El pobre de Nazaret Cap. 4- Los primeros pasos

Llegó Jesús a las cercanías del lugar donde Juan solía predicar y bautizar, pero, para su sorpresa, allí no había nadie. La informaron que el Bautizador, con sus discípulos y seguidores, se había trasladado a la ribera izquierda del Jordán, a la localidad llamada Betania, en el territorio de Perea, jurisdicción de Herodes Antipas.

Allí se dirigió Jesús, feliz como un amanecer. Y, a pesar de que su rostro estaba consumido y su piel ajada, una dicha que no podía disimular asomaba a aquel rostro curtido. Cuando Juan lo vio llegar no pudo evitar una reacción explosiva: —"Aquí llega el Cordero de Dios, el que quita los pecados del mundo" (Jn 1,20). 
Israel —continuó Juan— ha degollado en la ruta de los siglos millares de millares de corderos para expiar las demasías del pueblo, pero ahí tienen al Cordero único que tomará sobre sí los excesos de los hombres y, con su inmolación, saldará las deudas y satisfará de una vez para siempre las culpas de la humanidad.

El Bautizador, pues, encuadraba al Pobre de Nazaret, con colores y rasgos enérgicos, en el marco del Siervo Doliente; y de esta manera confirmaba solemne y públicamente las convicciones que el Pobre había concebido, madurado y asumido en el desierto sobre el carácter y la figura del mesianismo que estaba llamado a encarnar.

¿Habría permanecido Jesús, en esta oportunidad, algunas semanas o meses en el discipulado de Juan? El cuarto Evangelio coloca en este período las escenas de incorporación y seguimiento de los cinco primeros discípulos, con narraciones llenas de viveza, frescura y colorido (Jn 1,35-51). 
Aquellos galileos, seguidores de Juan, que buscaban desesperadamente un conductor mesiánico de su propia tierra, después de escuchar a su Maestro que Jesús era "el que debía venir", ¿qué necesidad tenían de seguir buscando a otro?; aquí tenían a un paisano señalado como el Enviado nada menos que por su propio Maestro, el Bautizador. Así es que, sin más averiguaciones, estos cinco galileos se adhirieron ardientemente a Jesús, proclamándolo efusivamente como el Mesías esperado.

No cabe duda, sin embargo, de que en esta efusión de los cinco primeros discípulos comenzaba a escucharse el preludio de la sinfonía trágica del Pobre de Nazaret; porque la palabra Mesías, en la boca y en la mente de sus discípulos, tenía resonancias exclusivamente político-militares, y concretamente antirromanas; de manera que, cuando se comunicaban unos a otros tan alborozadamente "hemos encontrado al Mesías", estaban proyectando sobre Jesús sus propios sueños terrenos. Nos preguntamos: ¿por qué Jesús no rectificó desde el primer momento aquellas delirantes fantasías? No lo sabemos. Tal vez el Pobre calculaba que durante el discipulado se irían modificando paulatinamente aquellos preconceptos.

* * *

Sea como fuere, podemos establecer aquí algunas conclusiones. En primer lugar, para este momento, después de observar cómo Juan contaba con un grupo de discípulos, formados según sus ideas y convicciones, y comprometidos a llevar a cabo la misma actividad misionera que su Maestro, también Jesús habría visto la conveniencia, y estaba decidido a hacerlo, de agrupar a su alrededor y formar a algunos jóvenes discípulos que un día transmitieran su mensaje.

En segundo lugar, sea por la Voz del río, sea por los testimonios de Juan, sea por aquel no sé qué cautivador que se desprendía de su persona, Jesús, para este momento, ejercía un fuerte protagonismo en el grupo de los seguidores de Juan, para bien y para mal del mismo Jesús.

¿Por qué para mal? Al comienzo del capítulo 2 dejamos abierto esta interrogante: ¿Cómo se explica que Jesús, una personalidad pacífica, hubiera suscitado a su paso, en tan breve lapso de tiempo, una tan alta conflictividad que las autoridades de Israel, como reacción, fueran capaces de arrinconarlo contra las cuerdas y reducirlo a ceniza?

