Muéstrame tu rostro Cap.6-2: 2 Aparece el Rostro del Padre


Todo lo dicho hasta ahora no es cualitativamente diferente del concepto de Dios que se vivía en el judaismo de los días de Jesús. Muchos profetas vivieron una. entrañable comunicación con el Dios personal y trascendente aunque no con la profundidad de Jesús. Al profeta Jeremías lo sentimos muy próximo a la experiencia religiosa de Dios-Padre.
 
Los salmistas hablan a menudo del estado de paz, abandono y confianza del alma en Dios, como un niño en los brazos de su madre (Sal 130). El profeta Oseas, para hacernos sentir la ternura de Dios, utiliza tales expresiones que podrían insertarse perfectamente en la experiencia religiosa del Abbá.
 «Yo enseñé a andar a mi hijo y lo levanté en mis brazos...
Lo atraje con lazos de amor, con ligaduras humanas.
Fui para él como quien alza una criatura contra su mejilla, 
y yo me inclinaba hacia él para darle de comer» 
(Os 11,1-6).
A pesar de estos golpes de intuición, verdaderas aproximaciones al Abbá, no hubo avance en el judaismo posterior. Y el Dios absoluto del Sinaí presidió la vida religiosa, tanto individual como colectiva, de Israel. El nuevo nombre de Dios
De nuevo tenemos que retomar el itinerario del alma de Jesús en su crecimiento evolutivo en la experiencia divina.

No podemos tomar el bisturí para hacer una vivisección, como quien dice: En la anatomía espiritual de Jesús, hasta aquí llega el «tejido» o vivencia del Dios absoluto, aquí comienza la zona del Abbá, y aquí está la región fronteriza entre ambas vivencias.
 
La vida de Jesús es un mundo coherente y unitario. En sus manifestaciones evangélicas percibimos vivencias de uno y otro concepto. Sin embargo, ellas se encuentran, al menos así se nos han transmitido, muy entretejidas, entremezcladas, con permanentes trasposiciones de planos.
Por eso, nosotros, por método y buscando claridad, hemos tenido que tomar el bisturí del discernimiento para separar y distinguir.

* * *

Tímidamente me aventuro a opinar que Jesús vivió durante su infancia y adolescencia ese trato de adoración con el Señor Dios según la teología del pueblo dentro del cual el Señor nació y creció.

Pero a partir de cierta edad (¿quince años?, ¿veinte años?) el joven Jesús, en un proceso progresivo de interiorización, comenzó a experimentar —tratar— a Dios de una manera esencialmente diferente; de una manera que, fuera de fugitivos vislumbres, ningún profeta de Israel había intuido ni vivido. 

El joven Jesús sobrepasó la etapa de la suspensión y de la adoración. Entró por completo en la zona de la confianza con que se trata al padre más querido del mundo.
Hubo, pues, una transformación evolutiva en el alma del joven Jesús de larga trascendencia.
 
¿Qué sucedió en el alma del joven Jesús?
Con temor y reverencia vamos a ingresar en el sagrado recinto de este joven, a sus 15, 20 ó 25 años, y vamos a asistir a un espectáculo: delante de nuestros ojos se va a poner en pie un reino sin espadas ni cetros, sin coronas ni tronos, la tristeza será enterrada y la angustia desterrada, y sobre los horizontes se encenderá el día inmortal. Un joven se alzara sobre la cumbre más alta del mundo para proclamar: Tenemos Padre, somos hermanos, estamos salvados, aleluya.
 
Para entender esto, tenemos que tomar en consideración lo siguiente: 
Nos dice Marcos que Jesús se retiró durante cuarenta días a una montaña tan inaccesible que allí sólo habitaban las fieras (Me 1,13). De este hecho se puede extraer la siguiente deducción psicológica: Un hombre, si no está familiarizado con el silencio y la soledad de las montañas, no se mete de improviso durante tantos días en lugares tan inhumanos. Si, de hecho, se retiró, es señal de que ya estaba habituado a la soledad de las montañas.
 
Por otra parte, son muchos los textos evangélicos, los cuales hacen constar que Jesús se retiraba de noche a los cerros próximos a Cafarnaúm o Jerusalén, para estar a solas con el Padre.
 
Esto, unido a lo anterior, nos lleva razonablemente, y a modo de deducción psicológica, a pensar que Jesús, cuando era joven en Nazaret, fue habituándose a retirarse frecuente y prolongadamente a los cerros cercanos a Nazaret para estar con su Padre, y que en los días de evangelización mantuvo ese hábito.

* * *

La juventud de Jesús estaba siendo ocupada por completo por el Admirable (Le 2,49).
La presencia iluminaba todo en este joven: lo que estaba encima y debajo, y lo que estaba al otro lado de las cosas.
Era como cuando el sol embiste la tierra, la inunda y fecunda.
Jesús era un muchacho normal pero no era como los demás: sus ojos estaban siempre bañados de un extraño resplandor, y miraba mucho para dentro de sí mismo como quien mira a otra persona que va consigo; y parecía que él no era él solo, sino que él era él-y-Otro.
 
Sí. Alguien estaba con El, y El estaba con Alguien como cuando desaparecen todas las distancias. Dicen que los puentes unen a los distantes. Pero aquí se tenía la impresión de que no había puentes porque, al parecer, ellos habían sido derribados por la intimidad. Y, en este caso, la intimidad era la Presencia Total, hecha de dos presencias. Con otras palabras, la intimidad era convergencia, cruce y fruto de dos Interioridades Infinitas.

* * *

Jesús era un muchacho normal, pero diferente.
La intimidad era un árbol frutal, y cada otoño daba una sabrosa fruta: el amor. Y siempre era otoño. Y el amor era, en el cielo de este muchacho, como un arcoiris que enlazaba todos los horizontes, porque el amor es eminentemente unitivo.
 
