una proyección de sus temores, deseos y ambiciones. En Dios se buscaban a sí mismos. Se servían de Dios en lugar de servir a Dios. Aquel Dios nunca fue el Otro.

El centro de su atención e interés nunca fue el Otro sino ellos mismos. Nunca salieron de sí mismos. Parecía que daban culto a Dios; pero se daban culto (en Dios) a sí mismos. Parecía que amaban a Dios; pero se amaban (en Dios) a sí mismos. Aquel Dios era un «dios» falso, un ídolo, un«dios» confeccionado a la medida de sus deseos, intereses y temores.

Era «ellos mismos». Con otras palabras: hicieron una identificación simbiótica e infeliz de su «yo» con el «dios» a quien dedicaron su amor y culto. ¿Conclusión? Estas personas nunca salieron de sí mismas. Al rezar siempre estuvieron centradas sobre sí mismas. En toda su vida se mantuvieron encerradas en un círculo egocéntrico. 

Esta es la razón por la que no crecieron en madurez y arrastraron hasta la sepultura sus infantilismos, agresividades y defectos congénitos: porque nunca salieron de sí mismas. Si no hay salida, no hay libertad. Si no hay libertad no hay amor. Si no hay amor no hay madurez. He ahí la explicación. Nosotros, pues, tenemos que buscar el rostro verdadero del Dios verdadero estableciendo un franco cuestionamiento entre la vida y la oración

1.  Liberación
El Dios de la Biblia es un Dios libertador. Es Aquel que siempre interpela, incomoda y desafía. No responde, sino que pregunta. No soluciona, sino que origina conflictos. No facilita, sino que dificulta. No explica, sino que complica. No engendra niños, sino adultos. Nosotros lo hemos convertido en un «Dios-explicación» de todo lo que no sabemos, el «Dios-poder» que soluciona todas nuestras impotencias, el «Dios-refugio» para todas nuestras limitaciones, derrotas y desesperanzas.
Es la proyección de nuestros miedos e inseguridades. Pero no es ése el verdadero Dios de la Biblia.

 Algunos famosos de nuestro siglo han afirmado que la religión engendra tipos alienados e infantiles. En la línea de sus explicaciones psicoanalíticas, ese «dios» que todo lo explicaba y solucionaba era el gran «seno materno» que libraba (alienaba) a los hombres de los riesgos y dificultades de la vida, y les evitaba la lucha abierta en el campo de la libertad y de la independencia.

En este sentido tenía razón Nietzsche al afirmar que la presencia allá arriba de este «dios» había impedido que aquí abajo los hombres adquirieran su mayoría de edad, y por eso se han mantenido como niños hasta ahora. Pero éste no es el verdadero Dios de la Biblia. Ese «dios» tiene que morir.
En este sentido podemos hablar correctamente de la «muerte de Dios». Era la mentira de Dios, la falsa careta de Dios inventada por nuestra imaginación, usada y abusada por nuestro orgullo, nuestra ambición, nuestra ignorancia y nuestra pereza

El verdadero Dios, perpetuamente pascual, nos arranca de nuestras inseguridades, ignorancias e injusticias, no evadiéndolas sino afrontándolas y superándolas. El verdadero Dios, según el profeta Ezequiel, conduce a los hombres «al desierto para litigar con ellos cara a cara» y, uno por uno, «hacerlos pasar bajo el cayado» (Ez 20,35-37). 

Es aquel que abandona a su Hijo solo en la agonía, cara a la muerte. Es el Dios de los adultos. Aquel mismo que, después de crear al hombre, no lo retiene como niño en brazos maternales para librarlo de los riesgos de la vida, sino que rápidamente corta el cordón umbilical y les viene a decir: Ahora sed adultos, empujad el universo hacia adelante y sed señores de la tierra (Gen 1,26).

El verdadero Dios no es alienador sino libertador, para hacer grandes, maduros y libres a los hombres y a los pueblos.

Salvarse  desde  las  raíces
En la Biblia no existe tan sólo ni sobre todo la salvación de mi alma.
La salvación traída por Jesús, cuyo programa se nos anuncia en la montaña de las Bienaventuranzas, agarra y abarca a todo el hombre. 