 La clave de toda esta conspiración en torno a Jesús está aquí, y es la siguiente. La fama de Juan había llegado a Jerusalén: las noticias sobre el impacto que causaba en las gentes, las multitudes que arrastraba al desierto, inquietaron profundamente a las autoridades de Jerusalén, y pensaron que había llegado la hora de enfrentar la situación. 
Temían que esta fanática efervescencia derivara en una rebelión antirromana. En esta hipótesis, el procurador Pilato, según su costumbre, reprimiría a sangre y fuego cualquier brote de insurrección, y, de rebote, podría revocar los amplios privilegios que Roma había otorgado al Sanedrín, y particularmente a los fariseos y saduceos. 

Esta perspectiva los hacía temblar. Además, estaban informados de que, entre los seguidores de Juan, había numerosos galileos, y entre ellos, sin duda, grupos de zelotes que eran ardientes luchadores, tanto en la causa religiosa como en la política antirromana.

Había llegado, pues, la hora de actuar. Las autoridades de la capital designaron una comisión investigadora, integrada por sacerdotes y levitas. Estos entraron en contacto con Juan cuando éste actuaba en Betania, al otro lado del Jordán. En el interrogatorio, la materia que prevaleció fue la obsesión por el Mesías. A todas sus preguntas, Juan respondió con un no seco y cortante. Al final, los investigadores, impacientes, le replicaron: 
Tenemos que llevar una respuesta a los que nos han enviado; así que dinos: si tú no eres nadie, ¿cómo bautizas? 
Yo bautizo, es verdad —respondió Juan—, pero detrás de mí viene el Esperado; yo, simplemente, soy su precursor; en realidad, yo no valgo nada. Él es eminente y poderoso, y ya está aquí entre nosotros (Jn 1,19-28).

Evidentemente, los inquisidores averiguaron el nombre de tal Esperado, que ya estaba presente, y, sin duda, llegaron a enterarse de la identidad de Jesús. De esta manera, de regreso a Jerusalén, al dar el informe completo a las autoridades, la comisión investigadora ya llevaba en su carpeta el nombre de Jesús. Ésta es la clave de todo. Así pues, desde el primer instante, al iniciar Jesús su aventura apostólica, ya estaba bajo la mirada inquisidora de las autoridades religiosas de la nación.

* * *

Es posible que fuera en este mismo período cuando Jesús y Juan ejercieron simultáneamente la actividad bautismal, Jesús "en el territorio de Judea" y Juan en "Ainón, cerca de Salim, donde había mucha agua" (Jn 3,23). En cualquier caso, el período de permanencia de Jesús a la sombra de Juan, desde que se despidió de Nazaret, no debió durar mucho tiempo, a lo sumo dos meses y medio. Pero, en tan estrecho margen de tiempo, ¡qué desbordamiento en los ríos de Jesús y qué novedades en sus planicies! 

Un día, acompañado de sus cinco primeros discípulos, Jesús emprendió el viaje de regreso a Galilea. Avanzaron alegres y presurosos, remontando el Jordán y desandando la ruta que, meses atrás, había recorrido el Pobre. Hicieron unos 90 kilómetros de camino, llegando hasta una altura en que el río se abre como una curva de ballesta desde donde partía una ruta hacia la izquierda, en dirección de Galilea.

Pero no entraron en Nazaret, sino que, torciendo hacia la derecha, enfilaron hacia el lago de Genezaret, de donde eran oriundos los cinco primeros discípulos. Aquí comienzan las discrepancias, y no poco serias, entre los cuatro evangelistas en relación con la cronología y el ordenamiento de las correrías del Maestro. Según los tres sinópticos, toda la actividad apostólica de Jesús, o, como suele decirse, su vida pública, habría transcurrido en las aldeas diseminadas por los alrededores del lago, teniendo a Cafarnaún como centro de operaciones. Luego, en las últimas semanas, habría subido a Jerusalén para padecer y morir.

En cambio, siguiendo el croquis y la cronología del Cuarto Evangelio, al menos en tres oportunidades, coincidiendo con las fechas de Pascua, habría subido a Jerusalén, desarrollando durante el trayecto intensas campañas evangelizadoras. Los tres sinópticos nos entregan muy pocos pormenores sobre las actividades y andanzas de Jesús en la primera etapa de su ministerio apostólico: Jesús se habría mantenido relativamente silencioso, dedicándose preferentemente a convocar nuevos discípulos y formarlos detenidamente; y este mismo tenor se habría prolongado hasta el encarcelamiento de Juan, circunstancia que los sinópticos consideran como el punto de partida del despliegue evangelizador de Jesús. El Cuarto Evangelio, en cambio, coloca en este primer período episodios muy importantes.

