El pobre de Nazaret Cap. 6- Confrontación


La revolución de la gratuidad
AQUÍ COMIENZA el descenso de Jesús. Como habitante de un país lejano se hizo presente en nuestra aldea. Breves fueron sus días, pero largas sus palabras. Ahora, paso a paso, comienza a descender por las aguas solitarias hasta el abismo final.

El anuncio de la buena nueva llenó de visiones el sueño de los pobres, pero, por esos misteriosos resortes del corazón humano, desencadenó también un estallido de indignación en los custodios de la sana doctrina, que constituían la autoridad central del Sanedrín; y éstos sometieron al Pobre a un asedio pertinaz de espionaje y fiscalización, hasta hacerlo rodar por la pendiente de la muerte.

De entre los conductores religiosos, fueron los fariseos quienes con mayor ferocidad se opusieron a la novedad de Jesús y quienes dispararon contra él los más hirientes calificativos. Fueron también ellos los que acuñaron ciertos estribillos y los hicieron correr de boca en boca: "comilón y borracho", "amigo de publícanos y pecadores". Ellos fueron, en fin, los que en diversas oportunidades comentaban entre indignados y escandalizados: "Éste acoge a los pecadores y come con ellos" (Lc 15,2). "Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador" (Lc 19,7).

Desde su punto de vista, tenían motivos para indignarse, y no era para menos. Lo que Jesús enseñaba, de hecho, arruinaba las normas primarias de la religiosidad popular, de las que la primera pauta era el alejamiento escrupuloso de toda comunicación con los pecadores; porque, según los fariseos, cualquier trato con los impuros era un atentado contra la santidad, porque los convertía en impuros; fuera de que la santidad, en su raíz, incluía un sentido de reserva o separación del mundo.

Bien sabían las autoridades de Israel, como, por lo demás, se lo recordaba sin cesar el Toráh, que Dios es clemente y misericordioso. Pero esta benevolencia divina, según entendían ellos, estaba reservada para los justos. Si los pecadores querían hacerse merecedores de la liberalidad divina, debían antes dejar de ser pecadores. Sólo cuando abandonaran sus desvíos y emprendieran el camino de la rectitud, sólo entonces serían objeto de la benevolencia de Dios, porque la gracia es un regalo que sólo se da al justo.

En contraste con estos principios, el amor del Padre, según las novedades anunciadas por Jesús, se ofrecía sin previas condiciones, precisamente a los desviados y pecadores. Esta novedad, como es obvio, dejaba las cosas como si el comportamiento moral no importara gran cosa a los ojos de Dios; y esto, para ellos, era extremadamente grave.

En toda religión, máxime en la teología judaica, la conducta moral calificaba de tal manera la relación del hombre con Dios que invalidaba o convalidaba la autenticidad de esa relación. Al no ser así en la religión de Jesús, quedaban invalidados los cimientos de toda religión, y, por añadidura, la novedad de Jesús, que en nuestro lenguaje llamaríamos gratuidad absoluta de la iniciativa divina, atentaba, en cierta manera, contra la ética y la moral.

Los fariseos no advertían que, poniendo condiciones al amor de Dios (si queréis recibir la benevolencia divina, convertíos primero), de hecho estaban negando el amor de Dios, porque el amor que se mueve por intereses o pone condiciones, por principio no es amor. El pensamiento de Jesús es diametralmente opuesto: si los pecadores comienzan por experimentar la misericordia de Dios mientras están alejados, pronto sentirán, como efecto de aquella experiencia, un fuerte deseo de volver a Dios. Pero el amor verdadero (de Dios) ni siquiera se propone, al amar, la mira lejana de la conversión. Dios ama porque Él "es" Amor. A esto lo llamamos gratuidad: no tiene objetivos o motivos, no pone condiciones, no busca interés o utilidad. Y esta gratuidad es la verdadera vuelta completa o revolución del Evangelio y, en su tiempo, fue el motivo central y profundo de las fricciones entre Jesús y las autoridades judaicas.

De esta novedad evangélica, expuesta con claridad e insistentemente en las parábolas, en el sentido de que Dios está interesado precisamente por los pecadores, y que éstos están tan cerca o más de Dios que los justos, de esta doctrina era inevitable que emergiera, como reacción, el escándalo, la indignación y la confrontación integral por parte de los custodios de la ortodoxia.
 
A los ojos de las autoridades religiosas judías, particularmente de los fariseos, Jesús aparecía —era de prever— como hereje, y en cierta manera como blasfemo y hasta como corruptor. Nada tiene, pues, de extraño el cerco inquisitorial que desde este momento van a tender al Pobre de Nazaret.

