El pobre de Nazaret Cap. 8-4

 * * *

Pilatos, al encontrarse nuevamente con el Hombre de Nazaret, desalentado, pero convencido de su inocencia, se propuso abrir una brecha en ese muro cerrado, cediendo en parte a los deseos de sus acusadores, para poder liberarlo así de la muerte. Pilatos era en ese momento un campo de batalla, en el que dos hombres libraban un rudo combate: el magistrado y el político. El magistrado sabía que debía liberar a Jesús de la pena de muerte; el político no podía olvidar que esta solución podría acarrearle consecuencias imprevisibles ante las autoridades de Roma.

Como Magistrado libraría a Jesús de la muerte; como político, para satisfacer al feroz populacho y al no menos enfurecido Sanhedrín, sometería al nazareno al terrible castigo de la flagelación. "Convocó, pues, Pilatos a los Sumos Sacerdotes, a los magistrados y al pueblo, y les dijo: —Me habéis traído a este hombre como un alborotador del pueblo, pero yo lo he interrogado delante de vosotros, y no he hallado en él ninguno de los delitos de los que le acusáis" (Lc 23,14). Todo era correcto hasta ahí en el discurso del Magistrado. Pero continuó: "Así pues, le castigaré y soltaré." 

¡Monstruoso error dialéctico! ¡Absurda conclusión! Si era inocente, ¿por qué castigarlo, y nada menos que con la terrible tortura de la flagelación? El político había derrotado aquí al magistrado. Y, no conforme con eso, y para estar más seguro de doblegar la terquedad del Sanhedrín, utilizó, además, otra estrategia.

Era costumbre que cada Pascua el Procurador pusiera en libertad a un detenido, el que el pueblo eligiera. A la sazón, había un preso llamado Barrabás, notorio ladrón, homicida y sedicioso. Pilatos pensó que si lo enfrentaba ante la disyuntiva de elegir entre Barrabás y Jesús, el pueblo optaría por Jesús, puesto que aquel asesino tenía entre el pueblo un renombre francamente nefasto. Poniéndose de pie en el umbral mismo del pretorio, Pilatos gritó a la concurrencia: "¿A quién queréis que suelte, a Barrabás o a Jesús llamado Mesías?" La propuesta impresionó a la multitud. Pero los Sumos Sacerdotes y ancianos, que deseaban que a toda costa y a cualquier precio Jesús fuera ejecutado, reaccionaron muy pronto de su sorpresa y comenzaron a persuadir a la gente presionándola para que pidieran la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús. Hubo un momento de perplejidad y una sorda lucha en la conciencia de muchos de los asistentes entre los consejos que recibían y la voz que surgía de su propia interioridad.

Entre tanto, estando Pilatos sentado en el tribunal, había recibido un recado de su esposa: "No te metas con ese justo, porque esta noche he sufrido mucho en sueños por causa de ese hombre". Como se puede advertir, no se sabe desde qué mundos lejanos le llegaba al Procurador una sensación misteriosa, un oscuro presentimiento, como de suspenso por el enigma de este Hombre de Nazaret, suspenso que se profundizó con el aviso de su esposa.

El hecho es que la pregunta que había formulado a la concurrencia estaba aún en el aire: ¿A quién queréis que os suelte? 
Y la respuesta fue unánime: ¡A Barrabás!
No pudiendo creer lo que acababa de escuchar, y casi fascinado por el silencioso reo que estaba de pie frente a él, preguntó nuevamente a la multitud: "¿Qué haré, entonces, de Jesús llamado el Mesías?"
Los sanedritas instigaron a la gente para que gritara: "¡Sea crucificado!" 
Asustado el Procurador romano por la magnitud de la iniquidad que se había tramado, insistió: "Pero ¿qué mal ha hecho?" 
Ya era demasiado tarde, no había nada que hacer. La horda, fanatizada, ciega, como poseída de un furor satánico, gritaba una y otra vez: "¡Sea crucificado!"

Al Magistrado romano, dolorido, incapaz de hacer entrar en razón a aquella masa irracional, asqueado de todo, horrorizado al pensar que semejante crimen pudiera contar con su aprobación, se le ocurrió entonces realizar un gesto simbólico por el que quedara patente que él, el Procurador de Roma, fuera cual fuera el desenlace final, declinaba toda responsabilidad de aquella monstruosa demanda popular. Le llevaron una jofaina con agua y se lavó ostentosamente las manos en presencia de todo el pueblo, que no cesaba de pedir a gritos la crucifixión de Jesús. Pilatos, también a voz en grito, les dijo: "Yo me declaro inocente de la sangre de este justo. Allá vosotros!" Y todo el pueblo respondió: "Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos". Entonces soltó a Barrabás.

* * *

El Siervo de Dios fue entregado, pues, a los soldados para ser flagelado. Lo desnudaron y lo ataron a una columna por las muñecas, de tal manera que quedara con la espalda encorvada. Entre los romanos no se aplicaba al reo un número determinado de azotes; sí, en cambio, entre los judíos. Como el flagelado estaba destinado, por lo general, a la pena capital y, por lo mismo, se le consideraba como un ser carente de derechos, un trapo humano, normalmente la soldadesca se ensañaba con él hasta reducirlo a una piltrafa.

Cuando los verdugos acabaron con el suplicio de la flagelación de Jesús y se disponían a cubrirlo con sus vestiduras, convocaron a otros soldados, y todos juntos hicieron en torno al Pobre de Dios una ronda bullanguera y jocosa, sometiéndole a la más grotesca de las parodias. ¿No se había declarado a sí mismo Rey de Israel? ¡Pues jugarían con él a "ser" rey! Buscaron una clámide, uno de aquellos mantos rojos que vestían los vencedores en los desfiles de la victoria, y se lo colocaron sobre los hombros. Tejieron una corona de espinas, colocándosela sobre la cabeza a modo de diadema real, y le pusieron entre las manos una caña, como si se tratara de un cetro de mando. Se paseaban burlescamente delante de él, como en una ceremonia de homenaje imperial, inclinándose ceremoniosamente y saludándole como rey de los judíos. Algunos le escupían, y no faltó quien le arrebatara la caña que sostenía con sus manos y le golpeara sobre la corona de espinas...

En medio de tan salvaje parodia resplandecía la majestad verdaderamente real del Pobre de Dios, hecha de dignidad y silencio. Si la soldadesca hubiera tenido alguna capacidad de observación, habrían podido comprobar que, efectivamente, estaban ante un verdadero rey. No podíamos creer el contraste que veíamos: estaba tan desfigurado que ni parecía hombre ni tenía apariencia humana; pero, al mismo tiempo, los reyes quedaron mudos al observar la magnífica serenidad de su rostro. Lo tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado; pero él, como oveja que ante los que la trasquilan permanece muda, tampoco abrió la boca (Is 53).

Pilatos, desesperadamente empeñado en librarlo de la pena capital, después de meditarlo largamente, decidió apelar a un recurso extremo, con el fin de impresionar a las autoridades del pueblo y vencer su terca obstinación. Salió del pretorio y dijo a la muchedumbre: "Escuchadme, os voy a presentar de nuevo al acusado, para que os convenzáis de que no hay en él culpa alguna".