En el banquete de bodas 

 Eso es justamente el Reino: un banquete de bodas, el estallido de una fiesta, la flauta dulce convocando a los aldeanos a la plaza mayor. Se celebra una fiesta de bodas en Cana de Galilea. Natanael era vecino de este villorrio; y es verosímil que se casara alguno de sus parientes, y que el mismo Natanael hubiera invitado a Jesús y a sus discípulos.

Pero hay otra hipótesis más verosímil: que se tratara de alguna familia muy próxima a María, tanto por razones de parentesco como de amistad. Juan nos transmite este detalle preciso: "La Madre de Jesús estaba allí", expresión que está indicando que, antes de que llegara el Maestro, ya estaba allí su Madre, seguramente ayudando en los preparativos de la fiesta. En todo caso, teniendo en cuenta el interés que ella mostró para que la fiesta acabara satisfactoriamente, podemos deducir que la relación de María con los familiares de alguno de los contrayentes debió ser muy estrecha.

¿O tal vez estaba allí, como allegada, en casa de algún pariente, una vez que hubo quedado sola, alejándose del acoso pertinaz de los familiares, que no la dejaban en paz con sus chismes y preguntas insidiosas sobre el Hijo ausente? Esta hipótesis resulta razonable si tenemos en cuenta que, después de este episodio, el Hijo baja a Cafarnaún con su Madre, y que hay indicios en los textos evangélicos de que, en el grupo de mujeres que acompañaba a Jesús, estuviera la Madre como una discípula más. Sea como fuere, en su primera soledad total, durante la ausencia del Hijo, la Madre debió dar vueltas en su corazón a las circunstancias misteriosas que rodearon a la concepción y nacimiento de este su Hijo, a tantos vislumbres, intuiciones y presentimientos vividos y almacenados en su corazón.

La Madre y el Hijo se reencontraron después de la larga ausencia. 
Lo que Jesús describe en la parábola del Hijo pródigo bien pudo haber ocurrido en aquel reencuentro: que la Madre "corrió, se echó a su cuello y lo besó efusivamente". Una vez más, como Madre que era, María debió asomarse, con respeto, pero también con una ansiosa curiosidad, a los ojos de Jesús, y a través de ellos, a sus regiones interiores; pero, una vez más, no encontró allí otra cosa que mundos desconocidos, y ahora más desconocidos que nunca. Tampoco debieron faltar en esta oportunidad comentarios, suposiciones, interpretaciones malévolas por parte de sus parientes, que, con motivo de su larga ausencia, no dejarían de disparar dardos envenenados contra el Pobre.

* * *

El evangelista Juan coloca la escena de las bodas de Cana al comienzo de la vida pública. Juan escribe siempre con una intencionalidad; detrás de cada suceso narrado por él hay un significado, una teología. ¿Cuál habría sido ese significado en el relato de las bodas de Cana? Había quedado atrás el desierto con sus soledades calcáreas y su misterio. Había quedado atrás el Dios ultrajado y ofendido que, con amenazas, reclamaba expiación. Llegaron los días de la fiesta y de la boda, entre estallidos de risa: los pecadores ya no quedan excluidos de la fiesta, sino que se sientan a la mesa del banquete, comiendo de los primeros frutos de la cosecha. A la sombra de los cedros milenarios florece el Amor. Todo es distinto.

 Es el reino nuevo que llega. Llegó el día de la siega y de la vendimia, el día de la fiesta y de la danza. Un Padre amoroso ha extendido de extremo a extremo de la sala un blanco lienzo, en el que se puede leer: alegría, amor, tiempo de bodas. Comienza el regocijo.

