El pobre de Nazaret Cap. 7-2

El Padre y yo somos una misma cosa
Al anochecer de aquel día, el Pobre de Nazaret, fatigado y bastante tenso, se retiró, él solo, al Huerto de los Olivos. Siempre que actuaba en Jerusalén pernoctaba en Getsemaní (Lc 22,39); ésta era su costumbre. Había allí un roquerío que conformaba una concavidad a manera de una gruta natural. Allí se refugiaba para pasar las noches, amparándose así del frío nocturno. Desde esta oquedad el Pobre podía divisar, entre cipreses y olivos, una franja de hermoso cielo estrellado. Era un lugar ideal para orar y descansar.

Esta noche necesitaba serenarse y consolarse. Había sido una jornada en exceso agitada y áspera: había aún fisuras en su alma, surcos abiertos por los relámpagos del día. Al llegar a la gruta, dobló las rodillas, tomó su cabeza entre ambas manos y apoyó sus codos en un saliente de roca. En esta posición permaneció por largo tiempo, mientras se serenaba. Tenía la sensación de estar descansando en la roca del Padre. Luego comenzó a orar intensamente concentrado, con frases lentas, entrecortadas:
— Adonai, mi Señor y Padre. Una vez más vengo en busca de aquel aceite que destila consolación y comunica vigor, sanando las heridas. Siempre me he esforzado por captar el lenguaje de los hechos, que guardan escondida, y como cifrada, tu voluntad. Mi alma no puede descansar sino en el regazo de tu Voluntad. Y esta noche, una vez más, y hoy más que nunca, vengo a poner mis llaves en tus manos: donde quieras, como quieras, cuando quieras
Sobre las cenizas muertas de mi voluntad enciende Tú la llama viva de la redención. Ya quebré mi arco y destruí mi aljaba: ya no soy un combatiente, ahora soy un simple y pasivo campo de batalla. Sobre el escenario de mis días extiende Tú el mapa de la estrategia de la salvación.
Siervo tuyo soy: lo que Tú quieras, quiero yo. Y esta certidumbre inunda de alegría mi yo último. Por muchas que sean las naves que surquen mis costas y las embarcaciones que toquen mis playas, un solo timón guía mi nave por los altos mares: tu Santa Voluntad. Suelta, pues, tus vientos, agita tus corrientes y llévame a donde quieras.

* * *

A la mañana siguiente regresó feliz a la ciudad. Lucía descansado y animoso. Convocó a sus discípulos y les dijo: —He podido comprobar que vosotros no os sentís bien en este ambiente de la Capital. Somos provincianos del país del Norte. Los capitalinos nos distinguen por nuestra manera de hablar y nuestras costumbres les resultan extrañas. Esta noche he pedido alas para poder volar por los rumbos que nos señalen los indicadores del Padre. ¡En marcha, pues!

Salieron de la ciudad y fueron descendiendo por la vereda que corría junto a la muralla occidental del templo. Abordaron después la ruta que transita junto al torrente Cedrón, hasta que conectaron con la calzada romana que descendía, en un desnivel muy pronunciado, hacia la ciudad de las palmeras: Jericó. Caminaban pausadamente, deteniéndose con frecuencia a descansar a la sombra de los espinos y los álamos.

—Maestro —observó Pedro—, el ansia acopló alas a tus pies para subir a Jerusalén, y ahora parece que estuviéramos huyendo de la ciudad.
—Nos esperan pruebas fuertes y situaciones difíciles —
contestó Jesús—. Necesitamos endurecer la piel y adiestrar las manos en la soledad para el combate que se avecina. Entre la bruma del crepúsculo y las rosas del amanecer se desatará la tempestad, y debemos estar preparados para no naufragar en medio del oleaje.

—¿Y cuándo vas a lanzar aquella ardiente apelación a todo el país? —
preguntó Juan.
—Acabamos de iniciar el preludio de la gran tragedia —respondió Jesús—, pero no ha llegado aún el gran momento, mi hora. Conviene que la apelación tenga un escenario adecuado, porque el requerimiento se hará de manera manifiesta. Cuando los almendros y los manzanos estén en flor, cuando se avecine la Gran Pascua, los caminos y los habitantes de la nación convergerán sobre Jerusalén. Esa fecha, que recuerda el nacimiento de nuestra nación y la liberación de toda esclavitud, será mi hora para el renacimiento del verdadero y nuevo pueblo de Israel.

—¿Y el bautismo con el que vas a ser bautizado? —insistió Juan.
—El cordero —respondió Jesús— puede ser devorado por los lobos en la oscuridad de la noche, pero su sangre teñirá las piedras del camino, que delatarán el crimen, hasta que la aurora revele todo el misterio. Llegará el momento en que el dolor se transfigurará en amor, a condición de que haya un bautismo de dolor, un sumergirse en el valle de la oscuridad. Pero no importa: volveré, volveré ataviado con vestiduras de gloria.

* * *

Es tarea absolutamente imposible reconstruir el itinerario de Jesús en los últimos meses de su vida en el territorio de Judá. Los evangelistas se hallan aquí, más que nunca, en constante y completa contradicción. No hay manera de poner un mínimo de orden en la topografía y cronología seguidas por Jesús. Así y todo, una aproximación relativa podría ser la siguiente: Después de la festividad de los Tabernáculos, Jesús permaneció algunos días, se supone, en la Capital. Luego se encaminó hacia el Jordán, concretamente a Bethabara, aquel vado del río donde Juan había actuado, unos kilómetros al norte del Mar Muerto.

