El pobre de Nazaret Cap. 8-3

 En las manos enemigas

El rumor de pasos y el rodar de piedras anunciaba la proximidad de tropas de asalto. La mayoría de ellos eran servidores y guardias del templo (Lc 22,52), además de una cohorte romana capitaneada por un tribuno (Jn 18,12), aunque es de suponer que no se trataba de una cohorte completa, que estaba compuesta por 600 hombres, sino de un contingente reducido.

Es razonable conjeturar que Judas se habría presentado ante las autoridades del Sanedrín para ofrecer sus servicios, estableciendo una contraseña inequívoca para identificar al Nazareno: un beso. Las autoridades habrían convocado a los guardias del templo, previniéndoles que estuvieran listos para entrar en acción en cualquier momento para una delicada operación. Habrían hablado con el Procurador romano sobre el hombre de Nazaret, presentándolo como un elemento altamente peligroso, por lo que no habría resultado difícil contar con una escolta militar.

* * *

Esa noche había brotado y crecido súbitamente en el huerto del Pobre un árbol enhiesto, de altísima copa: el árbol de la libertad, a cuya sombra se cobijarán todos los impulsos y reacciones que habrán de aflorar en el subsuelo del Pobre en las pocas horas de vida que le restan. Al poner su vida en las manos del Padre había entregado, como una ofrenda universal, todas las propiedades y apropiaciones; como consecuencia, naufragaron en el fondo de la nada todos los bienes constitutivos de su vida: deseos, designios, propósitos, ilusiones..., todo se redujo a cenizas en un inmenso holocausto.

Ahora bien, ¿en qué queda convertido aquel que voluntariamente se desprende de todo? Se convierte en la nada. A partir de este momento, el Pobre "era" la nada, Y a aquel que nada tiene y nada quiere tener, ¿qué le puede turbar? Siendo el miedo una descarga de energías defensivo-ofensivas desencadenadas para el resguardo de las apropiaciones, en esta noche el miedo desapareció, como una estrella enloquecida, del horizonte de Jesús. El cielo permaneció sereno y calmó el mar.

Nunca el Pobre de Nazaret alcanzó estatura tan alta como a partir de este momento, porque nunca fue tan soberanamente libre como ahora; y esto, a su vez, porque nunca estuvo tan radicalmente despojado, vaciado, tan hecho verdaderamente la nada como ahora. Utilizando un recurso literario podríamos decir que la travesía de las turbulentas corrientes de la Pasión la realizó el Siervo dormido en los brazos de su Padre, símbolo de la paz eterna: hay en el rostro del Pobre, a lo largo de toda la Pasión, una extraña majestad que sólo le puede venir del otro lado, una serenidad tan inalterable que sólo puede haber nacido en el vacío absoluto.

La nada le salvará del cautiverio y las cadenas. El alba despertará en sus honduras, desnuda y serena. Es inútil, ya no habrá lugar para el pavor y el tedio. Su vida ya está perdida (y ganada): miedo, ¿a qué? Enfrentará las ventoleras de la adversidad con la cabeza ceñida de laurel; las raíces de su árbol se alimentarán en el seno del vacío y sus temores se desvanecerán definitivamente en el fragor de las marejadas.

Éste es el estado de ánimo con que el Pobre (más pobre ahora que nunca) enfrentará las vicisitudes de su Pasión hasta morir.

* * *

Al sentir, pues, la cercanía de los piquetes de asalto, Jesús, dejando a un lado a sus somnolientos predilectos, se dirigió hacia la entrada del huerto, donde se habían quedado los demás discípulos, que, naturalmente, también estaban dormidos.

¡Qué transformación se había operado en el semblante de Jesús! Aquel que hacía apenas una hora yacía en el suelo como una caña rota, aparecía ahora enhiesto y firme como un álamo, invencible como un huracán desatado. ¡Milagros del abandono!

Alternando entre el humor y la ironía, les dijo:
Terminó la vigilia; ahora ya no queda nada por hacer; podéis dormir y descansar, si lo deseáis; llegó la hora, la hora de entregarse. De nada sirve enfrentarse con los vientos que soplan desde los cuatro ángulos de la tierra. La noche ya va avanzando hacia la alborada roja. Suena la voz de un viejo laúd, la voz de quien me habrá de entregar se aproxima.

Salió, pues, él solo al encuentro de la tropa, compuesta por alguaciles del templo y soldados romanos, todos armados hasta los dientes, y los enfrentó con la serenidad de un atardecer:
— ¿A quién buscáis? 
 —A Jesús, el nazareno.
—Yo soy.
"Cuando les dijo: yo soy, retrocediendo, cayeron en el suelo
" (Jn 18,6). No quiere decir que literalmente todos cayeran por tierra, sino algo distinto: la seguridad y presencia de ánimo que reflejaba el rostro de Jesús debieron ser tales que quienes lo buscaban no se atrevieron a dar un paso adelante. ¿Qué tenía este hombre? El pavor de la agonía se había trocado en esa misteriosa majestad que no lo abandonaría hasta el final y que ahora había paralizado por completo a todo un piquete armado. ¿Qué tenía este hombre?

