Muéstrame tu rostro Cap. 6-1: Jesús en oración


Tener los mismos sentimientos que Jesús  (Flp 2,5)
Ser cristiano consiste en sentir como Jesús y vivir como Jesús. Ese «sentir» (Flp 2,5), sin embargo, se presta a equívocos. Habría otra expresión más adecuada: disposición. La disposición está tejida de emoción, convicción y decisión.

Así, pues —con otras palabras—, la experiencia cristiana consistiría en reproducir en la propia vida las emociones, actitudes interiores y el comportamiento general de Jesús, el Señor.

Para la hora de tratar de vivir esta disposición, es relativamente fácil saber cuáles fueron las preferencias de Jesús, su estilo de vida y espiritualidad, el objetivo central de su vida.

Pero hay otra cosa, tan difícil de descubrir como importante para vivir, y es esto: ¿cómo captar las armónicas interiores del Señor? En mi opinión es esto lo fundamental. Porque la conducta del hombre, ¿es el hombre total? No, por cierto, porque la conducta, al fin, no es otra cosa sino un eco lejano de los impulsos, alimentados por antiguos ideales y vivencias remotas.

Necesitamos llegar a las raíces, ya que lo esencial siempre está abajo. Para descubrir, pues, la temperatura interior de Jesús, necesitamos descender a los manantiales primitivos y originales de la persona donde nacen los impulsos, las decisiones y la vida. En una palabra, necesitamos descubrir y participar de la vida profunda del Señor.
Sin embargo, no disponemos (para este «descubrimiento») de instrumentos exactos de «investigación» ni de com probación, quiero decir: no es posible una objetivación de tales armónicas profundas de Jesús. Es una tarea específica y exclusiva del Espíritu Santo que «enseña toda la Verdad» (Jn 16,13).

¿Qué hacer? 
El «alma» de Jesús aparece —se transparenta— en sus palabras y hechos. El cristiano deberá, pues, comenzar por apoyarse en toda la Palabra con una actitud contemplativa para dar con las raíces del Señor.

¿Cómo hacerlo?
Ejercicios para mirar «adentro» de Jesús El cristiano debe colocarse en actitud de fe, pedir la asistencia del Espíritu Santo y dejarse llevar dócilmente por su inspiración.
Haga luego como quien detiene el aliento interior quedando en estado de suspensión admirativa: como la suspen sión de quien se abisma en las profundidades del mar o de quien, con un potente telescopio, se abre al infinito mundo sideral.

Luego, con las facultades recogidas, en fe y en paz, debe el alma asomarse, con mirada contemplativa e infinita reverencia, a la intimidad de Jesús, y «quedarse ahí», y sorprender y presenciar algo de lo que «sucede» en esos abismos. Y, una vez sumergido en esa atmósfera, quieto e inmóvil, dejarse impregnar de aquellas vivencias y armónicas existenciales, participando de esta manera de la experiencia profunda de Jesús.

Este es el «conocimiento que supera todo conocimiento» (Ef 3,18), la eminente «sublimidad del conocimiento de Cristo Serás, mi Señor» (Flp 3,18), principio de toda sabiduría, reactor que genera todas las energías y grandezas apostólicas.

Para avanzar por las quebradas oscuras de la fe, en su ascensión fatigante y divinizadora, el cristiano sólo dispone de un sendero: el. sendero es Jesús mismo. Para no desorientarse en esta travesía, necesita pisar firmemente esta tierra.

* * *

He aquí el método sobre el que nunca se insistirá bastante: colocarse dentro de Jesús contemplativamente, para cualquier meditación fructífera.
Una vez instalado «ahí», trate de «saber» en el Espíritu qué sentía el Señor cuando decía: Santificado sea tu nombre (Mt 6,9).
Mire dentro de Jesús y trate de «saber» (y participar) qué olas de ternura le subían desde lo más recóndito de su ser cuando repetía tantas veces: Abbá (¡oh querido Papá!).

Mire atenta y contemplativamente, y trate de «saber» qué «sucedió» en los abismos lejanos y extraños del Señor, cuando dijo: Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27,46).
¿Qué sucedió en esos momentos en las regiones desoladas de Jesús? ¿Se apagó la luz? ¿Cayeron sobre su alma atmósferas de alta presión o espacios vacíos? ¿Qué fue?

Mire el cristiano dentro de Jesús, y trate de «saber» en el Espíritu qué entrañas se rasgaron en su interior, exhalando perfumes de ternura, cuando dijo: Me dan pena estas gentes (Mt 9,36). ¿Qué hubiera querido Jesús en ese momento: sufrir lo que ellos sufrían?, ¿cargar con todas las cruces del mundo?

¿Qué fue aquella bandada de aves blancas que, de improviso, levantó vuelo y cruzó el cielo de Jesús cuando, lleno de alegría y sorpresa, dijo: Gracias, Padre, por haberme escuchado? (Jn 11,41).
¿Qué sucedió dentro de Jesús cuando «se compadeció» de las turbas? (Me 1,41; Le 7,13; Mt 14,14). ¿Qué vidrios se quebraron en sus estancias interiores? ¿Qué anhelos repentinos llovieron sobre el suelo de Jesús? ¿Qué sentía?

