El pobre de Nazaret Cap. 8-1

* * *
Al atardecer de aquel día, el Pobre tomó a los Doce y, saliendo por el barrio Ofel, bajaron hacia el Cedrón. Al pasar junto a la higuera maldita pudieron comprobar que estaba completamente seca. 

Pedro, sorprendido, exclamó: —Mira, Maestro, la higuera que maldijiste se ha secado. 

Los discípulos quedaron consternados. Juan cortó la tensión reinante, diciendo:
—Maestro, tus pies recorrieron rutas de polvo y verdes montañas anunciando siempre el bien y la paz. Pero últimamente manejas el fuego y el látigo.
—Es verdad —respondió el Pobre—. Anuncié la aurora de nuevas fronteras; me cansé de repetirles que el seno de Dios no es un coto privado. Abrí los vastos espacios de la misericordia; me senté a la sombra de los corazones para derramar aceite sobre las heridas y acoger con brazos de perdón a los alejados...

—Pero en los últimos tiempos —
replicó Juan— echas mano de la cólera y la omnipotencia para secar a la pobre higuera al borde del camino. ¿Qué culpa tiene ella?
—Pensé muchas veces —
respondió Jesús— que el amor acabaría por vencer a la contumacia. Pero en una ocasión, cuando el día estaba muriendo y la luz se desvanecía, divisé una gran sombra sobre la cabeza de los intelectuales que se sientan en la cátedra de Moisés y me declararon ministro de Beelcebul. Entonces decidí cambiar de estrategia: decidí, contra mi costumbre, lanzar una gran ofensiva cargada de cólera y amenaza, pensando que de esta manera podría cambiar sus corazones y sus mentes

—Pero, ya ves
—insistió Juan—, tampoco has conseguido nada con esta estrategia. Y ahora, ¿qué vas a hacer? ¿Los vas a dejar relegados sin remedio al abismo de la Gehenna?
—La ardiente apelación —respondió el Pobre—, hecha de altas llamas, acaba de extinguirse. Queda clausurada esta etapa. He dado cabal cumplimiento a la misión que el Padre me encomendó. Pero ni con las olas de la misericordia ni con la tea roja de la amenaza se ha conmovido el corazón de Israel. Resta ahora el último tramo del camino, que recorreré silenciosamente: cerraré la boca, bajaré hasta la última morada del silencio, me dejaré arrastrar sin ofrecer resistencia por el torrente de la gran tribulación; sí, indefenso y con los brazos abiertos, me entregaré en los brazos de la muerte; como cordero que llevan al degolladero, no abriré la boca; entregaré a mi pueblo lo último que me queda: mi propia vida.

—Maestro —
replicó Juan—, ¿y los sumos Sacerdotes, y los fariseos, y los intelectuales, que tantas piedras te pusieron en el camino e hicieron fracasar tu proyecto de salvación?
—Derramaré sobre ellos no torrentes de ira, sino de amor, luego de enterrar los recuerdos amargos en las profundidades del pasado. Al final, el amor prevalecerá sobre todas las estrategias, y no hay mayor amor que dar la vida. A los que me empujaron a la soledad y el destierro les ofreceré amistad y salvación. El amor y la muerte se darán la mano y, al final, no quedará sobre la faz de la tierra y el mar otra realidad que el amor, que acabará por redimir los desbordes de las naciones


El misterio de Judas
Para la tradición, Judas es un personaje central en el drama de la Pasión. No obstante, entendemos que su imagen ha sido desfigurada, comenzando por la tradición post-pascual, que proyectó sobre él una sombra muy oscura: la avaricia, la traición por un puñado de monedas. En la estimación de los hombres es difícil encontrar un calificativo más degradante. Y con esa imagen ha pasado Judas a la posteridad. Sin embargo, nunca alcanzaremos a entender las razones por las que Judas obró así, y probablemente ni él mismo las entendía. Para tener algunos atisbos de su conducta tenemos que movernos en el campo de las conjeturas y deducciones.

