El pobre de Nazaret Cap. 8-5

 Del Siervo Jesús al Señor Jesús

La historia no ha concluido; más bien, todo comienza ahora. La muerte no tuvo su última palabra sobre el Pobre de Nazaret. Por el contrario, fue él quien, entregándose voluntariamente a la muerte, la doblegó y le arrancó su aguijón más temible.

No hay afirmación tan categóricamente reiterada en el Nuevo Testamento, tanto en los Evangelios como en los documentos apostólicos, como ésta: Cristo ha resucitado de entre los muertos. Según la catequesis primitiva, la resurrección no sólo es una secuencia, sino una consecuencia de la muerte de Jesús; esto es, la resurrección no sólo sucede cronológicamente después de la muerte de Jesús, sino que la semilla de donde brota la resurrección es la muerte de Jesús. Según la fórmula cristológica que unos quince años después de la muerte del Señor ya circulaba en las comunidades primitivas, y que Pablo recogió en la Carta a los Filipenses (2,6-11), Cristo fue obediente hasta la muerte, y muerte de cruz; "por lo cual", vale decir, a partir de este hecho, arrancando de esta raíz, Dios lo exaltó...

Su "paso" a través de la muerte daría a la luz y haría florecer aquel Reino que Jesús, en sus días mortales, no habría conseguido instaurar. Ahora, en cambio, en el momento menos esperado, cuando los grandes jefes dormían tranquilamente después de haber sellado y puesto guardias al sepulcro, precisamente ahora, entra el Padre en el reino de la muerte y, contra toda esperanza, rescata al Hijo de la muerte y lo constituye como Señor, poniendo en movimiento detrás de él a un pueblo nuevo de creyentes, una muchedumbre incontable de todas las tribus, razas y naciones, hasta el fin del mundo. El grano de trigo, muerto y sepultado bajo la tierra, ya es espiga dorada meciéndose al viento. De la muerte nace la vida; de la humillación, la exaltación. El Pobre de Nazaret es ahora el Señor Jesús. Con otras palabras: la resurrección de Jesús no es un dogma que nació en el seno de la Iglesia, sino que la Iglesia misma nace en torno a esta fe en el Resucitado. Sin esta certeza jamás se habrían puesto en camino semejantes caravanas históricas siguiendo los pasos de Jesús.

Ya hemos dicho cómo los discípulos de Jesús seguían dificultosamente a su Maestro camino de Jerusalén; y en el momento de la prueba, "todos le abandonaron", dejándole morir solo. Después de tres días, abatidos por la vergüenza y la tristeza y por el naufragio de sus ilusiones, estaban "con las puertas bien cerradas" a la espera de que pasara la tempestad y volviera la bonanza, para regresar a sus barcas y sus redes... Y ahora, de pronto, esos desilusionados discípulos aparecen como hombres nuevos, confiados y valientes, que con gran creatividad y alta inspiración se ponen al frente de un movimiento que produjo un impacto instantáneo, y fue avanzando incesante, hacia adelante y hacia arriba, sin que ni las persecuciones ni la incomprensión fueran capaces de detenerlo

¿Qué había sucedido? Ellos afirmarán una y otra vez que fue el reencuentro con Jesús. No se cansarán de repetir, como iluminados y casi obsesivamente, que Jesús, muerto y sepultado, está vivo; que lo han visto en lugares diferentes, sin una coordinación previa; y no se trataba de una relación permanente con Jesús, sino de visitas esporádicas, cuya iniciativa pertenecía a Jesús.

Tenían una absoluta seguridad de que se habían encontrado con Jesús resucitado; y esto era algo incuestionable, una certeza inmediata, vivencial, de quien ha tenido una experiencia marcante, que no necesita explicaciones ni justificación alguna; que habían entrado en una relación personal con él, una relación a niveles profundos de fe, adhesión y compromiso, y que a través de esa relación habían recibido un entusiasmo, una vitalidad, un fuego que les hacía ver con toda claridad que Jesús había triunfado para siempre sobre el odio, la injusticia y la muerte.