El joven Jesús (¿diecisiete años?, ¿veinte años?) avanzaba de sol a sol, noche a noche, mar adentro, hacia las más remotas periferias del Señor Dios; y así, llegó un momento en el que la intimidad y el amor entablaron en el territorio del joven un duelo singular en el sentido de que cuanto más fuerte era la intimidad con Dios, mayor era el amor, y cuanto mayor era el amor, más fuerte era la intimidad, y así la velocidad interiorizante fue acelerándose progresivamente hasta devorar todas las distancias.

El amor nace de una mirada, es un momento de olvidarse. Crece con deseos de darse apoyado en la esperanza.
Se consuma en el olvido total de un gozo recíproco. El verano fue cayendo sobre los huertos de Jesús. 
Las manzanas maduraron. Las colmenas se hinchieron de ternura y cariño.
 
Al consumarse el duelo entre el amor y la intimidad, y al desaparecer las distancias, la confianza fue creciendo en el alma de Jesús como un esbelto terebinto cubriendo con su sombra todos los impulsos vitales del joven. El muchacho era todo apertura-confianza-ternura para con su Dios y Señor.

¡Oh, aquellas noches de Jesús en las montañas solitarias, cobijado en el manto envolvente de su Señor Dios en la proximidad más absoluta y en la presencia más absoluta también: había tantas estrellas en aquellas noches!...

El muchacho (¿veinte?, ¿veintidós años?), con aquel temperamento tan sensible, con aquella predisposición tan fuerte para con Dios,, da un paso y otro paso más, experimenta progresivamente diferentes sensaciones y percibe cada vez más claramente que Dios no es exactamente el Temible ni el Inaccesible.

* * *

Y así, llegó un momento en el que el joven comenzó a sentirse progresivamente como una playa inundada por una marea de ternura, procedente de las más remotas profundidades del mar. Diez mil mundos convergían sobre él amándolo, cobijándolo, asegurándolo, como si Dios fuese un océano dilatado y él navegando en sus aguas; como si el mundo fuese (¿qué?, ¿cuna?, ¿brazos?, ¿poderosas alas protectoras?), todo era seguridad, certeza, júbilo, libertad... Y así, llegó a tener la sensación definitiva, inconfundible e inolvidable: la sensación de que el Señor Dios es como el Padre más querido y amante del mundo.
 
«Oh Dios, tu amor toca el vértice del cielo
 y tu fidelidad las nubes del firmamento.
Tu santidad se eleva más arriba que las altas cordilleras 
y tu sabiduría alcanza los abismos del mar.

¡Qué inapreciable es tu ternura, Dios mío!
Tus hijos se cobijan bajo la sombra de tus alas,
se alimentan de la dulzura de tus colmenas
y se embriagan en el torrente de tus delicias.

En ti está la fuente de la vida
y en tu luz, todo es luz»
 (Sal 35).

En los años de la juventud de Jesús se produce, pues, la más revolucionaria de las transformaciones interiores de todos los tiempos. Jesús experimentó en su propia carne que el Padre no es primeramente Temor sino Amor; que el Padre no es ante todo Justicia sino Misericordia; que el Padre ni siquiera es primordialmente la Santidad, el tres-veces-Santo, como explica el profeta Isaías, sino que es ternura, perdón, cuidado, cariño... Y el joven Jesús llegó a la convicción de que el primer mandamiento ya no tenía vigencia, había caducado para siempre: de ahora en adelante el primer mandamiento consistirá en dejarse amar por el Padre.

* * *

Fue un nuevo mundo, mundo de sorpresa y éxtasis, de alegría y embriaguez, mundo «descubierto» y vivido por este joven normal y diferente, y que puede expresarse con estas palabras: Todo-es-Amor. Jesús se sintió vivamente amado y completamente liberado. El amor libera del temor. El que se siente amado, no conoce el miedo.

El Padre tomó la iniciativa, se abrió y se entregó por entero a Jesús; Jesús correspondió, se abrió y se entregó por entero al Padre. Los dos se miraron hasta el fondo de sí mismos con una mirada de amor. Esa mirada fue como un lago de aguas claras y profundas en que los dos se perdieron en un abrazo en el cual todo era común y todo era propio, todo lo recibían y todo lo daban, todo se comunicaba pero sin palabras... Fue algo tan inefable como cuando llegan melodías desde otros mundos.

A la luz de esta experiencia, Jesús analiza su entorno cósmico, y encuentra que todo lo más hermoso del mundo como las primaveras, la infancia o la maternidad, en una palabra todo cuanto signifique amor y vida, no es otra cosa sino el desbordamiento de la vitalidad inagotable de aquel que, definitivamente, no es Padre sino paternidad, manantial inextinguible de toda vida y amor. Todo-es-amor. Todo- es-gracia.

Dios ya tiene un nuevo nombre. De ahora en adelante ya no se llamará Yavé. Se llamará Padre porque está cerca, protege, cuida, comprende, perdona, se preocupa... De ahora en adelante, adorar no consistirá en cubrir los ojos y la cara con sus manos sino en abandonarse con confianza incondicional e infinita a las manos todopoderosas y cariñosas de aquel que, para siempre, es y se llamará nuestro querido Padre.

«Padre:
Tú que vives en el amor y en la dicha,
mientras en la tierra aullan las tormentas y gimen las pasiones.
Tú que dices que debo compartirlo todo,
sintiendo plenamente el sufrimiento de tus hijos,
muéstrame tu paz.
Guíame hasta aquella zona más profunda
donde el dolor no llega, donde brotan la palabra,
la sonrisa y la paz, donde todo es alegría porque todo es alegría.
¡Oh Amor, del cual yo nací! »
(BERGSON).

Jesús posee ya la madurez de un trigal dorado. Nos lo podemos imaginar como un hombre adulto de unos 28 años. Es un pozo de paz. Un abismo colmado. La presencia del Altísimo se asoma por sus manos, por sus ojos, por su boca...
No acaba aquí el «crecimiento» de Jesús. En el espíritu no hay fronteras. Mejor, Jesús hizo estallar todas las fronteras.
 
Con aquel temperamento tan sensible y con aquella inclinación innata para las cosas de Dios, sumergido cada vez más frecuente y profundamente en sus encuentros solitarios con el Padre, Jesús sigue navegando a velamen desplegado por los mares de la ternura y del amor. La confianza para con el Padre pierde fronteras y controles. Un paso y otro paso más hacia la profundidad total.