* * *

Jesús justificará su buena nueva con comparaciones humanas de sentido común, evidentes a primera vista. ¿Acaso la gente sana busca al médico? El médico existe, la razón de ser de su profesión es el enfermo; y, como es obvio, va en procura, no de los sanos, sino de los enfermos. El pastor no sufre ansiedad ni desvelo por las noventa y nueve ovejas que están en el aprisco bien seguras y resguardadas, sino por una sola que anda entre breñas y abismos; se desentiende del rebaño entero y se lanza en busca de la extraviada. No ha venido para prodigar cuidados a los justos, que, por cierto, no los necesitan, sino a los pecadores.

No sólo eso: Jesús invoca y recuerda de una manera insistente, como si se tratara de la esencia misma de Dios, la bondad incondicional del Padre (Lc 15,19; 18,1-8; 8,9-14) por medio de comparaciones y alegorías. Mucho más, Jesús apoya y fundamenta su propia conducta en la "conducta" del Padre. La actuación de Jesús con los últimos y despreciados es una reiteración casi fotográfica de la "mentalidad" y comportamiento del Padre. ¿Resultado? Las atenciones y desvelos de Jesús por los alejados son un signo, una manera de anunciar, mediante los hechos, que Dios es amor; es decir, en los dichos y hechos de Jesús se actualiza el amor de Dios para con los necesitados. Jesús tiene, pues, suficientes motivos para presentarse ante el pueblo como representante de Dios.

Pero hay mucho más todavía: la motivación profunda del bloqueo inquisitorial con que van a cercar a Jesús desde este momento es su predilección por el pobre en el amplio sentido de la palabras: como la riqueza, en el contexto de la teología de Israel, era signo de la benevolencia divina, y la pobreza signo de reprobación, un hombre era pobre porque era pecador, así como, a la inversa, un hombre justo era rico; era rico porque era justo.

En este juego de conceptos y actitudes, Jesús estableció una revolución copernicana: un hombre, justamente por ser pobre (pecador...), tenía garantizada la predilección divina. Esto, naturalmente, debió sonar como un estampido en los oídos de los saduceos y altos jerarcas del Sanedrín, que controlaban la riqueza de Israel. ¿Conclusión? En el fondo de la tremenda confrontación que vamos a presenciar, y en la que Jesús acabará siendo aniquilado, se agita la cuestión del pobre en el sentido amplio de esta palabra. En suma, Jesús fue eliminado por haber optado por el pobre.

Espías
Juan había desaparecido de una manera casi macabra. De esta manera, el Sanedrín, sin apenas mover un dedo, se había desembarazado de un personaje molesto. Pero he aquí que ahora aparece otro sujeto tanto o más comprometedor que su precursor, que, por las noticias recibidas, asestaba golpes demoledores contra instituciones sacrosantas como el Templo, el Sábado, la Ley, y, peor que eso, no cesaba de soltar granizadas contra la esencia misma de la teología de Israel; y, por añadidura, ostentaba poderes taumatúrgicos excepcionales, e inmensas muchedumbres lo seguían ciegamente por todas partes.

Las altas autoridades de Jerusalén, profesionales en el arte de la conspiración, organizaron una red de espionaje en torno al nuevo rebelde. Para montar esta conspiración se apoyaron, en primer lugar, en los fariseos y escribas residentes en la misma Galilea, particularmente en las ciudades más populosas, como Tiberíades, Cafarnaún, Séforis. Estos grupos clericales fueron los primeros que, por instigación y encargo del Gran Sanedrín, comenzaron a rondar en torno a Jesús, aproximadamente a mediados del segundo semestre del primer año. Más tarde, de la misma Capital bajarían exprofeso especialistas en materia de la Ley para someter a Jesús a interrogatorios más complicados y capciosos.

Así pues, los espías locales establecieron un correo diligente con el centro de comunicaciones de la Capital. Los pasos y andanzas de Jesús, lo que hacía y decía, las reacciones de las multitudes, todo se transmitía punto por punto y minuciosamente consignado al alto mando de los archivos de la Capital. Los espías se mezclaban entre las multitudes, al principio cautelosamente, por la popularidad de Jesús; fiscalizaban la doctrina y costumbres del nuevo profeta, y todo lo que, según su criterio, estuviera errado lo remitían al centro político-religioso de Jerusalén.