Jesús resucitado y viviente es la razón última de la comunidad de los discípulos, la Iglesia, en su expansión transhistórica universal.

"El que ha venido", "el que está viniendo"
Jesucristo es "el que ha venido", pero también es "el que está viniendo". Ambos aspectos ni se contraponen ni se anulan; antes bien, en su eterna dialéctica se complementan, caminando al unísono hacia la "plenitud" (Ef 1,23).

Tenemos a la vista un castillo medieval, asentado sobre un roquerío casi inaccesible. Lo miramos desde la llanura: parece una nave. Lo observamos desde el barranco: parece un nido de águilas. Si entramos en su interior, todo son ruinas. ¿Cuál es el verdadero castillo? Todas las facetas o enfoques del castillo son verdaderas, pero incompletas.

Jesucristo, siendo perfecto y acabado en sí mismo, es siempre para nosotros incompleto e inagotable. Cuando caiga el telón de la historia entonces será cumplidamente completo; o, mejor, cuando él haya llegado a su plenitud, entonces caerá el telón de la historia. Mientras tanto, la Iglesia está siempre en la etapa de la adolescencia, siempre en crecimiento.

Quienes se cruzaron con él en la mitad de la corriente volverán con una imagen en la retina, una imagen original, siempre distinta. En la medida en que las distintas imágenes se vayan superponiendo, la fotografía de Cristo se irá haciendo más completa. No cabe duda, por ejemplo, de que la reflexión cristiana del Continente africano acabará por aportar matices originales a la figura de Cristo. Seguramente, un Cristo contemplado desde el Tercer Mundo ofrecerá un rostro diferente.

Entre tanto, ni las razas de mirada analítica, ni los pueblos de ancestros dormidos, ni los siglos iluminados lograrán sorprender en su totalidad la vastedad del misterio de Cristo. Espíritus de estatura estelar, como Francisco de Asís o Teilhard de Chardin, ni siquiera ellos, con sus ojos asombrados, lograron abarcar las dimensiones de la inescrutable riqueza de Cristo.

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En los primeros siglos, para contrarrestar los efectos de la gnosis, la Iglesia, en su contemplación cristológica, marcó el acento en el Cristo Maestro; siglos más tarde se presentó a Cristo como Majestad; en la Edad Media, como varón de dolores, humano y hermano; durante la Reforma protestante se insistió en el Cristo Salvador; en la época del apogeo absolutista se veía a Cristo como Rey, etc. Así, al correr de los siglos, y de acuerdo con las características socio-políticas y las necesidades de cada época, se fueron rescatando y profundizando nuevos rasgos extraídos de los pozos insondables del misterio del Señor. Cristo es anunciado, pues, en cada época destacando y enfatizando los perfiles que responden a situaciones o tendencias propias de la humanidad en ese momento.

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¿Qué aspectos del Cristo eterno deberemos marcar ahora para que los hombres de hoy y de mañana encuentren respuestas a sus preguntas y sentido para sus vidas? Es evidente que ciertos títulos, como Cordero de Dios, Mesías, Hijo de David..., no le dicen nada al hombre de hoy. ¿Qué rumbos lleva el oscuro corcel de la humanidad y hacia qué abismo galopa? ¿Cuáles son los síntomas de nuestra cultura actual y los que se vislumbran de la de mañana para, de acuerdo con ellos, presentarle un Cristo adecuado y convincente?

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Desde hace un par de décadas se habla insistentemente y se escribe analíticamente, especialmente en Europa, sobre una cultura llamada post-moderna. Se trata de una filosofía de la vida que va impregnando toda la sociedad en círculos concéntricos cada vez más amplios.

La cultura post-moderna es la última consecuencia lógica de una civilización que fue prescindiendo de Dios a partir del Renacimiento. Como consecuencia, el hombre se situó en el centro. Y una vez que el hombre se ha descentrado de Dios y se ha centrado en sí mismo, la filosofía redujo el misterio a la pura razón, sustantivada y autónoma.