¿Cómo se sentía cuando les decía: Venid a mí, los destrozados, los arrojados a la orilla del río por la resaca de las corrientes, los últimos y olvidados; venid y veréis cómo la consolación extiende su sombra sobre sus desiertos? (Mt 11,28). ¿Cómo se sentía Jesús en ese momento?

Este ejercicio de colocarse en el lugar de Jesús tiene un reverso (si bien es la misma medalla) y se enuncia de esta manera: ¿Qué haría Jesús si estuviese en mi caso?
¿Qué sentiría el Señor si se instalara en el corazón de esta negra barriada donde yo estoy? ¿Indignación? ¿Compasión? ¿Ganas de denunciar? ¿Ganas de consolar? ¿Cuál sería la reacción de Jesús si le hicieran lo que me hicieron a mí hace un mes: aquel atropello injusto y arbitrario?

Si Jesús respirara dentro de mi piel, ¿qué sentiría y qué haría en este momento en que acaban de informarme que a este padre de familia —con siete hijos— lo han expulsado del trabajo y lo han dejado en la calle? ¿Cuál sería la actitud de Jesús si estuviera en mi lugar, ahora que se me ha declarado esta rebelde enfermedad, y todos hablan misteriosamente y todo hace presumir que mi vida está en jaque? ¿Quién me diera poder sentir la paz y el abandono de Jesús al decir: en tus manos entrego mi vida?

* * *

Si la Iglesia es la prolongación viviente de Cristo Jesús, lo que ante todo debe perpetuar, a través de los siglos, es su temperatura interior. Para eso (y para poder ser ella misma) la Iglesia necesita perentoriamente contemplativos que sean verdaderos adoradores en espíritu y verdad, que sepan «descubrir» las insondables riquezas de Cristo Jesús (Ef 3,15).

El crecimiento de la Iglesia es, sobre todo, un avanzar incesante hacia el interior de la Palabra. «Crecer» significa, primeramente, profundizar y esclarecer el misterio interior de Jesucristo'. Consiste, diría, en captar y capturar el secreto de la intimidad de Cristo, el Señor.

La Iglesia no crece por yuxtaposición. Quiero decir, la Iglesia no es «más grande» porque tengamos setecientos centros de evangelización o hayamos impartido cinco mil bautizos o hayamos celebrado dos mil sesiones de catequesis. La Iglesia crece, fundamentalmente, por dentro y desde dentro: por asimilación interior, como toda vida. La Iglesia es Jesucristo. Y Jesucristo «crece» en la medida en que nosotros reproducimos su vida profunda, su estilo y sus preferencias.

Hablar desde dentro de Jesús
Los que presenciaron, deberán salir del valle de la contemplación para comunicar algo de lo que «vieron y oyeron».
He ahí la tarea esencial de los verdaderos adoradores: hablar (o escribir) como quien habla desde dentro de Jesús, después de haber participado, en espíritu y fe, de la experiencia profunda del Señor: tarea extraordinariamente ardua pero necesaria.

Entre las experiencias humanas, la oración es la .experiencia más profunda y lejana de sí mismo. Y ahora que queremos hablar algo de la oración de Jesús, tengo la conciencia de que no podremos balbucir ni siquiera la palabra más deshilvanada sin una asistencia especial del Espíritu Santo que, aquí, ardientemente solicito.

* * *

El camino está erizado de dificultades. Primeramente nos sale al paso el eterno enigma del hombre, ¡«ese desconocido»!, que tantas veces estamos recordando: yo «soy» yo, un misterio inédito e irrepetible. Todos los demás son los «otros»; cada uno, una experiencia única. Ni ellos «entrarán» en mí ni yo en ellos. Nadie se experimentará jamás como yo. Yo nunca me experimentaré como los demás.

Ahora bien: ¿no parece una locura el pretender «entrar» en la experiencia de Jesús? Aun sin tocar su persona, todavía en la periferia, las ciencias escriturísticas están pobladas de preguntas. ¿Cuáles son las palabras que realmente pronunció Jesús? Aunque algunas palabras no sean textuales de El, ¿qué palabras expresan el pensamiento real de Jesús?

¿En qué parábolas, alegorías o alocuciones está encerrado «algo» de la insondable riqueza interior de Jesús? Los evangelios son unos intentos, mal logrados, de «transparentar» y «transmitirnos» a Jesucristo. El intento mismo ya es, de por sí, desproporcionado. Los evangelios han quedado «cortos»: Jesucristo es inmensamente más grande y deslumbrante de lo que aparece en los evangelios; los rasgos evangélicos son vestigios, migajas nada más, pequeños fulgores de un Ser cuya magnitud nos sobrepasa sin remedio.

Pablo es, entre los «testigos», un contemplativo que ha quedado deslumhrado por la «insondable riqueza de Cristo», e invita a los creyentes a asomarse al misterio de Cristo para poder «comprender» «cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la Plenitud total de Dios» (Ef 3,18).

¿No será atrevimiento querer «conocer» la vida interior de Jesús con el Padre? Sin embargo, es el mismo Espíritu el que pone esta audaz aspiración en el corazón del cristiano, desde que éste emerge de las aguas bautismales. Así que, arrastrados por la fe y amor, vamos a aventurarnos a explorar el mundo interior de Jesús, y hablar desde ahí.