Y así, un día —no sé si era una noche—, arrastrado por la marea, en el colmo de la embriaguez por el «torrente de todas las delicias»..., salió de su boca una palabra completamente extraña hasta escandalizante para la teología y opinión pública de Israel: Abbá, que quiere decir: oh querido Papá.

Con esto, hemos tocado la cumbre más alta de la experiencia religiosa.

* * *

«Era algo nuevo, algo único e inaudito el que Jesús se atreviera a dar este paso hablando con Dios como un niño habla con su padre, con simplicidad, intimidad, confianza, seguridad. No cabe duda, entonces, de que Abbá, que Jesús utiliza para dirigirse a Dios, revela la base real de su comunión con Dios.
Abbá, como tratamiento dado a Dios, es la mismísima voz, una expresión auténtica y original de Jesús, y ese Abbá implica el título o la reivindicación única... Nos encontramos ante algo nuevo e inaudito que rebasa los límites del judaismo.
Aquí vemos qué es lo que fue el Jesús histórico: el hombre que tuvo el poder de dirigirse a Dios como Abbá, y que incluyó a los pecadores y a los publícanos en el reino, autorizándolos a repetir esta sola palabra: Abbá, oh querido papá»


El Padre me ama
Y ahora sí. Ahora Jesús puede lanzarse sobre los caminos y montañas, para proclamar y aclamar una noticia de última hora, una novedad «descubierta» y vivida por él mismo en los silenciosos años de su juventud: Dios-es-Padre.
Si Dios es Todopoderoso, es también Todocariñoso. Si con sus manos sostiene el mundo, con esas mismas manos me acoge y me protege.
 
De noche queda velando mi sueño y de día me acompaña adondequiera que yo vaya. Cuando la gente se queja diciendo «estoy solo en el mundo», el Padre responde «yo estoy contigo, no tengas miedo» (Is 41,10). Cuando los humanos se lamentan diciendo «nadie me quiere», el Padre responde «yo te amo mucho» (Is 43,4). Está más cerca de mí que mi propia sombra. Me cuida mejor que la madre más solícita. No hay dónde perderse porque dondequiera que yo vaya El va conmigo.

Además, es un amor gratuito. El hecho de que me quiera no depende de que yo lo merezca o desmerezca, de que yo sea justo o pecador. El Padre me ama gratuitamente. El me comprende porque sabe muy bien de qué barro estoy formado, y me perdona mucho más fácilmente que yo a mí mismo. No tiene razones para amarme. «Hago gracia de quien hago gracia, tengo misericordia de quien tengo misericordia» (Ex 33,19). Me ama porque me ama: simplemente es mi Padre. ¿Acaso una madre busca porqués para amar a su niño?

La gente se queja diciendo «soy un marginado en el mundo; Dios ni sabe que existo». El Señor responde con una pregunta: ¿Puede una mujer olvidarse del hijo de sus entrañas que duerme en la cuna? Pues aunque sucediera ese imposible, yo nunca me olvidaré de ti (Is 49,15).

Desde los días eternos me llevó en su corazón como quien acaricia un sueño dorado. Llegado el momento exacto de mi existencia biológica, mi Padre Dios se instaló en el seno de mi madre (Sal 138) y, con dedos delicados y sabiduría, fue tejiéndome cariñosamente comenzando por las células más primitivas hasta la complejidad de mi cerebro. ¡Soy una maravilla de sus dedos! (Sal 138).

No soy, pues, una obra producida en serie por una fábrica. Soy una obra de artesanía elaborada portentosamente.
Fui concebido en la eternidad por el Amor y fui dado a luz en el tiempo por el Amor. Desde siempre y para siempre yo soy gratuitamente amado por mi Padre. «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de toda consolación» (2 Cor 1,3).

Libres y felices
Basta sentirse amado por el Padre, y al momento se enciende la gloriosa libertad de los hijos amados. Es un algo instantáneo como el encanto de un toque mágico. Todo lo que el Amor toca, liberta.
Sí. La experiencia del amor del Padre suscita repentinamente la impresión de sentirse libre. Libre ¿de qué? Del temor.

El temor es el enemigo número uno del corazón humano. Temor ¿de qué? Temor de no ser aceptado; temor de fracasar; temor de morir...

Lo malo del fracaso no es el fracaso sino el temor del fracaso. Lo malo de la muerte no es la muerte sino el miedo de la muerte. Lo malo del desprestigio no es el desprestigio sino el temor del desprestigio. El amor del Padre no nos va a librar de la incomprensión. 

Las saetas de la enemistad continuarán siendo disparadas contra el hijo amado, pero éste se sentirá tan libre y seguro que las saetas no tocarán ni siquiera su piel. El fracaso llegará, la enfermedad llegará, la muerte llegará. El Amor no los podrá evitar. Pero el Amor se constituirá para el hijo amado como en una ciudadela impenetrable. Se sentirá tan libre y seguro como si el fracaso no existiera, como si la muerte y la mentira no existieran.
 
Con otras palabras, amaneció la paz. Millares y millares de veces escuché juntas ambas expresiones: ¡Qué paz (siento), qué libertad! Ante la «magia» del amor eterno del Padre, el hijo amado percibe vivamente que la tristeza es una reina destronada y desterrada, que la angustia murió y fue enterrada, y que los miedos se esfumaron como aves espantadas.

Ya no quedan enemigos: ¡estamos salvados! Soy feliz. Aleluya. Y por encima de todos los horizontes comienzan a ondear como banderas inmortales la libertad, la alegría y la paz.

Ser amados y amar
Nunca me cansaré de repetir: amar a Dios es difícil, casi imposible. Amar al prójimo es más difícil todavía. Pero cuando el hijo es alcanzado por el amor del Padre, al instante siente un ansia incontenible de «salir» de sí mismo para amar. En este momento, amar a Dios no sólo será fácil sino casi inevitable. Además, el hijo amado sentirá unas ganas locas de encontrarse con cualquiera, por los infinitos caminos del mundo, para tratarlo como el Padre lo trata a él y hacer felices a los demás como el Padre lo hace feliz a él.
Sólo los amados pueden amar. Sólo los libres pueden libertar. Sólo los puros purifican, y solamente pueden sembrar paz los que la tienen.