Regresó apresuradamente a Betania, aldea muy próxima a Jerusalén, por razón de la enfermedad de Lázaro.

La cronología de este hecho coincidiría con la festividad de la Dedicación, en el mes de diciembre, época en que encontramos a Jesús actuando en Jerusalén. Algo más tarde se habría retirado a una ciudad llamada Efrain, al borde del desierto y cercana al Jordán, al noroeste de Jerusalén. Desde Efraín habría subido lentamente a Jerusalén, pasando por Jericó y Betania, para la entrada triunfal y los acontecimientos decisivos de la semana de Pascua.

* * *

Jesús y los suyos continuaron el viaje. A medida que avanzaban, descendiendo, la vegetación era más rala y el calor más intenso. Pasaron por Jericó, atravesaron el río Jordán (aproximadamente por donde otrora atravesara Josué con su pueblo) y llegaron a la comarca donde tiempo atrás había actuado el Bautizador. Desde allí debió salir el Maestro en múltiples excursiones apostólicas.

En una de estas andanzas, un doctor de la Ley, que al parecer estimaba verdaderamente a Jesús, quiso comprobar por sí mismo si el Maestro tenía tanta categoría como fama. Se le aproximó y con mucha sencillez le preguntó:
Maestro, ¿qué tengo que hacer para granjearme la benevolencia del Señor? 
No se sabe qué evocaciones suscitaba en Jesús una pregunta como ésa, que sus fibras más sensibles entraban en vibración. Le encantó la pregunta y, gustosamente, se dispuso a internarse en las entrañas cálidas del tema.

—Tú eres perito en la materia —respondió Jesús—, debes saberlo, sin duda. ¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees allí?
—Es verdad, Maestro 
—respondió el doctor—, allí está escrito claramente que ante todo, por encima de todo y después de todo está Dios. Después, el prójimo: tanto interés, tanta preocupación por el prójimo como por ti mismo.

Brisas suaves de satisfacción inundaron el alma de Jesús. Quedó encantado: ¡Muy bien! ¡Correcto! Cumple con eso y habrá para ti vida y alegría sin fronteras, pondrás en pie ciudades en ruinas y el Resplandor te precederá y seguirá.

Había sonado la palabra prójimo, palabra equívoca para un israelita. ¿Quién es realmente el prójimo? ¿Un pariente? ¿Un compatriota? ¿Un correligionario? 

El doctor, para quedar bien, le preguntó:
—Pero ¿quién es mi prójimo? 
Jesús le respondió con una parábola:
—Una vez bajaba un hombre por ese camino solitario, de pronunciado desnivel, que desciende de Jerusalén a Jericó. Y al pasar por la zona más abrupta emergieron, nadie sabe de dónde, unos ladrones que, como langostas, cayeron sobre él. Le expoliaron de cuanto llevaba, incluso de la ropa. Lo golpearon salvajemente a golpes y puntapiés y lo dejaron medio muerto a la vera del camino. El desdichado ni siquiera podía moverse. Poco después pasó por el mismo camino un sacerdote, lo miró, pero siguió de largo. Igualmente pasó un levita, y la misma cosa: lo miró y siguió su camino.

Finalmente —continuó el Maestro—, pasó también un hombre de Samaría, que, al contemplar aquel espectáculo de horror, se detuvo, miró detenidamente al herido y una corriente de compasión se apoderó de sus entrañas; se le acercó, se inclinó sobre el malherido, vertió aceite y vino sobre sus heridas, lo vendó cuidadosamente, con infinita delicadeza lo subió a su jumento y, sosteniéndolo como mejor pudo durante el trayecto, lo condujo a una posada. Allí lo cuidó personalmente durante toda la noche. A la mañana siguiente, debiendo ausentarse, entregó al posadero un par de denarios de plata y le dijo: Mira, por favor, cuídamelo con mucha diligencia, todos los gastos corren por mi cuenta, y a mi regreso todo te lo abonaré puntualmente.

Al acabar la narración, Jesús estaba transido de emoción. La parábola era perfecta. Fue una magistral exposición didáctica para entender, sin necesidad de definiciones, quién es el prójimo.

Por lo demás, la narración encerraba una indisimulada ironía (¿antipatía?) hacia la religión oficial y una manifiesta simpatía por los despreciados herejes-cismáticos de aquel tiempo: los samaritanos.

* * *

Se celebraba en Jerusalén la fiesta de la Dedicación, que recordaba el siguiente evento histórico: después de las sucesivas y brillantes victorias de Judas Macabeo, este caudillo tuvo la feliz idea de reconsagrar el templo, que había sido profanado una y otra vez por los Seléucidas. La fiesta de la Dedicación hacía, pues, referencia a este hecho histórico y se celebraba con gran fervor nacionalista. Jesús, interrumpiendo su errática peregrinación por toda Judea, se hizo presente en la Capital para continuar con su apelación nacional.

