El pobre de Nazaret Cap. 4-1

 * * *

En efecto, Herodes Antipas, con un audaz golpe de mano, había detenido a Juan y lo había encerrado en la fortaleza de Maqueronte, situada en la escarpada cima de una colina que desciende casi en vertical hacia el profundo cañón del Mar Muerto. Poco tiempo después, Juan sería degollado. Los sinópticos nos informan de que la causa de su detención y ejecución fue la denuncia pública y fogosa por parte de Juan de las irregulares relaciones matrimoniales del Tetrarca. 

 En cambio, para el historiador Flavio Josefo la causa fue otra: "Herodes estaba asustado de la influencia de Juan sobre el pueblo. Temía que ello pudiera dar lugar a algún alzamiento, ya que la gente parecía estar dispuesta a todo por su instigación. Pensó, pues, que era mejor prevenir cualquier acción subversiva que él pudiera emprender, y se deshizo de él". 

Hay que tener siempre en cuenta la crónica inestabilidad política y el clima de agitación y rebeldía anti-romanas que se respiraba en Judea y, sobre todo, en Galilea, y que constituyen el telón de fondo que nos permite entender la mayoría de los acontecimientos evangélicos. Ahora bien, si relacionamos y conjugamos la explicación de los sinópticos con la de Flavio Josefo, nos hallaríamos en posesión de la verdad completa para explicarnos la prisión y ajusticiamiento del Bautista. Ambas explicaciones son correctas y complementarias.

Pero, aun así, no todo está dicho; faltaría otro elemento: la complicidad indirecta del Sanedrín. Ya hemos explicado por qué la presencia de Juan les resultaba molesta, por peligrosa, y cómo le enviaron una comisión investigadora para encontrar un pretexto legal y poder llevarlo a los tribunales. No habiéndolo encontrado, la acción emprendida por Herodes cumplía a cabalidad con sus secretas intenciones. Por lo demás, difícilmente podría haber procedido Herodes de esa manera si no contara con el consentimiento tácito del Sanedrín.

Estamos abundando en estos detalles porque inciden directamente en el destino de Jesús y ayudan a entender la creciente hostilidad del Sanedrín y, sobre todo, el violento final del Pobre de Nazaret. Hay dos textos significativos en este sentido: "Después que Juan fue encarcelado, vino Jesús a Galilea" (Mc 1,14). Jesús, pues, consideró la desaparición de Juan como la señal que el Padre le daba para iniciar su tarea evangelizadora. Pero hay otro texto inquietante: "Cuando Jesús se enteró de que había llegado a oídos de los fariseos (la noticia de) que él hacía más discípulos y bautizaba más que Juan —aunque no era Jesús mismo el que bautizaba, sino sus discípulos— abandonó Judea y volvió a Galilea" (Jn 1).

 ¿Qué conclusiones emergen de este texto? 
Varias.
  • En primer lugar, que el Sanedrín consideraba a Jesús muy vinculado y comprometido con Juan, y era lógico que imaginaran a los dos corriendo la misma suerte, y, en todo caso, su animadversión hacia Juan la transfirieron a Jesús desde el primer momento. 

  • En segundo lugar, Jesús presentía que su popularidad, mayor que la de Juan para entonces (cosa difícil de explicar, por lo demás), lo iba a exponer a los celos, envidias y asechanzas de los fariseos; por lo tanto, mejor dirigirse cuanto antes hacia el Norte, a su tierra. 
  • Este alejamiento estuvo motivado, pues, por el temor y la prudencia. 

  • En tercer lugar, y según los sinópticos, este alejamiento se realizó apenas Jesús se informó de la prisión de Juan. 

  • Finalmente, en esta circunstancia dolorosa, Jesús pudo tomar conciencia de un hecho: ¡con qué facilidad puede troncharse una vida y un destino! Y no puede estar conforme con la voluntad de Dios exponer inútil y temerariamente la vida sin una razón proporcional. Por eso, a partir de estos hechos advertimos en Jesús una cierta cautela.

Una mujer junto al brocal del pozo.
Tenían prisa. Abriéndose paso dificultosamente entre el hervidero de gente que transitaba por las calles de la ciudad, salieron por la puerta de Damasco y enfilaron hacia el macizo central, en dirección a la región montañosa de Samaría.
Maestro —le dijo Pedro—, estamos siguiendo un camino equivocado. Tenemos que bajar por el camino que lleva a Jericó.
—Todos los caminos son buenos si conducen a la morada donde habita un alma necesitada
—respondió Jesús.
 