A un hijo amado no le digan que ame. Sin que nadie se lo diga, una fuerza interior inevitable lo arrastrará a comprender, perdonar, aceptar, acoger y asumir a todos los huérfanos que andan por el mundo, necesitados de alegría y amor.

* * *

Para mí, aquí está el misterio de Jesús: Jesús fue aquel que en los días de su juventud vivió una altísima experiencia del amor del Padre.
Por aquellos años se sintió embriagado por la cálida e infinita ternura del Padre. En el perímetro de Nazaret, en los cerros que circundan al pueblecito, el Hijo de María se sintió, una y mil veces, querido, envuelto y compenetrado por una Presencia amante y amada, y como efecto de eso experimentó claramente qué significa ser libre y feliz.

Después de eso no pudo contenerse. Era imposible permanecer en Nazaret. Necesitaba salir, y salió al mundo para revelar al Padre, para gritar a los cuatro vientos la gran noticia del Amor y para hacer felices a todos.
Y se fue por todas partes, libre y libertador, amado y amador, para tratar a todos como el Padre lo había tratado a El.
«Así como el Padre me amó a mí, de la misma manera yo os amé a vosotros» (Jn 15,9).

¿Cómo se puede compaginar todo lo dicho con el hecho de ser Jesús también Hijo de Dios? Yo me pregunto: ¿Podrá saberlo alguien? El Misterio nos sobrepasa por completo.
Solamente sabemos que era también, completamente, hijo de María.

El revelador del Padre
Ahora comienza Jesús a descorrer el velo y mostrar el rostro del Padre. Tenemos la impresión de que el Revelador se siente incapaz de transmitir lo que «sabe». Como un narrador popular que viste las grandes verdades de ropajes simples, Jesús echa mano de la fantasía, inventa parábolas y comparaciones, saca explicaciones de cualquier fenómeno cósmico, de las costumbres de la vida. Pero después de todo, quedamos con la impresión de que la realidad es otra cosa, de que Jesús se ha quedado corto. Su experiencia era tan larga y ancha, y la palabra humana es tan corta...

* * *

¿Habéis visto alguna vez que un niño hambriento pida a su papá un pedazo de pan y que éste le dé una piedra dura para que se rompa los dientes? O si le pide un pedazo de pescado frito, ¿le dara una culebra para que lo pique, lo envenene y lo mate? Vosotros, unos con otros, sois capaces de cualquier cosa, hasta de morderos. Pero con vuestros hijos sois siempre lealtad y cariño. Yo os digo: Si vosotros, a pesar de llevar mala levadura en vuestro interior, procedéis con tanta delicadeza con vuestros pequeños, ¿cómo será aquel Padre? Si lo conocierais...

Yo lo «conozco» muy bien, y por eso puedo garantizaros: Pedid, llamad, tocad las puertas. Tengo la seguridad de que las puertas se os abrirán, encontraréis lo que buscáis, recibiréis lo que necesitáis. Sí. Antes de que abráis la boca, El ya está preocupado de lo que necesitáis. Antes de que salgáis a su encuentro, hace tiempo que El salió al vuestro.
Si lo conocierais...

¿Por qué miráis hacia adelante con ojos de inquietud y el corazón apretado? Por qué gritáis: ¿Qué comeremos?, ¿dónde dormiremos?, ¿qué casa habitaremos?, ¿cómo nos irá en el compromiso que acabamos de asumir? Ocuparos, sí; pero preocuparos, ¿para qué? Luchad, pero no con angustia.
Arriesgaos, organizaos, trabajad, pero con paz. ¿Las preocupaciones? Soltadlas y arrojadlas en las manos del Padre. ¿Seguridad para el mañana? ¡Cuidado! No la pongáis en el dinero, que es un dios falso. Sea el Padre vuestra única seguridad.

Contemplad esos pajaritos: con qué alegría y despreocupación vuelan por todos los cielos. Os aseguro que ni una sola de esas felices aves cae en el suelo de hambre. Sin embargo, ellas no son como nosotros que, para comer un pedazo de pan, tenemos que sembrar, segar y trillar. Esas aves no trabajan y, no obstante, comen.

 ¿Quién les da todos los días de comer? El Padre. ¿Y cuánto vale uno de esos pájaros? Nunca más de dos centavos. Y vosotros, ¿no valéis más que ellos? ¿Acaso no sois hijos inmortales del Amor? ¿Para qué angustiarse? ¿Y qué diremos de la ropa? Levantad los ojos y mirad esas margaritas ahora que estamos en primavera. Ni Salomón, el rey de la elegancia, se vistió con tanto esplendor como esas flores. Ellas, sin embargo, ni tejen ni hilan. ¿Quién las viste todas las mañanas tan primorosamente? El Padre.

Si tanto se preocupa el Padre por unas margaritas que por la mañana brillan y al anochecer fenecen, ¿qué no hará con vosotros que sois hijos del Amor? ¿Qué es más importante, la ropa o el cuerpo? Oh, si conocierais al Padre...

Dicen que ha fallecido la hija del jefe de la Sinagoga; y le dicen al jefe que no moleste al Maestro porque ya todo es inútil: la muchacha ya está muerta. ¿Cómo? ¿Que todo es inútil? Sólo el Hijo «conoce» al Padre. Y dice Jesús al jefe de la Sinagoga: Mira, te bastaría con creer en la bondad y potencia del amado Padre, y tu hija, bajo la mano resucitadora del Amor, volvería a la vida como una flor que despierta de un sueño (Me 5,35-42).