Perspectiva
Jesucristo es al mismo tiempo Hijo de Dios e Hijo del Hombre, sin confusión ni división: dos naturalezas conformando un yo único. ¿Quién podría descifrar tan formidable misterio?

Si toda persona humana es un circuito cerrado, una realidad única, inédita e inefable, ¡qué diremos de ese pozo infinito que es la persona de Jesucristo! ¿Dónde comienzan y dónde terminan las fronteras de lo divino y de lo humano en Cristo? Lo divino y lo humano, sustantivados en ese yo único, ¿en qué relación recíproca se hallan? ¿Se anulan? ¿Se interfieren? ¿Se enriquecen? ¡Qué inaccesible e inefable es para nosotros ese yo único de Jesucristo!

¿Qué contemplativo habrá en el mundo que nos diga algo siquiera de lo que pasa en el interior de esa figura solitaria, recortada en la oscuridad de la noche bajo las estrellas, en los cerros que circundan Cafarnaúm o Jerusalén?
Tantas noches, tantas horas solitarias... ¿Cómo era su oración? ¿Una mirada estática y muda? ¿Una intimidad sin palabras, como la de una persona que está a los pies de otra? ¿Una paz imperturbable? ¿Palabras ardientes «con clamores y lágrimas»? (Heb 5,7).

¿Exaltación con don de lágrimas? ¿Una fe pura y árida? ¿Un estar simplemente? ¿Qué era aquello? «¡Qué insondables son sus pensamientos!» (Rom 11,33). La psicología profunda de Jesús se nos escapa irremediablemente, por el misterio de las dos naturalezas en una persona.

Pero nosotros, en la reflexión de las siguientes páginas, vamos a dejar de lado, por metodología, el hecho de que Jesús sea Hijo de Dios, y centraremos nuestro enfoque contemplativo exclusivamente en el Hijo del Hombre. En esta perspectiva nos colocamos.

Buscamos a aquel Hermano nuestro. El es nuestro guía.Guía es aquel hombre que solitariamente recorre un camino inexplorado en las cordilleras o en las selvas ignotas. Luego toma a otras personas y las conduce por ese mismo camino que él recorrió anteriormente. Buscamos a aquel Hermano que ya recorrió la ruta que conduce al Padre.

1. Trato personal con el Absoluto
En el itinerario del alma de Jesús, en su experiencia religiosa de Hijo del Hombre, tímidamente me aventuraría a distinguir dos (¿cómo llamar?) etapas cronológicas.

Primeramente, Jesús parece haber vivido con radicalidad y fuerza inigualable lo que llamamos lo absoluto de Dios según la tradición monoteísta dentro de la cual nació y creció. Y en segundo lugar, parece haber «descubierto» y vivido la experiencia del Abbá, la gran novedad del Evangelio.

Naturalmente hay permanente inter-relación entre ambas vivencias. Si nos atenemos a las parábolas, alegorías o sermones en los que se derrama la vida interior de Jesús en los días de la evangelización, ambas vivencias aparecen mezcladas, confundidas y hasta identificadas. Sin embargo, nosotros, por razón de método y buscando claridad, vamos a estudiar separadamente los dos planos.

Consideraciones previas
Para entender bien lo que vamos a explicar, tenemos que tener en consideración los siguientes prenotandos. Crecimiento evolutivo de Jesús en las experiencias humanas y también divinas (Le 2,52) Muchacho todavía de 15 ó 20 años, Jesús fue avanzando a velocidad acelerada en los abismos de Dios. Para cualquier cristiano esto constituye un algo que pasma y deja mudo.

Este joven, hecho de misterio y sueños, en adoración sobre los cerros pelados en las noches estrelladas, navegando por las inmensidades hasta tocar el vértice del mundo, explorando regiones inéditas hasta descubrir el otro lado del misterio; Jesús, muchacho de unos veinte años, cada vez más adentro, cada vez más allá en la presencia total... La mente humana se pierde. ¿Qué podemos decir nosotros, pequeños miopes?

Temperamento sensible de Jesús
Efectivamente, Jesús estaba tejido de fibras muy sensibles. El Evangelio constata en varias oportunidades que se le derritieron de compasión Jas entrañas al ver tanta gente con hambre y sin pastor (Me 1,41; Le 7,13). Un día, fatigado de tanto andar por caminos de polvo bajo el sol, quiso descansar. Tomó la barca y se enfiló hacia un despoblado. Pero la gente adivinó adonde se dirigía y se fueron por tierra a toda prisa, llegando antes que él. Al bajar Jesús de la barca y ver aquella masa de gente, sintió una profunda compasión y, en lugar de descansar, estuvo con ellos todo el día (Me 6,32-35).

En otra ocasión, al llegar a las puertas de una ciudad,Jesús se cruzó con un cortejo fúnebre. Se interesó por el caso y le informaron que el amortajado era un muchacho, hijo único de una madre que era viuda. Al escuchar el informe, el Señor se estremeció de pena casi hasta las lágrimas (Le 7,11-14).