Y al instante apareció Jesús "llevando la corona de espinas y el manto de púrpura" (Jn 19,5), con todo su cuerpo cubierto de sangre, maltrecho por los azotes, temblorosas las piernas, de tal manera que apenas podía mantenerse en pie. Señalando a Jesús, el Procurador se dirigió a la multitud, diciendo: "¡Aquí tenéis al hombre!" El Magistrado calculaba que si alguna gota de compasión quedaba realmente en los pozos interiores de los acusadores de Jesús, aquella mañana, como por arte de magia, estallaría en un diluvio de lástima y piedad. Pero ¡qué esperanza!: aquella multitud no era una masa humana, sino una jauría de hienas sedientas de sangre. En cuanto vieron aquel guiñapo destrozado y sangrante, los chacales rugieron clamando: "¡Crucifícalo, crucifícalo!"

Pilatos sintió que un ave de presa hundía las garras en su cráneo. Tal fue su desesperación. Perdió la compostura de un magistrado romano y comenzó a gritarles: "Llevároslo y crucificadlo". ¿Qué Dios es ése —continuó— que puso en vuestro pecho tan duro pedrusco en lugar de corazón? ¿En qué cuna fría y desolada fuisteis criados? Esta mañana la compasión, con las alas rotas, se arrastra por el suelo. Hagan con él lo que quieran, porque yo no encuentro en él falta alguna.
Ellos replicaron: "Nosotros tenemos una ley, y según esta ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios" (Jn 19,7).

"Cuando Pilatos oyó estas palabras se atemorizó aún más"(Jn 19,8).
Hacía cuatro horas, cuando el Magistrado había visto por primera vez al Hombre de Nazaret, tuvo de pronto la sensación de encontrarse ante un pobre hombre o, a lo sumo, ante un místico carbonizado por las llamas divinas. Poco a poco, sin embargo, fue descubriendo en el rostro del reo una sombra azul.

Desde las puertas de la aurora le fue ascendiendo a Pilatos un suspenso en relación con Jesús, como ese vértigo que acompaña a los anhelos desconocidos. Con sus propios ojos fue comprobando de qué manera el Pobre de Nazaret, con sus sufrimientos, había ido tejiendo una túnica de púrpura y cómo, en medio de la tempestad, el Pobre brillaba como un sereno atardecer. Y cuanto más rugía la tempestad, más hondo era su silencio. La estatura del Nazareno fue elevándose a los ojos de Pilatos, a medida que transcurrían las horas, por encima de las normalidades humanas. A partir del aviso de su esposa y del resquebrajamiento de la torre de su escepticismo, vislumbres de mundos divinos, imprecisos y distantes, habían cruzado su mente. ¿Quién era este hombre? Pero ¿era tan sólo un hombre?

Al escuchar ahora que se declaraba Hijo de Dios, desde la profundidad de sus mares interiores le fue ascendiendo a Pilatos una... (¿cómo definirla?) ¿aprensión?, ¿sospecha?, de que este hombre era algo más que un hombre. Y no pudo quedarse tranquilo. Movido por no se sabe qué resortes misteriosos, entró rápidamente en el pretorio, se enfrentó cara a cara con el Nazareno y, mirándole a los ojos, le dijo: —A lo largo de estas horas te he observado detenidamente; he descubierto en tu mirada mares lejanos y mundos ignotos. Sácame de esta ansiedad que me embarga: ¿De dónde vienes, quién eres tú? 

Una vez más, el Pobre se envolvió en el manto de un irreductible silencio. Desconcertado, Pilatos, que esperaba algún nuevo argumento para contraatacar a los acusadores, le dijo: —Tu vida y tu muerte están en mis manos. ¿No te das cuenta de que puedo enviarte a la cruz o dejarte libre?

El hombre —respondió el Pobre— es un horizonte distante y vacío de todo, excepto de soledad. Sólo aquel que creó este mundo admirable y misterioso, sólo aquel que dirige la trayectoria de los astros posee las llaves de la vida y de la muerte. En mis manos están tu presente y tu futuro. Tu poder no es más que un destello fugaz, que se te ha concedido desde arriba por un instante. Los que me han puesto en tus manos, ellos son los que están sumergidos en el seno oscuro de la culpa. Son ellos, entre todos los hombres, los que viendo no ven y se dedican a pisotear las uvas.

* * *

"Desde este momento, Pilatos buscaba librarlo" (Jn 19,12).
El Magistrado romano se sentía cada vez más solo e impotente en su lucha por salvar a Jesús, que no le ofrecía ninguna ayuda, y frente a él no tenía más que la muralla cerrada de sus acusadores. Apoyado en la convicción de inocencia del inculpado, obstinado en su decisión de no ceder, pero sin ninguna salida a la vista, recurrió a toda clase de medios para librarlo de la muerte.
Cuando los sanedritas advirtieron la firme determinación del Procurador, y el peligro de que los resultados del proceso se les fueran de las manos, sacaron a relucir el argumento más temible de que disponían: la velada amenaza de una acusación a Roma: "Si sueltas a ése, no eres amigo del César; todo el que se hace rey se enfrenta al César".

¡Ésta sí que era un arma mortífera! Un magistrado romano, sin convicciones religiosas, sólo preocupado por su posición política, sostenido en su lucha únicamente por la convicción de la inocencia del reo, si era acusado ante Roma, donde ya no tenía ningún valido, forzosamente debía sentirse acorralado, y no le quedaba otro remedio que tomar la vía de la retirada, como así sucedería.

De sus diálogos con el misterioso y silencioso reo, el Procurador había extraído la conclusión de que, entre los judíos, el tema de la realeza encerraba diversos sentidos, y que no sólo aludía a un estadista reinante, sino que tenía también un sentido alegórico y místico. Por lo que Pilatos se imaginó que por ese flanco podía todavía encontrar algún resquicio de esperanza para la liberación del reo.

Sentado, pues, solemnemente el Magistrado en la silla curul del tribunal, dijo a la multitud, señalando al reo: "Ahí tenéis a vuestro rey". No bien hubo pronunciado estas palabras —que, por cierto, a los presentes les sonaron a sarcasmo— se apoderó de la multitud un furor irracional, y como energúmenos comenzaron a gritar: "¡Fuera, fuera!" "¡Crucifícalo!" Pilatos, también enardecido, les gritó a su vez: "¿A vuestro rey he de crucificar?" Los Sumos Sacerdotes replicaron clamando: "No tenemos otro rey sino el César."

Cerrados todos los caminos, agotadas todas las instancias, Pilatos, derrotado, asqueado de la turba vocinglera, contumaz y odiosa, "se lo entregó a ellos para que fuese crucificado" (Jn 19,16). La comedia ha terminado. Lo demás es silencio. Ahora sólo hace falta que una mano mágica toque los párpados del Pobre de Nazaret para que se haga la noche. Las serpientes se aquietaron; el Nazareno avanza en alas del crepúsculo como si las sombras de la vida se fueran esfumando y un sueño luminoso tomara su lugar. Las espinas han ahogado a la flor y el silencio se pobló de lamentos. ¡Pobre de Dios, pronto tu alma será invadida por un éxtasis semejante al de la muerte, con toda su oscuridad y su dulzura! Esparciremos a tus pies rosas y jazmines. En el valle sólo quedarán ruinas desoladas y espectros; pero allá, en lo alto, entre las profundidades de la vida y los abismos de la muerte, el Amor cantará la victoria final sobre la muerte.