* * *

Había una vez un hijo tan loco como insolente. Se presentó ante su padre y le dijo: —Padre mío, trabajando como un héroe durante tantos años en estas tierras, multiplicaste las haciendas, levantaste castillos, prácticamente eres un rey en esta región. Pero ni un solo día disfrutaste de la vida como le corresponde a un hombre hacerlo. No quiero que a mí me acontezca lo que a ti. Mientras soy joven quiero disfrutar. Dame, pues, la parte de la herencia que me corresponde.
Y se fue a tierras lejanas y despilfarró sus bienes en francachelas.
 
Cuando el joven experimentó que debajo de tantas satisfacciones se abría el pozo de una infinita insatisfacción, que nada podía compensar ni sustituir el calor de la casa paterna, y cuando la nostalgia y la pobreza se abatieron sobre él, ¿sabéis lo que hizo aquel ingrato? Aprendió de memoria un discurso de justificaciones y se volvió tranquilamente a su casa.
 
¿Sabéis por qué? Porque conocía muy bien a su padre.
Y no se equivocó. Aquel hombre venerable, cuando le informaron del regreso de su hijo, saltó del asiento, bajó las escaleras, montó el corcel más rápido, salió al encuentro del muchacho, lo abrazó, lo besó, convocó a los trabajadores de las haciendas, diciéndoles: —Servidores fieles de mis tierras, preparad el banquete más espléndido de que haya recuerdo en mi casa, porque es el día más feliz de mi vida; traed el anillo de oro para sus dedos, y ropa de príncipe para su cuerpo...
Ah, si conocierais al Padre. El es así: comprensión, perdón, cariño.

Si se extravía uno solo de sus hijos, el Padre es capaz de abandonar la tranquilidad de su palacio y salta al mundo, sube colinas y cordilleras, bordea los precipicios, desciende a las hondonadas, vuelve a escalar riscos y atravesar llanuras, hasta que lo encuentra. Entonces lo carga a hombros con todo cariño, y vuelve cantando y silbando a su casa diciendo a todos los vientos que aquel hijo le causaba más alegría que toda la corte celestial. Oh el Padre, si lo conocierais.
 
¿Os acordáis de aquella viejecita? Perdió una moneda de oro. Buscándola, se metió debajo de las camas, sillas y mesas, y... ¡nada! Cogió una escoba, lo barrió todo ¡y la encontró! Sentía que la alegría la iba a reventar. Salió a la calle gritando: ¡Amigas, vecinas: venid y ayudadme a compartir mi alegría! El Padre es así.

 Cuando un hijo perdido y querido regresa a la casa, es tanta la alegría que siente el Padre, que convoca a todas las orquestas de los paraísos diciendo: Amigos, yo estaba muerto de pena por la ausencia de mi hijo; pero acaba de regresar y siento que el corazón se me sale de alegría; acompañadme y celebremos todos juntos...

Mirad ese sol. ¿Creéis que el astro rey tan sólo inunda y fecunda los campos de los buenecitos? Esa bola de fuego también da vida y esplendor a los campos de los traidores, mentirosos y blasfemos. El Padre es así.
 ¿Y esa lluvia? Gracias a ella los desiertos se visten de verdor y los árboles de frutas de oro. ¿Creéis que hay discriminación y que la lluvia cae mansamente tan sólo sobre los campos de los elegidos? Os equivocáis. Cae también sobre los campos de los bribones, granujas y vividores. El padre es así: devuelve bien por mal. Si lo conocierais...

* * *

Un día me levantarán en vertical sobre una cruz, entre cielo y tierra. El sol me abandonará. Me abandonarán también todas las realidades: el prestigio personal, los amigos, los resultados de mis trabajos. Seré el exiliado de todas las patrias y de todos los bienes. Pero no importa; no estaré solo porque «el Padre siempre está conmigo» (Jn 8,29).
 
Ya llegó mi hora por la que tanto tiempo suspiré. Estoy viendo la escena que va a suceder: como bandada de palomas asustadas, todos vosotros os dispersaréis precipitadamente en mil direcciones, tratando cada uno de salvar su pellejo; todos me abandonaréis y yo quedaré solo a merced de lobos voraces. Pero «no importa; no quedaré solo, no; el Padre estará conmigo» (Jn 16,32).

Esta es la permanente temperatura interior de Jesús: siempre de cara a su amado Padre. El Hijo mira al Padre y el Padre mira al Hijo, y esa mirada mutua se transforma en un manto de cariño que envuelve a los dos en un gozo infinito. ¿Fracaso? ¿Agonía? ¿Calvario? Pueden rugir afuera las tormentas. Sus embates no llegarán al lago interior, salvo algunas ráfagas como en Getsemaní.
 
Esta es, según me parece, la razón por la que Jesús atravesó las escenas de la Pasión con tanta dignidad y paz. Durante toda su vida, Jesús no hizo otra cosa sino cavar un pozo infinito para que el Padre querido lo colmara por completo.

Noche iluminada
En el cenáculo, en la noche de la despedida, debió estar Jesús más inspirado que nunca. Fue como si un río hubiese salido de cauce: todo se inundó de emoción. Fue una noche iluminada: el Señor abrió de par en par las puertas de su intimidad, y allá no se vio otra cosa que una estancia infinita de soledad, poblada por un solo habitante: el Padre.
 
Esa fue la razón por la que les dijo: De ahora en adelante, os llamaré «amigos». ¿Sabéis por qué? Porque un amigo es amigo de otro hombre cuando el primero manifiesta al segundo los secretos arcanos de su corazón. Y yo les descubrí las interioridades más recónditas y ustedes ya han contemplado cuál es el único y gran secreto de mi vida: el Padre.
 
Y como cuando de una persona se apodera una obsesión sagrada, el Maestro repetía sin cesar el nombre del Padre: 
En la casa de mi Padre hay muchas mansiones.
Me voy al Padre.
Nadie va al Padre si no es por mí.
El Padre es más que yo.
Yo soy la vid, el Padre es el viñador.
Salí del Padre y al Padre regreso.
Padre mío, llegó la hora.
Padre Santo, ahora vengo a ti.
Padre Justo, glorifica a tu Hijo...
Nunca nadie pronunció ni pronunciará este Nombre con tanta veneración, tanta ternura, tanta confianza, tanta admiración y tanto amor. ¿Qué contemplativo habrá en el mundo que nos pueda decir algo de lo que vibraba en el corazón de Jesucristo cuando tantas veces repetía esta palabra aquella noche? ¿Quién podrá describir la expresividad de aquella mirada, hecha de admiración y cariño, cuando, al principio del capítulo 17, levanta Jesús los ojos para pronunciar la oración de despedida?