Eran profesionales en el arte de la polémica, sobre todo los inquisidores que bajaban de la Capital. Desde hacía siglos, la casta sacerdotal no había hecho otra cosa que buscar agujas en los pajares de leyes, prohibiciones y sutiles disquisiciones. Eran atletas extraordinarios en las lides dialécticas, artistas consumados en poner zancadillas y colocar trampas; vivían obsesionados por la ortodoxia, por las herejías; en una palabra, eran expertos manipuladores de palabras, eternamente enzarzados en discusiones por sutilezas sin sentido.

Con esta clase de gentes tuvo que habérselas el Pobre de Nazaret. Por suerte, Jesús no sólo disponía de una privilegiada inteligencia, sino que poseía también una excepcional capacidad dialéctica, como lo demostró en estas lides. No entraba en su programa el capítulo de la controversia, pero los celosos guardianes de la doctrina lo arrastraron a ese eriazo estéril e inútil, y así, desgraciadamente, largos capítulos evangélicos están ocupados por una actividad tan poco evangélica como la controversia.

El poder y el Perdón
Por aquellos días, debido al asedio de las multitudes y un tanto entristecido también por el interés rastrero de las curaciones con que muchos lo buscaban, andaba Jesús ocultándose de la gente y buscando lugares solitarios para orar. "Pero él se retiraba a lugares solitarios, donde oraba" (Lc 5,15).

  "Se retiraba": el tiempo verbal denota, gramaticalmente, hábito, costumbre: después de prodigarse hasta el límite en la atención a los necesitados, se despedía de la gente y buscaba lugares solitarios para pasar la noche en oración. Ésa era su costumbre por esa época. Pero en aquella oportunidad Jesús arrastraba el peso y el calor de un día particularmente agotador y se sentía pesado como un saco de arena. Al caer de la tarde salió de la ciudad y se dirigió, escalando cerros, rumbo a Corozaín.

La noche ya había borrado los perfiles de las cosas y cubierto la tierra; y, navegando por el firmamento, avanzaba la luna, a la que Jesús sentía casi como una presencia humana y sonriente. Se sentó y, apoyado en un viejo olivo, respiró profundamente el perfume del tomillo y la resina.

Luego comenzó a orar, diciendo lentamente: —Adonai, mi Señor, las voces de la noche ascienden hasta mi corazón, pero la voz de mi corazón asciende hacia ti. Padre mío, esta noche me siento rendido como un humilde jumento. Mañana quiero regresar a la batalla del espíritu, erecto como una torre y sonriente como el alba. Envíame cada alborada un ángel piadoso para que arranque de mi corazón los cardos y las ortigas, por si durante la noche el enemigo los hubiera plantado. Padre Santo, estoy metido en el punto exacto donde se cruzan las corrientes; no sueltes tu mano de mi mano ni te olvides cada noche de cantarme la canción de cuna, y que nunca me falte tu mirada.

Al día siguiente, muy temprano, descendió de la montaña, descansado y feliz, hacia Cafarnaún, y se dirigió a casa de un amigo donde acostumbraba hospedarse y donde, salvo los sábados, acostumbraba también evangelizar. En esta oportunidad, además del grupo general que abarrotaba la casa, estaban también "sentados fariseos y doctores de la ley que habían venido de todas las aldeas de Galilea, Judea y de Jerusalén" (Lc 5,17).

¡Nótese bien: fariseos y doctores venidos de Jerusalén!
 Jesús les dijo: —La Ley y los Profetas culminaron en Juan; el Bautista es la coronación de la primera etapa; ahora comienza la era de la buena nueva. No es un paseo, es una marcha forzada en que todos en tropel sostienen una pugna ardorosa para alcanzar la puerta de entrada; pero, ¡cuidado!, no os equivoquéis de puerta: no es la puerta ancha —ésa conduce a la perdición—, sino la puerta estrecha.

Mientras así comenzaba el Maestro su discurso, unos hombres, portando a un paralítico en su camilla, trataban de abrirse paso, forcejeando, entre la apiñada multitud que se agolpaba a la entrada de la casa. Hubo protestas y codazos. Ante la imposibilidad de cumplir con su propósito, aquellos hombres no cejaron en su empeño, sino que, haciendo gala de su creatividad, apelaron a un expediente original: consiguieron una escalera, la apoyaron sobre la pared lateral de la casa y, no sin gran dificultad, subieron al paralítico en su yacija hasta el techo; y haciendo verdaderas piruetas y acrobacias descolgaron la camilla del paralítico, sujeta con gruesas cuerdas, hasta depositarla delante de Jesús, ante la estupefacción de los presentes.

