El pobre de Nazaret Cap. 5- El Pobre entre los pobres


La vía que va de la pobreza al amor.
COMENCEMOS por desplegar ante los ojos del lector dos enormes lienzos que, como llamas altísimas, darán resplandor a toda la actuación, dichos y hechos, de Jesús en este primer período:
"Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Su fama llegó a toda Siria; y le traían todos los pacientes aquejados de enfermedades y sufrimientos diversos, endemoniados, lunáticos y paralíticos, y los sanó. Y le siguió una gran muchedumbre de Galilea, Decápolis, Jerusalén y Judea, y del otro lado del Jordán" (Mt 4,23-25).

"Venid a mí todos, todos los que estéis fatigados y agobiados, y os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es ligero y mi carga liviana" (Mt 11,28-30).

¿Hay una palabra mágica que pueda sintetizar estos dos magníficos frescos? ¿Amor? Aquí está, en todo caso, latente y palpitante, el misterio viviente del Pobre de Nazaret: la vía que va de la pobreza al amor. Con ello, ¿no habremos tocado la zona más profunda de Jesús? Todo comienza por un "corazón pobre y humilde". Jesús tenía una música secreta que sonaba en su corazón como una melodía de fondo, y que volvía a resonar incesantemente como un cantus firmus.

Tenía una idea clara de vocación, como si tuviera fijada en su mente su propia 'imagen, que correspondía a la figura y destino de una  persona, no necesariamente histórica, imagen contemplada y asumida desde los días de su juventud: la figura y destino del Ebed-Yahvé, el Siervo de Yahvé.

Ahora bien, un Pobre de Dios es un hombre libre. El que nada tiene y nada quiere tener nada puede temer,  porque el temor es un haz de energías desencadenadas para la defensa de las propiedades y apropiaciones cuando el propietario las siente amenazadas. Pero a un Pobre como Jesús, que no ha hecho otra cosa que barrer hasta con los vestigios de su sombra, y que se ha dedicado a extirpar afanes protagónicos, sueños de grandeza, sutiles apropiaciones..., a este Pobre, ¿qué le puede turbar? 

Por eso vemos a Jesús como el profeta incorruptible, el testigo insobornable, absolutamente libre frente a los poderes políticos y autoridades religiosas, frente a los amigos, seguidores y familiares, frente a los resultados de su propio ministerio, incluso frente a la ley y la religión oficial.

Ahora bien, de un hombre libre nace un hombre disponible, porque gracias a ciertos mecanismos misteriosos se hacen presentes en nosotros ciertas constantes, como  por ejemplo: de la negación nace la afirmación; del desprendimiento, la donación; de la pobreza, el amor; de la  muerte, la vida. 

En suma, las energías connaturales encadenadas a la argolla del egoísmo, una vez desenganchadas y libres, quedan disponibles para el servicio de los demás. Y así nace el Servidor: si el profeta no comienza por desprenderse, despojarse, desapropiarse, esto es, hacerse pobre, no puede servir a nadie; por el contrario, sutil y camuflajeadamente, se sirve de todo y de todos.

Por ejemplo, un profeta puede desvivirse por el pueblo, pero eventualmente, y sin advertirlo, podría estar transformando al pueblo en una plataforma para auto proyectarse y sentirse él mismo realizado: parecía que servía al pueblo, y se servía del pueblo.

¿Conclusión? Sólo un hombre puro, sólo un Pobre puede servir a los pobres. ¿Cuál es, pues, el misterio final, y viviente del Pobre de Nazaret? La vía que va de la pobreza al amor. En otras palabras, ¿quién es Jesús de Nazaret? Alguien pobre-libre-disponible-servidor, que ha recorrido el camino de la pobreza al Amor.

* * *

¿Con quién ejerció Jesús su misericordia y su servicio?
 Con los pobres, preferentemente. Pero la palabra pobre era una expresión ambigua en aquella época, y en cualquier época; y entonces, ahora y siempre evoca un mosaico enorme y multicolor que incluye a todos los carentes de categorías personales.