Aquel día, al saber Jesús de la muerte de Lázaro, su gran amigo, lloró abiertamente. Los judíos, que lo observaban de lejos, admirados de su sensibilidad, decían: ¡Cómo siente las cosas este hombre! ¡Qué buen amigo era! (Jn 11,34-38).
Después de la solemne entrada en Jerusalén, entristecido Jesús por la obstinada resistencia de la capital teocrática, no pudo evitar lágrimas de impotencia (Le 19,41). Sintió pena por la ingratitud de aquellos nueve leprosos (Le 368 17,12), desilusión por el letargo de los apóstoles que se dejaron llevar en brazos del sueño.

Fue atento con los amigos, caballeroso con las mujeres, cariñoso con los niños. Siempre manifestó predilección por los desvalidos. En una palabra, era muy sensible.

Su alma era profundamente piadosa
La constitución humana está hecha de cualidades y de deficiencias, posibilidades y limitaciones, todo ello sustancíalmente inserto en el fondo vital de la persona.
Hay personas que valen para estudios y no valen para deportes, y viceversa. Hay quienes valen para las artes y no valen para las ciencias exactas. Hay quienes son una nulidad para la pintura y una maravilla para la música. El hombre, pues, nace con unas predisposiciones determinadas que llaman carismas.

Entre estas predisposiciones existe la de la sensibilidad para las cosas de Dios. Hay personas que nacieron con una tendencia tan fuerte para con Dios que no pueden vivir sin El. Yo no sé si esto es gracia o si es naturaleza. En todo caso es un don de Dios. A esta sensibilidad o inclinación yo llamo piedad.

En este sentido a Jesús lo encontramos muy piadoso, rasgo de personalidad heredado seguramente de su madre, dentro de las leyes genéticas.
El contexto religioso en que Jesús nació y creció Israel había luchado durante siglos contra todas las idolatrías, provenientes de los grandes imperios y de las pequeñas tribus circundantes. Siempre en contacto con otros pueblos y contagiado por sus divinidades, sintió la atracción de los cultos importados que estaban de moda. Sucumbió muchas veces a la tentación. Volvía a Dios bajo la vigilancia de los celosos guardianes, los profetas, que pagaban su celo con la vida. Así, con sangre, muerte y lágrimas, Israel llegó a forjar un monoteísmo radical y santamente fanático.

En esa atmósfera nació y creció Jesús.
Esa historia monoteísta había esculpido un «credo» lapidario, llamado shema, que todo israelita debía recibir varias veces al día. El shema no sólo era la viga maestra de toda oración judía sino también el alma de aquella «cultura», el himno nacional, la bandera de la patria, la última razón de ser de Israel. Dice así:

«¡Escucha, Israel! Yavé, nuestro Dios, es Uno.
Amarás, pues, a Yavé tu Dios
con todo tu corazón,
con toda tu alma
y con toda tu fuerza.

Y estas palabras que hoy ordeno
estarán grabadas sobre tu corazón.

Las inculcarás a tus hijos
y hablarás siempre de ellas
ya permanezcas en tu casa,
ya andes de viaje,
al acostarte y al levantarte.

Las atarás como una señal sobre tu mano
y serán como frontales entre tus ojos.

También las escribirás sobre las jambas
y puertas de tu casa» (Dt 6,4-9).

Jesús, desde que fue capaz de balbucir las primeras palabras en arameo, aprendió de memoria estas palabras. Nos dice Flavio Josefo que para toda madre en Israel constituía motivo de orgullo el hecho de que las primeras palabras que aprendiera de memoria su pequeño fuesen precisamente las palabras del shema.

Si esto hacía cualquiera mamá en Israel, qué haría aquella madre que se llamó María de Nazaret: ella es una mujer normalmente silenciosa y reservada, pero toquen la tecla de Dio:, v verán cómo surge ella como un arpa vibrante. En aquelks palabras del shema que la madre pronunciaba y el pequeño repetía (¡escena inefable!) debió latir una singular carga de profundidad. Con este fuerte alimento se nutrió Jesús desde los primeros años.

Después, millares y millares de veces repitió Jesús estas mismas palabras: cuando todavía estaba sobre las rodillas de su madre, siendo un niño de ocho años cuando iba a la fuente para traer una vasija de agua o recogía leña en los cerritos próximos, siendo un adolescente de quince años cuando salía a las noches estrelladas o modelaba en el taller un yugo o una carreta para bueyes, en la sinagoga...

Este es un dato de capital importancia para vislumbrar la vida interior de Jesús y para afirmar, en forma de conjetura, que la primera vivencia religiosa de Jesús fue la experiencia de lo absoluto de Dios.

Efectivamente, en cuanto comenzó a darse cuenta de sí mismo y de cuanto lo rodeaba, este niño se vio acogido y envuelto por una atmósfera espiritual impregnada y dominada por el Absoluto, el Único, el Eterno, el Sín-Nombre, el Incomprensible, el Formidable. Sus primeras impresiones conscientes fueron golpeadas por esta realidad. Eso era lo que se respiraba en Israel, y con una intensidad particular en los días de Jesús por estar el país dominado por los romanos; y ha sido una constante de Israel: siempre creció el sentimiento religioso al ocurrir una dominación extranjera.