El Pobre tomó la iniciativa y de nuevo les preguntó:
—¿A quién buscáis?
—A Jesús, el nazareno.

Ya os he dicho que soy yo. Y hay algo que me llama la atención —agregó Jesús—: a la luz de la luna puedo ver cómo brillan vuestros puñales y vuestras espadas, y vuestras armas y vuestros garrotes en alto a la luz de las antorchas. ¡Todo esto es muy divertido! Diariamente estaba en medio de vosotros, enseñándoos en el templo, y nadie se atrevió ni tan siquiera a rozarme con la punta de un dedo. ¡Y ahora sí os atrevéis! ¿Sabéis por qué suceden estas contradicciones? Porque mi Padre así lo ha determinado y porque está consignado en las Escrituras que el mundo se salvaría no enfrentándoos militarmente y derrotándoos a vosotros, sino poniéndome en vuestras manos como un indefenso cordero. Así es que si me estáis buscando, aquí me tenéis, aquí no hay resistencia, haced de mí lo que queráis. Pero, por favor, prestadme atención: a estos mis amigos no los toquéis (Jn 18,3; Lc 22,52).

* * *

Y se lo llevaron. Se escuchaba a lo lejos el fragor del tropel avanzando apresuradamente, mientras las piedras del camino rodaban con estrépito a su paso. Todo se fue desvaneciendo poco a poco en la lejanía y el silencio envolvió al monte Olívete cuando el piquete de guardias y soldados que arrastraban a Jesús se introdujo en la ciudad.

Un terrible desconcierto, como una negra noche, se abatió de pronto sobre el alma de los discípulos. Todo había sido tan repentino como cuando un maremoto invade una aldea dormida. Ahora que el Maestro había sido apresado y arrastrado como un vulgar delincuente, sólo ahora tomaban cabal conciencia de tantas cosas.

Muchas veces les había hablado el Maestro de negros augurios y de que para llegar a la gloria tendrían que pasar por las olas de la muerte y enfrentar las marejadas del sufrimiento. Pero nunca lo entendieron, o no quisieron entenderlo, o simplemente les parecía un despropósito sin sentido. Y he aquí que ahora, en un abrir y cerrar de ojos, todo era una realidad, todos los presagios se habían cumplido.

Al sentir que se esfumaba en la lejanía el estrépito de la macabra comitiva, el terror invadió a los discípulos, que de pronto se sintieron envueltos en la soledad y el vacío. Se olvidaron de los tronos de oro y de la gloria mesiánica, y sólo pensaron en los relámpagos de odio que caerían sobre su amado Maestro y en las nubes amenazadoras que podrían descargar sobre ellos mismos fuego y granizo; y, como en una estampida descontrolada, se dieron a la fuga, desde el primero hasta el último, abandonándolo todo, corriendo cada uno por su lado por los escarpados senderos y las llanuras de horizontes sin destino. Inútil soñar. La alondra vuela cantando, pero el águila vuela sobre la alondra.

El Pobre se dejó llevar entre empellones e insultos, pero no era un cautivo. Era un auriga conduciendo el cortejo de la libertad hacia el vértice de la victoria. Una dulzura, irreductible como el metal, vestía de firmeza sus colinas y valles. ¿Quién sería capaz de doblegarla? Era como un manso cordero que, arrastrado al matadero, no abre la boca para lamentarse. Había extendido sus manos, repletas de dones, y no había encontrado quien los acogiera; pero ahora los iba derramando generosamente por el camino. Sólo faltaba una canción de cuna: apoyada su cabeza en el regazo de la voluntad del Padre, caminaba dócil, libre, con absoluto dominio de sí mismo y apretando firmemente en sus manos las riendas de sus emociones y reacciones. Aunque lo ultrajaran, era un ser invencible.

Ante el tribunal de la nación
Serían como las dos de la madrugada del viernes. Para no despertar sospechas en la oscuridad nocturna, la comitiva de guardias del templo había rodeado las murallas de la ciudad, mientras los soldados romanos mantenían en alto sus espadas desenvainadas y las antorchas encendidas. Subiendo por el flanco oriental de la ciudad, entraron en ella por la Puerta de los Esenios, muy cerca del palacio del Sumo Sacerdote y no muy lejos del Cenáculo. Una vez llegados allí, el grupo se disolvió: el preso y los guardias del templo se quedaron en el palacio sacerdotal, mientras la cohorte de legionarios romanos se dirigía al cuartel general de la torre Antonia.