Pobres eran los perseguidos, los leprosos, los agobiados por toda clase de necesidades y problemas cotidianos, las multitudes errantes y hambrientas, los ignorantes en materia de la Ley.

Pobres eran los enfermos, ciegos, lisiados, inválidos, cojos, paralíticos.

Pobres eran los pecadores, las mujeres de vida dudosa, los recaudadores de impuestos, los poseídos de espíritus inmundos.

Pobres eran los pequeños, los insignificantes, las mujeres en general, los niños. 

Ésta fue la ancha plataforma sobre la que Jesús extendió sus brazos de misericordia y derramó a manos llenas salud y pan.

La primera reacción del Pobre ante los sufrimientos de los pobres era la de la compasión; y la compasión —término equívoco también— es un movimiento vital estremecido, que se origina y sube desde las profundidades, desde los intestinos y el vientre: algo visceral, que afecta a todo el sistema neurovegetativo, como un río que fluye por las entrañas y, en general, se refleja en todas las zonas somáticas donde existen grandes acumulaciones de fibras nerviosas, como el corazón, el estómago, los pulmones, los intestinos.

La compasión puede ser también fruto de una determinada manera de ser. Bien sabemos que Jesús era sensible por temperamento, hasta derramar lágrimas. El ser humano, sin embargo, puede llorar también por sí mismo, de autocompasión. Pero en la verdadera compasión se da esencialmente un olvido de sí, como en el caso de Jesús, que, cuando se estremecía, y en ocasiones lloraba, lo hacía siempre por los demás.

Necesitaríamos muchas páginas para comprobar que, pobre como era, Jesús era incapaz de autocompasión, y no se preocupaba para nada de sí mismo, como en los acontecimientos de la Pasión. En suma, la compasión es una pasión despertada por el dolor ajeno, una reacción de simpatía de un corazón salido de sí y vuelto hacia el otro, una emoción que deriva del hecho de sentir y sufrir con el pobre.

Véase de qué manera estas características se reflejan en los textos siguientes: Mt 14,14; 9,36; Mc 6,34; Lc 7,13; Mc 1,41; Mt 20,34; Mc 8,2. La compasión, por otra parte, no es sólo un sentimiento; es, sobre todo, el motor que impulsaba a Jesús a dar pasos concretos y prácticos hacia la solidaridad y misericordia: utilizaba en su poder, mediante intervenciones extraordinarias, para eliminar o solucionar aquel mal que tanto le apenaba, transformándose de esta manera en un liberador de todo sufrimiento, en un redentor de todo dolor.

De aldea en aldea
Aquella mañana los discípulos volvieron a sus hogares, pues llevaban muchos días lejos de sus familiares. Jesús, solo, se puso en camino con el propósito de visitar algunas aldeas y esparcir al viento la semilla de las buenas noticias. Se habían abierto las fronteras del espíritu, y brillaba una nueva aurora. Era una mañana especialmente calurosa; así y todo, Jesús lucía muy animoso.

Después de avanzar algunas leguas, extendió su mirada y un círculo de montañas onduladas y verdes se ofreció a sus ojos. El espectáculo acreció el gozo de su alma. Allá arriba, sobre una colina, resplandecía al sol la aldea que habría de permanecer irreductible al mensaje de Jesús: Corozaín. Al otro lado, en la parte opuesta del lago y recostada sobre sus aguas, podía distinguirse claramente Gerasa. Más adelante, también arrimada al lago y entre brumas, se podía divisar Betsaida. Al fondo, Cafarnaún. De este lado, Magdala. 

También a la orilla del lago, Herodes Antipas acababa de erigir la moderna y suntuosa ciudad de Tiberíades, en honor del emperador Tiberio, pero no hay constancia en los Evangelios de que Jesús hubiera pisado el empedrado de sus calles. En torno de este lago deambuló Jesús, peregrino e itinerante, de aldea en aldea, durante dos años aproximadamente, sin dejar de hacerse presente también en otros poblados de Galilea. Se cree que estas primeras correrías apostólicas las realizó Jesús sin la compañía de sus discípulos.

