El pobre de Nazaret Capítulo 8

Consumación

La entrada mesiánica

EL SÁBADO, durante todo el día, permaneció el Maestro en Betania, preparándose para las últimas escenas del drama. Su alma era un valle dilatado, recorrido por la brisa de la serenidad. Allá lejos, sin embargo, sobre el horizonte, asomaban de vez en cuando nubes oscuras de temor, y por doquier se levantaban de improviso leves ráfagas de impaciencia. Así estaba su alma. Como un pastor que congrega sus ovejas, el Pobre había convocado todas sus potencias en las praderas del Padre y, a la sombra de su mirada, descansó durante el día y la noche, en una atmósfera de dulzura y calidez.

Los peregrinos de Galilea que habían llegado por la ruta de Jericó y que durante el trayecto se habían encontrado con el profeta de Nazaret, hicieron correr por las calles de la Capital la noticia de que Jesús ya estaba alojado en Betania. La noticia causó impacto en la ciudad y muchos simpatizantes capitalinos, además de no pocos curiosos, se desplazaron a Betania para ver a Jesús y también a Lázaro. Estos simpatizantes debieron contarse, sin duda, entre los primeros que contribuyeron a engrosar la muchedumbre de la entrada mesiánica.

Con la nueva de la resurrección de Lázaro se había suscitado en Jerusalén una gran conmoción; muchos se habían rendido a la evidencia y confesaban a Jesús, no sin ostentación, como enviado de Dios; todo lo cual llegó rápidamente a oídos de los Sumos Sacerdotes, los cuales, además de confirmarse en su decisión de acabar con Jesús, resolvieron eliminar también al mismo tiempo a Lázaro (Jn 12,10).

* * *

Era el día 9 del mes de Nisán, día de la entrada mesiánica del Nazareno bajo los arcos de la Capital. ¿Quién entiende a Jesús? A lo largo de los días de la evangelización, el Pobre parecía sentir casi pánico a la sola mención de la palabra Mesías. Había sofocado de manera sistemática cualquier brote de efervescencia popular que se propusiera proclamarlo como Mesías. Había llamado enérgicamente al silencio a los sordos y ciegos que, una vez curados, querían confesarlo a gritos como Hijo de David, título mesiánico.

Y ahora, precisamente ahora, cuando sabía que el Sanedrín había dictado contra él sentencia de muerte y orden de arresto; ahora que los espías y sumos sacerdotes estaban al acecho, buscando cualquier pretexto para acusarlo ante los romanos; ahora, precisamente cuando la nación entera estaba congregada para la Pascua, delante de las autoridades religiosas y militares, promueve, o al menos permite, esta gran manifestación mesiánica.

¿Qué pretendía el Pobre con esta solemne entrada en Jerusalén? ¿Era un gesto simbólico? ¿El cumplimiento literal de los vaticinios proféticos? ¿Una parábola en acción mediante la cual se proponía transmitir una enseñanza? ¿Quería precipitar los acontecimientos? Al saber que todo estaba perdido, ¿quería lanzar una tremenda apelación nacional con hechos y palabras, con signos y portentos, con el fin de provocar una conversión masiva, una reacción nacional, forzando al país entero a ingresar en el Reino que anunciaba? Sabiendo que su martirio era un hecho y su vida "perdida" y "ganada", ¿quería ordenar los acontecimientos de tal manera que el martirio redentor tuviera lugar, como una solemne puesta en escena, en una fecha significativa, ante la nación entera y en presencia de las autoridades?

La entrada triunfal, ¿fue una reacción completamente espontánea de las multitudes? El Cuarto Evangelio viene a indicar que la escena mesiánica fue espontánea, improvisada: "Encontró un asno y montó en él" (Jn 12,14). El mismo Cuarto Evangelio nos informa también de que los discípulos no comprendieron, no vieron en lo sucedido ningún cumplimiento de profecía alguna (Jn 12,16). Los sinópticos, en cambio, traen una narración más elaborada: por lo visto, a la entrada de Betfagé fue dejado en la calle un asno, atado a la entrada de una casa, para ser entregado a quienes dieran esta contraseña: "El Maestro lo necesita". Como hemos visto, por este tiempo Jesús se movía en una semiclandestinidad, y por eso habría utilizado una contraseña en el caso presente; y aun es probable que Jesús hubiera estado preparando la escena y el itinerario desde la fiesta de la Dedicación.