* * *

Jesús, todavía un infante, muy pronto fue llevado a la sinagoga en brazos de su madre. Esto pudo haber ocurrido en Egipto, donde existía una floreciente colonia judía. «Las primeras sinagogas de que tenemos mención se hallan en Egipto»

«En la sinagoga aparece un culto nuevo, despojado, un culto en espíritu, accesible al número pequeño en que la oración ocupa el lugar del sacrificio. Liturgia más democrática, más independiente del sacerdocio, en que los laicos desempeñan un papel importante. La sinagoga sumerge la vida judía en plena oración. Su influencia es sensible en las fórmulas utilizadas por la devoción privada»

Ya en los días de Jesús existía la oración por excelencia llamada tephillah, o la oración de las 18 bendiciones.
En la sinagoga se recitaba el tephillah en forma solemne y coreada, pero todo judío desde que tenía uso de razón debía rezarlo tres veces al día dondequiera que se hallara, en los tiempos meticulosamente señalados por la Torah: a las nueve de la mañana (hora del sacrificio matutino), a las quince horas, y al caer la tarde (hora del sacrificio vespertino). Todo judío, ya estuviese comiendo, viajando, trabajando o conversando, detenía su ocupación, se ponía en pie, se volvía hacia el templo de Jerusalén y rezaba el tephillah.

He aquí algunos fragmentos:
«Bendito seas Yavé, Dios nuestro y Dios de nuestros padres;
Dios grande, héroe y formidable, Dios altísimo,
Creador del cielo y de la tierra, escudo nuestro y escudo de nuestros padres,
nuestra esperanza de generación en generación.
 
Bendito seas Yavé, Dios santo. .
Tú eres un héroe que abates a los que están elevados,
fuerte y juez de los opresores, que vives por los siglos;
resucitas a los muertos, traes el viento y haces descender
el rocío, conservas la vida y vivificas a los muertos; en un
abrir y cerrar de ojos haces germinar para nosotros la salud.

Tú eres Santo y tu Nombre es temible, 
y no hay Dios fuera de ti.

(Por la noche)
Bendito seas, Eterno, Dios nuestro, Rey del mundo,
cuya palabra hace anochecer a las noches, cuya sabiduría
abre las puertas del cielo, cuya inteligencia cambia los
momentos y reemplaza los tiempos.

Tú que ordenas a las estrellas en sus puestos en la
inmensidad, creando el día y la noche, plegando la luz ante
la oscuridad y la oscuridad ante la luz, y llevándote el día
y trayendo la noche, separando el día de la noche.

El Eterno Sabaoth es su nombre: Dios que vive, que
existe siempre y que reinará siempre sobre nosotros hasta
la eternidad. Bendito seas, Eterno, que haces "anochecer"
a las noches.»

Un aliento exaltado y vibrante corre por todas y cada una de las bendiciones. Tenemos derecho a imaginar cómo aquella alma tan sensible del joven Jesús sería arrebatada por el fuego religioso que contagian estas palabras cuando las recitaba al caminar, a coro con su madre, en las caravanas, en el campo, en el cerro... Desde niño, el alma de Jesús experimentó, con una pasión y fuerza insuperables, «al» Eterno.

* * *

A los cinco años aproximadamente, Jesús comienza a asistir a la escuela, cuya finalidad no era la de nuestras escuelas.
Aquélla era la «casa del libro» (beth a sefer) para aprender de memoria el libro, es decir, la Ley y los Profetas.

Allí Jesús aprendió a cubrir su cara con las manos cuando aparecía el tetragrama divino, las cuatro sílabas del nombre de Yavé. «Incluso el tetragrama divino, designación de Yavé, este vocablo sagrado delante del cual todo judío aprende a esconder su rostro, poniendo las manos sobre los ojos, no comporta por escrito sino consonantes»
Este es, pues, el contexto religioso en que el alma de Jesús se abrió a la vida. Sus primeras experiencias religiosas con una vivencia del Absoluto.

Sólo Dios
Tomando en consideración su crecimiento evolutivo en la experiencia divina y su temperamento sensible y piadoso, Jesús cruzó la primavera de su infancia y adolescencia envuelto en el manto del Admirable. Por las actitudes y expresiones que aparecen después, en los días del Evangelio, nos sentimos con derecho a pensar cómo ahora, en los días de su infancia y juventud, el Incomparable fue ocupando por completo su persona.

Para los doce años ya había experimentado la proximidad ardiente del Formidable y Único. Sus palabras, respuesta al desahogo de su madre (Le 2,49), indican que para esa edad, ese océano sin fondo y sin orilla que es el Absoluto, se había adueñado enteramente de este muchachito. En adelante sólo Dios será su ocupación y preocupación.