Continuó el Pobre caminando entre olivos, higueras, almendros y palmeras. Abundaban también por aquellos parajes los pinos de poca alzada. Y de pronto, erecto como una espada, emergía algún ciprés, que parecía incrustarse en el azul. De cuando en cuando, en la mañana calurosa, Jesús descansaba a la sombra de un árbol.

Muchos habitantes de estas aldeas habían subido, en peregrinación a Jerusalén con ocasión de la fiesta de Pascua, y acababan de regresar. En la capital habían tenido la oportunidad de observar, no sin cierto orgullo, cómo un coterráneo suyo, ante el estupor del país entero, había realizado un gran despliegue de poder en hechos y palabras; y esta noticia había volado de boca en boca; por lo que los galileos no podían menos de estar sumamente orgullosos de su compatriota. Se puede decir que, al hacer Jesús sus primeras apariciones en las aldeas de Galilea, el escenario estaba ya preparado, y encontró una recepción muy favorable (Jn 4,45). Este hecho explica, en parte, el entusiasmo que sus primeras actuaciones despertaron en el pueblo.

* * *

Al entrar en Magdala, los vecinos lo reconocieron de inmediato; corrió la voz, alzaron los brazos gritando la noticia, y muchos aldeanos se fueron reuniendo espontáneamente en la plaza. Se encaramó Jesús sobre una piedra, y, rememorando el estilo y las insistencias del Bautista, comenzó a hablarles.

—Se ha cumplido el tiempo —les dijo—. He llegado hasta vosotros con unas llaves en la mano; son las llaves del Reino. Desde hoy sus puertas están abiertas, y vengo a invitaros a que ingreséis a su recinto. ¿Qué hacéis vosotros con un vestido gastado por el uso y deteriorado por los remiendos? Naturalmente, lo cambiáis por otro vestido. Lo mismo sucede con los pensamientos. ¿Qué hacéis vosotros si la sal pierde su sabor? La arrojáis al estercolero, ¿verdad? Asimismo, los pensamientos viejos, gastados y carcomidos por la polilla, no sirven para nada; arrojadlos, pues, a la basura y sustituidlos por otros pensamientos nuevos.

He llegado hasta vosotros —continuó— con un saco de novedades, pero no las vendo, sino que las suelto al viento: bienaventurados los que las atrapen y guarden. ¿Saben qué hizo un loco? Encendió una lámpara y la escondió debajo de la mesa. Si vosotros construís una ciudad en lo alto del Tabor, en verdad os digo que desde todas las aldeas diseminadas por la planicie de Esdrelón la contemplarán y admirarán. Vosotros sois la luz del mundo; si ponéis su luz sobre un candelabro de oro, en verdad os digo que toda la estancia y los que en ella estén resplandecerán como el oro. Dios es padre de todos vosotros, y todos vosotros sois hermanos. Si los hombres que provienen de un mismo seno materno se llaman hermanos y se aman, cuánto más los que nacieron de un mismo espíritu. Renunciad a los hábitos viejos y acoged las nuevas noticias e ingresad resueltamente en el Reino, porque sus puertas están abiertas de par en par.

Los vecinos de Magdala no sabían qué decir ni a dónde mirar: el asombro los dejó mudos, pero sus propios rostros reflejaban la fascinación que les había producido este joven predicador. La noticia de la aparición del nuevo profeta fue rebotando rápidamente de aldea en aldea, en torno al lago, como una onda expansiva.

En las primeras semanas, la actuación del Maestro tenía lugar preferentemente en las sinagogas.