Si aceptamos esta hipótesis, habría habido mucho más: Jesús no habría dejado nada librado a la improvisación, sino que lo habría preparado todo calculada y silenciosamente. Y así habría dispuesto y organizado los acontecimientos de tal manera que la entrada mesiánica, la purificación del templo, la interpelación a la nación entera, la confrontación total y la caída del profeta coincidieran con la solemne Pascua y con la congregación nacional.

* * *

A una hora determinada de la mañana salió Jesús de Betania, rodeado de los suyos. Al darse cuenta de que el Maestro caminaba en dirección de la Capital, se le agregó aquel "gran número de judíos" (Jn 12,9) que habían bajado de la Capital para ver a Jesús y Lázaro.

Aquella aglomeración tenía ya para este momento el aire típico de una peregrinación: ambiente festivo, cánticos, gritos, salmos. Después de un breve recorrido por caminos ascendentes y pedregosos, empalmaron con la calzada romana que subía de Jericó a Jerusalén, ruta por donde ascendían numerosos contingentes de galileos que venían a la fiesta. Hay que suponer que la mayoría de estos galileos conocían a Jesús; muchos de ellos seguramente lo habían escuchado y es probable que algunos hubieran sido sanados por él. Al verlo, no sólo se alegraron, sino que, con los brazos erguidos, lanzaron al aire gritos de saludo. La multitud era ya compacta, y el entusiasmo había prendido en los corazones de todos como llamaradas incontrolables, con las primeras alusiones al "rey de Israel".

En este momento, la nutrida comitiva cruzó por Betfagé. Los discípulos le trajeron el asno, sobre el que colocaron, a modo de jaeces, mantas y túnicas, y sobre el que el Maestro se sentó humildemente. El delirio se apoderó de la masa, en medio de una confusión típicamente oriental, casi irracional, descontrolada: las gentes corrían como enajenadas, unos delante, otros detrás de Jesús, extasiadas, arrebatadas por un ímpetu desconocido, alfombrando el camino con mantos y túnicas, adelantándose algunos para cortar ramas de olivo y palmeras, y enarbolándolas como estandartes, no cesaban de gritar: ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el que viene de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!".

¿Quién podrá entrar en el santuario del Pobre en su última morada? ¿Qué sentía, cómo se sentía en este momento? ¿Quién podría barruntar sus pensamientos e intenciones? Hacía mucho tiempo (¿un año quizás?) que no sentía el calor de las multitudes como hoy. Sabía muy bien que la fiesta de hoy no era más que un pequeño refrigerio, una leve gratificación antes de entrar en la ruda escena de la tragedia final. No debieron faltar nubes oscuras en su cielo.

El Cuarto Evangelio atestigua que "la numerosa muchedumbre que había llegado a la fiesta, al enterarse de que Jesús subía a Jerusalén", salió al encuentro de la vibrante procesión; cortaban, también ellos, ramas de palmera y, contagiados del entusiasmo general, gritaban: "¡Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel!" Palabras ciertamente peligrosas, que tenían resonancias de un nacionalismo militante.

Al bajar del Monte de los Olivos, la multitud debió ser muy numerosa, levantando una espesa polvareda a su paso, entre gritos y batir de palmas. Después de atravesar el torrente Cedrón, ascendió la bulliciosa procesión por la pendiente que conducía a la Puerta Dorada, la cual, a su vez, se abría directamente a la explanada del templo.
* * *

Antes de naufragar en el colapso final, el Padre, su Padre, le dio a gustar al Hijo como un anticipo fugaz de su futuro Reino, universal y eterno. Los distintivos de su realeza mesiánica no serán batallones de caballos enjaezados ni diademas de oro, sino un asno y unos ramos de olivo.
La realeza mesiánica de Jesús, tan obstinadamente encubierta por él durante tanto tiempo, revelada a sus amigos con muchas precauciones y no pocas rectificaciones, debía ser manifestada, al menos una vez, solemne y públicamente, ante la nación entera.

Esta manifestación fue tan humilde como calurosa. Los habitantes de Jerusalén le dieron una recepción clamorosa, incluso cordial, sobre todo aquellos que estaban informados y conmovidos por lo sucedido con Lázaro. También los discípulos debieron sentirse felices, aunque es posible que su entusiasmo no fuera muy profundo; más bien debió tratarse de una especie de contagio colectivo debido a la exaltación del pueblo. En suma, el día debió resultar para Jesús una jornada bella y gratificante.