En las aguas profundas
Ahora es cuando el Pobre inicia propiamente su descenso en la gran tribulación. Hasta ese momento, como lo hemos visto, su peregrinación había sido también una travesía por las aguas saladas; pero ahora se trataba de un descenso vertical en las vertientes más hondas de la aflicción. Todos los que han agonizado sobre la tierra desde los orígenes del mundo aquí convergirán en este atroz mediodía, y también en este vértice confluirán las infinitas agonías que tendrán lugar hasta el fin del mundo sobre los incontables horizontes.

Sólo en el momento en que el Procurador fijaba en una tablilla (titulus) el motivo de la ejecución, la sentencia adquiría validez oficial y se pasaba a los archivos, al mismo tiempo que se enviaba una notificación al Emperador de Roma.

Una vez dictada la sentencia, la ejecución del reo se llevaba a cabo con la máxima celeridad, porque el palo vertical de la cruz (supes) ya estaba clavado en el lugar de la crucifixión y el travesaño horizontal (patibulum) era un simple madero, fácil de conseguir en cualquier lugar. Se destacaba un pequeño pelotón de soldados, comandado por un centurión, y en pocos minutos el sentenciado estaba en camino del lugar destinado para la ejecución.

Salió, pues, el doliente cortejo desde la Torre Antonia, aproximadamente al mediodía. Atravesó las tortuosas calles de la capital, repletas de gente a causa de las festividades pascuales. Por lo demás, se hacía transitar al fúnebre cortejo por las calles más concurridas, para darle la máxima publicidad y con el fin de que sirviera como escarmiento. Como era habitual, no debieron faltar burlas e insultos contra el Pobre de Nazaret, que caminaba, al igual que los demás condenados, cargando sobre sus hombros el palo transversal (patibulum) y con la tablilla (titulus), donde estaba escrita la causa de su condena, colgada al cuello.

Jesús debía estar sumamente debilitado a causa de todas las torturas que había padecido, y en especial por la lacerante carnicería y la abundante hemorragia de la flagelación. Por lo que debía sentirse casi exánime, caminando vacilante y tambaleando bajo el peso del madero. Era, pues, posible que desfalleciera en el camino, peligrando así la ejecución. Previendo que tal cosa pudiera suceder, el centurión, responsable ante la ley de la ejecución de la sentencia, obligó a un hombre que se cruzó con el cortejo, llamado Simón, a cargar el patibulum unos cientos de metros. Probablemente Simón no conocía a Jesús acaso ni de nombre. Pero algo sorprendente y misterioso debió sucederle al Cirene en ese día o tal vez más tarde: el hecho es que dos de sus hijos, Alejandro y Rufo, pocos años después eran figuras destacadas en la comunidad cristiana de Roma (Mc 15,21).

El Pobre de Nazaret tenía motivos más que suficientes para caminar por su vía dolorosa volcado sobre sí mismo, removiendo todas sus heridas, rumiando su fracaso, maldiciendo de la ingratitud humana. No fue así, sin embargo. Muy por el contrario, caminaba olvidado de sí mismo, atento y sensible a cuanto sucedía a su alrededor. Y así pudo distinguir entre la indiferente multitud a un grupo de mujeres que lloraban desconsoladamente, lamentando la suerte de su Maestro. Debían ser algunas de las "muchas mujeres" (Mt 27,55) que algunas horas más tarde encontraremos en el Calvario de pie, a una prudente distancia aquellas mujeres que lo habían acompañado desde Galilea y le habían servido con sus bienes (Lc 23,49; Mc 15,40; Jn 19,25).

En la situación en que Jesús se encontraba —debilitado al extremo, con la vista perdida en la niebla, obligado a estar atento a sí mismo para no desmoronarse— se mostró tan atento y cortés, tan indiferente a sí mismo y sensible con los demás, que se detuvo y, mirando a aquellas mujeres con infinita ternura, les entregó unas palabras de consolación eterna: 
Hijas de Sión, vuestras lágrimas serán perlas engarzadas en las láminas de la historia. No lloréis por mí; mi peregrinación acaba ahí mismo, al término de esta calle. Pero nunca cesará el desfile de los hijos sin madre que cruzarán solitariamente las calles de le orfandad en el silencio de las noches. Reservad para ellos la mirada vigilante y las manos pacientes, el calor y las lágrimas. La luz del día danza en las colinas, pero la ternura de mi Padre duerme en el corazón de las madres. Y reservad también un poco de ternura para vosotras mismas.

* * *

Al llegar al lugar de la calavera, de donde proviene el nombre de Calvario, que no era un monte, sino un pequeño promontorio redondo y rocoso, situado cerca de las murallas y próximo a una de las puertas de la ciudad, el Pobre fue despojado de sus vestiduras: la exterior o manto y la interior o túnica, que pasarían a ser propiedad de los soldados a quienes les tocaran en suerte. Luego fue tendido en el suelo, extendiéndole sus brazos sobre el madero transversal, clavándolos al mismo, no a través de las manos, sino de las muñecas, entre los huesos del antebrazo, fijándolos así al madero. A continuación, con un sufrimiento imposible de ponderar, se izaba el cuerpo hasta ajustar el madero transversal al vertical, en una operación tan cruel y denigrante como cuando un animal degollado y eviscerado es colgado de un gancho en el matadero. Una vez que se sujetaba el patibulum (horizontal) sobre el stipes (vertical), se atravesaban los pies con clavos en el juego que hacen los huesos de los tobillos.

El escritor se resiste a cargar las tintas sobre los aspectos más truculentos de la crucifixión, cosa no infrecuente en cierta literatura religiosa del pasado. No obstante, habría que decir aquí que, aunque derramáramos toda la tinta del mundo, la realidad del Calvario fue mucho más negra. La cruz no fue un árbol esbelto de elegantes líneas geométricas, sino más bien baja, de tal manera que los pies del crucificado casi rozaban el suelo.

Normalmente, los crucificados morían asfixiados, que, sin duda, es la muerte más exasperante. Al no poder respirar, los crucificados se convulsionaban con terribles espasmos, violenta agitación de la caja torácica, angustiosamente abierta la boca y con los ojos desorbitados. Esta agitación del tórax repercutía en las heridas de las manos, que se desgarraban, aumentando el dolor hasta el paroxismo. Rápidamente, el cuerpo se ennegrecía a causa de los coágulos de sangre y de los insectos que acudían a cebarse en ella; y no pocas veces las aves de rapiña se congregaban en torno a los crucificados, dando a la escena un aspecto fantasmal, que no causaba lástima, sino espanto y repulsión, o, más exactamente, horror.

Hemos llegado al gran momento en que el Pobre tocará el fondo de la nada. Pronto el silencio y la soledad alcanzarán la profundidad máxima, y por eso mismo la disponibilidad del Pobre para con el Padre y los hermanos será suprema, transformándose él mismo en la cruz en el Gran Servidor, el Siervo de Dios por antonomasia.