Y sólo disponemos de un dato: su trágico final. Este hecho arroja retrospectivamente un potente haz de luz sobre la densa oscuridad de sus actos e intenciones. Al comprobar que Jesús había terminado condenado y ejecutado, Judas no pudo soportar el peso de los complejos de culpa; las tinieblas de la desesperación se apoderaron de su alma y lo impulsaron a colgarse de un árbol. Un avaro no reacciona de esa manera. En una situación similar, un típico avariento se siente satisfecho del lucro obtenido, sin importarle demasiado las consecuencias de su traición.

Hay que descartar, pues, la avaricia como el móvil principal de la traición de Judas. ¿Cuáles otros podrían ser, pues, sus motivos? Si el hecho de enterarse de la muerte de Jesús lo llevó a la desesperación, hay que concluir que Judas amaba desesperadamente a Jesús. No cabe otra alternativa como hipótesis de interpretación. La devolución de las monedas, la confesión pública de su arrepentimiento ("he entregado la sangre del Justo") y, sobre todo, el drama infinito que supone la decisión de ahorcarse están denotando el enorme calado de la pasión que sentía Judas por Jesús. Más aún, es posible que fuera uno de los más ardientes seguidores del Maestro. Todo ello, sin embargo, desde el trasfondo de una personalidad oscura, versátil y contradictoria, idealista y fanática, en la que fuerzas contradictorias libraban una constante batalla.

¿Cómo se explica, entonces, la traición consumada? Probablemente habría que dejar de lado también la idea de traición y hablar más bien de una táctica. Trataremos de explicarlo.

Con toda probabilidad, Judas pertenecía a la "fraternidad" zelota o, al menos, simpatizaba con sus integrantes; y, de todas maneras, su espíritu estaba imbuido de aquella ideología.

Desde los días en que iniciaron la ascensión a Jerusalén, y en que Jesús les anunció, con oscuros presagios, su trágico final, Judas habría comenzado a desilusionarse. Ardiente idealista como era, debió alimentar altos fuegos de delirio, soñando con la instauración del imperio mesiánico, cubierto él mismo de riqueza y de gloria. Judas se habría sentido profundamente defraudado en sus delirios de grandeza, en las expectativas subjetivas que se había forjado; y las reacciones de esta clase de personalidades son temibles, impredecibles e impetuosas. Y, naturalmente, de la frustración nace la violencia.

Toda esta concatenación y amalgama de sentimientos explicaría la traición de Judas. Pero en toda traición late una intención premeditada de causar un daño. Nos resistimos a creer, sin embargo, que Judas pretendiera inferir un daño a Jesús, como lo dijimos más arriba. Por lo que, en el caso de Judas, no habría que hablar tanto de una traición como de una táctica, que corresponde a otra zona de sentimientos.

La explicación podría ser la siguiente: ante el anuncio reiterado e insistente de Jesús sobre su descalabro final, Judas habría ido entrando lentamente en un círculo de dudas. Esta clase de personas suelen ser marcadamente obsesivas. Judas, pues, habría comenzado a girar y girar en torno al fuego fatuo de sus suspicacias, habría entrado en una gran confusión al darse cuenta de que el Maestro moriría ignominiosamente, en cuyo caso Jesús no sería el verdadero Mesías, y él, Judas, se habría equivocado lastimosamente al seguirlo. En los últimos días habría entrado en una crisis, y para salir de ese caos mental se le fijó la idea de someter a Jesús a una prueba de fuego: ponerlo en manos de los romanos, para ver cómo salía de ese atolladero. Así se podría comprobar si era el verdadero Mesías o un embaucador. Una táctica, pues, más que una traición.

* * *

Llegó, pues, el penúltimo día de la Pascua (miércoles).
Pese a las múltiples iniciativas y decisiones adoptadas en las semanas anteriores por los miembros del Sanedrín para apoderarse de Jesús, no habían conseguido pasar a la acción, debido a que el Pobre de Nazaret estaba en todo tiempo protegido por el fervor popular. Pero el tiempo apremiaba, porque la captura y la ejecución del Nazareno tenía que efectuarse antes de la Pascua. De otra manera, las complicaciones podrían ser imprevisibles: el Procurador romano ya estaba instalado en la Torre Antonia con un fuerte destacamento militar para salvaguardar el orden en la ciudad.