Y comenzó la fiesta. El esposo, coronado y rodeado "de sus amigos", se ha dirigido a la casa de la esposa. Y desde ella, en un cortejo nupcial en el que participa todo el pueblo, entre cánticos, aleluyas y hurras, condujo hasta su casa a la novia, coronada también y engalanada con collares y brazaletes. Y comienza el banquete en medio de una gran algarabía. Se escancian las copas una tras otra. La vida del pueblo, a lo largo del año, era dura, austera, sometida a innumerables privaciones. Para oportunidades como ésta, sin embargo, se reservaban con ilusión los mejores vinos, quesos de cabra, aceitunas, nueces, higos secos, dátiles, miel silvestre, redondos panecillos recién horneados... Y todo el mundo daba rienda suelta a sus apetitos, comían y bebían sin moderación. Suenan brindis espontáneos, se improvisan discursos de congratulación con votos de felicidad para los nuevos esposos. Se canta, se vocifera, se baila. Van pasando las horas sin sentirlo. Jesús se siente feliz, en medio de un pueblo feliz. Después de tantas jornadas de áspera soledad y riguroso ayuno, le parecía estar en el banquete del reino.

* * *

En medio de la euforia y enajenación generalizadas, había una persona que, ajena a todo ese barullo, estaba muy atenta a todos los detalles de la fiesta. Era la Madre. Solícita, vigilante, previsora, había seguido atentamente el desarrollo del banquete; y ya sobre el final, cuando todos los comensales estaban satisfechos y danzaban alegremente, la Madre se percató, no sin sobresalto, que faltaba el vino. Para aquellos aldeanos esta falla era casi una tragedia. Entendemos que en esta escena está plenamente reflejada la personalidad de la Madre; y, a partir de este momento, el personaje central, para nosotros, es Ella. 

 Ya la conocemos: es una mujer silenciosa, interiorizada, pero de ninguna manera introvertida ni ajena a todo lo que sucede en su derredor; sino que, muy por el contrario, y en un contraste de personalidad, es como un radar sensible que detecta cuanto se mueve a su alrededor. Mientras los demás comen, beben y danzan despreocupados, ella está atenta y preocupada de que todo termine satisfactoriamente.

Y así, la Madre observa una grave falla, podríamos decir: una terrible noticia; pero, en lugar de asustarse y ponerse nerviosa, permanece en un discreto silencio. A un mujer sin una madurez excepcional en situaciones como ésta, le traicionan los nervios, se deja arrastrar por la emotividad, se desahoga, comenta, se desborda. Si en una situación tan comprometida para ella misma, la Madre es capaz de controlarse y permanecer en silencio, es señal de que estamos ante una real señora de sí misma. 

 Por otro lado, delicadeza extrema la suya: lo lógico hubiera sido comunicar la noticia al responsable de la fiesta; pero prefirió ahorrarle un mal momento, no comunicándole la mala noticia, y tomando ella misma la iniciativa, y por una vía directa y audaz, tratar de solucionar silenciosamente el problema. Había prisa. Era necesario proceder con rapidez. 

En un instante, el tiempo de un relámpago, caravanas de impresiones y contrastes cabalgaron por su interior. Se oían voces que venían desde lejos, dulces, serenas, eternas: "Será grande, será llamado Hijo del Altísimo". Al mismo tiempo, superponiéndose, ascendían otras voces desde las profundidades: "No tentarás al Señor, tu Dios".

Por un lado, emergía, como una ventolera, un impulso imperioso por solucionar la falla; por el otro, la duda y una sensación de temeridad, arreciando en confuso tropel. Encaramándose por encima de tantos vientos contrarios, la Madre, con un admirable control de sus nervios, avanzó serenamente hacia su Hijo, y tocándole suavemente en el hombro, con la mayor naturalidad le susurró suavemente al oído: "No tienen vino". Se trataba simplemente de una información, concisa, humilde, sin afectación, sin pretensiones. Pero en el fondo último de esa información latía, humildísima, una petición: soluciona este problema, por favor.

El Hijo lo entendió muy bien. Pero su reacción pareció extraña y lejana, como una salida de tono: "¿Qué tengo yo que ver contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora" (Jn 2,4). Por mucho que se quiera paliar, la dureza de la respuesta es insoslayable, según los mejores intérpretes. No obstante, si el episodio hubiera sido poco edificante, el evangelista no lo habría consignado. Nosotros sabemos que no hubo aquí conflicto relacional, sino una particular pedagogía, por parte de Jesús, que encierra una profunda enseñanza, y que no podemos entrar a detallar aquí. Sí nos interesa, en cambio, seguir contemplando a la Madre, que adquiere en este relato alturas estelares. Veamos.