En verdad, los peregrinos de Galilea, en su viaje de retorno, bajaban hasta Jericó, en un descenso de fuerte desnivel, y desde Jericó, siguiendo el curso del Jordán, avanzaban hacia el norte, remontando el río a lo largo de cien kilómetros. Había también otra ruta de retorno que pasaba por Samaría.

Maestro —observó Pedro—, cuentan los pescadores de mi tierra que en la travesía de las montañas de Samaría hay muchos asaltos a mano armada; corren peligro nuestras vidas. Dicen también que, por el odio que nos tienen, los samaritanos rehúsan frecuentemente ofrecer hospitalidad a los judíos cuando éstos se arriesgan a pasar por aquellas sierras.

—Y el viejo rabino de nuestra sinagoga
—agregó Juan— nos dijo que los samaritanos son cismáticos, heréticos y pecadores, porque, desde los tiempos del regreso del exilio, los judíos de Samaría se mezclaron con los colonizadores asirios por medio del vínculo matrimonial; por lo que, desde entonces, son considerados como espúreos y paganos.

—Tomemos el atajo más corto para llegar al necesitado
—respondió Jesús—. Sobre el polvo del camino, los ángeles de mi Padre han trazado para mí unos indicadores de su voluntad: notificar a los pobres que ellos ocupan el lugar más privilegiado en el corazón de mi Padre; romper las cadenas y anunciar a los cautivos que terminó el tiempo de la opresión; retirar el velo que cubre sus ojos, y encender dos luceros en la frente de los ciegos; repatriar a los prisioneros y comunicarles que la victoria será nuestra; y proclamar una amnistía general y un año completo de perdón y de amor.

— ¿También para los samaritanos?
—preguntó Pedro.
En verdad, en verdad te digo, Pedro —respondió Jesús—: de ahora en adelante, los samaritanos y los asirios, los galileos y los babilonios, los judíos y los romanos, todos son hermanos entre sí, porque todos son hijos del mismo Padre. De nada valen ya las coordenadas genéticas; caducaron las leyes de la raza y la consanguineidad; cayeron para siempre las fronteras divisorias y las murallas de granito; y será reducido a cenizas el nombre sagrado de patria, y el viento esparcirá sus cenizas por todos los continentes. No se construirán ya más torres con los huesos de los vencidos.

—¿También será necesario renunciar a la patria, Maestro?
—preguntó Pedro.
También y sobre todo —respondió Jesús—. En nombre de la patria se han fomentado sistemáticamente los odios y venganzas más crueles entre los hermanos; en nombre de la patria se han levantado artificiales muros de separación entre pueblos y pueblos; en nombre de la patria se han justificado, organizado y llevado a cabo guerras despiadadas de exterminio y crueles matanzas entre los hijos de Dios. 
La patria es el pretexto más fácil para sacralizar los instintos salvajes del corazón humano; la raza y la patria, no hay arietes más eficaces para fomentar toda clase de fanatismos y crueldades. 

 —Maestro, también en nombre de la religión se ha matado —agregó Pedro.
—Siento ganas de llorar al escucharte, Pedro; es el absurdo más flagrante: no fue mi Padre, fueron los hombres los que se justificaron poniendo en la boca de Dios sus instintos tenebrosos. Transferir los instintos salvajes del corazón al concepto de patria ya es una iniquidad, pero hacer esta transferencia con mi Padre es un sacrilegio, una profanación, una prostitución sacra. Me invade una tristeza mortal, Pedro, sin poder evitarlo.