La pérdida total de sangre privó de agua al cuerpo de Jesús, y como efecto de esta aguda deshidratación, el Pobre sufrió una sed intensa, como un fuego abrasador que devoraba no sólo su boca y su garganta, sino todo su organismo. Por otro lado, las profusas hemorragias le provocaron una fiebre altísima, que, a su vez, derivaba por momentos en confusión mental y delirio y aun, en alguna medida, pérdida de conciencia.

En suma, el dolor físico alcanzaba en muchos crucificados un estado paroxístico, llegando al límite al que es capaz de llegar la resistencia humana, de tal manera que normalmente el crucificado se desahogaba a gritos, enloquecía de dolor o perdía el conocimiento. Para no estallar de dolor, el Pobre de Nazaret se agarró firmemente de las manos del Padre, y desde lo hondo de su alma brotó una oración de ofrenda y alabanza. ¡Difícil imaginar mejor anestesia!

* * *

Desde las profundidades del alma asciende mi clamor hacia ti, Padre de ternura. He bajado hasta las aguas profundas, y estoy ahogándome. Levanto los ojos, y no veo nada. Estoy hundido en lo hondo del barro, y sólo sombras rodean mis fronteras. ¿Cómo salir de aquí? Dame la mano, Padre mío. Aunque desfallezco de dolor, no quiero que el dolor ocupe el centro de mi alma. No quiero ser, Padre mío, un espectador compasivo de mis propias heridas y fracasos. No quiero gritar, planeando como ave de presa en círculos concéntricos en torno a mis desdichas, como si mi existencia fuese el centro del mundo, como si no existieran más valores e intereses que los míos. No quiero que este horrible dolor me repliegue sobre mí mismo, sino que me haga salir como en una aurora pascual y en una apertura solidaria hacia los hermanos que me has dado. Quiero, Padre amado, en esta tarde, precisamente cuando el dolor y la muerte me derrotan aparentemente, establecer un reinado de liberación sobre el dolor y la muerte misma.

Oh Padre de ternura: en esta tarde tomo en mis manos este cáliz amargo y lo deposito amorosamente en tus manos como prenda de amor y precio de rescate. Asumo el dolor de la humanidad entera en mi propio dolor. Asumo el asesinato de millares de seres inocentes en mi propio asesinato. Quiero cargar con las infinitas injusticias y atropellos de la humanidad en mi propio ajusticiamiento. En mi agonía agonizarán los moribundos de todos los siglos. Quiero que en esta tarde, Padre amoroso, el inmenso cúmulo del sufrimiento humano, una vez transformado en amor en mi dolor, tenga sentido de redención y valor de expiación y así el dolor sea santificado para siempre. En suma, quiero que en esta tarde el dolor y el amor se abracen como el crepúsculo y la aurora, y sea la redención un árbol de fronteras abiertas que, con su sombra, cubra a la humanidad entera; quiero empujar a la humanidad hacia un hogar desconocido, librar a los cansados pies de las pesadas cadenas y echar a rodar un amor que no posee ni es poseído.

Me expulsan de la vida, Padre mío, porque no quise entrar en el círculo de sus esquemas y sistemas, porque tú, Padre mío, me enviaste para establecer otros mundos en otras órbitas. Tenía que acabar de esta manera como consecuencia de mi fidelidad a tu plan de salvación, y así mi muerte será consecuente con mi vida. En tu nombre he escandalizado, en tu nombre he sido rebelde y desobediente contra los que me censuraban en tu nombre y en tu nombre me condenaban como blasfemo. Por ser fiel a ti entré en conflicto con las autoridades, y aquí estoy para cumplir tu voluntad. Por obedecerte, Padre mío, me levantaron altas olas que me han empujado al vértice de esta cruz. El reino que no he conseguido instaurar lo dejo en tus manos; sé que eres capaz de erigirlo sobre los escombros de mi vida. Aunque no vea las cartas, confío en ti: mi dolor y mi muerte serán el mayor servicio en favor de mis hermanos y mi mejor homenaje de amor hacia ti.

Padre de ternura, acogí a los pecadores y a los abandonados, compartí sin escrúpulos su mesa y su condición de marginales, les mostré tu nuevo rostro de Padre amoroso que acoge a los que están perdidos y no excluye a nadie; les rebelé que el Reino es bienaventuranza para los pobres y acogida para los pecadores; y esta muerte, que es consecuencia de mi vida, la deposito en tus manos como ofrenda de amor y redención por los pecadores. Arrastro conmigo la pobreza y el pecado del mundo a la nada en que estoy convertido. Con la ofrenda de mi existencia comparto la suerte de los pobres y me solidarizo con la situación de los marginados en que se hallan, como yo ahora, los excluidos de la sociedad.

La sangre derramada, la muerte del profeta rechazado y asesinado por los representantes de Dios, la deposito en tus manos, Padre de amor. Llega ya para los humildes el día de la vendimia; por las rutas oscuras de la noche avanza la aurora, y en las entrañas mismas de la muerte ya brota y crece, erecto como un ciprés, el árbol de la resurrección.


* * *

Jesús moría en plena juventud. La muerte exhibe su rostro escandaloso y traumático cuando arranca violentamente de la vida a un hombre joven abierto a los proyectos de la vida. Éste era el caso de Jesús: la muerte le cercenaba las más amables razones para vivir: la gratitud de los humildes, el afecto de los discípulos, el calor de las multitudes, la felicidad de hacer felices a los demás. Todo quedaba ahora segado, y esto para un hombre temperamentalmente sensible como Jesús debió resultarle especialmente doloroso.

Contemplando el panorama de su vida desde el mirador del Calvario, Jesús no podía constatar resultados tan brillantes como para sentirse satisfecho en esa hora. La 349 evangelización de Galilea acabó, como ya lo hemos dicho, en un fracaso. La interpelación a todo el pueblo de Israel desde la Capital en sus últimos días naufragó también entre las ruinas de un descalabro.

 El único resultado —bien magro, por cierto— de sus esfuerzos era ese pequeño grupo de discípulos, cuya dispersión acababa de presenciar: uno le traicionó, otro renegó de él y los demás, "todos, abandonándolo, huyeron". A la hora de enfrentarse con su muerte, Jesús tenía sobrados motivos para sentirse un fracasado. Lo que nunca sucede sucedió esta vez: que los que jamás se sientan a la misma mesa lo hicieron en esta oportunidad: Israel y Roma, Herodes y Pilatos, el pueblo y las autoridades. Y se sentaron para decidir el destino de este hombre y para concluir que no merecía vivir, que debía ser expulsado de la tierra de los vivientes.

A Juan lo había mandado matar Herodes, nimbando de esa manera su final con la aureola del martirio. A Jesús, en cambio, lo llevaron a la muerte los representantes oficiales de Dios. Juan murió por una promesa frívola en el delirio de una danza erótica; Jesús, en cambio, es juzgado, condenado y ejecutado como blasfemo y sacrílego, por un lado, y, por otro, como subversivo y sedicioso. Mirando desde la perspectiva de este atardecer no encontramos el más mínimo motivo para atribuirle a Jesús el título de mártir o héroe. Simplemente fue ejecutado ignominiosamente.