También Jesús quedó sorprendido, como los demás, en un primer momento; pero pronto la sorpresa se trocó en admiración, no exenta de emoción, al comprobar cómo la potencia de la fe es capaz de hacer saltar todos los obstáculos. Mirando al enfermo, que yacía en el piso de la habitación, le dijo afectuosamente: "Hombre, tus pecados te son perdonados". Al parecer, fallaba aquí la lógica: el paralítico no se esperaba esta "salida" de Jesús ni le interesaba, buscaba su salud. Sin embargo, según la teología judaica, un mal grave como la lepra o la parálisis, eran fruto del pecado; al remover la causa, se diría que el efecto quedaba, sin más, removido. Había, pues, una lógica.

Apenas pronunciadas por Jesús las palabras del perdón de los pecados, los fariseos reaccionaron sobresaltados; y, rasgándose las vestiduras, comentaban entre sí con voz altanera, diciendo:
¡Blasfemia! "¿Quién es éste que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?" (Lc 5,21).
Este comentario le dolió en el alma a Jesús: ser tachado de blasfemo un profeta cuya vida no tenía otro sentido ni otra pasión que soltar al viento el nombre de Dios y sus intereses..., francamente era demasiado.

 Y levantando los ojos, los miró fijamente, y los enfrentó, diciéndoles:
—Sólo los topos andan bajo la tierra. Los escombros cubren totalmente vuestros ojos y vuestros oídos; y, aunque dispongáis de todos los sentidos, nunca oiréis la canción del hortelano ni veréis los surcos del arado, porque vosotros sois como los ciegos y sordos que caminan entre enigmas. Respondedme, si sois capaces: ¿Qué es más fácil decir: tus pecados son perdonados, o decir: levántate y anda?

Un largo silencio fue la respuesta. En realidad, no había respuesta posible, porque si perdonar era privilegio exclusivo de Dios, igualmente lo era hacer andar a un paralítico. El Pobre de Nazaret tomó en sus manos la brasa ardiente de aquel desafío, y los fariseos optaron por el silencio, temiendo que este hombre fuera capaz de transformar un tronco seco en una persona.

Y ante el pasmo universal y sin dejar de mirarlos a la cara, dijo: "Pues para que vean que el Hijo del Hombre tiene poder para perdonar pecados (dijo al paralítico): Yo te lo mando, toma tu camilla y vuelve a casa". Y ante el asombro de todos, en el mismo instante el hombre se levantó, tomó la camilla a hombros y regresó a su casa. La gente, conmovida, sólo tenía un comentario: "Hemos visto cosas increíbles" (Lc 5,26).

¿Y los fariseos? Tenían motivos para caer rendidos ante la evidencia. Pero era inútil: eran como casas sin puertas ni ventanas: nadie podía entrar, nadie podía salir: corazones tapiados. Ellos hubieran preferido entrar en una sutil disquisición teológica; en todo caso, no le respondieron ni le dieron la razón. Al contrario, estaban felices, porque ahora ya tenían entre manos un chisme de grueso calibre para transmitirlo a sus colegas de Jerusalén: una blasfemia.

Las espigas de un trigal
Salió Jesús de la casa de su anfitrión rodeado de gente —y entre ellos, también sus inquisidores—, y al salir de la ciudad pasó frente a la mesa de un recaudador de impuestos, que recibía los diezmos y primicias y entregaba recibos. Era Leví, un hombre fogueado en medio de temporales de granizo, y por eso mismo impermeable a las piedras y a las flores. En efecto, como los publícanos eran blanco del desprecio popular, acababan adquiriendo una psicología particular, caracterizada por la insensibilidad y una especie de cinismo: nada les importaba. El Maestro se detuvo delante de la mesa del publicano, lo miró, no sabemos con qué expresión, y le ordenó perentoriamente: "Sígueme". Y "dejando todas las cosas se levantó y lo siguió" (Lc 5,28).

¿Cómo se explica esta instantánea reacción? ¿Que tenía el Maestro? ¿Un magnetismo, un no sé qué que seducía a primera vista de manera irresistible? ¿Se conocían ambos de antemano? El publicano, perdido en el grupo de los despreciados y rechazados, ¿habría oído a Jesús explicar las parábolas de la oveja perdida, del hijo pródigo, el programa de las bienaventuranzas, y habría quedado conmovido, convertido? ¿Habrían tenido ambos de antemano un encuentro personal? Sea como fuere, el seguimiento de Leví fue una resolución decisiva, y, como prueba de ello, organizó un banquete de despedida para sus amigos y colegas, al cual invitó también a Jesús y sus discípulos.