—Entonces, ¿qué ganancia obtenemos con ser hijos de Abraham?
—preguntó Juan.
No he venido para los satisfechos de la Capital, sino para los proscritos de Samaría. Los que se creen elegidos serán olvidados, y los que se sienten marginados serán privilegiados. En el gran silencio descubriremos, no sin espanto, que los últimos disfrutarán de las primeras espigas; los demás, los satisfechos, son como quienes se empeñan en atrapar una tormenta con una red. ¿Acaso llamamos al médico para los que gozan de buena salud? Voy a convocar una primavera para atraer con silbos seductores a los alejados, sajar los tumores al sonido de la música, curar las heridas con aceite de compasión.
 ¿Acaso nos inquietamos por las noventa y nueve ovejas que están a buen recaudo y seguras en el aprisco? He venido por la oveja perdida y malherida: escalaré cumbres, avizoraré en los precipicios, no daré reposo a mis pies ni me entregaré al sueño hasta encontrar a la oveja descarriada. Y entonces la pondré sobre mis hombros con ternura, y regresaré al aprisco cantando y silbando, y pregonando que ella sola alegra más mi corazón que el resto del rebaño. Voy a salir en busca de los pájaros con las alas heridas y que la bandada dejó atrás. No descansaré hasta amontonar todas las tristezas, como hojas secas, para enterrarlas en el fondo del jardín. Pedro y Juan, mis amigos, ¿cuál es el nombre de Dios? Yo mismo os responderé: Amor. En nombre del Amor vámonos en busca de los despreciados de Samaría.

* * *

Continuando su camino, se enfrentaron con una topografía entrecortada por montañas, valles y pequeños arroyos. Nos hallamos ante el paisaje típicamente campestre del macizo central, llamado el camino de los Patriarcas por estar lleno de recuerdos bíblicos: Abraham, Jacob, Samuel, Saúl, David, Salomón... Desde su conquista por Josué fue entregado este territorio a la tribu de Benjamín, y a lo largo de los siglos, y con el fin de incrementar la superficie cultivable, se organizó el terreno en forma de pequeñas terrazas artificiales, en las que se plantaban olivos, higueras y vides o se sembraba trigo y cebada.
 
Pasaron por Silo, lugar sagrado en la historia de Israel, que durante siglos fue como el centro de la nueva nación porque era sede del Tabernáculo de la Alianza.
 
Llegaron al valle fértil que se extiende a los pies de los montes Ebal y Garizin. Aquí Jacob había comprado tierras cultivables; cavó un pozo de agua para su familia y sus rebaños. En este pozo se detenían las caravanas desde tiempo inmemorial. Los discípulos se fueron a la ciudad de Sicar por un atajo para conseguir algunos víveres; y Jesús se quedó junto al pozo, que tenía unos 30 metros de profundidad. Luego del regreso del exilio, cuando los judíos quisieron reconstruir el templo, los samaritanos les ofrecieron ayuda económica con ese fin, pero los judíos la rechazaron. Como reacción, los samaritanos erigieron en la cumbre del Garizin otro templo relativamente modesto, en torno al cual se desarrollaría su vida religiosa.
* * *

Era mediodía. Jesús estaba cubierto de polvo, cansado y sediento. Se sentó sobre el brocal del pozo, a la espera de que alguien se acercara para extraer agua. De pronto pudo observar la figura de una mujer que se aproximaba con un cántaro en la cabeza. Una mujer, una samaritana, una flor pisoteada por los pies de los transeúntes. Si el pensamiento de Dios es un abismo, el corazón de aquella mujer era un precipicio. Todas las piedras arrojadas sobre su superficie por todos los fariseos no fueron capaces de alterar la pureza original de sus profundidades. Su vida agitada bajo las tormentas fue más digna que la de todos los miserables que no consiguieron enturbiar la transparencia de sus aguas. Había ecos de eternidad en aquel corazón ultrajado.
 
Jesús abrió el diálogo:
Mujer, vengo de hacer un largo camino. El polvo y el sol me han dejado extenuado. Dame de beber, por favor.
—Ésta sí que es una novedad
—respondió la mujer—. Allá, hace muchos siglos, nuestros antepasados se escindieron del reino de Judá, como una rama gruesa que se desgaja del árbol. Desde entonces, un odio ciego cayó sobre las cabezas de unos y otros como plomo derretido. ¿Cómo puedes pedirme agua para beber, tú, que eres judío, a mí, que soy samaritana, cuando los judíos nos han alimentado siempre con pan amargo? Jesús, sin dejarse llevar al juego de la mujer, remontó el vuelo y trató de despertar en las hondonadas de su espíritu vislumbres de otros mundos.

—¡Si supieras el secreto del dolor y de la alegría; si me vieras inclinarme sobre la tierra desde el mirador de todos los atardeceres; si supieras quién es el que está detrás de tus sueños y quién te pide de beber, al instante, tú misma, alborozada, te arrodillarías para pedirle un jarro de agua fresca. Estas montañas y estas llanuras son pozos dormidos de agua viva que producen una eterna juventud, y yo mismo guardo las llaves de esos pozos. 