El proceso debía llevarlo a cabo el Gran Consejo del Sanedrín, presidido por el Sumo Sacerdote de turno, que este año era Caifás. Pero, por deferencia, presentaron primero el preso ante Anás o Ananías, jefe de un poderoso linaje sacerdotal, la personalidad con mayor poder entre los judíos en los días de Jesús. Había sido Sumo Sacerdote durante nueve años, y tanto era su poder, que, después de él, cinco de sus hijos ejercieron el mismo cargo, y el actual, Caifás, era su yerno. Todo esto explica la deferencia que el Sanedrín tuvo con Anás, que, si no poseía poder legal, su opinión pesaba mucho en aquel simulacro de juicio.

El Pobre de Nazaret, amarrado con cordeles, pero revestido de una sorprendente dignidad, fue presentado ante el viejo oligarca.
—Jesús de Nazaret —le amonestó Anás—. Tu nombre ha recorrido el territorio de Israel y nuestros archivos están llenos de referencias, y no precisamente luminosas, sobre tus actuaciones. En el nombre santo del Dios de Israel, y a título de tantos antecedentes como obran en nuestro poder, el Gran Consejo ha decretado que seas detenido y que comparezcas ante el tribunal nacional de Israel. A pesar de no estar yo constituido en este momento como juez de Israel, quiero imprimir una pequeña orientación a este proceso. Dinos, pues, algunas palabras sobre tu doctrina y tus discípulos.

El Pobre de Nazaret levantó sus ojos, bañados de una seguridad tan intensa, nimbado su rostro de una paz tan profunda que hubiera desconcertado a cualquier juez, salvo al viejo y astuto Anás.
 —He sembrado el Reino —contestó Jesús—, podado las viñas y arado los campos en la temprana aurora y en pleno mediodía; y en alas del viento mis palabras se esparcieron por los montes de Israel. Nunca he actuado clandestinamente, no he fundado cofradías secretas ni he predicado sabidurías arcanas. Abrí mi boca a la luz del sol en las sinagogas y en el atrio exterior del templo, donde se dan cita todos los hijos de Israel, en cuyos ojos puse visiones llenas de luz, capaces de transformar el aliento en hogueras. He tocado el tambor a la puerta de las humildes cabañas, y mis palabras danzan de boca en boca. Y, por cierto, todo esto es bien conocido por ti. ¿A qué viene, pues, ahora tu pregunta?

No obstante su redomada astucia, el viejo Anás quedó desconcertado ante la sensatez de la respuesta de Jesús, sin saber qué nueva pregunta formular. Al ver a su amo en apuros, el más servil de sus subalternos quiso desplegar una cortina de humo para distraer la atención de los asistentes; y con ese propósito no se le ocurrió mejor estratagema que aproximarse al pobre cautivo y propinarle una sonora bofetada, diciéndole:
— ¿Así te atreves a contestar a tan alta autoridad de Israel?
¿Quién sería capaz de permanecer indiferente ante una ofensa tan gratuita? Y más teniendo en cuenta que abofetear públicamente a un hombre, y con mayor razón si no había mediado provocación alguna, constituye una ofensa particularmente grave.

Es difícil que en un caso como éste el ofendido pueda permanecer impávido. Dirigiendo su mirada al insolente, Jesús reaccionó con una increíble serenidad: "Si he dicho alguna palabra incorrecta, da prueba de ello; pero si no he dicho nada inconveniente, ¿por qué me pegas?" El corazón de quien reacciona de esta manera está muerto como el viejo tronco de un roble abatido por el rayo muchos lustros atrás. ¿Qué mella pueden hacer en él los golpes del hacha? Es inútil: en el vacío absoluto no pueden levantarse vientos ni olas.

—Armaste un escándalo de proporciones en la explanada del templo días atrás —arguyó Anás—. ¿Se puede saber con qué autoridad haces estas cosas?
—El Eterno —
respondió Jesús— ya está harto de tanto mugido de bueyes y de tantos olores agrios de sacrificios. Vosotros habéis levantado sus altares sobre estiércol de vacas, y el honor de Dios anda por los suelos, entre las pezuñas de los terneros. ¿Se puede saber con qué autoridad hacéis vosotros estas cosas? El tribunal de la Humanidad tiene su asiento en el silencioso corazón del hombre y en la pupila de los ojos de Dios, y no en los estrados que vosotros habéis levantado sobre palabras vacías y teorías vanas. El hombre desciende de los reyes o de los esclavos que vivieron a lo largo del tiempo; por eso hay hombres que nacen soberanos y otros que nacen siervos. ¿Se puede saber cuál es la alcurnia de quienes ahora se sientan en la cátedra de Moisés?

* * *

No queriendo inmiscuirse a fondo en los vericuetos del proceso de Jesús, y acaso un tanto atemorizado por la misteriosa potencia del reo, el viejo Anás lo remitió a su yerno Caifás, sumo Sacerdote aquel año y a quien correspondía presidir el proceso del Sanedrín.