En medio del delirio general hubo también —no podía ser menos— una nota discordante: los fariseos, carcomidos, como de costumbre, por la envidia, no aguantaron la espontánea apoteosis del Nazareno; y no atreviéndose a enfrentarse con las muchedumbres enfervorizadas, se dirigieron al mismo Jesús, diciéndole: —Maestro, ¿no te das cuenta de los despropósitos que profieren estos ignorantes, hiriendo nuestros oídos y profanando el nombre de Dios? Hazlos callar, por favor.

—Vosotros no sabéis lo que estáis reclamando —
respondió Jesús—. ¿Os acordáis del diluvio? Aquel día el agua anegó la tierra. Pues bien, hoy es el día del clamor universal: irremediablemente, la voz y el grito anegarán la tierra como una repentina marea. Si en virtud de una prohibición estos discípulos callaran, en verdad os digo que las piedras que pavimentan esta calle y esas otras que sostienen los muros del templo abrirían la boca para gritar.

La multitudinaria proclamación de Jesús como el Mesías de Dios, el desbordado fervor con que el pueblo levantó en triunfo al Nazareno, acabó anonadando por completo a los sumos sacerdotes. "Es inútil —comentaban entre sí—, ya veis que nada conseguimos; el mundo entero se va detrás de él" (Jn 12,19). Detrás de estas palabras, que a primera vista suenan a capitulación, se respira una renovada y enconada hostilidad, que espera una mejor oportunidad para quitar de en medio a Jesús. En todo caso, el Sanedrín debió quedar desconcertado, sin poder entender los motivos de Jesús, que hasta ahora se comportaba como un fugitivo y ahora entraba con semejante boato mesiánico en la mismísima Capital de la teocracia, sin temor alguno. El hombre de Nazaret los traía de sorpresa en sorpresa.

Al caer la tarde, tomó el Maestro a sus discípulos y emprendieron el regreso a Betania, para pernoctar allí. Mientras los discípulos comentaban gozosamente los pormenores de la jornada, Jesús fue distanciándose de ellos, como lo hacía frecuentemente, y caminaba solo, como marcando el paso y la ruta

A medida que descendían por la senda que corría junto al muro occidental del templo, el alma de Jesús comenzó a oscurecerse y la niebla, una niebla fría, fue borrando de su espíritu el brillo de la jornada. Con su mirada interior veía a Jerusalén como una raquítica higuera al borde del precipicio y le llegaba desde ella un hedor como de ciudad chamuscada. Era la tristeza, una tristeza que descendía del Olívete como un oscuro nublado y amenazaba con tomar posesión del alma de Jesús. Peor todavía, había algo peor: planeando como un águila solitaria, vagando como un león inquieto, le rondaba la sensación opamente de la inutilidad, la sospecha de que la marea acabaría borrando sus huellas, el viento se llevaría las últimas semillas y la Capital teocrática continuaría enredada en el juego estéril de las palabras vacías, como si nada hubiera sucedido, como si él, Jesús, nunca hubiera pasado por este mundo. Sólo la muerte podría alterar el curso de las cosas.

Luego de atravesar el torrente Cedrón, comenzaron a ascender las primeras vertientes del monte Olívete; y a medida que ascendían fue apareciendo ante su vista la ciudad coronada por el templo. Escalando las sucesivas pendientes llegaron a una altura desde la que la ciudad ofrecía un panorama inenarrable. En el conjunto de la deslumbrante visión sobresalía el macizo del templo, reconstruido treinta años atrás por Herodes el Grande, con incrustaciones de láminas de oro macizo y mármol blanco, circundado y protegido por una alta muralla. Más allá descollaba el cuartel general de la guarnición romana, un sólido cuadrilátero denominado Torre Antonia. En fin, aquí y allí emergían edificios suntuosos de la época herodiana. Y todo el conjunto, embestido por el oro del sol poniente, semejaba una llamarada de resplandor y belleza.

Para este momento el Maestro estaba ya sumergido en las aguas agitadas de una crisis que no tardaría en estallar.

Valía la pena detenerse a contemplar semejante esplendor, y todos los discípulos se sentaron en torno al Maestro. Luego de una larga y silenciosa contemplación, los discípulos, uno tras otro, comenzaron a ponderar la magnificencia de la ciudad. Jesús se mantuvo en silencio. Miraba sin ver; mejor dicho, todo lo estaba contemplando desde dentro: la ciudad, la historia, la humanidad.