Los apóstoles debieron contemplarlo en ese momento tan radiante, tan iluminado, tan embriagado, que Felipe, asumiendo y resumiendo el estado de ánimo de los demás, viene a decir: Maestro, basta de palabras, has encendido un fuego ardiente dentro de nosotros y nos sentimos desfallecer de nostalgia; descorre el velo y muéstranos al Padre en persona porque queremos abrazarlo.
 
En los días de evangelización, al hablar con tanta inspiración, levantó en el corazón del mundo un anhelo profundo hacia el Padre. Por eso los hermanos de las primeras comunidades se sienten como caminantes arrastrados por la nostalgia de la casa paterna, «lejos del Señor», como desterrados que siempre sueñan en la patria añorada (2 Cor 5,1-10; 1 Pe 2,11) hasta que, en el gran día de la liberación que es la muerte, aparezca en todo su esplendor ese bendito Rostro.

Más allá de las metáforas, Jesús nos presenta la salvación como un vivir perpetuamente en la casa del Padre, mientras que la condenación es un quedar para siempre fuera de los muros dorados de esa casa.
 
¿El infierno? Es ausencia del Padre, soledad, vacío, nostalgia irremediable. Estos conceptos tan elevados y espirituales nunca los hubieran comprendido aquellos discípulos si anteriormente no les hubiese infundido un gran anhelo por el Padre.
La vida eterna consiste en que «te conozcan a ti, único Dios verdadero» (Jn 17,3). Todo el problema de la salvación o de la condenación gira en torno a la ausencia o presencia del Padre.

¿Sheol? ¿Aniquilación? ¿La nada? No. La muerte es un «entrar en el gozo del Señor» (Mt 25,21). 

¿El cielo? El cielo es el Padre; el Padre es el cielo.
¿La casa del Padre? La Casa es el Padre; el Padre es la Casa.
 ¿La patria? El Padre es la Patria entera.
¿Jesús de Nazaret? Fue el Enviado para revelarnos al Padre y para tratar a todos como el Padre lo trataba a El.


3.- Jesús se abandona
Se presenta, ni más ni menos, como el Servidor del Padre y de los hombres. Es libre porque no tiene intereses personales. No ha venido a dominar sino a servir y a cumplir la voluntad de su amado Padre.
 
Confiado, cariñoso, entregado en las manos de su Padre se brinda a todos. Se entrega sin preocuparse de su persona y preocupado de los demás.
 
Se siente libre para servir a todos sin prejuicios moralistas, sea con paganos o con prostitutas, sentándose a la mesa con publícanos y pecadores. 

Se siente libre para servir a todos sin prejuicios nacionalistas o patrióticos, a los romanos como al centurión, a los samaritanos que eran considerados como «herejes», a los paganos de Tiro y Sidón y Cesárea de Filipo.

 Está decididamente por los pobres pero es libre para estar también con los ricos. 
Está decididamente por la gente humilde pero es libre para atender a fariseos y sanedritas como Nicodemo o José de Arimatea.
Jesús no es «político», menos todavía diplomático. Nunca obró con «tino», con «prudencia» o por cálculos humanos. De otra manera no habría muerto en una cruz sino en una cama. No le importa ni su honor ni su vida sino sólo la gloria de su amado Padre. Se jugó a sí mismo entero y íue consecuente.

Sus propios adversarios hicieron de El una perfecta fotografía psicológica: «Maestro, sabemos que eres sincero y no tienes miedo de nadie, porque no te fijas en respetos humanos sino que enseñas con franqueza el camino que conduce a Dios» (Me 12,14).

Infancia espiritual
Cuando murió Miguel de Unamuno, entre los manuscritos encontrados sobre la mesa de su escritorio estaban estos versos: 
«Agranda la puerta, Padre, porque no puedo pasar. 
La hiciste para los niños, yo he crecido a mi pesar.

Si no me agrandas la puerta, achícame por piedad.
Vuélveme a la edad aquélla que vivir era soñar.»

Nicodemo, hombre sincero pero comprometido con su casta, pide a Jesús una cita secreta y nocturna. «Maestro, sabemos que has venido de parte de Dios.» Como buen fariseo, era especialista en las Escrituras, pero intuye en su interlocutor a un alguien que «sabe» de otra manera las cosas y le pide algo así como una receta secreta, una actitud fundamental y totalizadora para «entrar» en el Reino.

Nosotros hablamos lo que «sabemos» (Jn 3,11), dice Jesús. Efectivamente, Jesús enseña lo que él ha experimentado anteriormente, la vivencia y revelación del Abbá, hacerse pequeñito y volver a los brazos del Padre: hay que nacer otra vez (Jn 3,7). 
Hay que regresar a la infancia, sentirse pequeñito y desvalido, esperarlo todo del otro y confiar audazmente en el infinito amor del Padre amantísimo. Así se proclamó la primera bienaventuranza, y sólo a éstos se les ha prometido el Reino.

—¿Qué es esto? ¿Retornar al seno maternal? —pregunta Nicodemo.
¡Cómo!, ¿eres un doctor y no sabes estas cosas?

Ironía no exenta de cierta extrañeza. Jesús juega con la palabra «saber», y ahí está la clave. En las cosas del espíritu no se pueden «saber» las cosas si no se han experimentado. 

«Sólo se sabe lo que se ha vivido», decía san Francisco. Y la extraña receta de salvación qué Jesús le revela —el renacimiento— sólo se puede «saber» si se lo ha experimentado en la intimidad con el querido Padre, de otra manera resulta una paradoja insoportable.