Ese programa de salvación llega hasta las raíces del hombre, se hunde en el inconsciente reprimido, ilumina con un fulgor penetrante y deslumbrador las oscuras regiones de los impulsos y motivos, despierta a la conciencia refleja de los sueños de omnipotencia y de sus delirios de grandeza, lo pone con los pies en el suelo, el suelo de la objetividad, y lo hace entrar en la zona de la sabiduría, de la madurez, de la humildad y del amor. En una palabra, es la salvación integral.

El Dios de la oración debe ser un Dios desafiante y cuestionador. Es decir, un Dios liberador. El drama del hombre es éste: desde aquella tarde fatídica del paraíso en que sucumbió a la tentación «seréis como dioses» (Gen 3,4), desde entonces el hombre lleva en sus entrañas más profundas un instinto ancestral, oscuro e irresistible de constituirse en «dios» y reclamar toda adoración. 

Somete violentamente, presiona y obliga a todos los hombres y criaturas a ser «adoradores» suyos. Los valores y realidades que están a su alcance, se los «apropia»: dinero, belleza, simpatía, inteligencia, sexo... Todo lo somete a su servicio y adoración. «Todas las criaturas las sometió a su vanidad» (Rom 8,20). Usa y abusa de lo que considera «suyo», como un déspota.

Si pudiera dominar el mundo entero, lo haría. Si pudiera apropiarse de todas las criaturas, lo haría. Si pudiera oprimir a todos los hombres, lo haría. Siente una loca e insaciable sed de honor, aplauso y adoración. Su vida es guerra de competencia para ver quién acapara más adoración. El pecado habita en el interior del hombre y el pecado es pretender ser como Dios.

Todo el que amenaza eclipsar su poderío o amenguar su honor, automáticamente queda calificado de enemigo; nace en su interior la sombra negra de la enemistad y desencadena la guerra para aplastar a cualquier competidor. Vive lleno de delirios, alucinaciones y mentiras: por ejemplo, cuando ama, cree que ama, pero casi siempre se ama a sí mismo; cuanto más tiene, cree ser más libre, pero en realidad es más esclavo que nunca; cuanto más gente domina, cree ser más dueño, cuando en realidad es más dependiente que nunca.

«El enemigo del hombre es su propia carne», decía san Francisco. Efectivamente, por sus locuras de grandeza de ser el primero y sobresalir por encima de todos, el hombre se castiga a sí mismo con envidias, impotencias, celos, preocupaciones, ansias imposibles, convirtiéndose en víctima para crear imperios, hegemonías y dominaciones, y luego se siente atrapado por sus propias creaciones. Explota al débil. Pasa por encima de la justicia y de la misericordia con tal de atesorar más. Es insensible al clamor de los pobres. Amasa fortunas con el sudor y la sangre del trabajador. A menudo, cuando un pobre se hace rico, se convierte en el mayor explotador de los pobres. En una palabra, el hombre es esclavo de sí mismo. Necesita liberación. En el fondo, y sobre todo, es un idólatra. Necesita redención.

Dar  a  Dios  un  lugar
Si la esclavitud consiste en la idolatría (egolatría), todo el problema de la liberación está en desplazar al «dios-yo» y suplantarlo por el verdadero Dios.
La salvación consiste en que Dios sea mi Dios. Para eso, tiene que desplomarse todo ese mundo de deseos, sueños y quimeras que han brotado en torno al ídolo «yo» y que, además, lo engendran y lo aureolan.

Es necesario arrasar, limpiar y vaciar el interior del hombre de todas las «apropiaciones» absolutizadas y divinizadas y que, en su lugar, Dios tome posesión y despliegue allí su santo Reino. La línea de la liberación pasa, pues, por el meridiano de la «pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo» (san Francisco). «Al pobre que está desnudo lo vestirán; y al alma que se desnudare de sus apetitos, quereres y no quereres, la vestirá Dios de su pureza, gusto y voluntad»

Sólo el sendero de las «nadas» (liberación absoluta, desnudez total) nos ha de conducir a la cumbre del todo que es Dios.
«De todo lo que no es Dios se ha de vaciar el alma para ir a Dios»

En el desierto del Sinaí, la fórmula de la Alianza sonó así: Israel, no hay más Dios que Dios (Ex 20,2-4). Con la fuerza salvaje de una fórmula desértica y primitiva nos entrega la Biblia el secreto final de la salvación: que Dios sea Dios en nosotros.