Era invierno. Ésta es época de abundantes lluvias y nieve en Jerusalén. Por lo que Jesús, en lugar de actuar en el área exterior del templo, como era su costumbre, se ubicó en esta ocasión en el Pórtico de Salomón. Las altas autoridades no habían perdido de vista ni por un instante al Maestro de Galilea en sus giras apostólicas por las comarcas de Judea; y su presencia en la Capital fue inmediatamente detectada por la policía del templo. 
Así pues, apenas Jesús pronunció las primeras palabras, los judíos lo acosaron a preguntas: ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Suelta de una vez la verdad verdadera: ¿eres o no el Mesías esperado? (Jn 10,24). 
Al parecer, se trataba de una preocupación obsesiva por parte de los sanedritas, como si trataran de liberarse en esta ansiedad; y parecían sinceros. En los repliegues de ese interrogatorio había, sin embargo, serpientes venenosas: si Jesús respondía francamente, tal como ellos deseaban, ya tenían un precioso argumento para acusarlo como agitador político ante los tribunales romanos.

Jesús captó al vuelo el carácter insidioso de la pregunta, y se dispuso a contestarles evasivamente.
 ¡Cuántas veces os lo tengo que decir! En realidad, sois vosotros ciegos y sordos que deambuláis en un país de sombras. ¿Para qué os voy a contestar? Ya os lo he dicho, pero vosotros no me creéis, no queréis creerme.

El silencio —
prosiguió— es más fuerte que el fragor de la tempestad; y allí donde nada se oye, allí está la verdad, más alta que las palabras. Vosotros nunca sabréis lo que las olas susurran a las playas o la brisa a los campos. En cambio, mis ovejas oyen mi voz y me entienden; y aunque ellas estén pastando sobre las rocas grises y elevadas, reconocen perfectamente no sólo mi voz, sino mis silbos. ¿Saben por qué? Porque son mías, y las conozco por su nombre, y ellas me siguen, y yo les doy vida eterna; y, aunque soplen las furias por encima de las planicies, nadie las arrebatará de mi mano, porque el Padre me las dio. Y en las profundidades de la eternidad, mi Padre y yo somos unidad augusta: el Padre y yo somos una misma cosa.

Apenas escucharon esta última afirmación, "los judíos cogieron piedras para apedrearlo" (Jn 10,31).

 ¡No hay remedio! —agregó Jesús—. Vuestras tumbas permanecerán cubiertas por la nieve. El resplandor del Padre ha soplado a través de mis huesos y ha dejado sobre el camino señales y marcas, pruebas y obras. ¿Por cuál de ellas me apedreáis?
—No queremos apedrearte —
le respondieron ellos— por ninguna obra buena, sino por la blasfemia que acabas de pronunciar: arcilla quebradiza como eres, te equiparas a Dios.

—Los que me sigan —
insistió Jesús— no conocerán la tierra del olvido y del vacío; antes bien, cavarán su tumba al pie de un roble secular y sus almas descansarán en las playas eternas. El árbol de mi corazón está cargado de frutos: vengan todos los hambrientos, coman y sáciense. Mis palabras son como las semillas del pasado arrojadas en los surcos del futuro. En cuanto a mis obras, os digo: las huellas han quedado grabadas sobre las calzadas y las señales resplandecen en el aire, ¿no las veis? Los hechos son más elocuentes que las palabras y las obras llevan grabada la efigie del Padre, y ellas dan testimonio de mí. Y las obras y el viento esparcirán, nochey día, la noticia de que el Padre está en mí y yo en el Padre.

Cuando escucharon estas últimas palabras "querían prenderlo, pero se les fue de las manos" (Jn 10,39). ¡Una fuga! Grotesca escena: Jesús corriendo entre la multitud, como un delincuente, perseguido por decenas de fanáticos, casi a punto de ser atrapado por las manos asesinas ("se les fue de las manos"), se les escabulló, quién sabe si dejando jirones de su manto entre sus manos..., símbolo trágico del profeta perseguido por su pueblo.

* * *

Bajó el Pobre por la calzada descendente que conduce de Jerusalén a Jericó entre cerros resecos y rojizos. El Pobre parecía una sombra solitaria. Su alma navegaba en las aguas saladas y sentía sus entrañas atenazadas por el sobresalto. Durante todo su trayecto fue desgranando uno tras otro los salmos del tiempo de persecución. Ahora más que nunca sentía a su Padre como roca de refugio, fortaleza y consolación.

—Misericordia, Dios mío, que mi alma se refugia en ti. Me cobijo a la sombra de tus alas mientras pasa la calamidad. Se me retuercen dentro las entrañas. Me asalta el temor. Veo en la ciudad violencia y discordia. Estoy echado entre leones devoradores de hombres, sus dientes son lanzas y flechas, su lengua es una espada afilada. Han tendido una red a mis pasos para que sucumbiera. Mcehan cavado delante una fosa. Misericordia, Dios mío; mi alma se refugia en ti. Mi oración se dirige hacia ti; que tu fidelidad me sostenga. Alabaré tu nombre con cantos, proclamaré tu grandeza por todas las naciones
 (salmos 55.57.69).
 Jesús "se marchó de nuevo al otro lado del Jordán, al lugar donde Juan había estado antes bautizando, y se quedó allí. Y muchos allí creyeron en él" (Jn 10,40-42).

"Muera uno solo por el pueblo"
La hora se acerca. El desenlace está a las puertas. Los actores de la tragedia estudian sus papeles. El protagonista también se prepara. La escena es como una grandiosa cantata para la que, por un lado, ensayan los instrumentos de la orquesta y, por otro, las voces del coro.