La mujer no entendió, o no quiso entender el juego por alto de su interlocutor, y, obstinada, permaneció a ras de tierra, sin la menor intención de rendirse.

—Nunca lo he medido —agregó la mujer—, pero dicen aquí los aldeanos que este pozo tiene no menos de treinta metros de profundidad; y, que, según la tradición, fue abierto por nuestro Padre Jacob cuando pasaba de Asiría a Egipto, para servicio de su familia y de sus ganados. Por lo que veo, no tienes en tus manos recipiente alguno para extraer agua. ¿Cómo podrías darme de beber de esa prodigiosa agua? ¿Acaso eres tú mayor que nuestro Padre Jacob?

Frente a la obstinación de la mujer, Jesús, no menos porfiado, le opuso su propia obstinación, incitándola a que levantara el vuelo a las alturas: 
Hija mía, para descubrir la verdad son necesarias dos personas: una que la dice y otra que la escucha. Algún lejano y ciego temor te cierra el paso a mi voz. ¿Cómo podrá abrirse tu corazón, a menos que se rompa? Viniste hoy a llenar tu cántaro de agua, pero mañana tendrás que regresar de nuevo, y así todos los días. Pero quien beba del agua que yo le doy no necesitará regresar más a este pozo: todos sus anhelos quedarán saciados para siempre. De mis fuentes brotarán torrentes de agua que saltarán de roca en roca. Mujer, soy la voz que asciende desde tu más secreta intimidad como un surtidor que salta hasta las alturas eternas.

La mujer, intrigada, pero no entregada, se encerró en un cerco de zarzas y espinos, como una rosa orgullosa, impidiéndole el paso a su interlocutor. Tenía razón. Una y otra vez había caído en las trampas de los miserables como en un crimen perfecto urdido por invisibles serpientes. Y no se fiaba de nadie. Sus propios recuerdos eran heridas abiertas que la mantenían a la defensiva; y, obstinada, no se dejaría seducir, a no ser que pudiera comprobar por sí misma que su interlocutor era diferente. ¿No sucedería así en este caso? Pero ella se mantenía a ras de tierra.
 
Es largo el camino, estoy hastiada de tanto ir y venir; qué bueno sería poder saciarse de una buena vez con esa agua prodigiosa de que hablas, para no tener que venir todos los días a este pozo. Dame, pues, de esa agua.

No había nada que hacer. Había demasiados escombros en su vida. Le resultaba imposible levantar cabeza desde las profundidades de tanta ruina. Todos somos reclusos de alguna prisión; aun así, algunas celdas tienen ventanas; la de esta mujer parecía no tenerlas. O, mejor, sus ventanas habían sido tapiadas por la acumulación de desechos. Además, si salía ahora, ¿cómo la verían los demás? Como una pura ruina. Era mejor permanecer encerrada en sí misma, arropada en su propia vergüenza.

Jesús, empeñado en salvarla de sí misma, viéndola tan irreductible, se decidió a abordarla y atacarla por su flanco más vulnerable; y, aun a sabiendas de que ponía la mano en la llaga más dolorosa, cambió bruscamente de tema y le dijo:
Llama a tu marido.

El olvido es una forma de libertad. Pero cuando el olvido es asediado por un tropel de recuerdos, todos dolientes, la libertad se convierte en un guiñapo ensangrentado. Es como cuando se cubre con una sábana blanca un cadáver en descomposición: se levanta la sábana, y aparece el cadáver con todo su horror. No queda otra solución sino cubrirlo de nuevo con la sábana, la sábana del olvido. Es lo que hizo la samaritana: cerró los ojos instintiva y enérgicamente, echando arena y cubriendo con la losa del olvido sus propios recuerdos:
No tengo marido.
 
Era un campo cubierto de zarzas, espinos y ortigas. Jesús lo sabía; pero sabía también que, para sanarlo, hay que alcanzar el tumor sin contemplaciones con el hierro candente. Así es que, a pesar de sentir tanta compasión hacia ella, Jesús, como un cazador divino, siguió a su presa por los terrenos de la ambigüedad a donde ella quería llevarlo.