Al convertirse la razón en un absoluto y replegado el hombre sobre sí mismo, necesariamente tenía que sobrevenir la afirmación del yo por encima de toda realidad, identificándose la razón y el ego. ¿Consecuencias? La insolidaridad. Todo carece de sentido último. Es inútil preguntarse por las razones últimas. En realidad, nada tiene sentido.

De estos postulados se desencadenarán consecuencias devastadoras para la ética, la pedagogía y la moral: una ética anti-humana e insolidaria, una moral permisiva y sin una última fundamentación objetiva.

Ahora bien, sin Dios, sin una norma moral objetiva, perdido aquel valor último que integra y da significación a todo, la conclusión salta a la vista: se abren de par en par las compuertas del espontaneísmo, el subjetivismo, la irresponsabilidad, el no tomar nada en serio, el hedonismo, en una palabra, el nihilismo: nada tiene sentido, nada vale la pena

Rector de la nueva moral, lógicamente, no será ya la ley, sino el deseo. Si el deseo es la ley suprema, hay que evitar a toda costa lo desagradable de la vida y esforzarse por asegurar lo agradable. Todo está permitido. Nada está prohibido. Hay que dar rienda suelta al deseo en todas sus manifestaciones, buscando el máximo disfrute de la vida, según se dijo antiguamente: "Comamos y bebamos, que mañana moriremos". En una palabra, es el imperio del egoísmo con sus mil rostros; es el paganismo. Esta cultura post-moderna va decididamente abriéndose paso, como estilo y norma de vida, por todas partes, comenzando por la sociedad capitalista.

Como se puede advertir, una sociedad sin Dios acaba convirtiéndose en una sociedad contra el hombre. Hemos emprendido el viaje sin retorno hacia la región del vacío. Nos falta el oxígeno, y en algún recodo del camino nos invadirá la asfixia: antes de morir ya estamos muertos. No es posible vivir así. Estamos entrando en un recinto sólo poblado por fantasmas. Hay que detenerse al borde del precipicio, antes de que sea demasiado tarde. Las serpientes silban allí mismo donde cantan los pájaros, y la muerte llama a la muerte. Al final de todo sólo queda la nada, y corremos el peligro de convertirnos en sombras de nuestras propias sombras.

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Ahora bien, ¿cómo romper este cerco egoísta? ¿Cómo salir de este círculo asfixiante? ¿Qué faceta del Cristo eterno será capaz de conmover, seducir y salvar al hombre pagano de nuestra sociedad post-moderna, cuyo distintivo principal es el egoísmo? Como es sabido, las leyes del corazón están organizadas y orientadas hacia el interior del centro. ¿Cómo lograr que las fuerzas que connaturalmente se dirigen hacia el centro se orienten ahora hacia afuera, hacia el otro? En última instancia, una misma energía se traduce en egoísmo o amor según esté canalizada hacia adentro o hacia afuera.

La cuestión es sólo una: torcer el rumbo, dar (a las energías) una vuelta completa, una verdadera revolución, la revolución del amor, que necesariamente tendrá que recorrer el camino del martirio y la desintegración del yo.

El Amor, que es Dios, pasa sustantivamente por la personalidad de un hombre llamado Jesús, Dios-con nosotros. Y este hombre fue, ante todo, un Pobre, totalmente despreocupado de sí mismo para preocuparse sólo de los demás. Se entregó a sí mismo, para dar aliento y esperanza a los demás. En una sociedad clasista, tomó partido por los marginados, y en una sociedad puritana, por los que estaban fuera de la ley. De otra manera: Dios-Amor, encarnado en este Pobre de Nazaret, vaciado de sí mismo, desapropiado de sus propios intereses en proporciones heroicas, convertido en el hombre-para-los-demás-hombres, el hombre esencialmente abierto hacia los demás, el Disponible, integralmente dedicado al servicio de los demás..., Jesús, "es", como ya lo dijimos, la vía que va de la pobreza al amor. Tal es el Cristo capaz de cautivar y salvar al hombre de la sociedad post-moderna, el Cristo que hemos contemplado a lo largo de las páginas de este libro.