Esa rudeza la tenemos expresada en la escena bíblica, cuando Mardoqueo pudo haber salvado a su pueblo besando las plantas del orgulloso Aman: «pero yo no lo hice por no rendir a un hombre gloria por encima de la gloria de Dios; no me postraré ante nadie sino ante ti solo, Señor» (Ester 13,12-14). 
Ahora bien, el único «dios» que puede competir con Dios su reinado sobre el corazón del hombre es el hombre mismo. En el fondo corre un misterio trágico: nuestro «yo» tiende a convertirse en «dios».

Es decir: nuestro «yo» reclama y exige culto, amor, admiración, dedicación y adoración en todos los niveles, que sólo a Dios corresponde.

Los ídolos de oro, piedra y madera que aparecen en la Biblia compitiendo con Dios (becerro de oro, estatuas de Marduck,-Baal o Astarté) no tienen actualidad; eran y son puros símbolos.

El único ídolo que de verdad puede disputar palmo a palmo el reinado de Dios sobre el corazón del hombre es el hombre mismo.
En conclusión, o se retira el uno o se retira el otro porque los dos no pueden gobernar al mismo tiempo en un mismo territorio.
«No podéis servir a dos señores» (Mt 6,24).

Si la liberación consiste en que Dios sea Dios en nosotros, y el único «dios» que puede impedir ese reino es el«dios-yo», llegamos a la conclusión de que el Reino, a través de la Biblia, es una disyuntiva excluyente: o Dios o el hombre; entendiéndose por hombre el «hombre viejo» enroscado sobre sí mismo, con sus locas ansias de dominación, de apropiarse de todo y de exigir todo honor y toda adoración. Cuando el interior del hombre está liberado de intereses, propiedades y deseos, Dios puede hacerse presente allí sin dificultad.

En cambio, en la medida en que nuestro interior está ocupado por el egoísmo, entonces no hay lugar allí para Dios. Es un territorio ocupado. Así llegamos a comprender que el primer mandamiento es idéntico a la primera bienaventuranza: en la medida en que somos más pobres, desprendidos y desinteresados, Dios es «más» Dios en nosotros. Cuanto más «dios» somos nosotros para nosotros mismos, Dios es «menos» Dios en nosotros. 
El programa está, pues, muy claro: «conviene que"yo" disminuya para que El crezca» (Jn 3,30).

El profeta Isaías expresa estas ideas con una belleza insuperable:
«Será doblegado el mortal,
será humillado el hombre y no podrá levantarse.

Los ojos orgullosos serán humillados,
será doblegada la arrogancia humana.

Sólo el Señor será ensalzado aquel día:
contra todo lo orgulloso y arrogante,
contra todo lo altivo y engreído,
contra todos los cedros del Líbano,
contra todas las encinas de Basan,
contra todos los montes elevados,
contra todas las colinas encumbradas,
contra todas las torres prominentes,
contra todas las murallas inexpugnables,
contra todas las naves de Tarsis
contra todos los navios opulentos.

Aquel día arrojará el hombre
sus ídolos de oro y plata
a los topos y murciélagos,
y se meterán en las grutas de las rocas
y en las hendiduras de las peñas.

Será doblegado el orgullo del mortal,
será humillada la arrogancia del hombre,
sólo el Señor será ensalzado aquel día»
(Is 2,11-17).
«Bienaventurados los que tienen alma de pobres porque el Reino de Dios se ha establecido en ellos» (Mt 5,3). 

En la medida en que el hombre se va haciendo pobre, despojándose de toda apropiación interior y exterior, y hecho esto en función de Dios, automática y simultáneamente comienza el santo Reino de Dios a desplegarse en su interior. Si Jesús dice que el primer mandamiento contiene y agota toda la Escritura (Mt 22,40), nosotros podemos agregar paralelamente que la primera bienaventuranza contiene y agota todo el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo.