Aquel mismo día (miércoles), "los sumos Sacerdotes y los ancianos del pueblo se reunieron en el palacio del Sumo Sacerdote llamado Caifás. Y resolvieron apoderarse de Jesús con engaños y darle muerte. Decían, sin embargo: Durante la fiesta no, para que no haya alboroto en el pueblo" (Mt 26,3-4). En resumen, todos estaban de acuerdo en dos cosas: que Jesús sea borrado de la tierra de los vivientes y que esto no suceda en los días de Pascua, porque el pueblo en masa podría levantarse para defenderlo. Pero, por otro lado, no podían aplazar el plan para después de las fiestas, porque el Nazareno bien podría esfumarse entre los peregrinos que regresaban a casa y pasar de nuevo a la clandestinidad. El Consejo deseaba, pues, que el proyecto estuviera revestido de dos características: rapidez y sigilo.

Cuando estaban deliberando cómo dar pasos concretos, "uno de los Doce, llamado Judas Iscariote" entró en escena y, presentándose, dijo: Shalom, autoridades de Israel. Mi nombre es Judas de Keriot y soy discípulo de Jesús de Nazaret. Me consta que el Gran Consejo está intentando poner las manos sobre él. Ofrezco mis servicios para que vuestros deseos sean llevados a buen término.

— ¡Cosa extraña! —exclamó Gamaliel—. Nunca un buen discípulo alza la mano contra su Maestro, a no ser que en la oscuridad de su corazón haya arraigado alguna planta venenosa. ¿Qué ha podido suceder?
—Desde hace tres años vivo a su sombra —
respondió Judas—. Diariamente he vivido asomado a sus ojos, donde tienen cobijo todos los hijos del sufrimiento. Comemos juntos, dormimos juntos a la luz de las estrellas.

—Dios —
insistió Gamaliel— nos ha dado un espíritu alado capaz de surcar los espacios sin límites del amor y la libertad. Pero, frecuentemente, las rivalidades y las emulaciones levantan de la noche a la mañana altas torres de separación entre los hermanos, y la convivencia, en lugar de hogar, se torna en un campo de combate, y en lugar de amor y libertad cosechamos como fruto el odio y la esclavitud.
—No faltan entre nosotros esos frutos amargos ni esas cañas rotas —
dijo Judas—. Pero los espinos no crecen en esas vertientes.

— ¡Ah!, entonces —
interrumpió Caifás—, ¿las espadas en alto y las cuentas pendientes son con el Nazareno?
respondió Judas, después de una larga vacilación.

— ¿El Maestro te ha expulsado de la patria de su aprecio? —preguntó Caifás.
—No —respondió Judas—, sus puertas están abiertas noche y día para mí.

— ¿Y de tu parte? —preguntó Gamaliel.
—Mi vida es una ofrenda de amor ante su altar —contestó Judas.

— ¿Y entonces? ¿Acaso un oscuro desengaño? —insistió Gamaliel.

 —Lo he visto caminar sobre las aguas —respondió Judas—, resucitar muertos, devolver la vista a los ciegos. He visto cosas increíbles que, si las contara, nadie podría creerlas. A veces me pregunto cómo es posible intentar quitarle la vida a quien da la vida a los muertos. Es invencible. Es único.

—En todo caso —interrumpió fríamente Caifás—, es necesario que un hombre sea sacrificado por el pueblo antes que el pueblo perezca a causa de un hombre.

— ¡Judas de Keriot! —
le gritó el anciano Ananías—, nos estás metiendo en una caliginosa nube. ¿Dónde está y cuál es tu desengaño? ¿Para qué has venido aquí?
—Hay algo —respondió Judas en voz baja— más punzante que el desengaño: la duda. Una duda más penetrante que un puñal me corroe noche y día.

— ¿Tú crees en él o no? —le preguntó Gamaliel.
 —Le he visto hacer lo que únicamente Dios puede hacer —respondió Judas.