Entretanto, ya se habían dado cita en el palacio de Caifás varios miembros del Gran Consejo, tantos como para poder someter a Jesús a una acusación legal. Una vez constituido el tribunal y abierta la sesión, los sanedritas convocaron a varios testigos para que depusieran en contra del acusado. Al parecer, todo adolecía de una cierta precipitación. Por de pronto, ya era anómalo que el tribunal funcionara en horas de la noche. Por otro lado, es perceptible que la parodia no había sido esmeradamente fraguada, porque los testigos se contradijeron unos a otros, bien porque el expediente del soborno había sido llevado a cabo de una manera apresurada o imprecisa o porque, a la distancia del tiempo, los testigos confundían los detalles o los contextos.

Es fácil imaginar la escena: Caifás y los ancianos, con cara de circunstancias, contrariados, casi puestos en evidencia por las contradicciones de los testigos, nerviosos y temerosos de que los resultados del proceso escaparan a su control; por otro lado, el reo, erguido como una estatua hecha de majestad, con la apostura de un rey y con sus ojos fijos en el suelo...

En un momento dado se hicieron presentes ante el tribunal dos nuevos testigos que, al parecer, se habían puesto previamente de acuerdo; y dos testigos concordes en una acusación podían inclinar la balanza del proceso. Testificaron que Jesús había dicho: "Puedo demoler el  santuario de Dios, y reedificarlo en tres días". No obstante, tampoco ese testimonio resultó concorde en sus detalles cuando los testigos fueron sometidos a interrogatorio.

Como es sabido, esas palabras tienen otro sentido y otro contexto más allá del templo de piedra y mármol levantado años atrás por Herodes el Grande.
Caifás, que presidía aquel triste simulacro de juicio, al ver que tampoco este testimonio era suficiente para inclinar la balanza y que peligraba el resultado mismo de todo el proceso, actuó nerviosamente, irrumpiendo con impetuosidad como ya lo hiciera en otra ocasión, poniéndose en pie y vociferando autoritariamente: "¿No respondes nada a lo que éstos testifican de ti?" Calculaba Caifás que Jesús, frente a esta desafiante apelación, formularía alguna declaración que lo implicaría en el desarrollo del proceso, harto enmarañado hasta entonces.

El Pobre sabía varias cosas: sabía que aquel proceso no era más que una farsa y que a nadie le interesaba la verdad, ¿para qué hablar?; sabía que había entregado su vida como precio de rescate y prenda de amor, y que el Padre la había aceptado. Estaba tranquilo, el drama de la agonía pertenecía al pasado; se sentía casi feliz, nada le perturbaba. Así pues, ante la acusación del Sumo Sacerdote, ni siquiera se le movió un músculo; permaneció en pie, inmutable, como una estatua de mármol.

Muchas cosas sucedieron durante este silencio: la paz de la primera alborada recorría como una suave brisa las llanuras del Pobre de Dios. Sus caminos se abrían hacia la soledad elevada y la rebelde profecía. Resonaban en sus oídos el inagotable rumor de mares lejanos y de músicas silenciosas dormidas en las azules ensoñaciones. Caifás, en cambio, era una montaña altiva con hendiduras abiertas por los relámpagos de la ira. Espíritus malignos habían soplado sobre sus brasas, y su rostro estaba envuelto en las sombras. Era un pozo de obstinación y orgullo reprimido. No pudo más. Irguiéndose como una estatua de solemnidad, increpó al reo: "Te conjuro por el Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios" (Mt 26,63).

En cuanto a los términos de la interrogación (el Cristo, el Hijo de Dios), Jesús hubiera podido afirmar lo primero y negar lo segundo, o viceversa; como también afirmar o negar ambos títulos. Probablemente Caifás utilizó también ambos términos como sinónimos; pero muy pronto los miembros del Sanedrín, y el mismo Caifás, demostraron saber distinguir ambos conceptos con precisión y rigor técnico, atribuyendo a la expresión Hijo de Dios un contenido esencialmente distinto y mucho más elevado que al término Mesías.

Sin duda, se trataba del momento más solemne de la vida del Maestro, ya que de la respuesta que diera dependía el significado profundo de su misión y la revelación de su misma identidad personal. El que preguntaba, por otra parte, era la máxima autoridad religiosa de Israel. A pesar de que Jesús había ocultado tenazmente su carácter mesiánico, había llegado el momento solemne de confesar ante Israel entero, representado por el Gran Consejo, su talante mesiánico, aunque ello implicara los más graves riesgos para su vida.

Los ojos de "los ancianos del pueblo, los Sumos Sacerdotes y los escribas" eran espadas clavadas en el rostro de Jesús; todos parecían estatuas, y las expectativas también eran de piedra. Tenemos la impresión de que el Pobre se resistiera a satisfacer sin más la malsana curiosidad de aquella congregación de iniquidad, compuesta en su mayor parte por enemigos suyos, cuya única obsesión era acabar cuanto antes con el Maestro. No les echó, pues, tan pronto el bocado apetecido, sino que les dio una respuesta más bien evasiva:
"Si os digo, no me creeréis; si os pregunto, no me responderéis".