La liberación avanza, pues, por el camino real de la pobreza.
 El Reino es como un eje extraordinariamente simple que atraviesa toda la Biblia moviéndose sobre dos puntos de apoyo: el primer mandamiento y la primera bienaventuranza. Que Dios sea realmente Dios (primer mandamiento) se verifica en los pobres y humildes (primera bienaventuranza).

De aquí se originó aquella tradición bíblica según la cual el pobre-humilde es la heredad de Dios, y Dios es la herencia de los pobres. Sólo ellos poseerán el Reino. La salvación es equivalente al amor. Pero la cantidad de amor es equivalente a la cantidad de energía liberada en nuestro interior, es decir, el amor es proporcional a la pobreza. Por eso dijo san Francisco: «La pobreza es la raíz de toda santidad».

La oración debe ser un momento y un medio de liberar fuerzas atadas al centro de nosotros mismos para disponerlas al servicio de los hermanos.

Libres  para  amar
Ser pobre (liberación absoluta) es también condición indispensable para crear una gozosa fraternidad. San Francisco de Asís, que no intentó fundar una Orden sino una Fraternidad itinerante de penitentes y testigos, pone la pobreza-humildad evangélica como la única condición y posibilidad para que se dé una real fraternidad entre sus seguidores. 

Francisco se dio cuenta claramente de que toda propiedad es potencialmente violencia. Cuando el obispo Guido le preguntó: «¿Por qué no quieres admitir unas propiedades para los hermanos», respondió Francisco: «Si tuviéramos propiedades necesitaríamos armas para defenderlas.» Respuesta de enorme sabiduría. Si los hermanos están llenos de sí mismos, llenos de inereses personales, chocarán los intereses de los unos con los intereses de los otros, y la fraternidad saltará hecha pedazos.

O sea, allí donde había propiedades se hizo presente la violencia. Cuando el hermano se sienta amenazado en su ambición o en su prestigio personal, saltará a la pelea en defensa de sus apropiaciones y ambiciones, y de la defensiva saltará a la ofensiva, y se harán presentes las «armas que defienden las propiedades», a saber: las rivalidades, las envidias, las intrigas, los sectarismos, las acusaciones, en una palabra, la violencia que desgarrará la túnica inconsútil de la unidad fraterna. 

Por eso Francisco les pide a los hermanos que se esfuercen por tener benignidad, paciencia, moderación, mansedumbre y humildad cuando van peregrinando por el mundo (II Regla, 3). Les suplica también que se esfuercen por tener «humildad, paciencia, pura simplicidad y verdadera paz de espíritu» (I Regla, 17).

Es evidente que si los hermanos viven impregnados de estas tonalidades típicas del Sermón de la Montaña, serán hombres llenos de suavidad y mansedumbre, prontos a respetar, aceptar, comprender, acoger, estimular y amar a todos los demás hermanos. Aconseja a los hermanos que luchen decididamente contra la «soberbia, vanagloria, envidia, avaricia, cuidado y solicitud de este mundo» (Regla, 10). Si los hermanos se hallan dominados por estas actitudes, será un sarcasmo llamarlos hermanos; en medio de ellos la fraternidad será una bandera desgarrada, ensangrentada y pisoteada. Para ser un buen hermano, hay que comenzar por ser un buen «menor». Primeramente, la liberación de todas las apropiaciones y ambiciones. Y por la ruta de la liberación llegará la fraternidad.

Pobres  para  ser  maduros
La liberación de sí mismo es también condición para la madurez humana, para la estabilidad emocional. No hay sino analizar el origen de las reacciones desproporcionadas y de las actitudes infantiles. Cuando alguien vive lleno de sí mismo, arrastrándose para mendigar el aprecio de las gentes, buscando siempre el quedar bien ante la opinión pública, preocupado por su figura...