* * *

Salvarse, según Jesús, es hacerse progresivamente niño.
Para la sabiduría del mundo, esto es algo completamente extraño porque establece una inversión de valores y juicios.
En la vida humana, según las ciencias psicológicas, el secreto de la madurez (salvación) está en alejarse progresivamente de la unidad materna y de cualquier clase de simbiosis, hasta llegar a una completa independencia y en mantenerse en pie sin apoyo alguno.
 
En cambio, en el programa de Jesús, dentro de una verdadera inversión copernicana, la salvación consiste en hacerse cada vez más dependiente, en no mantenerse en pie sino apoyado en el Otro, en no obrar por propia iniciativa sino por iniciativa del Otro y en un avanzar progresivamente hasta una identificación casi simbiótica, hasta —si cabe— dejar de ser uno mismo y ser uno con Dios porque el amor es unificante e identificante; en una palabra, vivir de su vida y de su espíritu.

 Esta dependencia, por supuesto, es la suprema libertad, como pronto se verá. «Permanecer niño es reconocer su propia nada, esperarlo todo de Dios como un niño espera todo de su padre; no inquietarse por nada, no pretender fortuna...

Ser pequeño significa no atribuirse a sí mismo las virtudes que se practican, creyéndose capaz de algo, sino reconocer que Dios pone ese tesoro de la virtud en la mano del niño; pero es siempre tesoro de Dios» 

 Nos hallamos en el centro mismo de la Revelación traída por Jesús, la revelación del Padre Dios (Abbá). 
El Reino se entregará solamente a los que confían, a los que esperan, a los que se abandonan en las manos fuertes del Padre.
Todo-es-Gracia. Pura Gratuidad. Todo se recibe. Para recibir, hay que abandonarse. Sólo se abandonan los que se sienten «poca cosa». Es necesario hacerse pequeñito, niño, «menor».
 
Pero una vez que, abandonándonos, nos hemos colocado en la órbita de Dios, entonces caducan todas las fronteras y participamos de la potencia infinita del Padre amado, de su eternidad e inmensidad.

«Si no os hiciereis como un niño, no entraréis en el Reino de los cielos» (Mt 18,1-4). 

¡Hacerse niño! El niño es un ser esencialmente pobre y confiado, confiado porque sabe que a su debilidad corresponde el poder de alguien; en una palabra, su pobreza es su riqueza. De por sí, el niño no es fuerte ni virtuoso ni seguro. Pero es como el girasol que todas las mañanas se abre al sol; de allá espera todo, de allá recibe todo: calor, luz, fuerza, vida...

Hacerse niño, vivir la experiencia del Abbá (querido Papá) no sólo en la oración sino sobre todo en las eventualidades de la vida, viviendo confiadamente abandonados a lo que disponga el Padre, todo eso parece cosa simple y fácil. Pero en realidad se trata de la transformación más fantástica, de una verdadera revolución en el viejo castillo amasado de autosuficiencia, egocentrismo y locuras de grandezas.

«Suceda lo que sucediere, no abandonéis la simplicidad. Al leer nuestros libros podría creerse que Dios prueba a los santos como un herrero prueba una barra de hierro para medir su resistencia.
No obstante actúa sobre todo a la manera de un curtidor que palpa con sus yemas una piel de gamo para apreciar su suavidad. Oh hija mía, sed siempre esa cosa dulce y maleable en sus manos»


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La tecnología ha conquistado y transformado la materia. La psicología pretende haber dominado al hombre. Vana ilusión. A la hora del diagnóstico, el psicoanálisis logra buenos resultados; pero a la hora de la curación (salvación), el hombre, en su profunda complejidad, es una sombra perpetuamente errante, huidiza e inalcanzable. Diariamente somos testigos de la sombría impotencia de las terapias psiquiátricas para cualquier liberación interior.
 
No se ha inventado otra «ciencia» ni otra revolución para la transformación del hombre que aquella revelación traída por Jesús: renunciar a los sueños de omnipotencia, reconocer la incapacidad de la salvación por los medios humanos, tomar conciencia de nuestra poquedad y fragilidad, entregarnos confiada e incondicionalmente en las poderosas manos de Dios, y permitir día tras día, abandonados con absoluta «pasividad» en sus manos, ser transformados desde las raíces. Sólo Dios es Poder, Amor y Revolución.

En los medios eclesiásticos ha entrado la obsesión —casi manía— de la liberación interior mediante las ciencias psicológicas, hecho que refleja una profunda depresión de la fe.
 
Reconociendo que estas ciencias son una buena ayuda, si no comenzamos por reconocer a Jesucristo como al único Salvador y el entregarse a su Gracia como la única salvación, iremos de tumbo en tumbo por los despeñaderos de la frustración.

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Jesús, después de hacer una emocionante descripción de cómo el universo y los hombres están en manos de Dios y de decirles que no se preocupen de otra cosa que de apoyarse en el Padre, lleno de alegría acaba diciéndoles: «No tengáis miedo, pequeñito rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien el daros el Reino» (Le 12,32).

«... esa simplicidad del alma, ese tierno abandono en la majestad divina es la meta de nuestra vida que la queremos alcanzar, o volver a hallarla si alguna vez la hemos conocido, pues es un don de la infancia que muy a menudo no la sobrevive»

Este espíritu de infancia tiene sutiles enemigos, difíciles de descubrirse porque se envuelven en piel de oveja. Se han inventado preciosas etiquetas que amenazan el espíritu de la infancia, cuyo espíritu es, por otra parte, tan frágil y vulnerable... Se habla de autorrealización, personalización, independencia, libertad, respeto a la autonomía... Es necesario salvaguardarse contra toda apropiación, poder, suficiencia, actitudes que aparentemente «salvan» y maduran pero que, en realidad, esclavizan y atrofian.

Aparentemente este abandono en las manos de Dios es una actitud pasiva. Pero quien comience a vivirla se dará cuenta de que en ella están contenidas todas las bienaventuranzas. Diría que este espíritu de infancia es la síntesis de todas las virtudes activas. Es como si se hubieran conquistado todas las fortalezas del alma y, una vez sometidas, se abandonaran al querer y obrar del castellano, como dueño único.