Por este tiempo —últimas semanas de la vida del Maestro— el Sanedrín, nos informa el Cuarto Evangelio, abrumado por tanta controversia en torno a Jesús y a causa asimismo del ingente cúmulo de informes, en su mayor parte negativos, que habían llegado a sus manos y de la expectación general y la popularidad despertada por el profeta de Galilea, decidió tomar cartas en el asunto de una manera definitiva y oficial.

El Consejo Supremo convocó a una sesión ampliada (Jn 11,45-54), a la que asistieron numerosos fariseos, asiduos oyentes del Maestro, conmocionados últimamente por la resurrección de Lázaro, y otros muchos testigos, entre los que no faltaban algunos simpatizantes de Jesús. Una sola pregunta, con carácter casi obsesivo, estuvo presente a lo largo de la sesión: "¿Qué hacemos con este hombre?" Tenían motivos para no rozar al Maestro ni con el pétalo de una rosa, porque estaba cercado de altas llamas de popularidad. Pero también tenían motivos para intentar expulsarlo de la patria de los vivientes. ¿Qué hacemos?

—"Este hombre realiza muchas señales" —concordaban todos—. En efecto, sus poderosas actuaciones, en hechos y palabras, estaban a la vista, evidentes e impactantes; tanto para sus partidarios como para sus opositores era algo imposible de negar. Por ese lado, mejor dejar las cosas como estaban.

—Pero ¿qué puede suceder? —
preguntó un connotado fariseo—. Si no le cerramos el paso, si no sembramos de espinos y ortigas su ruta, la bandera de este hombre avanzará, como un ciclón, por toda la nación; los humildes lo recibirán con los brazos abiertos, el pueblo en masa se sumará a su movimiento, ese Reino que preconiza, y nadie será capaz de detener la marea.

— ¿Y cuáles podrían ser las consecuencias políticas? —
preguntó otro prominente miembro del Consejo—. No esperéis que el fuego venga de arriba. Aquí abajo, de las mentes enfebrecidas de los fanáticos saltará la llama incontenible de la insurrección. ¿Y qué sucederá? Ya estoy escuchando el sordo ruido hecho de estrépito de caballos de las cohortes romanas, de trompetas y cuernos: todo saltará por los aires hecho añicos; cargarán sin misericordia contra nuestras sagradas instituciones; de la Ciudad Santa harán un campo arado y las lechuzas anidarán en el entramado del templo. El país entero será pasto de las llamas devoradoras.

— ¡Acordaos de Séforis —gritó un saduceo— cuando el delegado imperial de Siria la redujo a escombros, hace dos décadas, a causa de la insania enfebrecida de unos locos galileos! Desconfiad de los galileos, y con mayor razón de ese iluminado de Nazaret. Llegó la hora de cortarle las alas.

Y en medio de tantos alegatos y testimonios contradictorios, de pronto irrumpió intempestivamente en la sala el sumo sacerdote Caifás. Cortó por lo sano el coro de comentarios y, con un tono autoritario, los increpó: ¿A qué vienen tantas discusiones? ¡Vosotros no sabéis nada! Sería absurdo que una nación entera desapareciera por causa de un hombre. Lo lógico es que un hombre muera por el país entero (Jn 11,50).

El Maestro de Galilea, venía a decir Caifás, podrá ser un hombre de Dios, de brazo potente y brillante palabra, incluso un idealista ajeno a cualquier intento insurreccional, ¿qué más da? Lo cierto es que, sacrificando a este hombre, la nación entera se librará de la ruina: razón suficiente para que muera.

"Desde este día decidieron darle muerte" (Jn 11,53). 
Palabras de piedra. Sólo se ve el desierto donde apenas se divisa un cuervo. Imprevistos incendios llenaron la tierra y columnas de humo cubrieron el cielo. Por más que el profeta de Galilea resucite muertos o inunde la tierra de certezas divinas y palabras sagradas y aunque el lucero matutino resplandezca sobre su frente, la sentencia está dictada: ¡que el Nazareno sea expulsado de la tierra de los vivientes!

"Los sumos sacerdotes y los fariseos habían dado órdenes de que si alguno sabía dónde estaba lo notificara, para detenerlo" (Jn 11,57). Como serpientes invisibles, los espías se ocultaron debajo de las piedras, en los recovecos de las murallas, despiertos en la noche, vigilantes desde la oscuridad. ¡Jesús de Nazaret! ¿De qué sirve el lamento de un profeta distante? Sólo el amor y la muerte transfiguran la faz de la tierra. Una muerte violenta bajo la tormenta es más gloriosa que la dulce muerte en los brazos de la senilidad. Morirás en silencio. No se oirán protestas, pero el viento dispersará tus palabras y la vida retornará como retorna la primavera.

* * *

Cabe suponer que, mientras duraba su errante peregrinación por las comarcas de Judea, Jesús no estuvo desconectado de sus simpatizantes y amigos de la Capital, y que éstos, como es obvio pensar, habrían transmitido al Maestro la noticia de la sentencia a muerte y la orden de arresto dictadas por el Sanedrín contra él.
Cuando Jesús se enteró de la noticia restarían dos semanas para la Pascua. El Maestro, en lugar de enfrentarse de inmediato a las autoridades y salir, a cara descubierta, en busca de la muerte, optó por retirarse: "Por eso Jesús ya no andaba en público entre los judíos, sino que se retiró de allí a la región cercana, al desierto, a una ciudad llamada Efraín, y se quedó allí con sus discípulos" (Jn 11,54).