Y no pudo más: rompió a llorar, primero como un sollozo, después con un fuerte llanto. Los discípulos se asustaron mucho, mirándose unos a otros en silencio, sin atreverse a hacer ningún comentario, y menos a formular preguntas al Maestro. Realmente, la reacción de Jesús frente al espléndido panorama que estaban contemplando parecía incomprensible.

Una tras otra, las olas se estrellaban contra los acantilados. Nuevamente la inutilidad y la gratuidad, tomadas de la mano, habían erigido su trono sobre las cenizas del amor. ¿Hasta el fin del mundo habría de avanzar la procesión fúnebre, entonando canciones de cuna al son de una lira rota? Se elevaron columnas de humo en los ángulos de la tierra y los vientos arrastraban nubes cargadas de granizo. ¿Será Jerusalén un símbolo de la humanidad? ¿Quién puede torcerle el brazo a la libertad? ¿Habrá perdido el amor su última batalla? ¿Tendrá la muerte la última palabra? ¿Valió la pena haber renunciado a las ventajas de ser Dios para someterse a las desventajas de ser hombre? Al final, ¿serán el silencio, la inutilidad, el fracaso las únicas monedas, los últimos valores, las últimas fuentes de vida?

Era aquél un silencio comprometido, molesto. Pedro, como queriendo quebrar aquella atmósfera pesada, exclamó: —Maestro, mira qué espectáculo, qué maravillas de mármol y de piedra, cuántos palacios...

El Pobre seguía todavía conmovido. Levantó con dificultad sus ojos, miró largamente la espléndida ciudad y, lentamente, fue desgranando palabras sombrías:
—No quedará piedra sobre piedra entre tus muros, ciudad ingrata y obstinada. Mis lágrimas no llegarán a tu corazón, pero han disipado mi oscuridad y aliviado mi congoja. ¿Quién retirará el velo de tus ojos? Orgullosamente erguida ante el rostro del sol, serás abatida hasta los abismos y tus hijos serán carroña para los buitres del Valle de Gehenna. 
He tocado con manos mágicas tus párpados, he sido un oasis en tu desierto, luché para penetrar en la morada de tus afectos y por infundirte espíritu de salvación; ¡y cuántas veces he querido reunir a tus hijos como una gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, pero tú no lo has querido! Pues bien, tus entrañas serán reinos de oscuridad y en tus calles pulularán las serpientes. Tus sacerdotes carecerán de sabiduría, porque nunca sabrán qué dice el pájaro al viento, el arroyo al mar y la brisa a los campos. Es inútil que tu templo esté adornado con preciosas sedas y oro fundido, porque sus columnas cederán y su estructura se cuarteará; los gusanos devorarán tus viñas, caerán sobre ti los tiranos, espada en mano, y tu casa quedará desierta.

La expulsión de los mercaderes
Al día siguiente, el Maestro, acompañado de los Doce, salió de Betania en las primeras horas de la mañana en dirección a la Ciudad Santa. Marcos nos informa que, luego de emprender el camino, el Pobre sintió hambre. Cosa extraña que Jesús hubiese partido sin tomar alimento de una casa cuya dueña, Marta, era tan diligente. Pero no acaban ahí las paradojas de este episodio.

En el sendero pedregoso que subía de Betania a Betfagé vio Jesús a lo lejos una higuera de frondoso follaje y, saltando la valla de piedra, se aproximó a la tupida higuera con el propósito de alcanzar algunos higos maduros para saciar su apetito. Pero, por más que buscó, no encontró ninguno. No había higos, por la sencilla razón de que "no era tiempo de higos" (Mc 11,13). ¿Qué intentaba, pues, el Maestro buscando higos fuera de estación? Probablemente, no tenía hambre, como tampoco intención de comer higos. ¿Qué se proponía, pues, Jesús con una acción tan sin sentido? Seguramente desplegar ante los ojos de sus discípulos una enseñanza gráfica. Se trataba, sin duda, de un gesto simbólico: a través de una acción concreta, el Maestro quería destacar un significado que la trascendía, transformándola en una parábola plástica.