Cuando a este cristiano le resulten los acontecimientos a la medida de sus desmedidos deseos, tendrá una reacción desproporcionada de dicha. Su emoción será tan grande que se desequilibrará en su propia felicidad, desbordándose. Pero ¡ay del día en que lo marginen, lo olviden o lo critiquen 

En ese día también se quebrará en su entereza, pero esta vez de amargura. Y lo verán «que se tira al suelo», se «hace la víctima»; lo verán deprimido, abatido en una reacción completamente desproporcionada a lo que en realidad ha ocurrido.

 ¿Cuál es la explicación profunda de esta reacción? Es objetivo y justo, supongamos, aquello por lo que le critican o aquello por lo que le marginan. Sin embargo, éllo considera como una injusticia monstruosa. Hay, pues, un problema de objetividad. Esta persona tiene una imagen inflada de sí misma, un «yo» aureolado e idealizado; y su reacción no ha sido según las medidas objetivas de su realidad, sino de su «yo» endiosado y falseado (revestido) por sus sueños y deseos.

Es necesario liberarse de esos sueños que falsean la realidad; de otra manera seremos perpetuamente infantiles y amargados. En los cuatro siglos que siguieron al imperio David-Salomón, la vida de Israel con Dios descendió a sus niveles más bajos. 

¿Por qué? Porque vivían dormidos sobre laureles: vivían proyectados en dos sueños irreales: en el recuerdo pasado del imperio salomónico, soñando (deseando) en que dicho imperio podría reverdecer de un momento a otro. (Vivían soñando en el pasado). Y en segundo lugar vivían mirando hacia adelante, a las hazañas (inexistentes) de un Mesías que los haría ser dueños de la tierra. 

 Estas proyecciones delirantes los alienaban completamente de la situación real presente (divididos y dominados). Y los alienaban de su fidelidad a la Alianza con Dios, a pesar de que el Señor les había enviado en ese lapso de tiempo la pléyade más impresionante de profetas

Dios vio que la única solución era una catástrofe que los liberara de sus delirantes quimeras. Y así fue. Deportados a Babilonia, se dieron cuenta de que nada tenían en el mundo, ni siquiera la esperanza de tener; que todos los sueños eran mentira, los del pasado y los del futuro; que ellos no eran más que un pobre puñado de débiles y derrotados. 

Al despertar de las imágenes falseadas e infladas de sí mismos y de su historia, al darse cuenta, reconocer (y aceptar) la realidad objetiva de lo que eran, allá mismo se produjo la gran conversión a Dios. 
Esta es la terrible y eterna historia de cada pueblo y de cada persona. Es necesario liberarse de las falsas caretas con las que nos cubrimos a nosotros mismos y aceptar la realidad de nuestra contingencia, precariedad, indigencia y limitaciones. Sólo entonces tendremos la sabiduría, la madurez y la salvación.

Aristócrata  del  espíritu
En cambio, imaginemos el caso contrario. Es una persona que ha trabajado largos años por liberarse de sus intereses y «propiedades» y ha avanzado en la «pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo». Lo primero que adquiere es la objetividad. Las flores no le emocionan tanto, las piedras no le molestan tanto. Si lo suben al trono, no se muere de gozo; si lo bajan del trono, no se muere de pena. 

Su ánimo permanece estable ante los aplausos y ante las críticas, y cuanto más liberado de sí mismo se encuentre, más inquebrantable se sentirá. Y si la liberación de sí mismo es completa, nos hallaremos ante un hombre que se siente con la serenidad imperturbable de quien está por encima de los vaivenes de la vida.

Nos encontraremos ante una figura admirable y envidiable, una figura cincelada según el espíritu de las bienaventuranzas, llena de suavidad, fortaleza, paciencia, dulzura y equilibrio. El pobre del Evangelio es un aristócrata del espíritu. Nada ni nadie podrá turbar la paz serena de su alma porque nada tiene que perder, ya que de nada se ha «apropiado». Al que nada tiene y nada quiere tener, ¿qué le puede turbar? Nada habrá en este mundo que lo pueda exasperar o deprimir. La liberación de sí mismo nos ha dado como resultado una persona madura, equilibrada, extraordinariamente estable en sus reacciones y emociones, un ejemplar humano de alta calidad.