De quienes presenciaron aquel espectáculo de horror, sólo un pequeño grupo de mujeres lloraba a lo lejos, lo que, por cierto, no le aportaba a Jesús ningún alivio. Entre los demás, muchos estaban satisfechos y felices, y la mayoría, indiferentes. El Pobre de Nazaret estaba enfrentando su muerte en medio de una aterradora soledad. En la prensa moderna, la noticia del ajusticiamiento del Nazareno habría aparecido en las páginas interiores de los periódicos en unas pocas líneas, como una noticia irrelevante.

Jesús fue ejecutado fuera de las murallas. Era un excomulgado de toda comunidad y de toda patria; era un maldito, según la expresión bíblica (Dt 21,23).
Convergían tales circunstancias en la caída del profeta que su desenlace final tiene el aire de un colapso, de un universo general que, entre ruinas y llamas, se desploma y se hunde en el vacío y la nada. Para expresar este derrumbamiento, la expresión más adecuada nos parece la siguiente, entendida en su sentido figurado: descendió a los infiernos, bajó al infierno del horror, tocó el fondo mismo de la nada.

Nosotros hemos denominado a Jesús (y titulado este libro) con la expresión Pobre, el Pobre de Nazaret. Aquí, en la cruz, el Pobre adquirirá su altura más encumbrada, como también su profundidad más aterradora, en la que la nada sería su calificación más exacta y su definición. El vacío, que en este momento será absoluto, dejará un espacio infinito para que Aquel que es el Bien Total lo llene infinitamente. Misteriosa e inesperadamente, aquí se implantará para siempre el Reino de Dios: donde está la Nada allí está el Todo.

* * *

El crucificado iba sumergiéndose en las vastas soledades de la agonía, y en su entorno comenzó de improviso a declinar la luz solar, y las tinieblas comenzaron a extenderse sobre la faz de la tierra (Mt 27,45). En medio de esta oscuridad cósmica, el Pobre de Dios fue sumergiéndose en otra tiniebla interior, densa y desolada, en cuyas corrientes se sentía ahogar.

Debido a su posición corporal en la cruz, ningún músculo descansaba. Y así al dolor físico se agregaba una indecible fatiga muscular. Iba perdiendo incesantemente la exigua capacidad de resistencia que le quedaba, y las últimas gotas de sangre. A fuerza de sufrir, la capacidad de sufrimiento de Jesús se fue embotando cada vez más, entrando en un oscuro enervamiento general, los ojos se le llenaron de niebla y, a causa de la altísima fiebre, su mente comenzó a entrar en una nube confusa.

Hundido en este tenebroso océano, el Pobre de Dios fue entrando en la noche más desolada de su vida: —Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Qué fue? ¿Desconcierto ante el silencio de Dios? ¿Una repentina noche oscura del espíritu?
Hasta ese momento, el Pobre de Dios había logrado mantenerse en una gran estabilidad y serenidad de espíritu. Pero las circunstancias descritas lo arrastraron a un estado de desconcierto y confusión. ¿Cómo calificarlo? ¿Dónde encasillarlo? ¿Se trataba de un espanto súbito frente al abismo? Probablemente, la razón última de esa profunda crisis fue la experiencia de una soledad total, una soledad desolada: ¿Por qué me has abandonado?

Todos los luceros se apagaron en el firmamento del Pobre. Nada se ve, nada se oye, nadie respira en torno suyo. La desolación extendió sus alas grises de un extremo a otro del páramo infinito. Como aves de rapiña, la ausencia, el vacío, la confusión, el silencio, la oscuridad se abatieron sobre el alma de Jesús: ¿Por qué me has abandonado?

Estamos en alta mar, y las olas golpean por todas partes. La galerna lo arrastra todo hasta el abismo final, en un torbellino absurdo y contradictorio. Únicamente el silencio es su visitante, y el polvo que arrastra el viento. Todo se desvanece, igual que cuando el sol muere en el crepúsculo. ¿No habría levantado el Pobre su castillo sobre las cenizas? Parecía cabalgar sobre un trono de niebla entre el cielo y la tierra. ¿No serían sus sueños como altas torres levantadas por la fantasía y demolidas por la realidad? ¿No estaría toda su vida tejida con la espuma del mar? ¿Por qué me has abandonado?

Los injustos juzgaron injustamente al Justo, y lo condenaron a muerte. Eso era normal. Pero en el momento oportuno, el Padre daría la cara, apostaría por el Hijo e inclinaría definitivamente la balanza en favor del Hijo ante la faz de la tierra, y el mundo entero sabría a favor de quién estaba Dios. Pero no sucedió así; llegada la hora exacta, el momento preciso, nadie dio la cara por el Hijo. Entonces, ¿también el Padre desautorizaba la vida y obra de Jesús? ¿También el Padre lo abandonaba en el momento supremo, sentándose, como un cómplice, a la mesa junto a Caifás y Pilatos? ¿Sería su muerte una desautorización pública y solemne por parte del Padre de la vida y obra de Jesús? ¿También el Padre se habría sentado a la puerta para ver pasar al condenado? ¿Habría desaparecido Dios, tornándose en distancia sideral, vacío cósmico, vapor de agua? ¿Por qué me has abandonado?

Como en todo juicio, siempre hay un último recurso, la última instancia, la apelación al tribunal de Dios. Pero todo estaba indicando que el Padre había abandonado definitivamente la causa del Hijo y se había pasado al bando contrario, exigiendo su ejecución y permitiendo que la muerte prevaleciera sobre el profeta. El veredicto parecía irrecusable.

Y entonces, ¿a quién recurrir? Todas las fronteras y todos los horizontes estaban clausurados. ¿De manera que el Padre y la razón estaban definitivamente en contra del Hijo? Entonces, ¿él había sido un entrometido y no un enviado? ¿Un soñador? ¿Todo no habría sido más que un delirio de grandeza? ¿Todo se desvanecería finalmente en una alucinación surrealista?

El Pobre de Nazaret, más pobre ahora que nunca, flotaba sobre los abismos infinitos como un náufrago solitario. ¿A dónde agarrarse? Nada bajo sus pies, nada sobre su cabeza. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Era el silencio de Dios que había caído sobre su alma con la presión de mil atmósferas (cf. Muéstrame tu rostro, pp. 67-70).

* * *

Sin embargo, la crisis que Jesús había vivido hasta ese momento no era sino una sensación. Pero una cosa es sentir y otra saber; una cosa es la emoción y otra la certeza. La sensación es engañosa, la certeza es infalible.

La conciencia de su identidad emergió desde las brumas oscuras, y poco a poco fue tomando posesión completa de la esfera vital del Pobre de Nazaret; y en su alma se libró la última batalla, la del saber contra el sentir. Nunca estuvo Jesús tan magnífico como en este último momento de su vida.

Fue como si dijera: —Padre mío, acabo de atravesar por las corrientes del desconcierto. Vengo saliendo de las olas confusas, desde tenebrosos precipicios. Mc destrozaron la flor de la certeza y me dieron a beber un vino amargo, un vino inebriante. He esparcido mis clamores a los vientos del desierto, y estoy saliendo de un reino desolado, cuyos únicos moradores son las serpientes.