Si el Pobre de Nazaret se propuso llegar a ser "el hombre para los hombres", necesitó realizar dentro de sí mismo una inversión de fuerzas e instintos, ya que todo hombre es connaturalmente burgués, inclinado hacia sí mismo y buscador de sus propios intereses. En suma, tuvo que llegar a ser un Pobre, porque sólo un pobre puede optar verdaderamente por los pobres.

Después que del rumor de nuestros pasos surgiera el tiempo, y después de que el tiempo hubo llegado a su cénit, Cristo se hizo presente en el tiempo y, renunciando a las ventajas de ser Dios, se sometió a todas las desventajas de ser hombre, y una vez reducido a nuestra estatura, descendió incluso a los niveles infrahumanos.

Descendió al nivel de estos abismos, se abajó más todavía, hasta tocar el fondo final, el polvo de la nada, negando su propio instinto de vivir, en obediencia amorosa al Padre, cuya voluntad había permitido o dispuesto que el Hijo amado desapareciera en las ruinas de la catástrofe, sumiso y obediente hasta la muerte, y la muerte en cruz.

Aquí es donde la Libertad levantó triunfalmente su testa coronada de luz. Negándose a sí mismo, Cristo se trascendió a sí mismo. Esto es: negándose, hizo en su ser un enorme vacío, y este vacío fue para él el espacio de libertad que le permitió ser el hombre para los demás hombres. Por libre, fue disponible; y al estar disponible, pudo ser el servidor del Padre y de los hermanos. Desde la pobreza al amor.

Lo reiteramos una vez más: esa amorosa entrega a la voluntad del Padre cavó en el suelo de Jesús un vacío infinito, y lo convirtió en un territorio enteramente libre.
A través de ese vacío, como a través de un túnel, se realizó la proyección y comunicación del Dios Amor en la historia de los hombres; y ese túnel, ese vacío absoluto de sí, tiene un nombre: Jesús de Nazaret. Éste es el compendio de una historia única e irrepetible, la de la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo.

Ésta es la Respuesta para hoy y mañana.
En la vorágine del egoísmo desolador, en el camino que va del placer a la muerte, amenazados como estamos por un naufragio de valores, abocados a un suicidio que puede ser colectivo, Cristo se levanta, en medio del polvo y de las ruinas, como columna de luz y como Respuesta; como Aquel solo capaz de consolidar e integrar los huesos desarticulados. Y por este camino de resurrección, Él es el meteoro señorial disparado por los espacios y eternidades como flecha de esperanza.
Jesucristo, ¡he ahí la Solución, ayer, hoy y mañana!

Él es el único que puede resquebrajar, por medio de la revolución del amor, el viejo orden, esa torre amasada, amalgamada y coronada por las incontables hijas del egoísmo. Más todavía: esa revolución del amor no sólo puede levantar e impulsar un mundo nuevo por trayectorias optimistas, sino que —y esto es lo más importante— Cristo es el Único que puede descender hasta los abismos de nuestros miedos y, como por arte de magia, encantar nuestro "horror al vacío".

Memoria
A lo largo de los años Él fue sobre nuestros horizontes no sólo la certeza que, como una flecha, señalaba los rumbos correctos, sino también la roca solitaria entre los cerros, el lago de aguas descansadas, la nieve perpetua sobre las cumbres.

Fue, a lo largo de la vida, ese no sé qué que le daba respuesta y sentido a todo. Por Él se ha luchado, hacia Él se ha caminado, Él ha sido nuestro compañero de ruta y la ruta misma. Él, sentado bajo el arco del Umbral, continúa esperando a los combatientes con una corona de oro en las manos. Hemos apostado por Alguien, y tenemos la certeza de haber acertado en la apuesta (2 Tim 4,7).