Circuito vital
Todo este proceso de liberación que nos llevará al reino de Dios, al reino de la fraternidad y a la madurez personal, se efectuará en el encuentro con Dios, en un circuito que va desde la vida a Dios y desde Dios a la vida. Hoy corre, casi como voz común, la opinión de que el lugar del encuentro con Dios es el hombre, el mundo. Teológicamente este principio podría no ofrecer reparos. Pero es un hecho incuestionable que los más combativos y comprometidos libertadores de pueblos esclavizados —Moisés yElias— no encontraron a Dios en el fragor de las tormentas militares o luchas sociales, sino que se retiraron a la soledad completa, y allí adquirieron el temple y la reciedumbre para las batallas que se avecinaban.

Otro tanto le ocurrió a Jesús. Tengo que llegar a la presencia de Dios con toda la carga de dificultades y problemas. Será allá (en el tiempo y lugar de la oración) donde tendré que ventilar con Dios mis preguntas, crisis y asuntos pendientes.

 Ese Dios con quien he «tratado» en la oración, a quien he «visto», ese Padre amantísimo que tiene que «bajar» conmigo a la vida; aquel estado de penetración e intimidad que he vivido con el Señor, esa temperatura (espíritu de oración, presencia de Dios) debe perdurar y ambientar mi vida, y «con El a mi derecha» tengo que dar la gran batalla de la liberación. 

El encuentro con Dios es como un motor que engendra fuerzas. Pero si la fuerza de ese motor no se transmite por medio de poleas a otras ruedas que pongan en movimiento complejas industrias, es una fuerza inútil

El hombre ha estado con Dios. Lo ha sentido tan vivo que su presencia inconfundible lo acompaña adondequiera que vaya. Se le presenta una gran dificultad: cómo perdonar una ofensa, siente una gran repugnancia en aceptar a alguien que le cae mal. Por amor a ese Dios a quien siente presente, afronta la situación y supera la repugnancia. Al hacer este vencimiento, crece el amor por Dios (diría, «crece» Dios: su presencia es más densa en mí). Este amor le empuja a un nuevo encuentro con El. Este es el circuito vital. 

No solamente eso. La situación repugnante, superada con amor, se ha transformado en dulzura, como le ocurrió a san Francisco con el leproso. Y Dios le dijo: «Francisco, deberás renunciar a todo lo que has amado hasta ahora, y todo cuanto te parecía amargo se convertirá para ti en gozo y dulzura.»

Cualquier brote de egoísmo (irritabilidad, capricho, envidia, venganza, sed de honor y placer) que se supere (se libere) con Dios y por Dios, hace crecer el amor; y como el amor es unitivo («amor mío, peso mío», de san Agustín), crece la atracción (peso) por El; y lo llevará a un nuevo encuentro con El.

En el encuentro vislumbra que durante el día tendrá que dar las grandes batallas en el terreno de la mansedumbre, de la paciencia y la aceptación, y «lleva» a Dios a la batalla y «con él a la derecha» tendrá una serie de superaciones, con un alto costo, por cierto, siendo cada superación compensada con la alegría y el aumento del amor. No faltará quien diga que esto es masoquismo. Los que tal dicen será porque jamás han vislumbrado ni desde lejos la experiencia de Dios. 

Los que viven «a» Dios, en cambio, sienten este proceso como una jubilosa liberación. Cuando el hombre de Dios se halla en un profundo encuentro con El, siente como que el Tú «toma», «saca», absorbe mi «yo»; y entonces experimenta la libertad absoluta en la que desaparecen la timidez, la inseguridad, el ridículo, los complejos. 
Jamás nadie sentirá una plenitud de personalización tan intensa a pesar de que los que no «saben» de Dios sigan hablando de masoquismo. 
Esta sensación equivale exactamente a aquella omnipotencia embriagadora y desafiante que sentía Pablo al decir: «Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rom 8,31). El problema está en experimentar el Dios está conmigo.

Quien lo haya sentido vivamente, «sabrá» lo que es la liberación absoluta. El hombre baja otra vez a la vida. Se encuentra con comentarios desfavorables sobre su actuación. Su deseo de quedarse bien, su sed natural de estima lo impulsa a justificarse. Se acuerda del silencio de Jesús ante Caifas y Pilato, y no da ninguna explicación, se calla.
 