Con excepción de éstos, aquello parecía una congregación de pecadores, si nos atenemos a Lucas 5,29-32 y Marcos 2,15. No se hizo esperar la reacción de los fariseos: aquella fiesta les pareció una profanación, un banquete sacrílego, un festín blasfemo. Pero había algo peor: Llegaron a la conclusión de que Jesús, además de blasfemo, era un corruptor, que estaba arrastrando a sus inocentes discípulos a reuniones impías; y dedujeron que este hombre, Jesús, era un elemento altamente peligroso para la seguridad nacional y para la sagrada religión de Israel.

Así pues, ya no era necesario esperar más tiempo para plantear una acusación formal en los tribunales para descalificarlo y condenarlo; había que proceder con rapidez y acabar con el foco de infección. En consecuencia, plantándose ostentosamente a la puerta de la casa donde se celebraba el banquete comenzaron a llamar aparte a los discípulos, advirtiéndoles:
¿Cómo os rebajáis a comer con los pecadores? ¿No sabéis que el que se mezcla con los impuros es impuro? Vuestro Maestro os está arrastrando a la perdición; despertad a tiempo.

Se trataba, pues, de un intento de provocar una deserción general en el grupo. Uno de los discípulos se acercó a Jesús, que ya había entrado, y le informó de lo que estaban diciendo y haciendo los fariseos a la entrada de la casa. 

Dolorido, una vez más, salió Jesús resueltamente a la puerta y les gritó: —Misericordia quiero.
 Es una playa desolada vuestro corazón, sólo poblado de tradiciones rabínicas y juegos de palabras. Encerrados en el laberinto de vuestras formalidades, aventáis el espíritu como ceniza, y las ideas de vuestras cabezas no son sino espectros El paraíso está detrás de vuestra puerta, pero habéis perdido la llave; y así, ni vosotros entráis en el Reino ni dejáis entrar a otros. Y la llave de la puerta se llama misericordia. Os parecéis vosotros a aquellos médicos que andan detrás de las personas sanas. ¿Qué necesidad de médico tienen los sanos? Sois vosotros como las lechuzas, que en pleno mediodía se sienten perdidas, incapaces de descubrir el misterio de la luz. No me preocupan los que caminan por los surcos de las formalidades, sino los que andan descarriados entre las breñas.

* * *

La mies había alcanzado la altura de un hombre. Las aguas de abril y el sol de mayo habían engordado las espigas, que amarilleaban al sol. Un día sábado caminaba Jesús con el grupo de sus discípulos junto a un trigal. Algunos de sus discípulos sintieron hambre y, acercándose al trigal, comenzaron a desgranar espigas y comían los granos de trigo. Al parecer, era algo que hacían de una manera un tanto subrepticia.

 Pero los fariseos, que estaban al acecho siempre, los sorprendieron in fraganti, y les faltó tiempo para ir con el cuento a Jesús: —Maestro, mira lo que están haciendo éstos: robando, y, además, en sábado. 

  —En cuanto a lo primero —respondió Jesús—, ¿os habéis olvidado de lo que hizo David cuando sintió hambre: cómo entró en la casa de Dios y comió tranquilamente los panes consagrados que sólo a los sacerdotes les era lícito comer? Nuestros padres supieron distinguir entre el espíritu y la forma, mientras que vosotros seguís confundiendo la corteza y el meollo; por eso seguís combatiendo la sabiduría de nuestros padres con los sofismas de sus academias rabínicas. Vosotros sois como aquellos que pretenden reconocer el sabor del vino por el color de la jarra, y sois incapaces de escuchar el canto del arroyo porque vuestros oídos están taponados por el parloteo de vuestras propias palabras.

Y en cuanto al sábado —concluyó—, os digo que si consiguierais empinaros un codo por encima de vuestros miopes preconceptos, veríais al Hijo del Hombre cabalgando a caballo del sábado como su dueño y señor absoluto.

No nos dicen los Evangelios cuál fue la reacción de los fariseos ante este feroz —a su entender— asalto al intocable y sacrosanto castillo del sábado, que valía tanto como reducirlo a escombros. Hubiésemos esperado de su parte una terrible explosión de ira, con un desgarramiento de vestidura. Pero nada de eso sucedió. En el fondo, no les interesaba aclarar, ni siquiera confrontar, ideas. Lo único que pretendían era arrinconar a Jesús contra las cuerdas y ponerlo en tal aprieto dialéctico que, en el apuro, él se viera obligado a contestar con despropósitos de tan grueso calibre —a su modo de entender— que pudieran transmitírselos puntualmente a los altos mandos de Jerusalén. Esto es lo que sucedió, y ellos estaban felices con los resultados.