—Nuestros archivos —le interrumpió rudamente Caifás— están repletos de informes sobre ese hombre: y en ellos consta que es blasfemo, profanador del sábado, endemoniado y brujo

—Si resucita muertos —acotó Gamaliel—, nadie le podrá hacer daño alguno.
—Eso es lo que me confunde muchas veces —respondió Judas—. Jesús mismo habla de su muerte con frecuencia y con gran naturalidad, como si ya estuviera consumada, como si su propia muerte fuese la vía regia y mesiánica para el advenimiento del Reino de Dios.

—No nos interesan tus opiniones sobre ese hombre —le interrumpió Caifás con tono molesto—, sino tu cooperación con nuestros designios.
—Yo estoy dispuesto a cooperar con vosotros para que él caiga en vuestras manos —respondió Judas enérgicamente—. Pero me horroriza el solo pensamiento de que el hombre más santo pueda sentarse ante el tribunal del Sanedrín como si fuera un delincuente. Ninguno de vosotros puede sentirse digno de levantar su mirada ante él cuando lo veáis investido de una desconocida majestad. En todo caso, yo entregaré al Nazareno en vuestras manos, para que vosotros, a su vez, lo entreguéis a los romanos. Y entonces mis terribles dudas se disiparán.

Cena de despedida y noche de amor
En la mañana del primer día de los ázimos, jueves, estando todos en Betania, los discípulos preguntaron al Maestro dónde quería que le prepararan la Cena de Pascua. Como sucedió con el asno de Batfagé, Jesús les dio una contraseña, típico procedimiento de los que necesitan actuar clandestinamente: tenían que ir a la ciudad, donde encontrarían, junto a la alberca, a un hombre con un cántaro de agua. Era una contraseña fácil de identificar, porque no era común que un hombre llevara un cántaro de agua, tarea casi exclusiva de las mujeres. En cuanto lo vieran tenían que seguir sus pasos hasta la casa en que el hombre entrara. Ellos debían entrar detrás de él en la casa y formular a su dueño la siguiente pregunta: "El Maestro dice: ¿En qué aposento he de comer la Pascua con mis discípulos?" Entonces él les mostraría una gran habitación en el piso alto, muy adecuada para la celebración pascual, y allí debía hacer los preparativos necesarios.

La Pascua era la fiesta más importante de Israel. Las festividades duraban siete días; pero la fecha central, la Pascua propiamente dicha, era el 14 de Nisán, en cuya noche se comía el cordero pascual. En una misma fecha se celebraba la fiesta de la Pascua y la de los ázimos. La primera era la fiesta de los pastores y la segunda la de los agricultores, y ambas festividades, enlazadas, constituían, a su vez, la Pascua, y rememoraban la liberación de las cadenas de la esclavitud de Egipto y la fundación de Israel como nación. Hoy diríamos que se trataba de la fiesta de la independencia nacional; y se celebraba con fervor religioso y con sentido patriótico.

El centro de la fiesta era la Cena Pascual, y el centro de la cena era el cordero, que debía comerse según unas prescripciones minuciosamente detalladas y, a ser posible, dentro de los muros de Jerusalén. Era la noche más solemne del año, en que las puertas del templo permanecían abiertas. Además del cordero, se comían hierbas amargas (lechuga, berro, cardo, achicoria...), en recuerdo del amargo sufrimiento que padeció Israel en los años de la cautividad de Egipto. Se comía también pan ázimo, esto es, pan amasado sin levadura, porque la levadura era signo de corrupción.

Éste   era  el  escenario.

Todas las prescripciones serían rigurosamente cumplidas por Jesús y su grupo. Pero esto era lo mínimo. Sobre este escenario pascual el Pobre habría de realizar en esta noche de las noches el más fantástico despliegue de misterios.

* * *

La tarde va cayendo. El Maestro y los suyos van descendiendo, silenciosos, cautelosos, por las primeras rampas del monte de los Olivos. Los discípulos oscilan entre el temor y el gozo pascual. Cualquier intento de describir el horizonte interior del Pobre en este momento sería un esfuerzo inútil. En el vastísimo desierto que se abre a la mirada de su alma podían distinguirse, bajo un azul gozoso y verdaderamente pascual, piedras ensangrentadas por el dolor y el amor, nubes rojizas esparcidas aquí y allá, sin que tampoco faltaran, de vez en cuando, vientos huracanados poseídos de una desconocida fuerza.