Esta institución —la sinagoga— tenía orígenes lejanos y sorprendentes. Antes del exilio, el único lugar de encuentro del pueblo de Dios para escuchar la palabra era el templo de Jerusalén. Una vez en el exilio, lejos de Jerusalén y su templo, los judíos se reunían nostálgicamente bajo los sauces de los ríos de Babilonia; en los comienzos, simplemente para encontrarse y evocar su patria. Poco a poco, en estas reuniones o asambleas (que eso quiere decir sinagoga), para mitigar su nostalgia, comenzaron a cantar canciones de su tierra lejana. Muy pronto, en lugar de reunirse bajo los sauces llorones comenzarían a congregarse en edificios construidos con ese fin. Más tarde, con el correr de los años, fueron introduciéndose la lectura y el comentario de la palabra, hasta que, finalmente, la asamblea (sinagoga) se transformó en un lugar de catequesis y oración.

En los días de Jesús, toda aldea, por muy insignificante que fuera, disponía de una pequeña sinagoga. En términos arquitectónicos, se trataba de un recinto rectangular, orientado hacia Jerusalén, capital sagrada del Reino. Las sinagogas, por lo general, permanecían siempre cerradas, salvo los sábados y días festivos. Por lo cual, Jesús comenzó a sembrar las felices noticias allí donde, de manera espontánea, se reunía un grupo de personas: en las plazas y mercados vecinales, en los prados, en los pequeños altozanos, a la orilla del lago donde faenaban los pescadores. Al principio eran pequeños grupos de agricultores, artesanos y pescadores; no asistían todavía sacerdotes o doctores. Como ya lo dijimos, en esta primera etapa probablemente no lo acompañaban a Jesús sus discípulos, a no ser esporádicamente.

En la sinagoga
El sábado siguiente se presentó Jesús en la sinagoga de Cafarnaún y se sentó entre los hombres, la mayoría de ellos pescadores. Era costumbre que los hombres se situaran a un lado y las mujeres a otro, separados ambos grupos por una hilera de columnas. Según las normas tradicionales, después de haber leído un fragmento bíblico, el archisinagogo ofrecía la palabra a los hombres para hacer comentarios y, eventualmente, esclarecimientos, y dar respuesta a las preguntas del público. Para Jesús era ésta una magnífica oportunidad de ofrecer sus novedades, pues el grupo que componía la asamblea era gente abierta y sin complicaciones. Se levantó, pues, Jesús y se instaló en el ambón ante la expectación general. Para la mayoría de los asistentes era un desconocido, por lo que fue recibido con particular curiosidad. Unos pocos, sin embargo, lo reconocieron porque lo habían visto actuar en Jerusalén. En suma, había un clima de gran expectación y apertura, en el que Jesús se sintió muy cómodo y habló con libertad.

—Se han abierto las puertas —dijo— y vengo a invitaros a ingresar en el Reino. En el otoño, vosotros entregáis a la tierra los granos de trigo; en los meses siguientes, mientras vosotros coméis, dormís y reís, el trigo, nadie sabe cómo, va escalando silenciosamente las alturas hasta transformarse en una espiga dorada. Entonces, vosotros tomáis la hoz y decís: ha llegado el tiempo de la siega. Lo mismo sucede con la palabra: alguien la siembra, pero otro Alguien silenciosamente la va transformando en el corazón del hombre en una obra buena, en un testimonio de luz.

¿Qué hacen esos individuos —agregó— bien plantados en medio de la plaza y con los brazos erguidos? Rezan ostentosamente, para que los vean. En verdad os digo: su propia vanidad satisfecha será su única recompensa. Vosotros no hagáis así. Cuando oréis, meteos en el rincón más oscuro de vuestro cuarto; el Padre está allí mismo, escondido, escuchándoos. Los que no conocen al Padre gesticulan, gritan y sueltan ríos de palabras. No así vosotros. El Padre, atento y maternal, está observándoos y sabe vuestras necesidades.