 Los cuatro vientos del cielo agitaron el mar grande, y cuatro bestias enormes, todas diferentes entre sí, salieron del mar. Y de pronto emergió de la tierra un altísimo trono sobre el que se sentó un anciano cuya vestidura era blanca como la nieve, y su cabello puro como la lana. Y el trono estaba confeccionado de altas llamas de fuego, y se movía sobre ruedas de ardiente fuego, y un río, también de fuego, brotaba y corría de él. Sobre las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre, y a él se le dio el imperio, el honor y el reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron, y su imperio es un imperio eterno que nunca pasará (Lc 22,68; Dan 7,9-14).

En estas palabras de Daniel, que aludían al Mesías, apoyó Jesús su respuesta sintética, con la que se declaraba implícitamente a sí mismo como el Mesías. Esta confesión, más bien difusa, los dejó insatisfechos a los miembros del Gran Consejo. Ellos esperaban una afirmación explosiva, no tanto de la primera parte de la interrogación (carácter mesiánico) como de la segunda (filiación divina). Impacientes y nerviosos por no haber obtenido una respuesta que justificara una sentencia y la condena a la pena capital, levantándose "todos" de sus asientos (Lc 22,70), lo acosaron obstinadamente con una sola pregunta: "Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?" (Lc 22,71). Ya no les importaba tanto que se confesara Mesías (esto les serviría para el juicio ante el tribunal romano), sino que se declarara Hijo de Dios y, por cierto, en su real alcance ontológico.

Y el Pobre de Nazaret, dirigiéndose al Sumo Sacerdote, que ostentaba oficialmente la representación de todo Israel, afirmó con gran naturalidad: "Tú lo has dicho", que era como decir: lo soy, tal como tú lo dices. Todas las serpientes, la hipocresía, la satisfacción y una aparente indignación se anudaron a la garganta del gran sanedrita, que gritó, horrorizado, mientras desgarraba teatralmente su túnica: "¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Todos vosotros habéis escuchado la blasfemia. ¿Qué os parece?" (Lc 22,65). Y como una horda diabólica parida por el vientre del infierno, la congregación entera respondió al unísono: "¡Reo es de muerte!".

Desde el punto de vista del Sanedrín, Caifás había demostrado ser un formidable fiscal, logrando plenamente su objetivo al hacer "blasfemar" a Jesús delante del Gran Consejo, implicándolo así en su propia condena. El Sumo Sacerdote, con su estrategia, había satisfecho todas las expectativas: la confesión pública de Jesús como el Mesías de Israel, magnífica causa de inculpación para  el tribunal romano, y la "blasfemia" de declararse "Hijo de Dios", motivo decisivo para la sentencia de muerte por parte del Sanedrín.

* * *

Así pues, por lo que competía al Sanedrín, la misión estaba cumplida. Pero el Gran Consejo no tenía el ius gladii, o la jurisdicción para ejecutar la sentencia, atribución exclusiva del poder civil, el tribunal romano. Tendrían, pues, que esperar a que amaneciera y se pudiera constituir dicho tribunal. Pero ¿qué hacer con el Nazareno hasta que pudiera ser presentado al tribunal romano? Tanto Mateo como Lucas nos informan que Jesús fue entregado a los guardias y servidores del palacio del Sumo Sacerdote para que lo custodiaran, y que durante aquellas horas sometieron al Pobre de Nazaret a toda clase de vejámenes, de tal manera que esas horas se convertirían en la horrible noche de la Pasión.

Todo condenado a muerte por el Sanedrín perdía su categoría de persona humana; y, por consiguiente, automáticamente quedaba desposeído de todos los derechos humanos. Despojado de todo derecho, el condenado podía ser sometido a toda clase de atropellos, sin que nadie pudiera ser acusado por injuria ante un tribunal, porque la injuria es la lesión de un derecho, y el condenado ya no era sujeto de derechos, sino un mero objeto. Estos principios no estaban sancionados por la ley, sino que eran objeto de jurisprudencia, es decir, de costumbre e interpretación de la ley. Todos los ultrajes cometidos contra Jesús en aquella noche eran, pues, legales; y aun en la hipótesis de que hubiera muerto a manos de sus torturadores, éstos no podrían ser acusados ante los tribunales.

Seguramente lo encerraron en algún sótano del palacio sacerdotal, y allí fue sometido a una verdadera sesión de torturas. Fastidiados como estaban los guardianes de Jesús por la mala noche pasada a causa de este hombre, debieron descargar sobre él todo su mal humor y sus instintos agresivos. Por añadidura, el Sanedrín venía acumulando desde tiempo atrás rencor sobre brasas contra el sacrílego galileo, y ésta era una excelente oportunidad para descargar sobre él, por medio de sus esbirros, el veneno acumulado.