Y así descubrimos en Jesús una profunda y extensa «zona de soledad» a la que nadie podrá asomarse, ni su mismísima madre, sino sólo Dios. ¿Mi madre? ¿Quién es mi madre? Vosotros sois mi madre. Y no sólo vosotros. Todo el que tome en serio al Admirable, todo el que declare y constituya a Dios como al Único en la vida, ése es para mí padre y madre y hermano y hermana (Me 3,35). ¿Esposa? Ni cinco esposas ni todos los amantes del mundo son capaces de saciar la sed eterna de tu corazón. Sólo Dios es el agua fresca; quien la beba nunca jamás sentirá sed (Jn 4,11-19). Si tú supieras cómo es Dios, si tú probaras esa agua... «El Padre era su mundo, su realidad, su existencia, y con él llevaba en común la más fecunda de las vidas» .

* * *

El niño, que sabía que en el Sinaí sólo Moisés podía acercarse a la presencia del Formidable, mientras los demás sólo podían mirarlo desde lejos, sabía que el Santo y Terrible residía en el «sancta sanctorum» donde una sola vez al año podía ingresar una sola persona, este niño fue entrando a fondo en la proximidad de Aquel que abarca todo el Tiempo y todo el Espacio. Su alma sensible fue marcada por la impresión de que Dios-es-Todo. Esta absolutez de Dios la tomó con radicalidad y la llevó hasta las últimas consecuencias.

Vivencias derramadas
Vamos a ver ahora cómo esas fuertes vivencias aparecen derramadas como simientes de oro en las páginas del Evangelio. Jesús habla de Dios, y detrás de sus palabras se oye el eco de una pasión. Se pone en pie como la cumbre de una cordillera para declarar: Dios-es-Todo. En este sentido, Jesús recoge las vías y voces de los grandes profetas, pero las voces de todos los profetas no llegan a la altura de sus sandalias.

Sólo Dios es Señor del universo y autor del Reino.
El sale a buscar obreros para su viña. No hay que preguntarle por el salario aunque al último se le haya pagado como al primero. No hay salario, todo es regalo (Mt 20,1-20).
El organiza las bodas, y El mismo sale a los caminos y plazas para buscar invitados (Mt 22,1-14). Sí, El mismo envía las invitaciones (Le 15,3-7).
Cómo quisieran los hombres jugar ciertas cartas, por ejemplo, saber y disponer del momento y de la hora del final. Es inútil. Ni siquiera lo sabe el Hijo del Hombre. Sólo Dios sabe la hora exacta (Me 13,32; Mt 24,36: 25,13).

Todo-es-Dios.
¿Vanidades ridiculas? ¿Que quién ocupará el primei puesto? ¿Sois vosotros capaces de soportar la prueba? Aunque seáis capaces, sabed que ni yo mismo, con ser el Hijo, lo puedo disponer. Sólo Dios lo dispone. El señalará a cada cual su puesto. Todo-es-Gracia. Nadie merece nada. Aquí todo se recibe, igual que en el caso del niño. Solamente los que se «hacen» pequeñitos pueden recibir el Reino, la vida, la comida, el vestido, la educación, el cariño. El Reino es un Don, un Regalo (Le 12,32). Jesús «conoció» a Dios en sus largos encuentros y allí «descubrió» que Todo-es-Gracia.

¡Qué bien, Simón, hijo de Jonás, qué bien has hablado! Pero lo que acabas de decir no te lo ha dictado ni el instinto ni la sagacidad ni cualquier otra sabiduría. Sólo Dios te lo ha inspirado. ¡Qué contento se le vea Jesús, qué feliz se siente de que Dios-sea-Todo! ¡Qué sentiría al rezar estas palabras!:
« ¡Grande eres tú, y haces maravillas,
tú eres el único!» (Sal 85,10).

Por eso, no quiere nada para él, ni aplausos ni reconocimientos ni gratitud. Toda la gloria a sólo Dios. Ya estás sano, pero no lo digas a nadie, marcha al templo y agradéceselo a Dios (Me 1,44). La muchacha se ha sanado, al sordo se le abrieron los oídos, pero que nadie se entere (Me 5,43; 7,36). Habéis quedado limpios de la lepra, pero no os echéis por tierra para agradecérmelo a mí; id al templo para agradecérselo a sólo Dios.

Saciados de comer en un desierto, delirantes por el prodigio, lo buscan con la intención de coronarlo como rey.
Sólo el pensamiento le parece una usurpación, y se escapa a la montaña porque sólo Dios es el Rey, y toda la gloria le corresponde a él. Sobre la soledad de aquel cerro, aquella noche (Jn 6,15) ¡qué bien habrían sonado las palabras del salmo!:
«No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu Nombre da la gloria» (Sal 113,1).

¿Bueno me llamas? ¿Quién es bueno? Sólo Dios es bueno (Le 18,19). Lo vemos como a un Hijo deslumhrado por la pureza infinita y la santidad de Dios. No soporta que nadie usurpe los atributos absolutos que le pertenecen a El solo.

En los años de su juventud, tal vez cuando sale al campo, cuando sube a los cerros, acarrea leña o troncos, dibuja los yugos de bueyes, vuelve de la fuente con el cántaro de agua fresca, ve crecer las viñas, madurar los trigales... Su alma, perdida en las inmensidades del Eterno, comprueba que Dios viste los campos, alimenta a los pájaros, hace florecer las primaveras. Vemos a Jesús como un hijo deslumbrado por la potencia infinita de Dios.
«Dios mío, ¿quién como tú?» (Sal 70).