¿Hay aquí algún carpintero? También yo soy hijo de carpintero, y nosotros sabemos muchas historias; por ejemplo, tomamos un sólido madero de cedro y lo colocamos como viga maestra de una edificación. Al cabo del tiempo advertimos con horror que el soporte cruje y amenaza con quebrarse. ¿Qué había sucedido? Mientras dormíamos, la polilla lo había roído por dentro. Y, por su parte, los ladrones son capaces de perforar un muro de mampostería para robar. ¿Conclusión? Si tenéis algún tesoro, guardadlo allá arriba, donde no hay polilla ni ladrones. ¿Habéis visto alguna vez que un individuo doble sus rodillas ahora ante su señor y enseguida lo haga ante un enemigo de ese señor? No es posible. Pero, aunque humanamente fuera eso posible, en verdad os digo: no es posible servir a Dios y a su enemigo, el dinero, porque donde está tu tesoro allá está tu corazón.

* * *

La gente salió admirada de la sinagoga. Aquel día no hubo otra conversación en Cafarnaún que la intervención del profeta de Nazaret en la sinagoga. Los hombres más conspicuos de la ciudad se preguntaban unos a otros:
— ¿Quién es este hombre?; ¿de dónde ha salido tan inesperadamente?; ¡qué diferente de nuestros doctores y escribas! Este hombre habla con autoridad. ¿De qué misterioso cofre saca vestiduras tan distintas y nuevas? Las verdades eternas, al pasar por su boca, suenan como si las estuviéramos oyendo por primera vez.

Otro dijo:
—Hoy he descubierto una nueva región de mi alma.

Y un tercero, censurando a los escribas, dijo:
Nuestros escribas no hacen otra cosa que repetir textos, apoyarse en la autoridad de los otros doctores o en la tradición antigua. Éste, en cambio, se apoya en sí mismo, tiene seguridad interior y categoría moral, es la voz de sí mismo.
¡Por fin ha aparecido el esperado profeta! ¡Aleluya!


* * *

Pero no sólo fue eso. Aquel día sucedieron otras cosas memorables en Cafarnaún. Marcos (1,23-26) nos cuenta que, viviendo en el vecindario de la sinagoga, había un hombre en quien el Maligno había instalado sus reales. En una suerte de desdoblamiento de personalidad, el Maligno se comportaba con aquel hombre como un propietario que ejerce su tiranía en su propio territorio, de tal manera que aquel hombre había perdido totalmente su autonomía y hacía lo que no quería: era una situación desgarradora.

En cuanto aquel poseso vio a Jesús, sin poder evitarlo, se puso a gritar desesperadamente: —Jesús de Nazaret, ¿qué tiene que ver el día con la noche, las tinieblas con la luz? Y ¿qué tienes que ver tú con nosotros? Ya sé cuáles son tus pretensiones, atormentador de nuestra raza: has venido para sembrar ruinas y cenizas en nuestros dominios. ¡Vana ilusión! No levantarás tu Reino sobre nuestras calaveras; pondremos en tus manos un cetro de caña. ¡Impostor!, has logrado disimular lo que hay dentro de ti, has engañado a todos: en Nazaret te creen un pobre hombre, un medio hombre, solterón ridículo y anormal, vacilante... ¡Mentira! Todo es mentira. "Yo sé quién eres: el Santo de Dios" (Mc 1,24).

Hasta ese momento, Jesús había escuchado pacientemente, pero al llegar a esa horrible confesión de Satanás, se sintió invadido por un súbito terror, y también bramó con toda su voz: "Cállate, y sal de este hombre". Lo que sucedió a continuación fue monstruoso, espeluznante: aquel pobre hombre fue sacudido por un seísmo de máxima intensidad, y en medio de gritos, alaridos y convulsiones, el demonio lo dejó, quedándose el hombre tranquilo y en paz.

Quienes presenciaron la escena quedaron pasmados, sobrecogidos. En voz baja, y con cierto aire de temor, se preguntaban unos a otros: "¿Qué es esto? ¡Una nueva doctrina expuesta con autoridad! Manda a los espíritus inmundos, y éstos le obedecen" (Mc 1,27).