Es verdad, mujer, y no es verdad —respondió Jesús—. Cinco maridos has tenido, y el actual tampoco es tu marido legítimo. En todo caso, no he venido para levantar tribunales y dictar sentencias; no he venido a disparar guijarros con la honda sobre las ovejas enfermas. Hija mía, no levantaré contra ti el índice acusador. Al contrario, vengo a anunciarte la gozosa noticia de que el Padre te envolverá amorosamente con el manto de la misericordia y te sanará con mano de ternura. 
Mujer, ¿qué diferencia hay entre el carbón y el diamante? A lo largo de millones de años, un pedazo de carbón se transforma en un fúlgido diamante. Una mujer, al pasar por las manos de la misericordia, en un instante se convierte en una reina. Por lo demás, mujer samaritana, vengo a decirte en este mediodía que, siendo el corazón de la mujer un pozo infinito, ni cinco maridos, ni quinientos maridos, ni todos los amantes del mundo serán capaces de saciarlo. Sólo un infinito lo puede colmar. Si tú lo conocieras.

Una mujer así como esta samaritana, misterio insondable donde la fortaleza y la fragilidad se dan la mano, donde no hay tumbas, sino manzanos en flor, donde hay penumbras y luces inalcanzables para el ojo humano; una mujer así, cuando se ha convencido de que no hay nada que ocultar, que todo está patente a la mirada de su misterioso interlocutor, ya no siente rubor, sino gratitud, y se entrega incondicionalmente.
Señor, veo que eres profeta.

Pero aun así, el tema que acababa de presentar la samaritana levantó en su memoria mareas y tempestades demasiado altas, y, a la desesperada, la mujer emprendió la fuga con un brusco cambio de tema:
Cuando los judíos —agregó— rehusaron con gran desprecio nuestra colaboración económica para construir el templo de Jerusalén, nuestros Padres levantaron un templo en la cima más alta del Garizin, donde adoraron a Dios de generación en generación. Vosotros, en cambio, seguís insistiendo en que hay que subir a Jerusalén. ¿Dónde se ha de adorar a Dios?

—Créeme, mujer
—respondió Jesús—, de nuevo nos reuniremos y nos daremos la mano judíos y samaritanos en un templo que no está en Garizin ni en el monte Sión. El anhelo infinito de la adoración mezclará otra vez el polvo y la espuma, no para levantar un templo de piedra, sino un templo de silencio en la última soledad del ser, en el último peldaño del silencio, en la más remota latitud del espíritu, en suma, en espíritu y en verdad. El espíritu no se puede atrapar entre las manos ni entre los muros de piedra de un templo. Los verdaderos adoradores caminarán por las sendas del espíritu y de la interioridad, estén donde estén, sea en la desembocadura de un río, en la ensenada donde despierta la aurora, bajo los cedros milenarios, en las grutas donde duermen los vientos o en el punto exacto donde luchan la luz y la oscuridad. El Padre busca esta clase de adoradores, porque Dios es espíritu. Vuestro corazón se muere de sed; pero el manantial brota en el hondón mismo de vuestro espíritu.

Las cortinas se descorrieron. 
La mujer samaritana se había enfrentado en su vida con los vientos enfurecidos de tantos desdichados que sólo buscaban saciar sus instintos. Había abierto muchas jaulas, y sabía que en el corazón del hombre no hay más que fieras enjauladas. Pero es evidente que el hombre con el que ahora se enfrentaba no era como los demás. En este momento, la samaritana parecía despertar en la aurora de un mundo lejano y distinto, y sentía deseos de hacer música y danza en el centro de ese mundo que se le revelaba de pronto.

Aquella mujer, que de tan larga experiencia había extraído tanta sabiduría, intuyó en el misterioso interlocutor de este mediodía, ¿qué es lo que intuyo?, algo como un vislumbre de eternidad, certidumbres divinas, una diafanidad que se extendía de horizonte a horizonte, una pureza de misterio... Nunca se había encontrado con un hombre como éste. Sintió por él reverencia, seducción, un impulso de caer de rodillas. Por los rumores que había oído desde su infancia sobre el Mesías, se había formado una imagen concreta de él: un hombre por encima de todo hombre. Tal le pareció este profeta, y para cerciorarse sacó a relucir el tema:
Sé que el Mesías está por llegar —dijo la mujer.
 