Con seguridad y alegría asegura a los que piensan en las dificultades de la salvación: «Los hombres no pueden hacer esto, pero Dios puede; porque para Dios nada hay imposible» (Me 10,27).

Jesús ve todas y cada una de las cosas saliendo directamente de las manos del Padre. Vibra con la magnífica potencia de Dios. «¡Qué magníficas son tus obras, Señor, qué profundos tus designios!» (Sal 91,6). No piensa en segundas causas, no piensa en un orden universal diagramado por un genio y funcionando por mecanismos de causalidades y leyes cósmicas, como una cosmonave teledirigida. Más allá de fenómenos y acontecimientos, Jesús contempla con alegría al Creador, una Persona llena de libertad, potencia, espontaneidad y bondad (Mt 6,26).

Si «supierais» cómo es Dios, quién es Dios, diríais a ese cerro: Quítate de ahí (Me 11,22) y vuela al mar; y el cerro volaría como un pájaro hasta el mar. Y a este árbol sicómoro que tenéis delante de los ojos, le diríais: Arráncate de raíz, vuela, y echa raíces en el mar; el árbol obedecería humildemente (Le 17,6).

«Cuántas maravillas has hecho, Señor, Dios mío,
cuántos planes en nuestro favor,
nadie se te puede comparar.
Intento proclamarlas, decirlas,
pero superan todo número» (Sal 39,6).

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Teniendo presente la frecuencia con que se retira de las miradas humanas en los días de la evangelización para estar a solas con Dios, preferentemente de noche, podemos suponer el estado de adoración y suspensión en que vivía permanentemente el alma de Jesús, desde los días de su juventud, tanto en el trabajo como en la sinagoga o en los viajes.

Sobre todo nos sentimos con derecho a imaginar cómo serían los momentos fuertes con Dios, en sus años juveniles, en los cerros próximos a Nazaret, seguramente de noche. Su sensible alma habría sido sacudida una y otra vez, como cuando una marea inunda una playa, por la presencia del Sin Nombre en una proximidad arrebatadora, pudiendo decir con el salmista:

«Tus torrentes y tus olas
me han arrollado» (Sal 41).

Esto es lo que ocurrió —permítaseme conjeturar— en el hecho de la transfiguración. En su narración dice Lucas: «Mientras estaba orando, el aspecto del rostro de Jesús cambió...» (Le 9,29). 

Podemos concluir, a partir del contexto de la narración, que era tal la intensidad, la posesividad y la concentración del alma de Jesús en Dios que, ante el empuje de las energías espirituales, cedieron las leyes fisiológicas produciéndose un cambio, no sabemos de qué naturaleza, en el semblante de Jesús, igual que en el caso de Moisés en otro tiempo. En una palabra, Jesús se «hizo» una viva transparencia de Dios, irradiándose el fulgor de Dios en su vestido, en su semblante y en su contorno.

En esos encuentros experimentaba que el Admirable es el único bien por el que vale la pena jugárselo todo. Si supierais hasta qué punto Dios es el Gran Tesoro, venderíais los campos, hipotecaríais las casas, abandonaríais la profesión para poder «poseer» ese Tesoro (Mt 13,44).

Los pájaros tienen sus nidos, las raposas sus madrigueras donde dormir. El Hijo del Hombre no sabe qué comerá mañana y dónde dormirá pasado mañana. Ha renunciado a toda seguridad y ha constituido a Dios como su único Refugio y Seguridad (Mt 8,20).

El Reino del Eterno es de tal magnificencia que su «conquista» es una gesta heroica que exige valentía, «violencia» y constancia (Mt 11,12; Le 13,24).

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Uno se pregunta de qué género será la hermosura y magnificencia del Admirable, hasta qué punto el Incomparable será vino embriagador, que quien tan de cerca lo ha «conocido», Jesús, propone jugarse hasta las últimas consecuencias con una radicalidad que espanta.

¿Se te ha muerto el padre? Deja que los muertos entierren a los muertos. Eso no es lo más importante (Mt 8,22).
¿Quieres tomar en serio a Dios? ¿Quieres declararlo el Único? Vuelve a casa. Rompe con todo y con todos. El Único merece la pena (Me 10,21). El juego que se trata de emprender se llama el todo o nada. Antes de escoger, piénsalo bien. Pero una vez puesta la mano en el arado, no hay retroceso, hay que seguir hasta el final (Le 9,21). ¿Por qué tantos afanes, Marta? ¿Por qué tantos preparativos para el banquete? Pocas cosas son necesarias. Mejor, una sola cosa es necesaria: Dios (Le 10,42). No he venido a traer tranquilidad o paz, sino combate (Le 12,51).

En sus días de evangelización lo vemos actuar con alegría y dedicación. Su vida para-los-hombres no tiene explicación humana posible. La fuente de tantas energías y alegrías la tenemos que buscar en un hontanar enterrado y escondido en las profundidades de sí mismo. Todas sus palabras y actividades las sentimos transidas de una honda emoción, que, sin duda, extraía de sus encuentros con el Señor desde sus días juveniles.

