El silencio de María Cap. 4-5: Conclusión

CONCLUSION
Marcha transhistórica y consumación
Somos los constructores de un Reino. Nuestro peor enemigo es la impaciencia. Un proyecto de dimensiones eternas, quisiéramos verlo terminado en los días de nuestra existencia biológica. Necesitamos la sabiduría para medir nuestros límites y las dimensiones del proyecto. Las armas de la sabiduría son la paciencia y la esperanza.

Somos de ayer y tenemos millones de años por delante. Esta tierra y nuestra historia no van a terminar por un cataclismo apocalíptico, sino por una normal extinción cosmogónica.

Hace miles de millones de años no había más que una masa enorme e informe de gas cósmico, formando una molécula gigantesca que, al explosionar, originó las nebulosas, galaxias y sistemas solares que no son otra cosa sino partículas de aquella explosión. Por la fuerza de la gravedad, que tiende a unir los cuerpos, el polvo cósmico emanado de aquella explosión empezó a concentrarse en sistemas circulares alrededor de un centro principal. Es la última teoría de cosmogénesis, fundamentada en los principios matemáticos, y se llama la teoría del «universo en expansión».

¿Cuál es el camino que le espera a la humanidad?
Hay que mirar atrás para deducir qué le sucederá en el futuro. La constitución química del universo es extraordinariamente uniforme. Las estrellas no son otra cosa que reacciones termonucleares por las que el hidrógeno va transformándose en helio. Los astros se van consumando en forma de irradiaciones de luz, calor y corpúsculos.

La edad de nuestra galaxia, y por consiguiente de nuestro sol y nuestra tierra, se calcula en unos cinco mil millones de años.
La tierra era rica en sustancias inorgánicas. Y brotó la vida como efecto de la organización de esas sustancias, por medio de la unión de elementos combinados. La vida comenzó en el mar, hace aproximadamente dos mil millones de años.
Una vez nacida la vida, fue reproduciéndose y multiplicándole hasta organizarse en seres multicelulares. En el transcurso de millones de años se formaron las especies con sistema nervioso y cerebro.

El proceso de hominización, llamémoslo así, sucedió «en los últimos tiempos», de unos millones de años para acá, con una acelerada complicación cerebral. Los primeros vestigios de la historia de la civilización aparecen, según el estado actual de la paleontología, hace como siete mil años, con los sumerios. Abraham vivió hace menos de cuatro mil años.
Conclusión: somos de ayer. Jesucristo se encarnó al principio de la historia de la humanidad.

¿Qué intenta Jesucristo en esta larga caminata transhistórica?
La tarea de Jesucristo es transformar el mundo, digamos más exactamente, transformar el corazón del hombre.

El plan grandioso, concebido y soñado por Dios desde la eternidad y ejecutado «en el tiempo» por Jesucristo, es la divinización del hombre.
Dios nos creó a su imagen y semejanza. El Señor depositó en el fondo del hombre una semilla divina, la que nos impulsa no a convertirnos en «dios», sustituyendo al verdadero Dios (Gén 3,5), sino a llegar a ser «divinos», participando de la naturaleza divina. Habiéndonos creado, al principio, semejantes a Él, sus planes posteriores tienen por finalidad hacernos cada vez más semejantes a Él.

Estamos empezando a salir de la «selva». Por eso, en esta etapa evolutiva de la humanidad todavía estamos dominados, gobernados y organizados enteramente por los mecanismos instintivos del egoísmo. Para los seres inferiores en la escala vital, los instintos reactivos son esencialmente egocéntricos, para poder defenderse y subsistir en la lucha de la vida. Desde allí arrastra el hombre su congénita naturaleza egoísta. Hoy por hoy, el hombre es connaturalmente egoísta.

La Biblia no se cansa de decirnos de mil formas que el egoísmo (pecado) alcanza las últimas raíces del hombre; o, dicho de otra manera, el hombre está estructurado «en pecado», en egoísmo (Sal 50; Rom 7,14-25). De su estructura de pecado emergen todos los frutos de la «carne»: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, borracheras, orgías y cosas semejantes (Gál 5,19-22).

La tarea gigantesca y transhistórica de Jesucristo consiste en hacer «pasar» al hombre desde. las leyes del egoísmo a la de Dios «es Amor», la divinización del hombre consistirá en «pasar» del egoísmo al amor, en dejar de ser «hombre» para llegar a ser «Dios».