Al cruzar el torrente Cedrón, dijo Jesús a los discípulos: —Compañeros de mi soledad y mi destierro: creo en la belleza del dolor cuando éste está impregnado de amor. Creo en la compasión última cuando se asume la carga de la humanidad sufriente.

Los discípulos permanecieron en silencio, sin entender exactamente el significado de las palabras.
Brillaban las primeras estrellas. Revestida con todo su esplendor, la luna, reina de la noche, se había asomado para presenciar los misterios de la noche por excelencia. El Maestro y sus discípulos ya están en el Cenáculo, sentados sobre esteras de paja.

La reunión era casi secreta. Pero no fue una reunión caracterizada por la solemnidad y el recogimiento, como suele creerse; como tampoco hay que suponer que los discípulos estaban en condiciones de entender los grandiosos misterios que iban a tener lugar durante la noche en ese recinto. No era un ambiente idílico, sino una atmósfera cargada de tensión, cruzada por varios haces de luz que iluminarían la noche con resplandores rojizos: el lavatorio de los pies, la institución de la Eucaristía, el anuncio de la traición de Judas y la negación de Pedro, el testamento del amor, la despedida..., eran como contradictorias espadas cruzadas que tejían un entramado francamente dramático.

El Pobre de Nazaret, consciente de la grandeza del momento, se sumergió en el silencio de sus abismos por un largo momento, durante el cual cruzaron por su mente los recuerdos de su vida: había saltado desde las alturas del Padre al seno de su santa Madre. Pero había llegado el momento de partir de nuevo al Padre. Una sola cosa había hecho durante la travesía: amar. Y ahora, al final de su vida, se disponía a lanzar la suprema ofensiva de amor.

Luego levantó sus ojos. Con cierto dejo de tristeza fue mirando uno por uno a todos los asistentes. La inquietud se apoderó de los discípulos, que estaban suspensos de los labios del Maestro, como a la espera de alguna revelación especial.

Jesús les dijo:
—Desde las profundidades de mi ser quiero hablaros esta noche, y quisiera que mis palabras fueran eco de eternidad. Por largos días he sido poseído por el ardiente deseo de que llegara esta noche para celebrar la última cena de despedida antes de partir. Hijos míos, me voy. Si no saltamos al precipicio, no nos nacerán alas. En un baño tengo que ser sumergido, y después del baño habrá un prodigio: el dolor se habrá transformado en amor y el amor levantará las murallas del Reino. Me despido, pues; no cenaré con vosotros hasta el día del Gran Banquete del Reino. Pero, antes de marcharme, esta noche quiero constituirme en compañero eterno y amigo inseparable de todos los hombres hasta el fin del mundo.

* * *

La ceremonia había comenzado según el rito acostumbrado en las cenas pascuales. El momento adecuado para el lavatorio de los pies hubiera sido antes de sentarse con los comensales a la mesa. Pero no sucedió así; al contrario, la narración de Juan da a entender que Jesús, interrumpiendo la cena ("durante la cena": 13,2), se levantó y comenzó el lavatorio, lo que daría a entender que allí se produjeron altercados y disputas por ocupar lugares privilegiados; incluso el texto de Juan (13,2-5) induce a sospechar que tal porfía habría sido motivada por la pretensión de Judas de ocupar algún lugar preferente, actitud que habría despertado sentimientos de celo en los demás.

La pretensión de ocupar lugares de preferencia en los banquetes debía ser uno de los litigios más frecuentes en aquellos tiempos. Por los días de evangelización el Maestro había aprovechado cualquier oportunidad para entregar a los discípulos lecciones de gran contenido evangélico: que los últimos serán los primeros, que el señorío debe ser una oportunidad para servir humildemente, que es mejor dar que recibir... Pero viendo Jesús que había arado en el mar, a última hora, antes de despedirse para partir al Padre, quiso echar mano de un gesto dramático, casi teatral, para que jamás se les olvidara la lección más reiterada y hondamente evangélica, la de la humildad, íntimamente emparentada con el amor.

Se levantó, pues, de la mesa, se despojó del manto y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego, echando agua en la jofaina, en una actitud propia de los esclavos, se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con la que estaba ceñido.