* * *

Era otro sábado. Jesús, como de costumbre, se dirigió a la sinagoga de Cafarnaún. Pero lo que iba a suceder este día, en el contexto de Lucas (6,6-11) y Marcos (3,1-6), tenía las características propias de un complot. Había en la sinagoga un hombre que tenía un brazo paralizado. Marcos nos dice significativamente que los doctores y escribas "estaban al acecho a ver si lo curaba en sábado, para poder acusarlo". Este texto está indicando, por un lado, la alta tensión de la escena y, por otro, que las hostilidades habían alcanzado alturas irreconciliables. Más aún, el contexto del episodio nos descubre dos nuevos aspectos: que el hombre del brazo tullido, con toda probabilidad, había sido llevado expresamente por ellos, como la pieza clave del complot; y que Jesús tenía conciencia clara de sus intenciones y de lo que se traían entre manos.

El amor y la misericordia estaban para Jesús por encima de todos los prenotandos y apriorismos. Por otra parte, tenía la clara percepción —y no se equivocaba— de que en esta ocasión lo que pretendían sus enemigos era enredarlo en sus miserables juegos de sofismas, cuya clave era la letra que mata, y, por añadidura, disponer de un nuevo argumento para acusarlo. Percibía claramente que todo lo que él significaba (en una palabra, la misericordia del Padre) quedaba desventuradamente arruinado en nombre de la casuística.

Por todo lo cual, y sin poder evitarlo, sintió un profundo malestar y que un desconocido sentimiento de indignación se hacía presente en su alma; y, sin esperar a que ellos lo provocaran, él mismo tomó la iniciativa para descalificarlos; y en primer lugar se dirigió al enfermo, ordenándole: "Levántate y ponte aquí en medio". El hombre se levantó y se puso en medio, entre Jesús y el público. Después, mirando fijamente a sus contradictores y desafiándolos, les preguntó: "¿Es lícito en sábado salvar una vida en vez de destruirla?"

Con esta pregunta, Jesús los metía en un callejón sin salida y quedaban atrapados, como conejos, en su propia trampa. En el fondo de la pregunta —Jesús y sus adversarios lo sabían— se encerraba el siguiente razonamiento: ¿Quién había instituido el sagrado precepto del sábado? Dios, evidentemente.
 Y esta otra pregunta: ¿Quién había establecido y, por consiguiente, quién era el dueño de las leyes del universo? Dios, sin duda, ¿Quién puede abolir una ley natural? Sólo Aquel que la dictó: Dios. ¿Conclusión? Si una ley natural es neutralizada en un momento dado, esa suspensión es obra exclusiva de Dios, y, por consiguiente, el que es dueño de las leyes naturales es también el dueño del sábado. Esta lógica férrea sostiene el entramado de la contienda dialéctica entre Jesús y sus adversarios. Estos, era obvio, no tenían en donde agarrarse, estaban perdidos, y no les quedaba otra salida que la evasión por el atajo del silencio.

"Pero ellos se callaron". Fue un silencio tenso, compacto, comprometedor. En medio de este silencio, tan breve y tan largo, una borrasca anegó el alma de Jesús. En su misericordia, literalmente infinita, se le derretían las entrañas tanto por un gusano como por una pecadora pública. Lo que le resultaba imposible de digerir era la autosuficiencia, la hipocresía y el orgullo de los que se decían representantes de Dios. En este instante, pues, sentimientos ignotos se desataron en su corazón como tempestad en alta mar.

Y Marcos nos entrega este terrible versículo: "Entonces, mirándolos con ira y dolorido por la dureza de su corazón..."

Expresión desusadamente fuerte. Arterias reventadas y válvulas rotas esparcidas por todas partes se podían advertir en las planicies de Jesús. Una bandada de cuervos levantó el vuelo graznando rabiosamente. Jesús fue, en ese momento, un valle incendiado en donde sólo quedaron, como residuos, piedras, rocas de sílice y zarzas. Fue la primera y única vez que el Evangelio divisa en los ojos de Jesús sentimientos de ira. ¡Cómo le dolían las maquinaciones orgullosas que pretendían neutralizar su programa de salvación!

"... Dijo al hombre: Extiende tu mano. Él la extendió, y quedó restablecida su mano. En cuanto salieron los fariseos, se confabularon con los herodianos en contra de él para tramar cómo eliminarlo" (Mc 3,6).