Me atrevo a decir que la Redención tiene dimensiones cósmicas, por lo que voy a explicar. Debido a su estructura egoísta, el hombre domina y «somete a su vanidad» (Rom 8,20) todas las criaturas. Estas, sometidas al capricho arbitrario y despótico del hombre, se sienten como prisioneras y torturadas y «gimen» (Rom 8,22), suspirando por liberarse de esa opresión.

Para describir este fenómeno profundo, san Francisco utiliza la palabra «apropiar». Tener es una cosa; retener, otra. Usar es diferente de apropiarse. Apropiarse significa amarrar, tender una cadena entre el hombre y la criatura, entre el propietario y la propiedad. Terrible misterio e ignorancia profunda: el hombre cree que ser «señor» consiste en tener el máximo número de apropiaciones, cuando en realidad sucede lo contrario: cuanto más propiedades tiene el hombre, más amarrado está, más cadenas le sujetan a las criaturas porque las propiedades reclaman a su dueño.

El hombre más pobre del mundo es el más libre del mundo, y por consiguiente más «señor». La redención del hombre, su liberación, viene por el camino de la desapropiación. Pobreza y amor son una misma cosa.

Pablo nos dice que las criaturas están suspirando por verse liberadas del abuso del hombre. Si el hombre se desprende de las criaturas (valores, carismas, bienes...), si el hombre no las utiliza para su dominación, esas criaturas quedan libres. La liberación del hombre constituye también la liberación de las criaturas. Esto es, las criaturas quedan liberadas del hombre cuando el hombre se desprende de las criaturas.

Ahora bien: al no sujetar el hombre a las criaturas para su exclusivo provecho, éstas pueden ser proyectadas al servicio de los demás. Y así las energías y valores humanos, una vez liberados del abuso del hombre, ahora sí pueden entrar en el torrente del amor al quedar libres y disponibles para el servicio de todos los hermanos.
Y al entrar en la esfera del amor quedan, tanto el hombre como las criaturas, dentro del proceso de la divinización, porque Dios es Amor: liberados para servir y amar.

Esa prodigiosa y lenta liberación pascual la llevará a cabo la gracia redentora de Jesucristo. El Concilio dice:
«La clave, el centro y el fin de toda la historia, se halla en su Maestro y Señor Jesucristo.» Quiere decir: no solamente Jesucristo está en el corazón de la Historia, sino que el movimiento pascual de la historia está impulsado y promovido por la dinámica redentora del Señor. La razón de ser de la Historia humana es liberar las grandes energías humanas, atadas hoy a los anillos egocéntricos del hombre, y derramarlas al servicio de los demás.

Naturalmente, se trata de una .tarea de milenios. En esta liberación los procesos y realidades terrenos ayudarán eficazmente al hombre en su caminata hacia la Libertad y el Amor. Así por ejemplo, los movimientos democráticos y socializantes constituyen, según me parece, una gran ayuda en este proceso en la medida en que fomenten el respeto mutuo, combatan el individualismo y abran a los seres humanos más allá de las soberanías, patrias y fronteras, hacia la universalidad de una fraternidad integral.

Es evidente que, en esta redención transhistórica, ofrecen una preciosa ayuda las ciencias humanas (psicología, medicina, sociología...) y la técnica. El Concilio indica que, en este avance hacia la Libertad y el Amor, el hombre va a encontrarse con muchos enemigos como la enfermedad, las injusticias, la pobreza, la ignorancia...

Las ciencias y la técnica ayudarán al hombre a derrotar esos enemigos.
Según la Gaudiutn et Spes, la técnica es la gran victoria del hombre sobre las fuerzas inexorables de la naturaleza. Pero, según el esquema conciliar, esta técnica libertadora se le está convirtiendo al hombre en una nueva esclavitud por los desequilibrios y ambivalencias que produce (GS 8, 9, 10). Y el Concilio desafía al hombre a superar las ambivalencias negativas.

Y la Iglesia abriga una inmensa esperanza de que el hombre acabará por superar todos los obstáculos, porque el ser humano lleva marcado en las profundidades de su ser el rostro de Dios, y es portador de gérmenes inmortales capaces de sanar todos los errores, vencer todas las dificultades y caminar incesantemente hacia adelante y hacia arriba.