Muchos y conmovedores gestos del Maestro habían presenciado los discípulos a lo largo de la aventura apostólica, pero ninguno tan espectacular como éste, ya que quehaceres como éste eran normalmente realizados por los más humildes esclavos. Ante tan insólita actitud del Maestro y viéndolo postrado a sus pies como el último de los siervos de la casa, los discípulos quedaron profundamente conmovidos, cohibidos, casi avergonzados y fuertemente sensibilizados, aceptando pasivamente el inesperado gesto de servicio del Maestro y, sobre todo, la dura lección que de él se desprendía. La escena, aparte de constituir en sí misma un conmovedor acto de humildad por parte del Maestro, implicaba también alguna forma de reprensión para los discípulos.

Una vez terminado el lavatorio, Jesús se cubrió con su manto y regresó a la mesa. La acción había sido suficientemente elocuente por sí misma, pero al ver tan sensibilizados a los discípulos, Jesús decidió aprovechar la oportunidad para remachar a golpes y a fuego lento las enseñanzas más caras a su corazón.

¿Comprendéis —les dijo— el sentido oculto de lo que acabo de realizar con vosotros? ¡Cómo me gustaría iluminar las alturas de vuestro corazón! ¡Desde que comenzamos a caminar juntos, transformando las tierras desoladas en campos fértiles, vosotros siempre me tratasteis de Maestro y Señor; y tenéis razón, porque lo soy, efectivamente. Ahora bien, si a mí, Maestro y Señor, me habéis visto a vuestros pies con una jofaina de agua y una toalla, como el último de los siervos, vosotros comportaos de la misma manera y haced otro tanto unos con otros.

Los señores de la tierra —
continuó— expresan su señorío poniendo sus pies sobre la cabeza de sus súbditos. No sea así entre vosotros; al contrario, el que sea señor aproveche la oportunidad para vivir a los pies de sus empleados, lavándoles los pies y sirviéndoles a la mesa. ¡Bienaventurados los que transforman la realeza en servicio y a sus siervos los convierten en señores por la magia del servicio! En verdad os digo: a éstos les nacerán alas para volar, caminarán entre ruinas levantando ciudades, sus días florecerán como la primavera y sus otoños conocerán una copiosa cosecha dorada.

¿Quién es más encumbrado —preguntó—, el que sirve o el dueño? ¿Quién tiene más categoría, el que envía o el que es enviado? Os he dado ejemplo para que seáis como el humilde arroyo que, en su camino hacia el mar, alegra con sus melodías los campos, o como el almendro en flor, que, ante las acometidas del vendaval, suelta una lluvia de flores. Vuestro corazón se poblará de fuerzas misteriosas y certezas divinas. Caminaréis sobre alfombras de violetas después de abatir las torres orgullosas; en las hondonadas últimas del vacío descansarán los cimientos del Reino y desde allá emergerá la ardiente columna del amor; y a tanta profundidad, tanta altura; a tanta humildad, tanto amor, y a tanto desprendimiento, tanto servicio.

* * *

Jesús no se sentía bien. La atmósfera del Cenáculo estaba cargada de electricidad: algo había en el ambiente que no le permitía a Jesús respirar libremente en aquella noche única: ¿un tumor maligno, una sombra oscura, un misterio de iniquidad? "Jesús se turbó en su interior y declaró: Os aseguro que uno de vosotros me entregará" (Jn 13,21).

Era Judas: misterio infinito, enigma insondable en cuyos abismos la libertad naufragaba una y otra vez entre oscuros instintos, reflejos condicionados y frustraciones insuperables. Judas amaba a Jesús y Jesús amaba a Judas: enigma humano tallado en la tiniebla, tan incomprensible como un árbol crecido sobre las cenizas de los muertos.