—Ya llegó: soy yo mismo, el que te habla
—respondió Jesús.
En realidad, la mujer no necesitaba argumentos para convencerse. Pero la explícita afirmación de Jesús acabó derrumbando todas las murallas. ¡Gran misterio! Una mujer calificada por la opinión pública como pecadora y considerada por las autoridades religiosas como despreciable y maldita..., es la primera persona a la que Jesús, con términos inequívocos, revela su identidad. Ya lo sabemos: es el Mesías de los pobres, venido preferentemente para los últimos y despreciados, los oprimidos y destrozados.

Antorcha azul
La mujer samaritana se quedó asombrada al escuchar de su interlocutor la solemne declaración de su identidad mesiánica: la noticia era demasiado sorprendente para continuar el diálogo o hacer nuevas preguntas. La mujer dejó su cántaro junto al pozo, se alejó presurosamente, y al llegar a la ciudad comenzó a pregonar a grandes voces que había encontrado al Mesías.

Cuando Jesús intercambiaba con ella las últimas palabras llegaron los discípulos con las provisiones, y se quedaron sorprendidos al ver a su Maestro conversando a solas con una mujer: era una novedad para ellos, porque no era costumbre de los rabinos entablar conversación públicamente con una mujer, ni siquiera con su propia esposa. Respetuosamente se quedaron a una prudente distancia, hasta que la mujer se ausentó.

Entonces se acercaron a Jesús, pero nadie le formuló ninguna pregunta, sino que le ofrecieron los alimentos que habían adquirido, diciéndole:
Maestro, come
La batalla que Jesús había sostenido con aquella mujer había sido intensa, y el Pobre de Nazaret estaba demasiado sensibilizado a los temas del espíritu como para que tuviera hambre.
 
Su diálogo con la mujer había estado matizado de alegorías y metáforas, y continuando en ese mismo tono, les contestó:
—Tengo otro alimento que vosotros no podéis imaginar: la voluntad de mi Padre; he ahí la delicia de mi alma, el pan y el vino que reconfortan mi cuerpo y mi espíritu.

Jesús estaba fuertemente sensibilizado, y continuó:
Soy el Pobre de Dios, el Siervo de mi Padre. No tengo nada, y por no tener nada, ni siquiera tengo voluntad propia. Les contaré una historia: Las voces de la noche ascendían dulces, serenas, eternas. Nazaret dormía aún, y soñaba; caravanas de estrellas recorrían el firmamento. 
Una antorcha azul abrió, de repente, una hendidura en el firmamento, dejando tras de sí un río de luz blanca y azul. Era el Hijo de Dios, mejor, el Pobre de Dios. La antorcha azul se irguió como un estandarte en la roca más alta de la cima más alta del mundo, dobló las rodillas, extendió los brazos y lanzó un grito que llegó a los bordes del mundo. El grito decía: "Heme aquí que vengo, oh mi Dios, para cumplir tu voluntad". Y el eco fue rebotando de montaña en montaña. Al primer eco, el invierno contestó: La primavera está en mi corazón; al segundo eco, la muerte contestó: La resurrección está en mi corazón; al tercer eco, el vacío agregó: El Reino de Dios está en mi corazón.

Jesús estaba como tomado por una viva inspiración, y continuó como definiendo su propia identidad personal: 
No soy un sembrador que esparce la semilla al viento; no he venido para rescatar a los muertos de las garras de la muerte; no he venido para esparcir flores sobre los tullidos o para limpiar a los leprosos de sus llagas. He venido para dar cabal cumplimiento a la voluntad de mi Padre. No preguntaré, no cuestionaré, no me resistiré, no me quejaré. No soy un profeta, ni un mensajero, ni siquiera un redentor. Soy un Pobre de Dios, sumiso y obediente, atento a lo que mi Padre desea. Por eso el Padre me quiere tanto, porque cumplo su voluntad. Este es mi destino, para eso he venido. Soy simplemente eso: el Pobre de Nazaret.

A lo lejos se perfiló una masa de samaritanos que, capitaneados por la mujer, se aproximaba hacia el pozo de agua. Jesús aprovechó ese momento para agregar todavía unas palabras: 
Cuatro meses más y estamos en el tiempo de la cosecha. Este proverbio, sin embargo, no entra en nuestros cálculos. Mi Padre es imprevisible y capaz de echar por la borda los cálculos de probabilidad. El viento sopla, las velas están hinchadas, y llegó la hora de la partida; el mediodía brilla en todo su esplendor y enormes campos de mies nos esperan. Ayer sembraron, hoy la mies amarillea, y vosotros estáis llamados a ser los segadores, porque, como se dice, unos siembran y otros siegan. Y tomad el laúd en bandolera, porque de la siega regresaremos cantando. Ahí tenéis la nueva mies, dijo, señalando a los samaritanos que se acercaban.