Ajeno a las exclamaciones admirativas, Jesús se alejó, dirigiéndose a la casa de Pedro, cuya suegra yacía postrada en cama aquejada de una altísima fiebre. El que arrojó de manera tan espectacular al príncipe de este mundo, ¿no podría expulsar la fiebre de esta enferma? "Le rogaron por ella", es decir, le insinuaron una intervención especial. Con sumo cariño, se inclinó Jesús sobre la enferma (Lc 4,39) y, después de expulsar a la fiebre, la tomó de la mano y la levantó sana. Tanto fue así que ella misma preparó el refrigerio y servía a la mesa a tan singular huésped.

No había otra noticia ni otro comentario en la ciudad que la liberación del endemoniado, cuando, por añadidura, llegaba ahora la nueva de la sanación de la suegra de Pedro. ¡Qué es esto! ¿Un profeta dotado de todos los poderes divinos entre nosotros? Sería ingratitud y falta de consideración no aprovechar esta oportunidad de oro: ¡cuántos encadenados al lecho en nuestra ciudad, cuántos ojos sin luz, cuántos brazos que parecen leños secos! Con un soplo de este profeta, hasta los huesos calcinados comenzarían a danzar. Pero era sábado. Esperemos hasta la puesta del sol, en que cesa el descanso sabático.

En efecto, al anochecer, todos los ciegos, sordos, tullidos, cojos e inválidos de la ciudad, acompañados de sus familiares, se agolpaban a las puertas de la casa de Pedro. "Toda la ciudad se había reunido junto a la puerta" (Mc 1,33).

Ante aquel espectáculo, una profunda compasión, surgida desde las entrañas, subió irremediablemente hasta la garganta de Jesús. Ahora bien, una fuerza compasiva, caudalosa y potente, junto con una fe que traslada montañas, es capaz de levantar muertos y de transformar las piedras en personas. Así pues, con infinita piedad, fue Jesús imponiendo las manos sobre cada enfermo, y de aquellas manos emanaba una energía irresistible de vida, salud y resurrección.

El entusiasmo de la gente fue indescriptible: un vendaval de delirio arrasó con la emoción y las lágrimas de la ciudad.

Pero hubo un hecho que le inquietó visiblemente a Jesús: "Y de muchos (posesos) salían los demonios gritando y diciendo: Tú eres el Hijo de Dios. Pero él les conminaba y no les permitía hablar, porque sabían que él era el Mesías" (Lc 4,40-45).

En este punto el Pobre de Nazaret fue intransigente. Sabía perfectamente de la sensible epidermis de su pueblo, de la obsesión casi enfermiza que se respiraba casi en todas partes por el Mesías político y liberador. Bastaba un fósforo para que allí hubiera un gran incendio.

Por lo demás, ya lo hemos señalado más arriba, Jesús consideró siempre como "su" tentación específica la concepción política del Mesías, y, ante todo, él mismo debía estar alerta sobre sí mismo para no sucumbir a la tentación, siempre seductora y gratificante, de un mesianismo temporal. Durante toda su aventura evangelizadora tuvo que estar cerrando el paso, con zarzas y espinos, a la seducción de un mesianismo triunfal. No fue nada fácil para él ser el Pobre de Nazaret en la línea del Siervo humilde.

Por otra parte, bastaba que Jesús, en un momento de delirio popular, consintiera en el menor desahogo de mesianismo insurreccional para que, al día siguiente, la noticia estuviera en conocimiento del Procurador romano y del Tetrarca. Todavía tenía en carne viva en su corazón la herida abierta por la suerte trágica de su amigo Juan. Marcos acaba notificándonos que, a partir de estos sucesos, "su fama se extendió por todas partes, por toda la región de Galilea" (Mc 1,28).

Los secretos más íntimos
Después de estos sucesos, la gente quedó profundamente sensibilizada; el pueblo en masa estaba dispuesto a seguir la sombra del profeta hasta el extremo del mundo. ¡Qué oportunidad —pensó Jesús— para una gran siembra! Por las aldeas diseminadas a la orilla del lago corrió la voz de que, en un determinado día de la semana, el profeta de Nazaret iba a actuar en la pradera que se extiende detrás del primer altozano, a la salida de Cafarnaún.