La reacción inmediata de Jesús fue la de una persona decepcionada: como si el árbol tuviera conciencia y libertad, como si la higuera fuese sujeto de culpa, fulminó una maldición sobre ella, diciendo: "Nunca jamás coma nadie fruto de ti" (Mc 11,14). Sin duda, Jesús estaba pensando en la religiosidad de Israel, cargada de follaje, vestida de ritos solemnes y escrupulosa observancia de normas, pero sin frutos de amor ni obras de misericordia. En suma, una religiosidad farisaica: apariencias de virtud, ostentoso cumplimiento de prácticas religiosas, pero por dentro sólo fanatismo, hipocresía, contumacia. ¡Esterilidad eterna, pues, sobre el Israel oficial!

* * *

Un tanto impresionados los discípulos y no poco desconcertados por lo sucedido, continuaron el viaje. No faltaron grupos de personas, y en especial de niños, que a lo largo del trayecto, y recordando la apoteosis del día anterior, gritaban al verlos: "¡Hosanna al Rey de Israel!"

Llegaron a Jerusalén. En este día iba a tener lugar uno de los incidentes más espectaculares del peregrinaje de Jesús; un acontecimiento que, por un lado, constituye el punto más alto de la interpelación nacional del Pobre de Nazaret para forzar la conversión de la nación judía y, por otro, el hecho culminante que precipitará el desenlace final y fatal de la vida del Maestro. Vale la pena, pues, que nos detengamos para detallar algunos antecedentes que nos ayudarán a comprender mejor la trascendencia del incidente.

Durante el tiempo en que Israel fue un pueblo nómada en el desierto, la nación, con sus instituciones, se constituía allí donde se detenía el Arca de la Alianza. Una vez que Israel se instaló en la tierra de Canaán, continuó esa misma tradición: allí donde el Arca se detenía, allí tenía su asiento la capital de las Doce Tribus. Así sucedió, por ejemplo, en el largo período en que el Arca estuvo guardada en el Santuario de Silo. Más tarde, cuando Jerusalén se convirtió en la Capital del país y se construyó en ella el templo, instalándose en él el Arca, los ojos de las Doce Tribus estuvieron perpetuamente vueltos hacia Jerusalén y su templo.

El templo ocupaba la quinta parte de la superficie total de Jerusalén; y todo su conjunto estaba integrado por las siguientes secciones: el Santo de los Santos, donde se localizaba la presencia del Altísimo; el atrio de los Sacerdotes; el recinto de los judíos (varones); el patio de las mujeres, y, finalmente, el atrio de los gentiles. Y todos los patios estaban rodeados de amplios pórticos, con grandes columnas

El atrio de los gentiles, el recinto más amplio y exterior, se llamaba también explanada del templo, en la que se instalaba el mercado; pero este mercado no se asemejaba a una feria popular, para la compraventa de mercaderías, sino que estaba exclusivamente destinado a los sacrificios. Juntamente con el mercado funcionaban también las mesas para el cambio de moneda, en razón de que la moneda que normalmente circulaba en Israel era la romana, que llevaba grabada en una de sus caras la efigie del Emperador; y, por consiguiente, para los verdaderos judíos esta moneda era "blasfema", por lo que no podía entrar en lugar sagrado; así pues, había que cambiarla por la moneda especial que circulaba en el templo. Con este fin se instalaban las mesas de los cambistas. Por otra parte, todo judío, tanto si residía en Israel como en la Dispersión, tenía que pagar anualmente como tributo dos dracmas, además de determinados productos. El movimiento monetario debía ser, pues, extraordinariamente elevado en los atrios del templo con ocasión de la Pascua.

Además del culto de oraciones y alabanzas, se celebraba el culto de los sacrificios. Y la carne de los animales sacrificados se vendía ahí mismo, en las dependencias del templo. De este gigantesco movimiento monetario profitaban y vivían los varios millares de personas que estaban al servicio del templo: sacerdotes, levitas, policías, albañiles, orfebres..., y, naturalmente, a semejante potencial económico correspondía un poder político similar. La expulsión de los mercaderes, que Jesús llevó a cabo en ese día, no sólo era, pues, un gesto profético de carácter religioso, sino que era también de alguna manera un atentado político.

* * *

Desde las primeras horas del día la explanada del Templo estaba repleta de terneros, cabritos, ovejas, palomas. Circulando por toda la extensión del atrio de los gentiles, los buhoneros ofrecían gritando sus baratijas y menudencias; los cambistas ocupaban las escalinatas de mármol. El conjunto era una barahúnda enloquecedora de gritos, ofertas y regateos en medio de una desagradable mezcolanza de olores a transpiración humana, carne chamuscada, y estiércol, el hedor agrio de sangre de los sacrificios, entre mugidos y balidos..., y todo no era sino un gigantesco montaje comercial.