¿Qué significado podría tener esta retirada? ¿Una fuga? ¿El paso a la clandestinidad? ¿Una preparación espiritual para la muerte redentora? No olvidemos que era costumbre de Jesús retirarse a lugares solitarios antes de acontecimientos importantes para su misión. ¿O quiso forzar los acontecimientos de tal manera que la interpelación final y el martirio coincidieran con la Pascua, aniversario del nacimiento de Israel como nación?

Sembrar y morir
Salió el Maestro, rodeado de los suyos, a las proximidades de Efraín. Quería dedicar un día completo al adoctrinamiento de sus discípulos. Se dirigieron a un cerro vecino, y en el camino Juan exteriorizó así su preocupación:
—Maestro, no lo podemos evitar: una marejada de tristeza nos ha inundado al enterarnos de la sentencia del Sanedrín contra ti. Estamos confundidos: ¿qué será de tu misión en este mundo?

—Breve como un día de invierno y simple como una caña recta será mi vida: sembrar y morir. Como el destino de los meteoros es perderse en los espacios oscuros, mi peregrinación acabará en el santuario de la muerte. No veré germinar ni crecer el trigal. Después de lanzar la semilla sólo me resta prepararme para morir. He sembrado sin fatiga, he derramado a mi paso salud y bondad; no tendré, sin embargo, la satisfacción de comprobar los resultados.

—Pero, Maestro, con tu muerte todo acabará —
insistió Juan.
—Todo comenzará —respondió el Pobre—. La condición que el Padre me pide es mi sacrificio. Una vez consumada mi inmersión en las aguas de la muerte, en el mismo instante la planta levantará cabeza y comenzará a escalar alturas. ¿Recordáis cuántas veces os hablé del grano de trigo? Si no cae en tierra, permanece estéril; si muere, da mucho fruto. Mi vida como sembrador ha sido precaria. La siembra ha terminado, ahora me corresponde desaparecer.

—Maestro —protestó Pedro—, bien podrías haber evitado entrar en conflicto con las autoridades. 
—En la hora de mayor peligro —agregó Juan— pudiste haber salido del círculo de fuego y haberte alejado a las alturas de Golán o perderte en los montes Gelboe.
—Una vez que los indicadores del Padre —respondió Jesús— me advirtieron que el centro de gravedad de mi misión sería mi propio martirio y una vez que la advertencia se convirtió en convicción, mi impaciencia pone alas a mis pies. ¡Con un bautismo tengo que ser bautizado! ¡Y cómo me siento impaciente y cuánto ansío que se precipite el desenlace final! Dentro de pocos días subiremos a Jerusalén, y en el momento señalado se encenderá la pira del martirio. Ya está sembrada la semilla, ¿para qué esperar más?

 Y acabó diciendo el Pobre:
Tengo ganas de depositar mi vida en las manos del Padre, como una ofrenda máxima de amor y como precio de rescate. A veces me parece no entender nada, pero aun así sólo sé una cosa: mi Padre guía la nave y en sus manos me dejaré llevar a donde quiera, como quiera, cuando quiera. Con los ojos cerrados, y abandonado, entraré en el túnel oscuro y misterioso, aunque no vea ninguna luz hasta el final. Será la obra de mi vida. El drama lo he de cumplir hasta su consumación. El resto lo hará el Padre.

Entrevista con Judas
Al caer la tarde, el Maestro invitó a los discípulos a regresar a Efraín para pernoctar, notificándoles al mismo tiempo su intención de pasar la noche solo en la montaña. En efecto, los discípulos fueron descendiendo lentamente por las lomas onduladas, levantando a su paso una densa polvareda que, encendida por el sol poniente, semejaba una dorada nube que los envolvía, ocultándolos. Mientras descendían, sólo Pedro pronunció algunas palabras, sin mucha lógica, como intentando romper el denso silencio que los envolvía a todos, mientras rumiaban los negros presagios que habían escuchado aquel día y temerosos de quién sabe qué terribles fantasmas.

Por momentos parecía un tropel derrotado y abatido. Otras veces diríase que era un grupo de conspiradores.

Allá arriba el Pobre se sumergió en las aguas más hondas de sus abismos, en las que los dos, el Padre y el Hijo, se encontraron en un abrazo en que cada uno lo recibía todo y todo lo daba, y todo se lo comunicaban en un inefable silencio. Desde el valle del Jordán, la noche iba ascendiendo como una nube oscura, borrando a su paso los perfiles de los huertos y los cerros.

De pronto comenzó a escuchar Jesús el sordo y lejano rodar de piedras por la pendiente del cerro en cuya cumbre se hallaba. Alguien subía. ¿Quién sería? Era Judas encorvado sobre sí mismo, ascendía dificultosamente los últimos tramos de la pendiente. El Pobre, en un primer momento, sintió una cierta contrariedad, porque quería descansar esa noche en el seno del Padre. Pero muy pronto reaccionó, sustituyendo la contrariedad por una cálida cordialidad que extrajo desde los misteriosos cofres del corazón. Y esa cordialidad, hecha de simpatía y ternura, no le abandonó mientras duró la memorable entrevista nocturna.
* * *

Ardiente como el odio, frío como la muerte, bronco como un temporal, pero noble como un roble, llegó Judas hasta la presencia del Maestro, diciéndole:
—¡Shalom, Rabí! Te pido disculpas por interrumpir tu intimidad.