La noche se nos venía encima, y es duro caminar solitariamente y a oscuras; pero Él se transformó para nosotros en una columna de luz, a cuyo resplandor pudimos caminar la noche entera. Un día nos hundimos en las aguas profundas, nos envolvieron las sombras, y ni siquiera se divisaban las Pléyades. Mientras tanto, los reptiles del miedo comenzaron a enroscarse a nuestra cintura, y, ¡oh dichosa ventura!, de pronto Él se transformó en una sosegada constelación por encima de nuestras cabezas; y se hizo la calma sobre el mar.

Cuando la lámpara se apague, Él será nuestro puerto final. Ahí dormirán su sueño nuestros remos cansados; ahí reposarán nuestras pasiones agitadas y nuestros sueños imposibles. Él mismo será nuestro descanso.

Hemos pasado por la vida como meteoros. Ha sido una densa historia de la que sólo algunas briznas insignificantes pasarán a las crónicas. Pero los momentos estelares, las horas de fuego, los encuentros en la cumbre, la mano tendida sobre el abismo, el aceite sobre las heridas, los pasos sorpresivos de la desolación a la consolación..., todo eso bajará con nosotros a la sepultura. Este libro es, pues, de alguna manera, una memoria. Contando con la benevolencia de nuestros lectores, nos atrevemos a hacer nuestras la palabras de san Pablo: "Creí, y por eso hablé" (2Cor 4,13).

Maran Atha
Enterrado en las entrañas de la humanidad palpita un sueño dormido, envuelto en la niebla transparente. No es una estrella apagada. Es la evocación de un Arquetipo ideal que habita y duerme en las más recónditas ensoñaciones del mundo.

La humanidad sigue soñando con Alguien que le enseñe a moverse en el laberinto de la angustia, y que, sobre todo, le muestre la puerta de salida. ¿Dónde está el Forjador? Hemos nacido aherrojados; a veces con cadenas de oro, pero siempre cadenas. Se busca un Soldador capaz de fundir esos metales. ¿Dónde está el Encantador que, con toques mágicos, transforme los ensueños en carne viva, los lamentos en canciones, el luto en danza y la muerte en vida? ¡Ya viene!

Enterrado en el alma de la humanidad duerme un sueño antiguo. ¡Ojalá estas páginas hayan servido para despertar, al menos en algunos de sus lectores, la nostalgia de ese Cristo que es el ideal eterno del alma profunda de la humanidad!

¡Ven, Señor Jesús!
Todavía Judas transita por nuestra tierra, cargando enigmas en sus hombros y mendigando de puerta en puerta un mendrugo de misericordia.

A nuestro lado camina la Magdalena, que, después de haber bebido el vinagre de la vida, no se cansa ahora de saborear el vino ardiente cuyas llamas saltan hasta la vida eterna. También Pedro se sienta a nuestro fogón para llorar, mientras Juan entona una y otra vez canciones de primavera. ¿Y qué decir de Caifás? Continúa resentido. Noche a noche se oculta entre las sombras para disparar, con su honda, guijarros contra las estrellas que brillan más que él.

Pilatos sigue pidiendo a gritos una jofaina para lavarse las manos, después de haber entregado a los inocentes en los brazos de la muerte.

Todos estamos a la espera de que descienda el Pastor de los altos cerros, con su provisión de pan y agua y aceite para las lámparas apagadas y las heridas. Y cuando haya regresado, en cada mirada divisaremos mundos desconocidos; la higuera estéril, al pie del barranco, dará dulces higos; el Pastor hará resonar su caramillo, y el mundo se apaciguará; la luz luchará con las sombras y acabará venciéndolas. Dios será una brisa en las tardes de estío. Llegará definitivamente el día de la siega, de la vendimia, de la boda y de la danza. Se abrirán las jaulas, las cadenas se romperán, se oxidarán las espadas y sólo quedarán los arados sobre los campos dilatados. Y regresará para siempre la infancia a nuestros ojos, para poder contemplar al Padre vistiendo las margaritas del campo y alimentando a los gorriones del patio.

¡Ven, Señor Jesús!