Pero en esta marcha triunfal siempre le quedará «el» enemigo, el pecado. Y el Concilio acaba por preguntarse y desafiar al hombre, a ver de qué manera, más allá de todas las victorias terrestres y humanas, conseguirá transformar sus energías vitales egocéntricas en amor. Con palabras más simples: de qué manera llegará el hombre a luchar, sufrir y trabajar con el mismo entusiasmo, cuando se trata del interés de los demás como cuando se trata de su propio interés.

El optimismo de la Iglesia se traslada también a este terreno: el hombre irá venciendo también el pecado porque hubo un hombre que ya lo derrotó, Jesucristo. «El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado» (GS 22).

Y, en la medida en que los hombres a lo largo de los milenios vayan asumiendo y encarnando los sentimientos y actitudes de Jesucristo, irán desapareciendo las consecuencias del egoísmo: la violencia, las injusticias, las guerras, la discriminación y la explotación.

En la medida en que más hombres y más profundamente asuman el «amor extremo» (Jn 13,1) de Jesús, y sean capaces de «dar la vida» (Jn 15,18) por los hermanos, la redención liberadora avanzará lenta pero firmemente por los anchos caminos de la transhistoria, e irá llegando el sobre-humanismo por el que y en el que brillarán en todo su esplendor la libertad y el amor.

Pasarán más milenios. Y en la medida en que los hombres se parezcan más a Jesús, la humanidad irá cristificándose, Jesucristo irá creciendo hacia la Estatura Adulta que le corresponde. El Reino será cada vez más libertad y amor, y el hombre cada vez más pleno y feliz, hasta que el egoísmo sea definitivamente suprimido del corazón humano; las grandes energías psíquicas no estarán dirigidas al centro de cada hombre sino hacia los hermanos, nos amaremos unos a otros como Jesús nos amó, Cristo «vivirá» realmente en nosotros, todo y todos «serán» Jesucristo... Y en este momento será el fin y caerá el telón de la historia.

Dios será «todo en todos», y Jesucristo habrá alcanzado su plenitud total. Léanse la Carta a los efesios y la Carta a los colosenses.

La conclusión del Concilio es magnífica y trascendental: «La vocación suprema del hombre es, en realidad, una sola, es decir, la divina» (GS 22).
Es evidente que en este nacimiento y crecimiento transhistórico de Cristo, la misma Madre que lo trajo a este mundo tendrá un papel preponderante.

María presidirá este proceso; y no solamente presidirá, sino que también ella será la Madre fundamental de toda esta transformación libertadora y divinizadora, a través de nosotros sus hijos redimidos.
Este proceso será tarea de largos milenios. Se sabe exactamente cuándo nuestro planeta será inhabitable: cuando ya en la tierra no haya condiciones de vida por la muerte del sol.

El sol «vive» —y nos hace vivir a nosotros con su luz y calor— por la transmutación del hidrógeno en helio, por medio de las reacciones termonucleares. La ciencia sabe cuántas toneladas de hidrógeno por segundo consume nuestro astro rey. Sabe también la provisión de hidrógeno de que dispone. Se puede, pues, calcular perfectamente el tiempo que necesitará el sol para consumir esa provisión. Cuando todo ese combustible se haya quemado, el sol agonizará y morirá, y en la tierra no habrá posibilidad de vida.

La humanidad tiene, pues, por delante millones de años para su cristificación.
Los hombres de Jesucristo son los colaboradores, juntamente con la Madre, para esta tarea trascendental.

Nuestro peligro es el de dejarnos llevar por la impaciencia debido al fenómeno de la temporalidad; es decir, por el hecho de sentirnos sumergidos «en» el tiempo, en la línea de Heidegger. Sentimos prisa por solucionar todo urgentemente, porque tenemos la impresión de que en los días de nuestra vida se decide el destino del mundo.

No sabemos colocarnos en la perspectiva de la fe. Es suficiente con que, a lo largo de nuestra existencia, hayamos colocado un ladrillo en la construcción de ese Reino de libertad y amor. El «ladrillo» quedará ahí, inamovible, por siempre jamás.

Cuando nosotros hayamos muerto, caerá sobre nosotros, humanamente, el silencio inquebrantable y el olvido eterno. Pero si nosotros hemos dado un impulso a Jesucristo en su crecimiento, habremos marcado una línea indeleble en la Historia que ni el silencio ni el olvido podrán borrar, y nuestro nombre quedará escrito para siempre en el número de los elegidos.