Cuando llegó el día, y al ver Jesús a tanta gente reunida, sintió como si un vino añejo levantara olas en su corazón. No podía disimular su alegría. Había jardines en flor en sus ojos. Les mostraré —pensaba— las laderas más secretas de mi corazón, donde está escrito el nombre de mi Padre; les revelaré los secretos más recónditos de mi alma. 
 Comenzó a hablarles lentamente, con un cierto aire de suspenso mágico.

—Hoy pueden suceder cosas nunca vistas —les dijo—: levantad una piedra cualquiera y os vais a encontrar con el Padre. ¿Habéis visto alguna vez danzar al sol? Hoy lo podéis ver en las hojas de aquel limonero. Mirad allá, a lo lejos, el lago. ¿No veis allí la risa de la luz? Hoy puede haber sorpresas: desde los rincones del olvido pueden venir a visitaros los sueños y anhelos más escondidos de vuestra vida. Andad con cuidado, porque desde debajo de la ceniza puede saltar una chispa capaz de incendiar el mundo. Dios cambió de nombre: ya no se llama Yahvé, se llama Padre. Y de Él estamos hablando esta mañana. El Padre descansa a la sombra de los álamos y en el mar profundo de sus pensamientos. Nosotros no podemos ofrecerle más que lamentos y lágrimas, pero El nos bañará en el mar de la ternura, y otra vez nos reiremos y seremos felices.

Parecía arte de encantamiento. La enorme multitud se mantenía inmóvil, absorta, prendida de la boca del Maestro. 
Continuó: 
 —¿Hay aquí algún padre —preguntó— que haya depositado una piedra en las manos de su hijo hambriento cuando éste le pedía un pedazo de pan? Entre vosotros, con frecuencia, vuelan las piedras contra el tejado del vecino. Pero con sus hijos es otra cosa. Si un niño os pide un pedazo de pescado, ¿hay alguien aquí que sea capaz de poner en sus manos una serpiente, para que lo muerda, lo envenene y lo mate? Yo los he visto matarse unos a otros con el veneno de la difamación. Los he visto morderse unos a otros como canes rabiosos.

También he visto puñales afilados, escondidos bajo el manto, listos para el asesinato de la calumnia. Unos con otros son capaces de cualquier cosa. Pero ¿con sus hijos? ¡Ah!, con sus hijos son, sin excepción, pura solicitud y cariño.

Y continuó:
¿Habéis visto alguna vez una flor que por perfumar pida un aplauso, o una estrella que por brillar reclame un premio, o un padre que por amar pida reconocimiento? Aman sin esperar recompensa, porque Dios depositó en el corazón de los padres una chispa de su fuego. Ahora bien, si vosotros, cuyo corazón no está amasado de buena levadura, sino de arcilla quebradiza; si vosotros sois capaces de comportaros de esa manera con vuestros hijos, ¿no pensasteis cómo será aquel Padre? Si lo pensarais, dormiríais seguros, despertaríais felices, y nunca los lobos rondarían vuestra morada.

El Padre hace levantarse todas las mañanas al sol para daros a vosotros calor y luz, y hace salir las estrellas por la noche para ahuyentar del corazón el miedo; ha hecho los montes altos y verdes, y los jardines muy coloridos para que vuestro corazón esté alegre y contento.

El Pobre de Nazaret estaba arrebatado por la inspiración. Era su día, el día del diluvio, el diluvio del amor. De hecho, fue uno de los días más dichosos de su vida. 
Y continuó:
Como las plantas necesitan del sol, vosotros necesitáis de su amor. He visto con frecuencia una cicatriz en la frente de vosotros: es el lenguaje de la angustia, que dice: ¿qué comeremos, cómo nos vestiremos, dónde dormiremos? Escuchad, son necesidades primarias, y hay que trabajar. Así que, ¡manos a la obra! Y empuñemos la sierra, la garlopa, el cepillo, las mazas, los martillos, las hoces, las azadas, las redes, y vámonos al embate del pan de cada día. Lucha, sí; pero lucha con paz.