—El amor —
respondió el Pobre— me tomó en sus alas y me condujo al monte. Y mis brazos son, en esta noche, dos llamas de amor para acogerte en el fondo de mi ser, hermano Judas. ¡Bienvenido seas!

—Enormes peñascos, altos y grises —
agregó Judas—, se levantan en mi alma: son los conflictos, las contradicciones e interrogantes que arden, día y noche, en mis abismos y no me dejan en paz. Hay batallas encendidas en mis campos, Rabí.
—Un día —
respondió el Pobre—, calmé el mar encrespado, ¿recuerdas? ¡Quién sabe si esta noche no podré apaciguar también tus embravecidas olas! En tiempos pasados, torres altivas erigidas por la audacia fueron demolidas por el miedo. Espero que los vientos de tu alma puedan ser conjurados esta noche por la magia del amor. Habla, hermano Judas.

—Maestro —
preguntó Judas—, ¿dónde quedó el antiguo orgullo de Israel, cuando los Macabeos vencieron a los odiados Seléucidas? El pueblo está indefenso, sin armas, la ciudad aterrada. No se oye siquiera un grito de protesta. Hace unos meses subimos contigo a Jerusalén para celebrar la fiesta de la Dedicación. ¿Qué sentido tiene celebrar una fiesta de liberación cuando estamos sojuzgados por los romanos?
—Nuestra liberación —
respondió el Pobre— no está tan lejos, hermano Judas.
Organizar y adiestrar un ejército para enfrentar las legiones romanas es tarea relativamente fácil. No he venido para aniquilar a los Seléucidas ni a los romanos. He venido a traer otra liberación: a sujetar a los demonios del corazón, a transformar el odio en amor y la venganza en perdón, a poner en desbandada las legiones del egoísmo, a devolver bien por mal y amar al enemigo, a conquistar los imposibles y alcanzar una estrella con la mano. Cuando se haya culminado esta liberación ya no será posible en el mundo la dominación de los unos sobre los otros.

Tú has dicho —insistió Judas— que no has venido a traer la paz, sino la espada.
—Pero no la espada de los Macabeos —
respondió Jesús—, sino aquella otra que cercena la cerviz de los áspides, las serpientes que se esconden en los repliegues del alma.

— ¿De qué sirve preocuparse del alma? —i
nterrumpió bruscamente Judas—. ¿Qué significa amar al enemigo cuando los romanos nos tienen con el puñal al cuello?
—Con el puñal al cuello —respondió el Pobre— se puede volar como águilas por los espacios de la libertad. Podrá rodar la cabeza al golpe de la espada, pero no hay temporal que pueda apagar esa antorcha encendida por Dios que es el espíritu del hombre.

—Mi destino —insistió tercamente Judas— es liberar a mi pueblo; y esto es lo único importante. 
—Si no comienzas por liberar tu alma —respondió Jesús—, me temo que no hagas más que sustituir una tiranía por otra. Y en cuanto a lo demás, sólo hay una cosa importante: la voluntad del Padre; todo lo demás es relativo. Cuando una nación es libre puede suceder que las demás lo sean menos; y con frecuencia se conquista una libertad a costa de otras libertades.

—Digas lo que digas —replicó enérgicamente Judas, poniéndose en pie—, no descansaré hasta que Roma haya doblado sus rodillas ante el Caudillo de Israel.
—En la familia de mi Padre —
replicó Jesús—, ¿acaso hay diferencia entre judío y romano? El viento pasa junto a nosotros cantando, sollozando, lamentándose; lo sentimos, pero no lo vemos; percibimos su aliento, pero no distinguimos su forma. Así es el espíritu del Padre: es el espíritu de libertad, y ese espíritu es uno solo y sopla en Alejandría, en Babilonia, en Roma o en Jerusalén: todos somos hermanos e hijos de un mismo Padre. Lo demás es copa de amargura, fruto de dolor.

En vano intentan soplar sobre las cenizas muertas. Sobre el escenario del tiempo, al final, sólo queda una familia. Para percibir esta verdad necesitamos una vibración mágica que nos saque del mundo de pesos y medidas, razas y colores.

— ¡No puede ser! —replicó Judas, impaciente, casi encolerizado, pasando a la ofensiva—. Con esos pensamientos el fuego reducirá a cenizas nuestra religión, nuestra historia y nuestra nación, y el viento esparcirá sus despojos sobre el Valle del Gehenna. Conoces todos los senderos de nuestras montañas, Maestro. Te he visto resucitar muertos y hacer brotar primaveras en los páramos. ¿Qué te costaría, por qué no vuelcas todo tu poder en la liberación de tu pueblo? ¿Por qué no te comprometes de una vez por todas con nuestra causa?