Pierde prestigio pero gana libertad. Avanza la liberación. Con el «Señor a la derecha» vuelve a la vida. Hay una situación conflictiva en la que la «prudencia humana» aconseja callarse; así uno no se complica. Pero se acuerda de la sinceridad y veracidad de Jesús, y dice lo que debe decir.

Efectivamente se complicó, pero se sintió libre en su interior. El hombre de Dios baja a la arena ardiente de las luchas por la justicia. Se convierte en voz de los que no tienen voz. El amor lo lleva a los olvidados de este mundo. Se hace presente entre aquellos a quienes nadie mira, nadie quiere. 

Pronto distinguirá la razón por la que hay hambrientos y desnudos y tendrá que sacar la espada afilada para señalar y denunciar. A la guerra se le contestará con la guerra. Y pronto va a sentir a su costado la maquinaria de los poderosos con intrigas, con mentiras y provocaciones. El profeta tendrá que refugiarse en la soledad, cara a cara con Dios para templar su ánimo. De otra manera los poderosos acabarán por derribar a hachazos la fortaleza espiritual del «enviado».

En la medida en que vive entre los abandonados, aparecen ante sus ojos como un fulgor rojo las causas y desastres de las injusticias: ve claramente quiénes son los interesados en que sigan la ignorancia y la miseria para engordar ellos a costa de la debilidad ajena; ve cómo sube día a día la desproporción entre los que amontonan riquezas y los que cada vez tienen menos, y que esa desproporción desafía  con un grito incontenible.

Este es un momento muy peligroso para el hombre de Dios. De noche (sin darse cuenta) puede brotar en su corazón la cizaña del odio contra los opresores. Su espíritu puede quedar envenenado, y el veneno del odio puede «matar» al mismo Dios porque Dios es Amor, y puede esterilizar los propósitos mejores. 
Para momento tan delicado necesita una tea alumbradora para discernir, de entre sus sentimientos, los que brotan de sus bajos fondos y los que emanan de Dios; habrá de sofocar los primeros. Aunque sus tareas pueden ser a veces comunes a las actividades de los políticos, el hombre de Dios tiene una permanente preocupación por ser un testigo y no un político.

Para mantenerse idéntico a sí mismo y fiel a su misión, más que nunca necesitará de la «visión» facial de Dios para, en su luz, distinguir las actitudes puras de las espúreas. Baja frecuentemente de las «montañas» con el «Señor a su derecha» (Sal 15) para permanecer al lado de los pobres, para defender a los oprimidos y liberar a todos los cautivos, pero al mismo tiempo para no dejarse envolver por motivaciones que no sean las de un testigo. 

Con estas superaciones aumenta el caudal de amor. Este «peso» lo inclina cada vez con más frecuencia y profundidad a Dios. El amor lo empuja de nuevo a la batalla de la liberación con nuevas superaciones. Hoy visita al que siempre le ha molestado. Mañana se calla ante unas palabras agresivas. Pasado mañana trata de tener paciencia con alguien que realmente es insoportable. Vive envuelto en Dios e impulsado por el amor; busca nuevas oportunidades e inventa nuevas formas para expresar el amor.

Se ha encontrado entre conflictos; en peligro de quebrarse, ha recordado la entereza de Jesús en sus momentos difíciles, y se ha mantenido entero. La semana pasada ha sido agitada y frenética; sin embargo, a la vista del Señor, se ha equilibrado con serenidad entre alborotadas olas. Su liberación diaria consiste en aceptarse a sí mismo tal como es, sin amargura, evitando rarezas y reacciones que molestan a los demás; se libera al perdonar y olvidar muchos detalles; al aceptar a los difíciles tales como son; al frecuentar la convivencia con gente cuya sola presencia le desagrada; al evitar susceptibilidades, superar sensibilidades y tener cada vez más señorío sobre sí mismo. 

Mientras esto sucede, la fe y el amor crecen; Dios se convierte en premio y regalo, y la vida adquiere sentido, alegría y esplendor. 
En Dios y por Dios, las renuncias se transforman en liberación, las privaciones en plenitudes y las repugnancias en dulzuras