Trabajo, sí; pero trabajo con alegría. Las espinas negras de la zozobra y de la inquietud arrancároslas del corazón como clavos oxidados y arrojadlas en las manos del Padre. Antes de que vosotros salgáis al encuentro de Él, ya salió Él al encuentro de vosotros. Antes de que abráis vosotros la boca para pedir algo, Él ya está inquieto por lo que vosotros necesitáis.

Aunque siempre hayáis oído hablar de un Dios vestido de relámpagos, hoy vais a sentir que el vasto mar de su Amor os llama eternamente a su seno; y en noches de tempestad tendremos tertulias familiares en el hogar, junto al fogón, y de nuevo nos reiremos y seremos felices.

* * *

No sé por qué —continuó diciendo el Pobre de Nazaret— a los niños les gustan los nidos de los pájaros. Cuando yo era niño me sentía feliz observando las costumbres de las golondrinas. La ternura inundaba mi sangre al ver las cabecitas implumes de las pequeñas aves en el nido, con el pico bien abierto, y al ver la solicitud con que sus padres les daban de comer todo el día. Si así se comportan las aves, ¿no pensasteis qué no hará nuestro Padre del cielo con sus hijos? ¿No valéis vosotros más que una golondrina? Mirad un pedazo de pan: para poder comerlo, antes hemos tenido que sembrar el trigo, escardar, segar, trillar, moler, amasar y cocer.

¡Cuánto trabajo para obtener un pedazo de pan! Mirad ahora esos gorriones: no siembran ni siegan, y ¿quién los alimenta? El Padre. ¿No valéis vosotros más que un gorrión? Otro tanto sucede con las águilas que planean solitariamente en las alturas y con aquellas otras poderosas aves que cruzan los océanos como veloces navíos. A todos los alimenta el Padre.


Y continuó:
Aquí hay personas de elevada, mediana o baja estatura. A veces se piensa que ser pequeño de estatura es como ser pequeño en todo, y se siente vergüenza por eso, y se hacen esfuerzos inauditos para crecer siquiera un dedo. ¿Lo consiguen? Ya veis que no.

El hombre libre es aquel que sabe sobrellevar con paciencia sus cadenas. ¿Entendieron la lección? Si el pequeño aceptara su estatura, se sentiría regio como un príncipe. La felicidad no está en tener o no tener, sino en aceptarlo todo con paz. El Padre distribuye entre sus hijos los regalos y las contrariedades, y, a veces, éstas son señal de un mayor cariño, porque la contrariedad, sobrellevada con paz, es una callada tempestad que quiebra y desgaja las ramas muertas.

Levantad los ojos —
continuó Jesús— y observad detenidamente cuanto alcanza vuestra vista: advertid cómo el mirto de los cerros impregna de fragancia el viento, así como también los árboles frutales de vuestros huertos. ¿Quién podría enumerar las florecillas que gozosamente lucen en este prado? Además de ser bonitas, nos regalan su perfume. ¿Lo pensasteis alguna vez? Y esos árboles parecen poemas escritos por la tierra en el cielo.

¿Sabéis cómo se llamó el rey de las elegancias? Se llamó Salomón. Os garantizo que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, pudo vestirse tan primorosamente como las felices flores de esta pradera. Las mujeres que trabajan día y noche en su telar doméstico saben cuánto cuesta terminar un vestido. Me acuerdo de mi Madre. Pero estas flores no trabajan, no hilan, ¿quién las viste? El Padre mismo las viste primorosamente todas las mañanas.


Ahora bien, si a una flor, que no vive los años de una araucaria, sino que a la mañana brilla y a la tarde muere, así la viste el Padre, ¿qué no hará con vosotros, hijos inmortales de un Padre inmortal? Vosotros no envejeceréis ni moriréis como las flores, los cedros, los vestidos, las noticias, sino que brillaréis como las estrellas eternas en la casa de mi Padre; y Él ya tiene preparada una estancia para cada uno, y de nuevo reiremos y seremos felices.