Esta transformación transhistórica implica, como hemos dicho, deberes y tareas temporales. Y aquí mismo se nos levanta la dificultad casi insuperable de discernimiento, y aquí mismo comienza, para los hijos del Evangelio, el peligro del temporalismo.
Es tremendamente difícil establecer una línea divisoria entre la política contingente y la política trascendente.

¿Qué significa, concretamente, compromiso temporal para un eclesiástico? ¿Hasta qué linderos puede avanzar un sacerdote en la acción política? ¿Qué significan, en cuanto a pasos concretos a dar, expresiones como solidaridad fraterna, animación, denuncia, liberación, profetismo... ? ¿En qué se diferencia la actividad temporal de un cristiano laico, de la de un sacerdote o una religiosa? ¿Existe la tal diferencia? 

Y si existe, ¿cuáles serían las implicaciones concretas? ¿Hasta dónde se puede avanzar? ¿Dónde están las fronteras? Estamos metidos en una profunda niebla.
Vamos a pedir el espíritu de Sabiduría para no quedarnos demasiado acá ni avanzar demasiado allá.
 
¿De qué vale invocar a Dios, cuando el verdadero «dios» que manda es el dinero? ¿Sirve de algo llamarse seguidor de Jesucristo, cuando las armas que rigen y brillan son la explotación del hombre por el hombre, la dominación del hombre sobre el hombre y la competición despiadada por el triunfo económico?

¿Qué se consigue con declararnos bautizados si los únicos ideales que se respiran son el hedonismo, el orgullo de la vida y el deseo loco de ostentar y lucir? Los hijos del Evangelio no tienen nada que ver con el reino del dinero.

¿Para qué vale una revolución social si los hombres siguen odiándose, incuban ambiciones feroces y sustituyen la aristocracia del dinero por la aristocracia de la inteligencia?

Si una revolución social destruye el «dinero» y dispara contra todos los individualismos, ha constituido una ayuda en la transformación del hombre. Pero ¿qué hacemos si el corazón sigue podrido y en el camino se ha dejado un río de amargura?

El corazón del hombre no se transforma por arte de magia. Derribar unas estructuras sociales y sustituirlas por otras, es cosa relativamente fácil por tratarse de una acción rápida y espectacular y, por consiguiente, fascinante.

Derribar las murallas del egoísmo, crear un corazón nuevo, trocar los motivos y criterios del hombre, trabajar por los demás con el mismo interés como si trabajara por mí mismo, despreocuparse de sí mismo para preocuparse de los demás, adquirir la capacidad de perdonar, comprender... Todo eso es tarea de siglos y milenios. Esa es la gran revolución de Jesucristo.

El «mundo» cree que el último que da el golpe, ése es el campeón. ¿Con quién compararé a un campeón?, se pregunta Jesús. Campeón, responde Cristo, es el que, después de recibir un golpe en el maxilar derecho, queda tan entero y dueño de sí que puede presentar tranquilamente el maxilar izquierdo. Este es el más fuerte. Cuánta revolución sólo en esta comparación.

Los resultados de una acción temporal, repito, son —o pueden ser— vistosos y fulgurantes, pero también superficiales porque no tocan el corazón. Generalmente, lo que rápidamente se construye rápidamente se desmorona.

El Padre encargó a Jesucristo transformar el mundo y conducir a la humanidad liberada y divinizada, en un gran movimiento de retorno, a la Casa del Padre. Esa tarea no es de un siglo ni de un milenio. Jesucristo es de ayer, de hoy, de mañana y de siempre. Es necesario que los hombres de Jesucristo, sus colaboradores en la construcción de su Reino, se coloquen «en el tiempo» de Jesucristo, no perdiendo de vista las dimensiones de la fe.

Es necesario no impacientarse buscando resultados inmediatos, es necesario saber discernir qué cosa es el Evangelio y qué cosa no lo es; y sobre todo es necesario tener, como los profetas, las raíces profundamente hundidas en la intimidad con el Señor.

«El Profeta es un hombre poseído por Dios. Pero no por eso se halla retirado del mundo.
Muy ligado a la historia de sus contemporáneos, vive con intensidad los acontecimientos de su época.
Testigo del absoluto de Dios, está dotado de una mirada aguda y cortante.
Ante él, las fachadas se desploman, las combinaciones de los hombres pierden su espectacularidad y dejan al descubierto su pequeñez.