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Los setenta y dos regresaron de su primera salida apostólica. Estaban felices y contaban sus «hazañas». Eran casi analfabetos. Entre ellos no había ningún doctor, escriba o rabb't. Al escuchar aquellos desahogos, Jesús, tan sensible siempre, sintió una inmensa alegría y dijo: Bendito seas, Padre querido, Señor de arriba y abajo, por haber ocultado las maravillas del Reino a los especialistas y titulados y habérselas revelado a estos pequeñitos. Gracias de nuevo, Padre mío, por haber obrado así (Mt 11,25; Le 10,21).

Definitivamente la línea de la salvación pasa por el meridiano de los pobres de espíritu y de los humildes, de los que tienen conciencia de su debilidad y están convencidos de la necesidad de ser salvados por el Otro, en cuyas manos se arrojan como niños pequeños con una inmensa audacia.

«La santidad no es tal o cual práctica sino que consiste en una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños en los brazos de Dios, conscientes de nuestra debilidad y confiados hasta la audacia en su bondad de Padre» (Sta. Teresita). 



 Duelo entre el desaliento y la esperanza
Habla el desaliento.
Soy un hombre encorvado por el peso de la desilusión y la experiencia de la vida. He vivido 50 años, 60 años. Soy un viejo lobo marino. Nada me ilusiona, nada me entristece, todo me resbala; estoy curtido por la vida e inmunizado.
 
Fui joven. Soñé; porque sólo sueñan los que aún no han vivido. Mis árboles, en aquel entonces, florecían de ilusiones. Cada tarde, sin embargo, había un golpe de viento, y volaban las ilusiones. Me levanté y caí. Volví a levantarme y volví a caer. Sobre el horizonte de mi vista clavé las banderas de combate: Obediencia, Humildad, Paciencia, Pureza, Contemplación, Amor...
 
Vi que los sueños y las realidades estaban tan distantes como el oriente del occidente. Me dijeron: «Aún puedes», y de nuevo me embarqué en la nave dorada de la ilusión.
Los naufragios se sucedieron. De nuevo me gritaron: «Aún es tiempo» y, aunque encorvado por el peso de tanta derrota, me empiné de nuevo sobre el pináculo de la ilusión.
 
La caída fue peor. Hoy soy un hombre decepcionado.
Yo no nací para ser hombre de Dios. Me equivoqué de ruta. Pero no es posible regresar a la infancia feliz o al seno materno, para comenzar de nuevo.
Miro atrás y todo son ruinas. Miro a mis pies y todo es desastre. 

No sé si soy culpable de eso o no, ni siquiera tengo interés en saberlo. No sé si luché con todas las armas o si puse toda la carne en el asador. ¿Importa algo? Nadie vuelve atrás.
Lo que sí sé con certeza es una cosa: no hay esperanza para mí. Lo que fui hasta hoy y lo que soy ahora, lo seré hasta el final. Mi sepultura se levantará sobre las ruinas de mi propio castillo.

* * *

Habla la esperanza.
Sobre la espuma de la ilusión habías levantado tu casa. Por eso se desmoronó una y mil veces, al vaivén de las olas. La arena de las playas fue el fundamento de tus edificaciones, y era inevitable la ruina.
Tus reglas de juego fueron el cálculo de probabilidades y las constantes psicológicas, y los resultados están a la vista.
Pero tengo una palabra final para decirte en este amanecer: Todavía puedes; aún es posible la esperanza; mañana será mejor.
Comencemos otra vez.
Si hasta ahora hubo ruinas, desde ahora habrá castillos de luz apuntando con su proa hacia vértices eternos. 
Si hasta ahora has cosechado desastres, recuerda: se avecinan centelleantes primaveras.

Detrás de la noche cerrada hay altas montañas, y detrás de las montañas nocturnas viene galopando la aurora. Sólo es bonito creer en la luz cuando es noche.
 
Detrás del silencio respira el Padre. La soledad está habitada por la presencia, y allá arriba nos esperan el descanso y la liberación.
Ven. Comencemos otra vez.
 
Yo nací una tarde oscura, sobre un cerro pelado, regada con sangre, cuando todos a coro repetían: todo está perdido; no hay nada que hacer; murió el Soñador: se acabaron los sueños.
 
Nací del seno de la muerte. Por eso la muerte no puede destruirme. Soy inmortal porque soy hija primogénita del Dios inmortal. Aunque miles de veces me digas que todo está perdido, miles de veces te responderé que todavía estamos a tiempo.
Si hasta ahora los éxitos y fracasos fueron alternándose en tu vida Como los días y las noches, desde ahora, cada mañana Jesús resucitará en ti, y florecerá como primavera sobre las hojas muertas de tu otoño. El vencerá, en ti, el egoísmo y la muerte. 

Sí, el Hermano te tomará de la mano y te conducirá por los cerros transformantes de la contemplación. Volverán a ondear tus antiguas banderas: Fortaleza, Amor, Paciencia...

La Pureza levantará su desnuda cabeza de plata en tus patios de naranjos, y bajo todas las flores de tu jardín florecerá, invisible, la Humildad.
Resplandecerás con el fulgor de los antiguos profetas en medio del pueblo innumerable. Y, al verte, todos dirán: Es un prodigio de nuestro Dios.
Ven. Comencemos otra vez.

Los pobres ocuparán el rincón más privilegiado de tu huerto. ¿Quiénes son esos que, como un enjambre, acuden presurosamente a ti? Son todos los olvidados del mundo, los que no tienen voz, ni esperanza, ni amor. Vienen a beber de tus primaveras encendidas por el Resucitado.

Mira: esas estrellas, azules o rojas, parpadean desde la eternidad y hasta la eternidad. Sé como ellas: no te canses de brillar. Siembra por los campos secos y por las agrias cumbres la misericordia, la esperanza y la paz. No te canses de sembrar, aunque tus ojos nunca vean las espigas doradas.
Los pobres un día las verán.
 
Camina. El Señor Dios será luz para tus ojos, aliento para los pulmones, aceite para las heridas, meta para tu camino, premio para tu esfuerzo. 
Ven. Comencemos otra vez.