Efectivamente, entre asustados y emocionados, llegó un numeroso grupo de samaritanos. Jesús, consciente de la eterna rivalidad entre ellos y los judíos, los acogió con una cordialidad especial. Les habló largamente. Ellos quedaron absolutamente subyugados, y decían a la mujer:
No es por tus palabras, nosotros mismos hemos comprobado que éste es el Enviado

Y le invitaron a quedarse unos días con ellos. Y él, que había venido a este mundo en busca de los últimos, consecuente consigo mismo y con su misión, se quedó dos días con ellos.

El camino hacia el lago.
A partir de allí se internaron en el estrecho paso que se abre entre los montes Ebal y Garizin, distantes el uno del otro como unos cien metros, montes legendarios cuyos nombres se remontaban a los primeros años de la instalación de Israel en la tierra de Canaán. A Jesús se le veía animoso, alegre, como quien se enfrenta con una segura victoria.

Pasaron por Datan, lugar de evocaciones trágicas, donde se consumó el ignominioso crimen de la venta de José por parte de sus hermanos (Gen 37, 17ss). Se detuvieron para descansar. Al evocar este suceso bíblico, una corriente de tristeza se apoderó del corazón del Pobre. A causa de su gran sensibilidad, estas evocaciones le hacían daño, y no pudo evitar un desahogo. 
Les dijo: 
Le llamaban soñador; pero no era más que la hierba amarilla y venenosa de la envidia. Era José, hijo de la ancianidad, y, por eso mismo, el preferido de su padre, que le había comprado una túnica de mangas largas; pero sus hermanos no podían soportar esta predilección. 

En una oportunidad —continuó Jesús—, estando los hermanos pastoreando en una región muy apartada de la casa, urdieron un complot para asesinarlo; en última instancia, lo vendieron por veinte piezas de plata a una caravana de ismaelitas que iba a Egipto; y éstos se lo llevaron consigo a aquel país. Sin embargo, mi Padre juega con los proyectos de los hombres y sabe sacar bienes de los males: el crimen de los hermanos dio origen, con el tiempo, al nacimiento del pueblo elegido.

Se levantaron y continuaron el camino en silencio, conmovidos. Al evocar tan dramática historia, Jesús aprovechó la oportunidad para entregarles una lección:
 "Oísteis que fue dicho a nuestros antepasados: no matarás; y aquel que mate será reo ante un tribunal. Pero yo os digo: todo aquel que se encolerice contra el hermano será también reo ante el tribunal".

 He venido a encender entre los hermanos una hoguera de amor. He venido a este mundo a levantar y extender puentes entre los hermanos, y de las ovejas dispersadas por la tempestad a hacer un solo rebaño.
 Desde ahora esparciré a los cuatro vientos palabras de amor, pero mis palabras naufragarán en el corazón de vosotros si el egoísmo agita las aguas de sus lagos. Reptiles venenosos levantan la cabeza desde las oscuras guaridas para escupir su veneno, el veneno de las envidias, sentimientos de vinagre, hiel amarga, aversión y antipatías de hermanos contra hermanos. ¿Qué hacer para cercenar las cabezas de los áspides? ¿Cómo arrancar de cuajo los espinos, las cizañas y las ortigas, para que florezca en el campo tan sólo la planta del amor? Amaos unos a otros. Derribad las altas murallas que las rivalidades levantaron entre hermanos y hermanos.

* * *

Continuaron atravesando las blancas tierras samaritanas, dejando atrás paulatinamente las serranías y altozanos cada vez más bajos, hasta llegar a la ciudad bíblica de Enganem. En este poblado, las fuentes, las piedras, las casas resplandecían y reían felices. Muy pronto se internaron en la hermosa planicie de Jezrael, flanqueada por los bíblicos montes Gélboe, y todo estaba perfumado de hierbas aromáticas, mirto y albahaca.
 