Es la primera vez que aparece explícitamente en el Evangelio la intención premeditada de asesinar a Jesús. Fue la lucha de la luz contra las sombras en el tenebroso desfiladero de la sierra. Fue la típica reacción de los miserables: al sentirse derrotados en el terreno de los hechos y de la dialéctica, en lugar de abrir los ojos y reconocer la verdad, intentar la eliminación física.
El odio ha desbordado los cauces. Nubes negras, preñadas de granizo, asoman a los horizontes. La descarga será cuestión de tiempo. La cruz está a la vista, los días de Jesús están contados.

Adúltera
Puede romperse la rueda del molino, pero la corriente de agua sigue su curso hacia el mar: había sido ruda la batalla, pero el combate continuaba; los volcanes habían reventado, los ríos se habían desbordado; el Pobre estaba agitado, malherido: necesitaba sanación, consolación.

Como de costumbre, al anochecer salió Jesús de la ciudad y de nuevo tomó el rumbo de Corozaín. Fue ascendiendo por aquellas lomas que parecían sucederse unas a otras en forma escalonada, y con las primeras estrellas llegó a aquella altura desde la que, en noches de luna, se podía divisar el lago y la ciudad. Se sentó, apoyándose en un viejo olivo. Respiró largamente, se tranquilizó, pasó por su mente la película del día, un día particularmente perturbador, y oró.

Padre —se desahogó—, cómo me gustaría escuchar en este momento una melodía de caramillo. Estoy tan dolorido.... y hasta triste. Y me invade una sensación de miedo. Me enviaste a este mundo como joven primavera en marcha hacia nuevas fronteras, pero quieren cortarme el camino, y puedo terminar como una primavera abortada por el cierzo invernal. Tengo miedo, Padre; sé que las flores perecen, pero las semillas permanecen como el eterno secreto de la vida. Pero ignoro en dónde y cuándo acabará mi sendero. Si no cae al suelo una hoja de sicómoro sin tu voluntad, mis senderos están marcados en la palma de tu mano. En estas manos he depositado mis días y mis pasos; inclino mi cabeza sobre tu corazón. Dormiré en paz y lucharé con alegría hasta cuando Tú lo dispongas.

* * *

Admirablemente descansado y muy feliz, a la mañana siguiente descendió por la cadena de cerros y lomas y, ya avanzado el día, llegó a la pequeña ciudad. Allí le esperaba el grupo de los discípulos y rápidamente se congregaron en torno a él las gentes. Muy alegre e inspirado, comenzó a hablarles.

Apenas había pronunciado algunas palabras cuando la gente comenzó a agitarse. ¿Qué sucedía? Un grupo de escribas y fariseos, seguidos de numerosas personas, irrumpieron en la concurrencia, abriéndose paso a empellones. Detrás de ellos venían dos o tres hombres arrastrando no se sabía qué. Pronto se pudo comprobar que lo que arrastraban era una mujer, que se resistía cuanto podía; y con un último empujón, aquellos hombres arrojaron violentamente a la mujer a los pies de Jesús, como si fuera un saco de arena.

Pero, en realidad, era mucho menos que eso, era un saco de escoria ultrajada. Hecha un ovillo en el suelo, curvada sobre sí misma, sollozante, escondía la cara entre sus manos... Jesús comprendió al instante de qué se trataba. Un diluvio hecho de misericordia, compasión, humanidad y ternura se apoderó de él en un momento, y lo anegó enteramente de los pies a la cabeza, y le dominó un ímpetu de gritar que apenas pudo contener: hasta las prostitutas os van a preceder a vosotros en el Reino de los cielos. Pero no era razonable proceder de esa manera, debía escuchar primero; y, no sin repugnancia, se dispuso a hacerlo.

Maestro —le dijeron—, como sabes, Moisés dejó ordenado en la ley que toda mujer casada sorprendida en flagrante adulterio fuera llevada a la plaza pública y allí lapidada. Ahora bien, aquí tienes a una de ésas. Esta mujer, casada según nuestra ley, fue sorprendida en amores prohibidos. Moisés manda que sea lapidada. Tú, ¿qué mandas? 

Es un ardid infalible, pensaban ellos, no tiene salida. Si dice que sea lapidada se hará impopular, por la crueldad de la sentencia. Si ordena lo contrario es un subversivo que pretende abolir la ley de Moisés. Jesús guardó silencio. Negros corceles cabalgaron por su alma, arrastrando el carro de un drama, y en su pantalla divina hizo su aparición otro drama, el de la mujer. 