—Un recuerdo —
replicó Jesús— me asalta en este momento: cuando yo tenía unos quince años recuerdo muy bien cómo Judas el Galileo y sus compañeros acabaron en la cruz junto al camino que va de Nazaret a Séforis. Yo no tengo miedo a la cruz. Por lo demás, ya estoy comprometido, hermano Judas. Mi vida no me pertenece. Nadie me la arrebata violentamente, porque ya la entregué voluntariamente en manos de mi Padre para que Él haga de mí lo que quiera, cuando quiera y como quiera. No tengo nada que perder, o mejor, mi vida ya está perdida. 
Estoy comprometido con mi pueblo, hermano Judas, porque no hay mayor compromiso que dar la vida por los amigos. Faltan tres semanas, y mi vida se consumará en el holocausto de la Gran Pascua de Liberación. Nacido en la cuna del dolor, extranjero en mi propia patria, profeta perseguido por mi pueblo, no me corresponde ahora sino ser arrojado de la vida, exiliado de todos los derechos, hecho Pobre Absoluto en el amor absoluto.

—¡Jesús de Nazaret! —
gritó Judas, exasperado, poniéndose de nuevo bruscamente de pie, en medio de la oscuridad de la noche—, eres irreductible como el sílice. Siempre he oído decir que el amor y el odio son dos caras de la misma moneda, así como también la fidelidad y la traición. No sé si el arcángel Gabriel o el mismísimo Satanás, pero alguien me está inspirando en las últimas noches, me está insinuando que lleve a cabo un vasto crimen de profundidades eternas...
—Te escucho, querido hermano Judas —dijo Jesús mansamente.

—Te voy a entregar —
dijo Judas, asustado de su propia confesión y con palabras entrecortadas— en manos de los romanos. Será la prueba para comprobar si eres el verdadero Mesías o sólo un embaucador...
—Haz como quieras —
dijo el Pobre con una dulcísima modulación—, pero hazlo pronto.

—Una vez en manos de los romanos —
continuó Judas—, te verás obligado a poner en juego todos tus poderes. Será una oportunidad única para partir a la conquista del mundo, hollando las águilas romanas, haciendo polvo las legiones invencibles. ¡Qué gloria para Israel y su Dios!

Ahora... si, en lugar de esta reacción triunfal, decides permanecer quieto como un manso cordero y te dejas crucificar y morir en la cruz, en ese caso... —Judas hizo aquí una larga pausa, continuando luego en voz apenas perceptible—, en ese caso, al día siguiente mismo me postraré en tu presencia en el paraíso y, con las manos juntas, te pediré perdón. Y yo sé que me perdonarás.

* * *

No se oyeron más voces aquella noche en la cumbre desnuda. Judas se alejó sin decir una palabra. Caminó lentamente un centenar de metros y se recostó sobre la arena. No pudo dormir, ni siquiera lo intentó, porque su alma seguía vagando perdida entre borrascosas tormentas, mientras, por contraste, el firmamento permanecía infinitamente sereno y deslumbrante.

¿Y el Pobre de Nazaret? Tampoco durmió. Después de escuchar las últimas palabras de Judas se sumergió en el silencio de sus abismos y se perdió en los vastos horizontes del Padre. Las doradas arenas de sus playas y las piedras preciosas de sus montañas brillaban al sol. Por los espinosos senderos del valle, el Amor, con alas renacidas, regresaba alegremente a casa, entre cipreses y cedros. En los campos florecían las rosas y los lirios, y los arbustos desnudos, encorvados hasta hace poco bajo el peso de la nieve, comenzaban a cubrirse de verdes botones. ¡Aleluya! Ha llegado la Pascua eterna.

Última subida
En la alborada siguiente, cuando la luz ganaba la batalla a las tinieblas, Jesús se levantó, se fue en busca de Judas, lo tomó del brazo y ambos descendieron por las onduladas lomas. Mientras descendían, Jesús fue diciéndole palabras extraordinariamente alentadoras, mientras el discípulo rebelde se mantenía encerrado en un mutismo total. ¿Y quién hubiera podido adivinar el significado de aquel silencio? ¿Contumacia, vergüenza? En todo caso, en su interior se libraba una oscura batalla.

Se acercaba la Pascua. Por la calzada principal que unía la Alta Galilea con la Ciudad Sagrada, y que avanzaba bordeando el río Jordán, transitaban ya los primeros grupos de peregrinos, cantando salmos y gritando aleluyas.
Estamos en los primeros días del mes de Nisán. El Maestro convocó a los suyos para una hora determinada, en un recodo del camino, para desde allí emprender juntos el viaje. Con palabras ardientes les infundió aliento y calor, y todos juntos emprendieron por última vez la subida a la Ciudad Santa. Siguieron la ruta más larga, la que, bordeando el río, pasaba por Jericó, ciudad embellecida suntuosamente en los últimos tiempos por Herodes y su hijo Arquelao.

Al parecer, la escena que narra Marcos (1,58) deberíamos colocarla en este momento. La situación presagiaba tragedia: enterados como estaban los discípulos de la sentencia de muerte y la orden de arresto dictadas por el Sanedrín contra Jesús, habiendo oído cómo el mismo Maestro daba por inminente su final, quedaba claro el panorama para ellos. En este contexto, subir a Jerusalén era suicidio y locura. Pese a que se esforzó en infundirles ánimo con sus palabras, los discípulos no podían menos de sentirse renuentes, temerosos y asustados, y no era para menos.