Pero todo pasó, Padre mío. La batalla llegó a su término, el drama está consumado. La pesadilla que acabo de sufrir no ha sido más que una horrible sensación. Pero lo que importa no es sentir, sino saber. Y ahora una dichosa certidumbre ha comenzado a inundar de alegría mi yo último. Como contraste, y contra todos los espejismos y sensaciones, en el centro de mi alma se levanta la certeza como una espada recta y brillante: Yo sé, Padre mío, yo sé que estás aquí, ahora, conmigo. Y "en tus manos entrego mi vida" (Lc 23,46).

Al ofrendar su vida en el instante del supremo derrumbamiento, el Pobre creyó y confió en el Padre a ciegas, sin tener las cartas a la vista, extendiéndole un cheque en blanco.
Fue como si el Padre, desde una sima profundísima, le hubiera gritado: ¡Hijo mío, aquí estoy! ¡Salta! Y el Hijo, sin un asomo de duda, dio el salto mortal, y cayó y despertó en los brazos del Padre. ¡Fue un final de gloria!

Respetando el rumbo natural de la historia, el Padre no quiso intervenir en el curso de los acontecimientos para evitar la crucifixión y la muerte del Hijo.
Pero —digámoslo en un lenguaje humano— el Padre quedó conmovido por la fidelidad del Hijo, fidelidad expresada en una serie de circunstancias: cuando todo le decía que no, el Hijo dijo sí; cuando tenía más razones para no creer que para creer, el Hijo asintió obsequiosamente; cuando disponía de abrumadores motivos para pensar que bien podía haber sido víctima de una alucinación, el Hijo, sin ver las cartas, mantuvo su apuesta a favor del Padre hasta las últimas consecuencias y contra todas las apariencias.

Conmovido, pues, el Padre por esta fidelidad del Hijo, trastorna las leyes de la muerte, rescata al Hijo de sus garras y le otorga el señorío, la resurrección y la inmortalidad, dándole un nombre-sobre-todo-nombre, ante el que el mundo entero doblará las rodillas, proclamando hasta el fin del mundo que Jesucristo es el Señor. ¡Grandioso desenlace del drama!
Superada la última crisis y alcanzada la victoria final, el Pobre de Nazaret dio una gran voz, al parecer, un grito desarticulado y desgarrador, inclinó la cabeza y murió.

Del Siervo Jesús al Señor Jesús
La historia no ha concluido; más bien, todo comienza ahora. La muerte no tuvo su última palabra sobre el Pobre de Nazaret. Por el contrario, fue él quien, entregándose voluntariamente a la muerte, la doblegó y le arrancó su aguijón más temible.

No hay afirmación tan categóricamente reiterada en el Nuevo Testamento, tanto en los Evangelios como en los documentos apostólicos, como ésta: Cristo ha resucitado de entre los muertos. Según la catequesis primitiva, la resurrección no sólo es una secuencia, sino una consecuencia de la muerte de Jesús; esto es, la resurrección no sólo sucede cronológicamente después de la muerte de Jesús, sino que la semilla de donde brota la resurrección es la muerte de Jesús. Según la fórmula cristológica que unos quince años después de la muerte del Señor ya circulaba en las comunidades primitivas, y que Pablo recogió en la Carta a los Filipenses (2,6-11), Cristo fue obediente hasta la muerte, y muerte de cruz; "por lo cual", vale decir, a partir de este hecho, arrancando de esta raíz, Dios lo exaltó...

Su "paso" a través de la muerte daría a la luz y haría florecer aquel Reino que Jesús, en sus días mortales, no habría conseguido instaurar. Ahora, en cambio, en el momento menos esperado, cuando los grandes jefes dormían tranquilamente después de haber sellado y puesto guardias al sepulcro, precisamente ahora, entra el Padre en el reino de la muerte y, contra toda esperanza, rescata al Hijo de la muerte y lo constituye como Señor, poniendo en movimiento detrás de él a un pueblo nuevo de creyentes, una muchedumbre incontable de todas las tribus, razas y naciones, hasta el fin del mundo. El grano de trigo, muerto y sepultado bajo la tierra, ya es espiga dorada meciéndose al viento. De la muerte nace la vida; de la humillación, la exaltación. El Pobre de Nazaret es ahora el Señor Jesús. Con otras palabras: la resurrección de Jesús no es un dogma que nació en el seno de la Iglesia, sino que la Iglesia misma nace en torno a esta fe en el Resucitado. Sin esta certeza jamás se habrían puesto en camino semejantes caravanas históricas siguiendo los pasos de Jesús.

Ya hemos dicho cómo los discípulos de Jesús seguían dificultosamente a su Maestro camino de Jerusalén; y en el momento de la prueba, "todos le abandonaron", dejándole morir solo. Después de tres días, abatidos por la vergüenza y la tristeza y por el naufragio de sus ilusiones, estaban "con las puertas bien cerradas" a la espera de que pasara la tempestad y volviera la bonanza, para regresar a sus barcas y sus redes... Y ahora, de pronto, esos desilusionados discípulos aparecen como hombres nuevos, confiados y valientes, que con gran creatividad y alta inspiración se ponen al frente de un movimiento que produjo un impacto instantáneo, y fue avanzando incesante, hacia adelante y hacia arriba, sin que ni las persecuciones ni la incomprensión fueran capaces de detenerlo

¿Qué había sucedido? Ellos afirmarán una y otra vez que fue el reencuentro con Jesús. No se cansarán de repetir, como iluminados y casi obsesivamente, que Jesús, muerto y sepultado, está vivo; que lo han visto en lugares diferentes, sin una coordinación previa; y no se trataba de una relación permanente con Jesús, sino de visitas esporádicas, cuya iniciativa pertenecía a Jesús.

Tenían una absoluta seguridad de que se habían encontrado con Jesús resucitado; y esto era algo incuestionable, una certeza inmediata, vivencial, de quien ha tenido una experiencia marcante, que no necesita explicaciones ni justificación alguna; que habían entrado en una relación personal con él, una relación a niveles profundos de fe, adhesión y compromiso, y que a través de esa relación habían recibido un entusiasmo, una vitalidad, un fuego que les hacía ver con toda claridad que Jesús había triunfado para siempre sobre el odio, la injusticia y la muerte.

Jesús resucitado y viviente es la razón última de la comunidad de los discípulos, la Iglesia, en su expansión transhistórica universal.

"El que ha venido", "el que está viniendo"
Jesucristo es "el que ha venido", pero también es "el que está viniendo". Ambos aspectos ni se contraponen ni se anulan; antes bien, en su eterna dialéctica se complementan, caminando al unísono hacia la "plenitud" (Ef 1,23).

Tenemos a la vista un castillo medieval, asentado sobre un roquerío casi inaccesible. Lo miramos desde la llanura: parece una nave. Lo observamos desde el barranco: parece un nido de águilas. Si entramos en su interior, todo son ruinas. ¿Cuál es el verdadero castillo? Todas las facetas o enfoques del castillo son verdaderas, pero incompletas.

Jesucristo, siendo perfecto y acabado en sí mismo, es siempre para nosotros incompleto e inagotable. Cuando caiga el telón de la historia entonces será cumplidamente completo; o, mejor, cuando él haya llegado a su plenitud, entonces caerá el telón de la historia. Mientras tanto, la Iglesia está siempre en la etapa de la adolescencia, siempre en crecimiento.