Un fuego le penetra, una fuerza interior lo empuja; a tiempo y a destiempo es necesario que anuncie el mensaje del que es portador.
Tiene él como una evidencia de la presencia de Dios y de la mirada de Dios sobre el mundo, y acusa profundamente la falta de clarividencia de los que le rodean. Diríase que es un vidente, circulando por el reino de los ciegos.
Para el Profeta, la verdad viene de lo alto; a él le viene como dada, es algo que se le impone, a lo que no puede resistir»
 .

Es necesario organizar la gran marcha libertadora hacia el interior del hombre.
Nosotros somos los hijos de la esperanza y la esperanza es el alma del combate. Nosotros formamos una cadena inmortal, cuyo primer y último eslabón es Aquel mismo que venció el egoísmo y la muerte.

La esperanza es la hija predilecta de Dios. Los fracasos nunca desalentarán a los hombres de esperanza.
Después del primero, quinto, vigésimo o enésimo fracaso, la esperanza repite siempre lo mismo: no importa, mañana será mejor. La esperanza no muere nunca. Es inmortal como el mismo Dios.

Los hijos del evangelio gritan: «Es imposible derrotar el egoísmo.» La esperanza contesta: «Todo es posible para Dios.» 
Los hombres del evangelio se lamentan: «El dinero es una máquina invencible.» La esperanza replica: «Sólo Cristo es invencible.»

Los hijos del evangelio se desalientan llorando y diciendo: «En el mundo mandan el dinero y el odio, el mundo se burla del amor, dicen que el odio es de los fuertes y el amor de los débiles, dicen también que es preferible hacerse temer que hacerse amar, dicen que para triunfar es necesario perder el rubor, y que el egoísmo es una serpiente de mil cabezas que penetra y sostiene, de manera fría e impasible, toda la sociedad de consumo...»
Frente a todo esto, los hombres del evangelio sienten la tentación de «salir» del mundo, diciendo: «¡Hermanos!, no hay lugar para la esperanza.»

La esperanza responde: «Vosotros, hijos del combate y de la esperanza, estáis equivocados, porque miráis al suelo. Os parece que todo está perdido porque creéis en las estadísticas, leéis los periódicos, vuestra fe está basada en las encuestas sociológicas, sólo creéis en lo que se ve.
Levantad vuestros ojos y mirad allá lejos donde está la fuente de la esperanza: Jesucristo, resucitado de entre los muertos, vencedor del egoísmo y del pecado, El es nuestra única esperanza.
La esperanza se os muere porque os apoyáis en los resultados de los proyectos humanos. Cuando la marcha de la Iglesia es vistosa y triunfal, cuando los eclesiásticos son muchos y los seminarios están repletos, decís: Todo va bien.

Cuando la Iglesia es reducida al silencio y sus testigos son encarcelados o degollados, decís: Todo está perdido. La fuente de la esperanza no está en las estadísticas ni en el fulgor de los fenómenos. ¿Os habéis olvidado de la cruz y del grano de trigo? ¿No sabéis que de la muerte del Señor nace la resurrección del Señor? Recordad: la crucifixión y la resurrección son una misma cosa.

Para no sucumbir al desaliento en los momentos en que no se ven los resultados, apoyaos en el Inmortal por los siglos. Somos invencibles porque el Señor venció todos los enemigos. La única señora que quedaba en la tierra era la muerte. También ella fue vencida por el Inmortal.
»
«El cielo estaba abierto, y pude ver un caballo blanco. El que lo monta se llama Fiel y Verdadero.
Sus ojos son llamas de fuego, y en la cabeza lleva coronas numerosas.
Anda envuelto en una capa teñida de sangre, su nombre es: El Verbo de Dios.
Los ejércitos del cielo lo seguían en caballos blancos, vestidos de lino de perfecta blancura.
Lleva escrito en la capa y en el muslo este título: ”Rey de reyes, y Señor de señores”
 (Ap 19,11-17).
Cristo, con su Madre y nuestra colaboración, irá arrancando las raíces de las injusticias, colocará los cimientos de la paz y comenzará a brillar el sol de la justicia.
Los testigos de Jesucristo e hijos de la Madre, deberán asumir sus responsabilidades con la audacia del Espíritu y el equilibrio de Dios. Y comenzará una nueva época en que los pobres ocuparán su lugar en el Reino, habrá liberación de toda servidumbre y las energías dispersas se integrarán. Los hijos del Padre y de la Madre formarán un pueblo único y fraterno. La Madre presidirá esta lenta operación. Muchos testigos caerán, otros desertarán.