Mateo (26,67-69) y Lucas (22,63-65) nos han transmitido algunos pormenores de aquella noche de horror: uno lo abofeteaba, otro lo escupía y de todas partes le llovían insultos, injurias y maldiciones. Le vendaban los ojos, dándole puñetazos y desafiándole a adivinar quién había sido el agresor. "Y los criados lo recibieron a varazos" (Mc 14,65). ¡Y cuántas afrentas y escarnios de los que ni siquiera los evangelistas habrían tenido noticia!

Y en medio de esta tempestad, ¿qué hacía el Pobre? Dormía. Dormía en el regazo del Padre. Su rostro estaba envuelto en el velo de un augusto misterio. Todo él era majestad, dulzura, silencio. Lo miramos y no parecía hombre; no tenía apariencia ni presencia, varón de dolores y sabedor de dolencias. Ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Por sus llagas hemos sido curados. Sobre la inmensidad de la llanura extendida al sol, su alma descansaba, redimía. Benditos los golpes y las llagas que abrieron surcos de redención y arroyos de consolación.

Proceso civil
Las cosas iban bien para los Sumos Sacerdotes, pero no las tenían todas consigo. Si el Procurador romano no ratificaba la sentencia del Sanedrín, todo el complot que habían tramado se les vendría abajo. Necesitaban obtener el visto bueno del Magistrado romano, lo que era posible conseguir solicitando al Procurador que ratificara, como una gracia, la sentencia dictada por el Sanedrín o iniciando un nuevo proceso ante el tribunal romano. Pero era obvio que el Magistrado romano nunca se prestaría a confirmar una sentencia a pena capital por razones meramente religiosas. Era, pues, necesario incoar un nuevo proceso. Y henos aquí de nuevo al principio de la parodia, con el Sanedrín en pleno nuevamente en ascuas.

Lógicamente, para la autoridad romana las razones religiosas eran irrelevantes. Sólo eran válidas las inculpaciones que tuvieran que ver con la delincuencia común o política. Con una solemnidad inusual, el Sanedrín en pleno se trasladó al pretorio, llevando consigo al inculpado.
El pretorio era un lugar cualquiera en el que se constituía el tribunal y se instalaba la silla curul. El tribunal era un estrado elevado, amplio y semicircular, en cuyo centro se colocaba la silla curul, en la que se sentaba el Magistrado para juzgar y dictar sentencia. Se supone que, para el proceso de Jesús, el pretorio de Pilatos se instaló en la fortaleza Antonia, en cuyo interior había un amplio patio rodeado de pórticos.

Llegaron los integrantes del Sanedrín al pretorio y se detuvieron ante sus puertas. No podían ir más allá, porque ese lugar era para ellos una morada impura, como residencia que era de un pagano.
Pilatos, informado de que afuera le esperaba el Sanedrín en pleno rodeado de una compacta muchedumbre, salió a su encuentro, y abarcando a todos con su mirada, fijó sus ojos en Jesús, a quien habían colocado en primera fila y que tenía la apariencia de ser el acusado.

 El Pobre de Nazaret ofrecía, efectivamente, un aspecto lamentable: había pasado por estados de ánimo altamente emocionales en el Cenáculo, en el huerto de Getsemaní y, algunas horas antes, en la sesión de tortura, sin dormir, sin alimentarse, maniatado y amarrado con cordeles..., en suma, era un pobre hombre. Pilatos, que nunca se distinguió por un carácter armonioso, al contemplar el aspecto calamitoso de Jesús entró en sospechas de que, una vez más, los sanedritas se proponían enredarlo con sus ridículas cuestiones religiosas, y entró en escena con un tono agresivo e irónico:
—¡Ventura y salud, señores del Sanedrín! —comenzó diciendo Pilatos—. ¿Qué sucede ahora? ¿Este hombre que traéis aquí, éste es el acusado? La verdad, no parece un delincuente, sino más bien un hombre inofensivo. Apuesto a que nunca ha matado una mosca. Pero, veamos, ¿qué acusación traéis contra ese pobre hombre?

No era la primera vez que se enfrentaban, con las espadas en alto, el Sanedrín y el Procurador; y las relaciones nunca habían sido demasiado cordiales entre ambas autoridades. Pero en el caso presente la lamentable figura del acusado le hizo recordar a Pilatos antiguos litigios por motivos ridículos; y esta vez, francamente, no se dejaría envolver en sus engañosas redes.
— ¿Por quiénes nos tomas? —replicaron ellos, enojados—. ¿Piensas que somos niños que se divierten jugando al escondite o levantando castillos de arena en el desierto? Si este hombre no fuera un malhechor, no hubiéramos venido a entregártelo.

Firmemente, convencido Pilatos de que, una vez más, sólo se trataba de las quisquillosas rencillas y los mezquinos juegos de palabras en las que un magistrado romano nada tenía que hacer, intentó desembarazarse rápidamente de semejante responsabilidad, que conllevaba ardides y añagazas bien conocidas por él.