Quienes se cruzaron con él en la mitad de la corriente volverán con una imagen en la retina, una imagen original, siempre distinta. En la medida en que las distintas imágenes se vayan superponiendo, la fotografía de Cristo se irá haciendo más completa. No cabe duda, por ejemplo, de que la reflexión cristiana del Continente africano acabará por aportar matices originales a la figura de Cristo. Seguramente, un Cristo contemplado desde el Tercer Mundo ofrecerá un rostro diferente.

Entre tanto, ni las razas de mirada analítica, ni los pueblos de ancestros dormidos, ni los siglos iluminados lograrán sorprender en su totalidad la vastedad del misterio de Cristo. Espíritus de estatura estelar, como Francisco de Asís o Teilhard de Chardin, ni siquiera ellos, con sus ojos asombrados, lograron abarcar las dimensiones de la inescrutable riqueza de Cristo.

* * *

En los primeros siglos, para contrarrestar los efectos de la gnosis, la Iglesia, en su contemplación cristológica, marcó el acento en el Cristo Maestro; siglos más tarde se presentó a Cristo como Majestad; en la Edad Media, como varón de dolores, humano y hermano; durante la Reforma protestante se insistió en el Cristo Salvador; en la época del apogeo absolutista se veía a Cristo como Rey, etc. Así, al correr de los siglos, y de acuerdo con las características socio-políticas y las necesidades de cada época, se fueron rescatando y profundizando nuevos rasgos extraídos de los pozos insondables del misterio del Señor. Cristo es anunciado, pues, en cada época destacando y enfatizando los perfiles que responden a situaciones o tendencias propias de la humanidad en ese momento.

* * *

¿Qué aspectos del Cristo eterno deberemos marcar ahora para que los hombres de hoy y de mañana encuentren respuestas a sus preguntas y sentido para sus vidas? Es evidente que ciertos títulos, como Cordero de Dios, Mesías, Hijo de David..., no le dicen nada al hombre de hoy. ¿Qué rumbos lleva el oscuro corcel de la humanidad y hacia qué abismo galopa? ¿Cuáles son los síntomas de nuestra cultura actual y los que se vislumbran de la de mañana para, de acuerdo con ellos, presentarle un Cristo adecuado y convincente?

* * *

Desde hace un par de décadas se habla insistentemente y se escribe analíticamente, especialmente en Europa, sobre una cultura llamada post-moderna. Se trata de una filosofía de la vida que va impregnando toda la sociedad en círculos concéntricos cada vez más amplios.

La cultura post-moderna es la última consecuencia lógica de una civilización que fue prescindiendo de Dios a partir del Renacimiento. Como consecuencia, el hombre se situó en el centro. Y una vez que el hombre se ha descentrado de Dios y se ha centrado en sí mismo, la filosofía redujo el misterio a la pura razón, sustantivada y autónoma.

Al convertirse la razón en un absoluto y replegado el hombre sobre sí mismo, necesariamente tenía que sobrevenir la afirmación del yo por encima de toda realidad, identificándose la razón y el ego. ¿Consecuencias? La insolidaridad. Todo carece de sentido último. Es inútil preguntarse por las razones últimas. En realidad, nada tiene sentido.

De estos postulados se desencadenarán consecuencias devastadoras para la ética, la pedagogía y la moral: una ética anti-humana e insolidaria, una moral permisiva y sin una última fundamentación objetiva.

Ahora bien, sin Dios, sin una norma moral objetiva, perdido aquel valor último que integra y da significación a todo, la conclusión salta a la vista: se abren de par en par las compuertas del espontaneísmo, el subjetivismo, la irresponsabilidad, el no tomar nada en serio, el hedonismo, en una palabra, el nihilismo: nada tiene sentido, nada vale la pena

Rector de la nueva moral, lógicamente, no será ya la ley, sino el deseo. Si el deseo es la ley suprema, hay que evitar a toda costa lo desagradable de la vida y esforzarse por asegurar lo agradable. Todo está permitido. Nada está prohibido. Hay que dar rienda suelta al deseo en todas sus manifestaciones, buscando el máximo disfrute de la vida, según se dijo antiguamente: "Comamos y bebamos, que mañana moriremos". En una palabra, es el imperio del egoísmo con sus mil rostros; es el paganismo. Esta cultura post-moderna va decididamente abriéndose paso, como estilo y norma de vida, por todas partes, comenzando por la sociedad capitalista.

Como se puede advertir, una sociedad sin Dios acaba convirtiéndose en una sociedad contra el hombre. Hemos emprendido el viaje sin retorno hacia la región del vacío. Nos falta el oxígeno, y en algún recodo del camino nos invadirá la asfixia: antes de morir ya estamos muertos. No es posible vivir así. Estamos entrando en un recinto sólo poblado por fantasmas. Hay que detenerse al borde del precipicio, antes de que sea demasiado tarde. Las serpientes silban allí mismo donde cantan los pájaros, y la muerte llama a la muerte. Al final de todo sólo queda la nada, y corremos el peligro de convertirnos en sombras de nuestras propias sombras.

* * *

Ahora bien, ¿cómo romper este cerco egoísta? ¿Cómo salir de este círculo asfixiante? ¿Qué faceta del Cristo eterno será capaz de conmover, seducir y salvar al hombre pagano de nuestra sociedad post-moderna, cuyo distintivo principal es el egoísmo? Como es sabido, las leyes del corazón están organizadas y orientadas hacia el interior del centro. ¿Cómo lograr que las fuerzas que connaturalmente se dirigen hacia el centro se orienten ahora hacia afuera, hacia el otro? En última instancia, una misma energía se traduce en egoísmo o amor según esté canalizada hacia adentro o hacia afuera.

La cuestión es sólo una: torcer el rumbo, dar (a las energías) una vuelta completa, una verdadera revolución, la revolución del amor, que necesariamente tendrá que recorrer el camino del martirio y la desintegración del yo.

El Amor, que es Dios, pasa sustantivamente por la personalidad de un hombre llamado Jesús, Dios-con nosotros. Y este hombre fue, ante todo, un Pobre, totalmente despreocupado de sí mismo para preocuparse sólo de los demás. Se entregó a sí mismo, para dar aliento y esperanza a los demás. En una sociedad clasista, tomó partido por los marginados, y en una sociedad puritana, por los que estaban fuera de la ley. De otra manera: Dios-Amor, encarnado en este Pobre de Nazaret, vaciado de sí mismo, desapropiado de sus propios intereses en proporciones heroicas, convertido en el hombre-para-los-demás-hombres, el hombre esencialmente abierto hacia los demás, el Disponible, integralmente dedicado al servicio de los demás..., Jesús, "es", como ya lo dijimos, la vía que va de la pobreza al amor. Tal es el Cristo capaz de cautivar y salvar al hombre de la sociedad post-moderna, el Cristo que hemos contemplado a lo largo de las páginas de este libro.

Si el Pobre de Nazaret se propuso llegar a ser "el hombre para los hombres", necesitó realizar dentro de sí mismo una inversión de fuerzas e instintos, ya que todo hombre es connaturalmente burgués, inclinado hacia sí mismo y buscador de sus propios intereses. En suma, tuvo que llegar a ser un Pobre, porque sólo un pobre puede optar verdaderamente por los pobres.