Pero el Reino irá, piedra a piedra, hacia arriba.
Será un nuevo Reino en el que se integrará lo espiritual y lo temporal, se avanzará desde las estructuras opresoras hacia la superación de las calamidades sociales, adquisición de lo necesario, aumento de la dignidad, promoción de la paz, participación en las decisiones.

Un Reino en el cual la familia será un ambiente animado por el amor y escuela de formación de personas; los esposos serán testigos de la fe y cooperadores de la Gracia; y el hogar será el templo de Dios y escuela de respeto mutuo.

Será un Reino donde no habrá muchos que tienen poco y pocos que tienen mucho, las desigualdades irán nivelándose, cesará la insensibilidad de los unos por los otros, irán disminuyendo hasta desaparecer las frustraciones, no habrá privilegiados y olvidados, no habrá problemas ni tensiones, no habrá dominación de unos países sobre otros.

Será un Reino de Paz en el que la dignidad será respetada, las aspiraciones legítimas satisfechas y los hijos de Dios serán agentes de sus propios destinos; un Reino en el que los hijos de Dios, en un proceso dinámico, serán artesanos de la paz y por eso serán llamados bienaventurados (Mt 5,9), una paz que será fruto del amor y signo de una universal fraternidad.
«Después tuve la visión de un cielo nuevo y una tierra nueva.
Vi la Ciudad Santa, la Nueva Jerusalén, embellecida como una novia engalanada, en espera de su esposo.

Oí una voz que clamaba desde el trono:
"Esta es la morada de Dios entre los hombres: fijará desde ahora su morada en medio de ellos, y ellos serán su Pueblo, y El mismo será Dios-con-ellos.
Enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no existirá ni la muerte, ni duelo, ni llanto, ni penas, porque todo lo anterior ha pasado.”


Entonces, el que se sienta en el trono declaró: "Ahora todo lo hago nuevo.” Y después me dijo:
”Todo está terminado. Yo soy el Alfa y el Qmega, el Principio y el Fin. Yo seré Dios para él, y él será para mí un hijo.”» (Ap 21,1-7).
«Señora del Silencio y de la Cruz, Señora del Amor y de la Entrega, Señora de la palabra recibida y de la palabra empeñada, Señora de la Paz y de la Esperanza, Señora de todos los que parten, porque eres la Señora del camino de la Pascua: también nosotros hemos partido el pan de la amistad y de la unión fraterna. Nos sentimos fuertes y felices.

Nuestra tristeza se convertirá en gozo, y nuestro gozo será pleno, y nadie nos lo podrá quitar.
Enséñanos, María, la gratitud y el gozo de todas las partidas. Enséñanos a decir siempre que sí con toda el alma.
Entra en la pequeñez de nuestro corazón y pronuncíalo Tú misma por nosotros.
Sé el camino de los que parten y la serenidad de los que quedan. Acompáñanos siempre, mientras vamos peregrinando juntos hacia el Padre.

Enséñanos que esta vida es siempre una partida. Siempre un desprendimiento y una ofrenda. Siempre un tránsito y una pascua. Hasta que llegue el Tránsito definitivo, la Pascua consumada.
Entonces comprenderemos que para vivir hace falta morir, para encontrarse plenamente en el Señor hace falta despedirse. Y que es necesario pasar por muchas cosas para poder entrar en la Gloria.

Nuestra Señora de la Reconciliación, imagen y principio de la Iglesia: hoy dejamos en tu corazón, pobre, silencioso y disponible, esta Iglesia peregrina de la Pascua.

Una Iglesia esencialmente misionera, fermento y alma de la sociedad en que vivimos, una Iglesia Profética que sea el anuncio de que el Reino ha llegado ya.
Una Iglesia de auténticos testigos, inserta en la historia de los hombres, como presencia salvadora del Señor, fuente de paz, de alegría y de esperanza. Amén.»

(Cardenal Pironio)