No sabemos si, por parte de Jesús, fue una reacción espontánea, motivada por la escandalosa explotación comercial de la religiosidad popular, o un gesto profético largamente meditado y calculado (nos inclinamos por lo segundo). El hecho es que el Pobre de Nazaret, indignado y fuera de sí, armó un escándalo de grandes proporciones, avanzando entre rebaños de terneros y corderos, y a puntapiés, empujones y gritos provocó el espanto general, originando una formidable estampida de vacunos, ovinos, aves y hombres...

Se agachó, agarró unos cordeles que habían servido para amarrar el ganado, los revoleó en el aire como en un gesto de lacear, y avanzó por la explanada blandiendo las cuerdas a modo de látigo, golpeando a personas y animales y a todo cuanto encontraba a su paso. Subió agitadamente las escalinatas y derribó una tras otra las mesas de los cambistas, mientras montañas de monedas rodaban estrepitosamente escaleras abajo. Se irguió en lo alto de la escalinata y comenzó a gritar estentóreamente: —Emisarios del infierno y mercaderes de Satán, ésta es la casa de Dios, pero vosotros la habéis transformado en guarida de ladrones... ¡Fuera de aquí!

* * *
Acababa de pasar el fuego de Elías, arrasando cuanto encontraba a su paso. Vacilaron los fundamentos de la tierra, comenzando por el sacerdocio y el Templo. Era como cuando un huracán devasta una comarca: atrás sólo quedan escombros y desórdenes. El pueblo no acertaba a reponerse del susto ni entendía lo que había sucedido, pues muchos no conocían al profeta de Nazaret; todos hacían comentarios en voz baja, con mucho temor.

Los evangelistas nos describen dos reacciones. En primer lugar, los discípulos, al ver al Maestro encolerizado como nunca hasta entonces lo habían visto, se acordaron de las palabras de la Escritura: "El celo por tu casa me devorará" (Sal 69,10). En las horas de la Pasión, el Pobre demostró que no se preocupaba para nada por sí mismo: lo vilipendiaron, lo ultrajaron, lo escupieron, y él, como un manso cordero, ni siquiera abrió la boca. Pero cuando los intereses y la gloria del Padre eran pisoteados por los mercaderes, no lo pudo soportar, perdió el control de sus nervios, empuñó el látigo y literalmente salió de sus casillas. La conclusión es obvia: su única obsesión y pasión era el Padre. Su prestigio personal poco y nada le importaban.

La reacción de los sumos Sacerdotes era previsible: "Se enteraron los Sumos Sacerdotes y los escribas, y buscaban cómo podían matarlo" (Mc 11,18). Nos causa una gran extrañeza el hecho de que los sanedritas no hubieran lanzado inmediatamente sobre él a la guardia del Templo, presente en todas partes, e incluso a la guarnición romana. Pero la respuesta nos la entrega a continuación Marcos: "Porque le tenían miedo, pues toda la gente estaba asombrada de su doctrina" (Mc 11,18).

De modo que, a pesar de la sentencia clandestina de muerte y de la orden de arresto dictadas en las semanas anteriores contra el Maestro, no se atrevieron a prenderlo. El entusiasmo popular, después de la apoteosis triunfal del día anterior, era como un muro de fuego que salvaguardaba al Pobre de la hostilidad de los miembros del Sanedrín y le permitía moverse tranquilamente durante el día en la ciudad, así como discutir públicamente en el templo, donde el pueblo lo esperaba ansiosamente, como lo atestigua elocuentemente Lucas: "Por el día enseñaba en el templo, y salía a pasar la noche en el monte de los Olivos. Y todo el pueblo madrugaba para ir donde él y escucharle en el templo" (Lc 21,37-38).

Según este sintético testimonio lucano, no cabe duda de que la actividad del Maestro por aquellos días, y para su intento supremo de provocar una conversión masiva, debió ser mucho más intenso de lo que los evangelistas nos dejan entrever, protegido como estaba por la valla defensiva de la fervorosa adhesión popular. Esto durante el día. Durante la noche, en cambio, cuando no podía contar con la protección del pueblo y la ciudad se tornaba peligrosa, se alejaba más allá del torrente Cedrón, concretamente al Huerto de Getsemaní. De manera que los miembros del Sanedrín tendrían que proceder, finalmente, al amparo de la noche, como en efecto lo hicieron