Sea como fuere, su presencia en el Cenáculo era como un cortocircuito en la corriente pascual de aquella noche. Las palabras de Jesús revelando la traición tuvieron el efecto de un rayo que cae en medio de un rebaño: sorpresa, incredulidad, espanto. Se miraban unos a otros. ¿Cómo podía ser? En una noche de plenilunio, en medio de la celebración más feliz del año, ¿podrían esconderse puñales afilados disimulados bajo el manto de la amistad? ¡No podía ser! Protestas. Preguntas desafiantes: ¿acaso soy yo? Al final, una vez más, Jesús dio a Judas un signo de predilección especial, alcanzándole un trozo de pan mojado, mientras le decía: "Haz pronto lo que tengas que hacer".

Llegaba la hora de la consumación. Había urgencia. Como un diestro estratega que había hecho converger los caminos y las circunstancias en el punto y la hora señalados por el Padre, el Pobre dio la orden de partida para la gran epopeya de dolor y amor.

La noche devoró a Judas. El Pobre respiró aliviado, igual que cuando la atmósfera queda liberada de su carga eléctrica. Ahora el Maestro puede tomar en sus manos las llaves que abrirán las puertas de los misterios más sagrados desvelados en aquella noche.

Regalo de despedida
Al ausentarse Judas, el Pobre sabía que disponía de muy poco tiempo. No buscaba la muerte. Nunca había salido al encuentro de los sanedritas para desafiarlos: aquí me tenéis, haced de mí lo que queráis. Al contrario, en cuanto le fue posible trataba de ocultarse. Arriesgó una y otra vez su vida, pero no quería la muerte: sólo quería la conversión de Israel. Lo demás lo dejaba abierto a los designios del Padre.

Al desaparecer Judas en las sombras de la traición, el Pobre comenzó a sentir en su cuello las garras de la muerte inminente. En medio de esta desgarradora tensión interior había de instituir el sacramento supremo, con el que instaurará una nueva forma de relación con los creyentes que habrán de continuar su obra en el mundo. El banquete pascual estaba ya muy avanzado, probablemente entre la segunda y tercera copa. Jesús, dejando de lado las prescripciones rituales que todos los israelitas cumplían escrupulosamente, tomó una hogaza de pan en sus manos y, después de pronunciar sobre ella la fórmula de la bendición, lo partió en varios trozos, tantos como eran los comensales, y los fue distribuyendo entre los discípulos, mientras les decía: "Tomad y comed, esto es mi cuerpo, entregado por vosotros. Haced esto en mi recuerdo".

Así como el lavatorio de los pies había resultado un gesto espectacular, el gran sacramento es inaugurado de una manera muy simple: utiliza los elementos más comunes en Palestina como comida y bebida: el pan y el vino; los ofrece como su propia carne y sangre, entregadas por la vida del mundo, y les manda que repitan este gesto, recordándole; y agregándoles que se trata de la nueva alianza, el nuevo pacto entre Dios y los hombres. En los entresijos de tan sorprendente sacramento palpitan, soterradas e implícitas, dos enormes afirmaciones: en primer lugar, la Eucaristía anuncia el sentido de su muerte: cuerpo entregado y sangre derramada —muerte violenta, pues, y solidaria— en favor de los hombres; y, en segundo lugar preanuncia su vida resucitada hasta el fin.

Enseguida, al ofrecer la tercera copa ritual, el Maestro tomó el cáliz rebosante del zumo de la vid y, después de la bendición y la acción de gracias, lo pasó a cada uno de los comensales para que cada uno lo gustara, mientras les decía: "Bebed todos de él. Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, derramada por muchos. Haced esto cuantas veces lo bebáis en recuerdo mío".

* * *

Jesús tiene conciencia de que acaba de instaurar, así, tan sencillamente, y de poner en acción el instrumento más eficaz de la gracia, el misterio más hondo y fecundo de la nueva humanidad: la Eucaristía. Sumergido en las últimas latitudes de sus mundos, fue desgranando, como si hablara consigo mismo, pensamientos y ensueños largamente rumiados en su espíritu.

Las espigas que fueron desgranadas para amasar este pan —les dijo— estaban dispersas por los campos y las colinas y se fundieron para formar esta masa. Los rojos granos de muchos racimos se hermanaron en esta copa de vino. Pero tanto los granos de trigo como los de la vid se dejaron triturar para dejar de ser trigo y uva y convertirse en alimento y bebida.