Después que del rumor de nuestros pasos surgiera el tiempo, y después de que el tiempo hubo llegado a su cénit, Cristo se hizo presente en el tiempo y, renunciando a las ventajas de ser Dios, se sometió a todas las desventajas de ser hombre, y una vez reducido a nuestra estatura, descendió incluso a los niveles infrahumanos.

Descendió al nivel de estos abismos, se abajó más todavía, hasta tocar el fondo final, el polvo de la nada, negando su propio instinto de vivir, en obediencia amorosa al Padre, cuya voluntad había permitido o dispuesto que el Hijo amado desapareciera en las ruinas de la catástrofe, sumiso y obediente hasta la muerte, y la muerte en cruz.

Aquí es donde la Libertad levantó triunfalmente su testa coronada de luz. Negándose a sí mismo, Cristo se trascendió a sí mismo. Esto es: negándose, hizo en su ser un enorme vacío, y este vacío fue para él el espacio de libertad que le permitió ser el hombre para los demás hombres. Por libre, fue disponible; y al estar disponible, pudo ser el servidor del Padre y de los hermanos. Desde la pobreza al amor.

Lo reiteramos una vez más: esa amorosa entrega a la voluntad del Padre cavó en el suelo de Jesús un vacío infinito, y lo convirtió en un territorio enteramente libre.
A través de ese vacío, como a través de un túnel, se realizó la proyección y comunicación del Dios Amor en la historia de los hombres; y ese túnel, ese vacío absoluto de sí, tiene un nombre: Jesús de Nazaret. Éste es el compendio de una historia única e irrepetible, la de la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo.

Ésta es la Respuesta para hoy y mañana.
En la vorágine del egoísmo desolador, en el camino que va del placer a la muerte, amenazados como estamos por un naufragio de valores, abocados a un suicidio que puede ser colectivo, Cristo se levanta, en medio del polvo y de las ruinas, como columna de luz y como Respuesta; como Aquel solo capaz de consolidar e integrar los huesos desarticulados. Y por este camino de resurrección, Él es el meteoro señorial disparado por los espacios y eternidades como flecha de esperanza.
Jesucristo, ¡he ahí la Solución, ayer, hoy y mañana!

Él es el único que puede resquebrajar, por medio de la revolución del amor, el viejo orden, esa torre amasada, amalgamada y coronada por las incontables hijas del egoísmo. Más todavía: esa revolución del amor no sólo puede levantar e impulsar un mundo nuevo por trayectorias optimistas, sino que —y esto es lo más importante— Cristo es el Único que puede descender hasta los abismos de nuestros miedos y, como por arte de magia, encantar nuestro "horror al vacío".

Memoria
A lo largo de los años Él fue sobre nuestros horizontes no sólo la certeza que, como una flecha, señalaba los rumbos correctos, sino también la roca solitaria entre los cerros, el lago de aguas descansadas, la nieve perpetua sobre las cumbres.

Fue, a lo largo de la vida, ese no sé qué que le daba respuesta y sentido a todo. Por Él se ha luchado, hacia Él se ha caminado, Él ha sido nuestro compañero de ruta y la ruta misma. Él, sentado bajo el arco del Umbral, continúa esperando a los combatientes con una corona de oro en las manos. Hemos apostado por Alguien, y tenemos la certeza de haber acertado en la apuesta (2 Tim 4,7).

La noche se nos venía encima, y es duro caminar solitariamente y a oscuras; pero Él se transformó para nosotros en una columna de luz, a cuyo resplandor pudimos caminar la noche entera. Un día nos hundimos en las aguas profundas, nos envolvieron las sombras, y ni siquiera se divisaban las Pléyades. Mientras tanto, los reptiles del miedo comenzaron a enroscarse a nuestra cintura, y, ¡oh dichosa ventura!, de pronto Él se transformó en una sosegada constelación por encima de nuestras cabezas; y se hizo la calma sobre el mar.

Cuando la lámpara se apague, Él será nuestro puerto final. Ahí dormirán su sueño nuestros remos cansados; ahí reposarán nuestras pasiones agitadas y nuestros sueños imposibles. Él mismo será nuestro descanso.

Hemos pasado por la vida como meteoros. Ha sido una densa historia de la que sólo algunas briznas insignificantes pasarán a las crónicas. Pero los momentos estelares, las horas de fuego, los encuentros en la cumbre, la mano tendida sobre el abismo, el aceite sobre las heridas, los pasos sorpresivos de la desolación a la consolación..., todo eso bajará con nosotros a la sepultura. Este libro es, pues, de alguna manera, una memoria. Contando con la benevolencia de nuestros lectores, nos atrevemos a hacer nuestras la palabras de san Pablo: "Creí, y por eso hablé" (2Cor 4,13).

Maran Atha
Enterrado en las entrañas de la humanidad palpita un sueño dormido, envuelto en la niebla transparente. No es una estrella apagada. Es la evocación de un Arquetipo ideal que habita y duerme en las más recónditas ensoñaciones del mundo.

La humanidad sigue soñando con Alguien que le enseñe a moverse en el laberinto de la angustia, y que, sobre todo, le muestre la puerta de salida. ¿Dónde está el Forjador? Hemos nacido aherrojados; a veces con cadenas de oro, pero siempre cadenas. Se busca un Soldador capaz de fundir esos metales. ¿Dónde está el Encantador que, con toques mágicos, transforme los ensueños en carne viva, los lamentos en canciones, el luto en danza y la muerte en vida? ¡Ya viene!

Enterrado en el alma de la humanidad duerme un sueño antiguo. ¡Ojalá estas páginas hayan servido para despertar, al menos en algunos de sus lectores, la nostalgia de ese Cristo que es el ideal eterno del alma profunda de la humanidad!

¡Ven, Señor Jesús!
Todavía Judas transita por nuestra tierra, cargando enigmas en sus hombros y mendigando de puerta en puerta un mendrugo de misericordia.

A nuestro lado camina la Magdalena, que, después de haber bebido el vinagre de la vida, no se cansa ahora de saborear el vino ardiente cuyas llamas saltan hasta la vida eterna. También Pedro se sienta a nuestro fogón para llorar, mientras Juan entona una y otra vez canciones de primavera. ¿Y qué decir de Caifás? Continúa resentido. Noche a noche se oculta entre las sombras para disparar, con su honda, guijarros contra las estrellas que brillan más que él.

Pilatos sigue pidiendo a gritos una jofaina para lavarse las manos, después de haber entregado a los inocentes en los brazos de la muerte.

Todos estamos a la espera de que descienda el Pastor de los altos cerros, con su provisión de pan y agua y aceite para las lámparas apagadas y las heridas. Y cuando haya regresado, en cada mirada divisaremos mundos desconocidos; la higuera estéril, al pie del barranco, dará dulces higos; el Pastor hará resonar su caramillo, y el mundo se apaciguará; la luz luchará con las sombras y acabará venciéndolas. Dios será una brisa en las tardes de estío. Llegará definitivamente el día de la siega, de la vendimia, de la boda y de la danza. Se abrirán las jaulas, las cadenas se romperán, se oxidarán las espadas y sólo quedarán los arados sobre los campos dilatados. Y regresará para siempre la infancia a nuestros ojos, para poder contemplar al Padre vistiendo las margaritas del campo y alimentando a los gorriones del patio.

¡Ven, Señor Jesús!