El Maestro levantó la voz y habló así:
La verdad de esta mujer —dijo— no es la historia de un adulterio, sino la de un desengaño. Un día sus manos atraparon un sueño, pero el sueño resultó una amarga sombra. Breves fueron sus risas, largo su llanto. Le prometieron flores, pero recibió guijarros. Le apagaron la lámpara, le quebraron el cántaro, hicieron de su telar un presidio y de su hogar una tumba fría. Todos fueron con ella sordos y duros como huesos calcinados, y cayeron granizadas sobre la rosa de Sharon. Y la pobre hija de Dios fue rodando de barranco en barranco hasta una soledad poblada de ortigas. Desde el fondo del barranco la sacaron con nuevas promesas, que, a la postre, resultaron la peor de las trampas. Y aquí la tienen...

Hubo un largo silencio, en medio de una gran conmoción. Jesús levantó sus ojos y, mirando a los escribas y fariseos que habían acusado a la mujer, les dijo:
—Y vosotros, oídme. Como en un paseo triunfal habéis arrastrado por la ciudad a esta mujer, recibiendo vosotros aplausos como campeones de la moral y custodios de la ley. Y así, sobre la dignidad ultrajada y la sangre derramada de esta pobre hija de Dios habéis erigido vuestras estatuas de hombres incorruptibles. En verdad, en verdad os digo que sobre los escombros de vuestras estatuas se levantará esta hija de Dios como una columna de luz en el día de mi Padre. Y todo será obra de la misericordia.

— ¡Puras evasiones, Maestro; subterfugios infantiles! —le gritaron los fariseos—. Te hemos propuesto un caso concreto y grave de moral, y tú te escapas por los cerros. ¿La apedreamos o no?

El Pobre de Nazaret bajó sus ojos y calló; pero su silencio era un campo de batalla. Sintió ascender desde el fondo de sus entrañas un navío cargado de inspiración. Miró largamente a la mujer, que arreciaba en su llanto; miró también a los asistentes y, de una manera más insistente, a los doctores de la ley. Se concentró en su interioridad. E inclinándose lentamente hasta el suelo, con la punta de su dedo comenzó a trazar en el polvo del camino palabras y signos. La expectación era tensa, el silencio sobrecogedor, sólo perturbado por los sollozos de la mujer. Esta situación se prolongó por unos minutos, pero a los asistentes les pareció una eternidad.

¿Qué escribía o dibujaba Jesús sobre el polvo? Sin duda, las infamias de aquellos farsantes. Pero todo resultaba desconcertante en aquel singular momento: no se sabía exactamente si Jesús estaba haciendo tiempo, evadiéndose o tal vez poniendo al descubierto la conciencia de los doctores. El hecho es que éstos se impacientaron y le interpelaron diciendo:
Maestro, se dice que eres delicado hasta con las hormigas que se deslizan por el suelo. ¿Cómo es posible que a nosotros nos trates con tanto desprecio? ¡Respóndenos! ¿Recogemos piedras para lapidar a esta mujer o la perdonamos?

Jesús continuaba trazando signos y símbolos en el suelo. Ante la renovada expectación de la concurrencia, de pronto se incorporó lentamente, y luego de recorrer con su mirada a toda la concurrencia, fijó sus ojos en los doctores de la ley, todavía sin decir una palabra. 
Después, levantando su brazo derecho y señalando un punto determinado con su dedo índice, les dijo: —Ahí tienen abundantes piedras. Aquel de vosotros que se sienta sin pecado, tome la primera piedra y arrójela contra esta mujer.

Y se inclinó de nuevo para continuar escribiendo en el polvo. El más anciano de los doctores, que tenía aspecto de comandar aquel complot, se dio media vuelta y, sin decir una palabra, se fue. Lo mismo hizo otro. Luego otro... y así se fueron todos, sin decir palabra. Jesús se incorporó. Con simpatía reflejada en sus ojos, miró a la mujer; también ella levantó por primera vez los ojos y miró a Jesús, emocionada y agradecida. 

El Maestro le preguntó:
—Mujer, ¿dónde están los que te acusaban?
—Todos se fueron
—respondió la mujer.
Yo tampoco. Hija mía, vete en paz y no peques más. La justicia ha sido trascendida y sublimada por la misericordia. Habías caído en las emboscadas de los hombres porque no conocías el amor. Ahora que lo conoces, huye de los brazos de la muerte. Asómate a la aurora de nuevos mundos, y ya no habrá ardides con los que puedan atraparte los miserables. Siempre encontrarás asilo bajo mi sombra cuando la tentación quiera tenderte una trampa. Velaré sobre tus días para que tus nardos crezcan erectos frente a los embates de los espíritus oscuros; y todas las mañanas convocaré a la primavera para despertar las mejores energías de tu corazón; y el mar y el viento harán de ti un navío veloz cargado de oro, plata, marfil y ébano, en busca de playas distantes y eternas. ¡Shalom!