Sólo a través de la muerte —
continuó— se alcanza la vida. El hombre se hace disponible al aceptar no disponer de sí mismo, porque todo ser humano viene marcado por un terrible instinto de autoposesión. Toda existencia humana tiende a replegarse sobre sí misma en un inquietante círculo de egoísmo. Hay que desposeerse, pues, para darse. No puedo darme a comer a la Humanidad si no me dejo triturar como un grano de trigo. Por eso, el Misterio que os acabo de regalar os recordará, anunciará y repetirá por los siglos de los siglos mi propia muerte por amor, ya que ahora mismo comienzo a descender los peldaños de la muerte. Así pues, este Regalo y mi Muerte estarán indisolublemente unidos en vuestra memoria hasta el tiempo final.

En esta noche —
continuó Jesús— nuestros padres se reunieron para comer apuradamente el cordero, porque estaban pendientes del paso del Señor. Y el Señor, efectivamente, pasó, y transformó la esclavitud en libertad y la angustia en gozo. Una vez que el Eterno liberó a nuestros padres de las cadenas de Egipto, los condujo al monte Sinaí, y allí hizo un pacto con ellos. Este pacto fue sellado con la sangre del cordero, y Moisés roció al pueblo con la misma sangre del sacrificio. Pero esa era ya pasó. Yo ahora, nuevo Cordero, vierto mi sangre, que mañana será derramada, en este cáliz; y ella será el signo de la nueva alianza que Dios sellará esta misma noche. Acordaos de mí y de mi Muerte siempre que os reunáis para compartir el pan y el vino. Y yo, en persona, estaré verdaderamente presente en ese pan y ese vino.

Asimismo, en esta noche —continuó el Maestro como ensimismado en sus pensamientos— por mi presencia en el pan y el vino quiero constituirme como compañero inseparable de toda soledad humana hasta el fin de los tiempos. Entraré en las frágiles cabañas habitadas por el dolor, velaré el sueño de los huérfanos y me sentaré a su sombra con entrañas de madre; infundiré un soplo fresco de alegría en el corazón de las viudas que lloran a sus hijos muertos. Para los heridos al borde del camino seré un delicado hálito de brisa, y un firme báculo para los encorvados por el peso de la edad. En fin, seré una isla en el océano de la soledad y un oasis en el desierto de la Humanidad. Desde esta noche nadie tendrá derecho a lamentarse de su soledad o su orfandad. Soy para todos presencia resucitada en el pan y el vino.

Y, por lo demás —
concluyó—, ésta es la última de las cenas que hemos celebrado a lo largo de nuestra aventura apostólica y la primera de todas las cenas que, en mi ausencia y mi memoria, se habrán de celebrar hasta el fin del mundo, como signo de unidad y vínculo de fraternidad: quienes coman de un mismo pan deberán tener un solo corazón; quienes se sienten a la misma mesa deberán constituir una misma familia.

* * *

La institución de la Eucaristía, ¿les dijo algo a los discípulos? ¿Tuvieron, al menos, una vaga conciencia de lo que eso significaba? Cabe suponer que no se levantó en sus corazones ni la más pequeña ola de emoción o admiración y que reaccionaron como quien presencia una escena extraña, pero no mayormente significativa. Por lo demás, así sucedió con muchos acontecimientos trascendentales de la historia.

Dos décadas después, sin embargo, Pablo, escribiendo a los cristianos de Corinto, se refiere a la Eucaristía como un rito estable, en el que los creyentes que participaban en él comían verdaderamente la carne del Señor y bebían su sangre.

La Eucaristía, la cena del Señor, se sigue celebrando hoy, bajo diversas formas, en todas las comunidades cristianas. La asamblea de los creyentes se reúne en torno a una comida comunitaria, reducida a los más simples elementos: el pan y el vino: "El Señor Jesús, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan..." La Asamblea, la Iglesia, recuerda, reitera y hace presente lo que aquella noche su Fundador hizo y dijo, la misma noche en que cayó en manos de sus perseguidores y sufrió una muerte violenta. Durante casi dos mil años no ha habido día en que no se haya celebrado este memorial, transmitido de generación en generación en una cadena ininterrumpida a lo largo de los siglos