Durante el trayecto, el grupo de Jesús probablemente se habría incorporado a alguna de las caravanas de peregrinos de Galilea que, sin duda, conocían y apreciaban al profeta de Nazaret y su movimiento. Siguiendo la narración que nos transmite Marcos (11,57), a la cabeza de la comitiva marchaba Jesús, adelantado y solitario, resuelto y animoso. Detrás, perdidos en la comitiva, frenados por el miedo, "asombrados" y casi sin dar crédito a la resolución del Maestro, que sabía que caminaba a una muerte segura..., los discípulos caminaban casi literalmente arrastrados. Jesús, en los días de Efraín y ahora en el camino, no habría dejado de animarlos, pero sin dejar tampoco de recordarles que su misión mesiánica como salvador del mundo iba a consumarse mediante un inicuo ajusticiamiento. Pero ellos jamás consiguieron aceptar estos anuncios, antes por el contrario, le opusieron la resistencia mental más tenaz y absoluta.
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Entró Jesús en la ciudad de las palmeras, Jericó. Al pasar por los primeros arrabales del poblado, curó a dos ciegos, los cuales fueron pregonando el milagro a voz en grito por toda la ciudad. Una vez más, como en los mejores tiempos, una polvareda de entusiasmo popular envolvió de nuevo al profeta de Nazaret. Todo el mundo quería verlo y tocarlo: se arremolinaban en torno a él las multitudes, bulliciosas y abigarradas, y, entre grandes dificultades, apenas conseguía el Maestro avanzar por las calles de la ciudad. Había en la ciudad un hombre adinerado y famoso, publicano de profesión, cuyo nombre era Zaqueo. Las riquezas, sin embargo, no habían llegado a asfixiar las vertientes más sensibles de su alma y su hambre de trascendencia. Había oído hablar del profeta de Nazaret y desde hacía tiempo sentía un fuerte deseo de verlo y, si fuera posible, tratarlo.

Llegó, pues, la ocasión. Pero era tan compacta la aglomeración de gente que rodeaba a Jesús, y él, Zaqueo, tan pequeño de estatura, que la empresa de cumplir con sus deseos parecía poco menos que una utopía.

¿Qué hacer? ¿Renunciar a la ilusión? De ninguna manera. Se adelantó, avanzando raudamente por la misma calle por la que Jesús pasaba, se fijó en un sicómoro, árbol de pequeña estatura, amplia copa y cuyo tronco está en su base rodeado de gruesas raíces, y trepó a él sin dificultad. Jesús se acercaba al sicómoro al que Zaqueo se había encaramado. Como personalidad renombrada que era Zaqueo en la ciudad, probablemente la gente que rodeaba a Jesús lo señaló con el dedo, y así Jesús lo descubrió también en lo alto del árbol. Quienes rodeaban a Jesús le informaron sobre la personalidad de Zaqueo, y así se enteró Jesús de la identidad de aquel hombrecito encaramado en el sicómoro.

Le bastó con esos datos. Lo restante lo pudo adivinar fácilmente el Maestro: sabía qué sentido tenía la palabra publicano para la opinión pública. Ahora bien, el hecho de que un publicano hubiera desplegado tales esfuerzos acrobáticos para poder ver siquiera al Pobre de Nazaret, ese sólo hecho removió las fibras más sensibles de su corazón, y pensó que valía la pena distinguir con un gesto de particular predilección a tan singular personaje. Y, acercándose al sicómoro, le dijo: "Zaqueo, baja, porque hoy quiero hospedarme en tu casa". ¡Nada menos!

Ni corto ni perezoso, Zaqueo, no pudiendo dar crédito a lo que acababa de escuchar, bajó rápidamente del árbol; y el Maestro, desprendiéndose de la gente que lo rodeaba, lo acompañó hasta su casa. Como era de prever, no faltó quien interpretara este hecho con asomos de malignidad: "Todos murmuraban", nos advierte el evangelista. Pero lo novedoso es que no eran ya los fariseos los que, como de costumbre, murmuraban, sino aquel mismo pueblo que tan fervorosamente lo había acompañado hasta ahora. ¿Envidia? ¿Escándalo farisaico?

Si un hombre impuro transforma una casa en morada impura, ¿por qué no concluir que la presencia de un hombre puro la transforma en una morada pura? Si el contacto con un impuro hace al hombre impuro, ¿por qué un hombre puro no hará puros a los que entren en contacto con él? Al fin de cuentas, ¿qué es más fuerte: la pureza o la impureza? De todas maneras, en el caso presente, el Hombre puro lo revistió todo de pureza.

Zaqueo quiso hacer un homenaje al Mesías de los pobres entregando a los pobres la mitad de sus bienes. Jesús quedó inmensamente feliz, sin poder disimularlo, por la transformación de aquel corazón y porque los beneficiarios de aquella conversión fueron los pobres: "Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham; pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10).

Satisfecho con lo ocurrido, al día siguiente reemprendió Jesús la subida a Jerusalén. En esta ascensión tenía que cruzar obligadamente por Betania. Juan (12,1) nos informa que, en efecto, el Maestro arribó a Betania "seis días antes de la Pascua", es decir, en sábado. No obstante, el trayecto de Jericó a Betania era excesivamente largo para ser recorrido en sábado, cosa que no estaba permitida por la Ley. Hay que suponer, entonces, que viajó el viernes, arribando a Betania antes de ponerse el sol, hora en que comenzaba oficialmente el sábado.