«El principio íntimo, inmutable de la actividad tan variada y desconcertante de Jesús, que aparece siempre como el fundamento de todos sus actos y palabras, es su íntima unión con Dios. Nos acercamos aquí al centro, al núcleo vital de su voluntad y podemos fundadamente suponer que constituye la base experimental de su vida. Ahí se encuentra igualmente la fuente de la que brotan su heroísmo absolutamente único y su amor extensivo a todos y a todo, y de este principio recibe su vida su más profunda unidad»

El vértigo
Ciertas perspectivas de Jesús, aun en el terreno de la conjetura, se nos escapan irremediablemente. Vemos que a los grandes contemplativos, cuando se asoman al misterio de Dios, lo primero que les deslumhra es el medir la distancia entre ellos y Dios. A esa sensación llamamos vértigo porque se trata de una mezcla de fascinación y espanto, anonadamiento y asombro.

En los salmos aparece muy expresivamente esta sensación. Por ejemplo, en el salmo 8, después de expresar lo «admirable que es el Nombre del Señor en toda la tierra», el salmista mide la distancia y se pregunta: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?»

Lo típico del vértigo espiritual consiste precisamente en que se trata de una distancia terriblemente presente, un vértigo hecho al mismo tiempo de lejanía y proximidad, de trascendencia e inmanencia.

En este terreno, respecto a Jesús, yo me siento perdido y sólo atino a preguntar: Desde su experiencia humana, desde su plataforma de hombre, ¿cómo veía Jesús, cómo medía, cómo sentía a Dios? ¿De qué manera midió la distancia entre Dios y el hombre? ¿Experimentó el vértigo del salmista «el hombre pasa como una sombra pero tú permaneces para siempre»? (Sal- 101). Nunca se podrá responder satisfactoriamente. Si es verdad que Jesús era Hijo del Hombre, era también Hijo de Dios.

Sin embargo, me impresiona la reverencia infinita con que se dirigió a Dios, en la noche de la despedida: «¡Padre Santo!», «¡Padre Justo!» Toda esa oración final está transida de una profunda veneración, reflejo del sentimiento de admiración y anonadamiento que sentía Jesús ante el tres veces Santo. Me parece que Jesús sentía esa misma reverencia, hija de la distancia y de la veneración, siempre que levantaba los ojos al cielo (Jn 11,41; 17,1).

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Para vislumbrar ese enigma, vamos a recurrir a uno de los hombres que más intensamente han sentido y medido esa distancia: Francisco de Asís. Sintió como pocos que Dios es la Otra Orilla, que Dios es Otra cosa, que Dios nos trasciende absolutamente, que entre El y nosotros se abre un abismo infranqueable. Toda una noche, sobre la abrupta cumbre del monte Alvernia, no hizo sino exclamar: «¿Quién eres tú, Señor mío, y quién soy yo, siervo inútil?» ¿Admiración? ¿Sorpresa? ¿Gozo? ¿Anonadamiento?

La intimidad a la que hemos sido llamados no colma esa medida. La gracia nos declara hijos pero tampoco cubre esa distancia. Eternamente quedará en pie, como una roca, la verdad absoluta: Dios-es-Todo. «¿Sabes, hija mía, quién eres tú y quién soy yo?» —preguntaba el Señor a santa Catalina—. «Tú eres la que no eres, yo soy el que soy.»

Pero cuando se acepta gozosamente que Dios-es-Todo, la vida se convierte para el que lo acepta en una fuente de omnipotencia, embriaguez y vida porque participa de la eterna e infinita vitalidad de Dios, que lo convierte en rapsoda de la novedad más rotunda y absoluta: Dios-es. Así fue Francisco de Asís. En sus últimos años deseaba, según decía, que los hermanos menores fueran cantando por el mundo, proclamando que «no hay otro todopoderoso sino sólo Dios».

Sobre las cumbres de la montaña sagrada, con sus manos y pies llagados, Francisco de Asís no hacía más que gritar bajo las estrellas a las soledades cósmicas: «¡El Amor no es amado, el Amor no es amado!» En esos momentos Francisco era un hombre incendiado por la proximidad ardiente de Dios, el hombre que siente una insoportable tortura al comprobar que tanta grandeza es desconocida y olvidada. Medía las exactas dimensiones de la distancia.

Su confidente y secretario, fray León, le alargó un tosco papelito diciéndole: «Hermano Francisco, escribe aquí lo que en este momento sientes de Dios.» Y Francisco, con su derecha llagada escribió, con dolor y dificultad, las siguientes palabras:

«Tú eres santo, Señor Dios único, que haces maravillas.
Tú eres fuerte, tú eres grande, tú eres altísimo.
Tú eres el Bien, todo Bien, sumo Bien, Señor Dios vivo y
verdadero.

Tú eres caridad y amor, tú eres sabiduría.
Tú eres humildad, tú eres paciencia, tú eres seguridad.
Tú eres quietud, tú eres gozo, tú eres alegría.
Tú eres hermosura, tú eres mansedumbre.
Tú eres protector, custodio y defensor.
Tú eres nuestra fortaleza y nuestra esperanza.
Tú eres nuestra gran dulcedumbre.
Tú eres nuestra vida eterna, grande y admirable, Señor.»

Es, sin duda, una de las descripciones más profundas que se hayan hecho del Invisible.