—Llevároslo vosotros —les dijo Pilatos— y juzgarlo de acuerdo con vuestra Ley.
—Nosotros —
replicaron los sanedritas— podemos poner en cadenas a un delincuente, excomulgarlo, incluso castigarlo con cuarenta azotes menos uno. Para eso no te hubiéramos molestado trayéndote aquí al acusado. De acuerdo con los convenios establecidos entre Roma e Israel desde los días de Pompeyo el Magno, a nosotros no nos es lícito matar a nadie, no disponemos del ius gladii. Por el contexto de la respuesta de los sanedritas, el Procurador pudo darse cuenta de que, en la intención de los acusadores, aquel hombre estaba destinado a morir.

Se trataba, pues, de un nuevo proceso, ahora ante la autoridad romana. Para llevarlo a cabo se necesitaban acusaciones concretas y testigos; pero al Procurador romano lo dejaban insensible los litigios de carácter religioso. Los sanedritas lo sabían, y por eso adujeron cargos capaces de impactar verdaderamente a Pilatos, representante del Imperio en Israel.

—Señor Procurador —insistieron los sanedritas—, se trata de la seguridad del Imperio. Recuerda lo que hizo Quintilio Varo en Séforis con los insurrectos de Galilea. ¡Todos fueron crucificados! Un nuevo Judas el Galileo ha aparecido entre nosotros, de la misma región, de la misma calaña: insurrecto, rebelde, enemigo de Roma. ¡Aquí lo tienes! Ha prohibido dar tributos al César, se autoproclama Mesías, que vale tanto como decir caudillo de Israel. Muchas veces lo hemos sorprendido perturbando a nuestra nación...

Bien sabía Pilatos que nada les importaba a los sanedritas la seguridad de Roma. Pero, aún así, se trataba de un asunto delicado: malos tiempos corrían y por todas partes soplaban vientos peligrosos. Sejano, protector de Pilatos, acababa de caer en desgracia, y había sido ejecutado; con su caída, Pilatos había quedado indefenso y sin un valido en la corte imperial. Sería fatal para él que, precisamente en esta coyuntura, se le acusara en Roma de negligencia en el cumplimiento de su deber de sofocar cualquier brote insurreccional.

Se hizo, pues, Pilatos cargo del acusado, lo introdujo en el pretorio, y abrió el diálogo, diciéndole:
—Me han notificado que te declaras Rey de Israel. Vosotros, los judíos, os parecéis a los sofistas griegos; os encanta dar a las palabras sentidos figurados, contenidos evasivos, significados esotéricos y misteriosos; os movéis en el mundo de los espíritus, y habláis como si tal cosa del Reino de los cielos y cosas por el estilo. A nosotros, los romanos, sólo nos interesan las cosas sólidas, como la estructura del Estado apoyada en ejércitos bien adiestrados, y todo eso asegurado por la autoridad de un Emperador. ¿En ese sentido tú te declaras Rey?

—Veo que estás bien informado —contestó Jesús—. ¿Será que los informes proceden de tu interior, de una nueva y oculta facultad mental, o te los han traído ciertos cientos insidiosos?
 — ¿Qué estás diciendo? —replicó, enojado, Pilatos—. ¿Acaso soy yo un judío? Los altos dirigentes de tu propia nación te han capturado como a un inexperto conejo y te han traído a mi presencia. ¿Qué hiciste para no escabullirte de sus manos y huir monte arriba?

—Dices que te fastidia que demos a las palabras sentidos espirituales —r
espondió Jesús—. Aún así, te digo que si yo fuera rey como lo fue Herodes el Grande, no habría caído en manos de quienes me han entregado a ti; ejércitos bien pertrechados habrían levantado en torno a mí un cerco insuperable de espinos y zarzas para que no me rozaran las manos asesinas. Pero ¿qué hacer? Yo no soy rey en ese sentido. Soy rey de un reino que comienza más allá de los horizontes, allí justamente donde desaparecen las fronteras de lo visible.

—Ya veo que no eres un simple charlatán 
—observó Pilatos—, como me lo habían informado, capaz de cazar bobos con sutiles artimañas. Más aún, comienzo a avizorar otros mundos detrás de tu viejo mundo. Pero ahora estás ante un magistrado romano. Dime, pues, ¿entonces, tú eres rey?

—Soy verdaderamente rey, tal como tú lo dices. Para eso he nacido: para transformar las brisas en tormentas; para arrancar armonías de los violines fatigados; para despertar mundos desconocidos que, envueltos en la niebla, moran en las profundidades del espíritu. Quienes despierten correrán como gacelas en pos de la felicidad del asombro y danzarán sobre las piedras a la orilla de los arroyos. Y por si este lenguaje te resulta extraño, te diré, Magistrado romano, que he venido a este mundo para dar testimonio de la verdad.