De nuevo, el espíritu de Jesús se pobló de golondrinas, y una estimulante alegría se apoderó de su alma. Les dijo:
Levantad los ojos y contemplad el valle espléndido. Galilea es un trigal dorado. La mies es abundante. Llegó la hora de la cosecha, preparad los graneros para el trigo, jarras para las aceitunas, toneles para el vino nuevo. Bienaventurados los pies de los que caminan por los montes anunciando un reino de paz. Ya llegamos, Galilea, ya llegamos a tus umbrales con el anuncio del nuevo reino. Queremos caminar junto a los que caminan, no queremos quedarnos a la vera del camino para mirar el cortejo que pasa.

Se le veía radiante al Pobre. Estaba en vísperas de iniciar una gloriosa campaña de evangelización en torno al lago de Genezaret. Estaban todavía a varias leguas del lago, y quiso aprovechar el trayecto para dar rienda suelta al gozo de su corazón:
No podemos permanecer sentados —les dijo— a la sombra de la tranquilidad. Amor que no está dándose continuamente está muriéndose lentamente. Hay cizaña en el campo, rojas amapolas levantan su cabeza sobre el trigal. Ésta es mi angustia, éste es mi problema: ¿Cómo hacer desaparecer de la tierra la mentira y la injusticia sin hacer desaparecer a los mentirosos e injustos? Éste es mi problema. Velaremos para que las plantas crezcan sanas y fuertes frente a los embates de los espíritus oscuros. Los melancólicos gozan lamentándose, los oprimidos con la conmiseración; nosotros no iremos ni con lo uno ni con lo otro, sino con la misericordia, que quiere decir: sentir con el corazón y ayudar con las manos. A veces siento un golpe en el corazón que me dice que todo podría terminar en una tragedia sin música, como en el Maqueronte.

Pero con un gesto de su cabeza el Pobre ahuyentó tan sombrío pensamiento, y dejó que la alegría lo inundara de nuevo. Habían llegado a la orilla del lago, y la epopeya comenzaba.

Fases de la vida pública.
Una recomposición de la vida pública de Jesús es imposible. Ningún evangelista ha pretendido clasificar los recuerdos sobre Jesús por medio de un esquema cronológico. En cambio, sí parece posible determinar las distintas fases generales de su actuación.
 
Un despliegue espectacular, mediante la predicación y las obras de misericordia, en Galilea, durante dos años aproximadamente, actuando al aire libre, en plazas y mercados, en la sinagoga. El pueblo se adhiere masiva y apasionadamente a la persona y al mensaje de Jesús. Se tiene la impresión de que el pueblo entero va a "entrar en el Reino". Se proclama el Sermón del Monte, como una síntesis de todo su mensaje. Jesús asocia a su obra a un grupo de discípulos, a los que, con instrucciones prácticas, envía a las primeras campañas apostólicas. Fue la fase gloriosa y gozosa.

Crisis.
 El éxito disminuye sensiblemente. Se advierte cansancio. Crece manifiestamente la hostilidad de las autoridades religiosas, que someten a Jesús a continuos interrogatorios. El Maestro cambia de método: comienza a hablarles en parábolas y parábolas apocalípticas, cuyo contenido, un tanto misterioso, sólo los iniciados pueden comprender cabalmente. En el trasfondo de estas parábolas se puede advertir que existe una fase trágica en la construcción del Reino, y en la lejanía, entre brumas, ya se vislumbra la silueta de la cruz. La gente, un tanto decepcionada, se va retirando.
 
Formación de los doce. 
Jesús rehúye visiblemente las grandes manifestaciones. Lo vemos desalentado, incluso un tanto desorientado e indeciso, no sabiendo exactamente cómo continuar su obra, qué iniciativas tomar. Se ausenta del país para reflexionar y dedicarse a la formación intensiva de sus discípulos. Anuncia la pasión. Sube a Jerusalén. En lugar de rehuir, enfrenta la batalla, aun previendo el desenlace fatal.
 
Desastre final del profeta.
 Envuelto en una atmósfera tensa, en medio de una fragorosa polémica con las autoridades superiores y ya en un choque frontal con ellas, lanza Jesús una apelación profética a su pueblo, que está perdiendo su última oportunidad para cumplir con su vocación y destino. Maldición de la higuera, sermón escatológico.

Se organiza una conspiración sincronizada entre las autoridades religiosas y civiles, y el profeta desaparece en la pira de un desastre, traicionado, abandonado, solo.