 ¡Al diablo con la verdad! —gritó Pilatos, casi exasperado—. Me fastidian vuestro lenguaje y vuestras preocupaciones. Los griegos son filósofos, esto es, jugadores de palabras; y vosotros, los judíos, sois místicos, es decir, jugadores de sentimientos. Para nosotros, los romanos, la verdad es un acueducto sólidamente construido, una muralla defensiva, un puente de piedra sobre un ancho río. Lo demás son palabras vacías.

* * *

Ya casi hastiado, Pilatos intentó retirarse, pero entonces sucedió algo que lo dejó impactado. Los "Sumos Sacerdotes", impacientes y temerosos de perder aquel pleito, "le acusaban de muchas cosas", con un gran alboroto, atestigua Marcos (15,3). Pilatos, que, convencido de la inocencia de Jesús, deseaba a toda costa librarlo de la sentencia capital, pidió al acusado que lo ayudara a salvarlo de la muerte: "¿No respondes nada? ¿No ves de cuántas cosas te acusan?" (Mc 15,4). Y Marcos nos trae esta notable acotación: "Pero Jesús no respondió nada, hasta el punto de que Pilatos se quedó extrañado" (15,5). Algo importante sucedió en el interior del Magistrado: las murallas del escepticismo comenzaban a agrietarse, grandes bloques de piedra se desprendían.

Salió Pilatos afuera del pretorio, donde estaban los Sumos Sacerdotes, los ancianos y todo el pueblo, y les dijo:
"No encuentro en él culpa alguna". Lo interrogué, y no sólo me he convencido de que este hombre es inocente; he percibido también en su rostro no sé qué atisbos de distinción, como una sombra azul, que, a mis ojos, le da una estatura por encima de la vulgaridad humana. Definitivamente, "no encuentro en él culpa alguna".

Al oír esto, y viéndose perdidos, los sanedritas, exasperados, comenzaron a gritar atropelladamente: —Subleva al pueblo, congrega multitudes, es amigo de los zelotes, predica la rebeldía, comenzando por Galilea hasta Jerusalén.

Al escuchar el nombre de Galilea, a Pilatos se le abrió el cielo. Preguntó si Jesús residía en Galilea, que estaba bajo la jurisdicción de Herodes Antipas. Como le respondieron afirmativamente, el Magistrado respiró pensando que el expediente de remitir al inculpado a Herodes podría ser la mejor solución para liberarse de tan molesto compromiso, porque estaba convencido de que un juicio imparcial ante el Tetrarca debería tener como resultado la absolución del acusado.

El Tetrarca de Galilea estaba de paso por aquellos días en Jerusalén con motivo de la Pascua. Cuando le informaron de que Pilatos le remitía a aquel notable Maestro de Nazaret para ser juzgado, "se puso muy contento, pues hacía largo tiempo que deseaba verle por las cosas que oía de él, y esperaba presenciar alguna señal que él hiciera" (Lc 23,8). ¿Curiosidad? ¿Satisfacción por poder  encontrarse cara a cara con el afamado profeta? ¿Quería cerciorarse y comprobar de cerca si este maestro de Galilea tenía algún parecido con el terrible profeta del Jordán? ¿Sentía necesidad de sofocar sus propios complejos de culpa? Todo podía ser.

Al comparecer Jesús ante la presencia del Tetrarca, éste le formuló varias preguntas. El Pobre no movió los labios, ni siquiera lo miró. Herodes le sugirió que podría liberarlo de la muerte, insinuándole también veladas amenazas de llevarlo al patíbulo; y todo, sin duda, en medio de un escandaloso barullo de acusaciones por parte de los sanhedritas. No hubo ninguna reacción por parte de Jesús, que permanecía inmutable y silencioso. Ya hemos visto en otro lugar que Jesús debió sentir en el fondo de su ser un sentimiento profundamente negativo hacia Herodes, por múltiples razones, sin duda.

Decepcionado, humillado, el Tetrarca decidió tomarse la venganza por sí mismo, sometiendo a Jesús a una serie de vejámenes, "burla y desprecio" (Lc 23,11), con el acompañamiento de toda su corte. Llevando las mofas al extremo, y para poner en ridículo al acusado, ordenó que lo cubrieran con un "espléndido manto" (Lc 22,11), sin duda raído y vetusto, y así lo remitió a Pilatos, entre burlas y escarnios, como si con este procedimiento quisiera dar a entender al Procurador que el Galileo no era un rebelde peligroso, ni siquiera un sacrílego, sino, cuando más, una cabeza hueca, un chiflado.

Entre tanto, el Pobre, zarandeado de un lugar para otro, sometido a toda clase de ludibrios, sólo era silencio y majestad. Su muerte era segura, y ya la había aceptado. Nada temía, porque nada tenía. Su alma bogaba en el mar de la voluntad del Padre, dejándose arrastrar por el bravío oleaje del alto océano, sueltos los remos y el timón, a donde el Padre quisiera llevarlo. Era la libertad pura.