En el contexto que acabamos de describir, ante aquellas ásperas palabras, cualquier mujer hubiera reaccionado con un estallido de palabras, con una explosión de llanto, a causa del amor propio herido. Hubiera sido una reacción normal. Pero no fue ésa la reacción de la Madre. También podría haber quedado dolorida, pero en silencio, un silencio resentido. No fue así. Igualmente, una mujer humilde podría haber permanecido callada, pero sin amargura, retirándose silenciosamente del escenario pidiendo disculpas. Habría sido una reacción gloriosa. Pero tampoco fue así.

¿Qué fue, pues? Si el evangelista no nos lo dijera, no lo hubiéramos podido imaginar. Fue una reacción increíblemente positiva: como si nada hubiera sucedido, como si acabaran de entregarle un ramo de rosas, permaneció serenamente en el escenario, llamó a los empleados que servían las mesas, les habló maravillas de aquel Hijo que acababa de hacerle tal desplante, les rogó que estuvieran atentos a él para cumplir de inmediato sus órdenes

Sencillamente, el corazón de esta mujer estaba muerto al amor propio; era como un leño seco que permanece insensible, inmutable, a los golpes de hacha. No había en el mundo emergencias dolorosas o situaciones imprevisibles que pudieran desmoronar la estabilidad psíquica de un Pobre de Dios como María. Una Pobre de Dios es invencible. El Hijo debió quedar profundamente conmovido por el calado insondable de la humildad del corazón de la Pobre de Nazaret; y realizó su primer "signo", motivado, sin duda, por la humildad y la firmeza de la fe de su Madre. Y los comensales pudieron solazarse, al final del banquete, con el "mejor vino".

Una entrevista nocturna 
Al día siguiente, o algunos días después, Jesús, acompañado de su Madre y de los discípulos, bajó a Cafarnaún (Jn 2,12). Parece una mudanza de domicilio; parece, y lo fue. Mateo nos dice que, cuando el Bautista, con un sorpresivo golpe de mano, fue capturado y encerrado en la fortaleza de Maqueronte, Jesús "se retiró a Galilea, y, dejando Nazaret, vino a residir a Cafarnaún" (Mt 4,13). 

Más tarde, el mismo Mateo, refiriéndose a Cafarnaún, la llama "su ciudad" (de Jesús). ¿Por qué este cambio de residencia? ¿Por la hostilidad de sus parientes? ¿Por la ubicación céntrica de la ciudad para los efectos de sus correrías apostólicas? ¿Por qué los discípulos le facilitaron allí un domicilio? Afirma Juan que, en esta ocasión, el Maestro permaneció pocos días en Cafarnaún. Se acercaba la Pascua; Jesús había decidido peregrinar a Jerusalén en esta Pascua, y se puso en camino. El cuarto Evangelio nos asegura que, al llegar a la ciudad santa, lo primero que hizo Jesús fue purificar el templo y expulsar del mismo a los mercaderes. Los tres sinópticos, sin embargo, colocan este episodio en las últimas semanas de su vida, considerándolo como un acontecimiento que precipitó el desenlace final y fatal de la vida del Pobre de Nazaret.

Al parecer, en esta estadía en Jerusalén, Jesús se prodigó en portentos y curaciones, dedicándose también intensamente al ministerio de la palabra, como era su costumbre, en el área exterior del templo; sin embargo, el evangelista no nos detalla los pormenores de estas intervenciones de Jesús: "Durante su estancia en Jerusalén muchos creyeron en él, viendo los milagros que hacía" (Jn 2,23). El mismo cuarto Evangelio nos entrega este significativo testimonio: "Los galileos le dieron un buen recibimiento, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén, pues también ellos habían ido a la fiesta" (Jn 4,45). Tuvo, pues, actuaciones públicas y llamativas en esa ciudad.

La presencia de Jesús en Jerusalén y su actuación pública fueron inmediatamente advertidas por los guardias de seguridad y la policía secreta del Sanedrín; y éstos pasaron rápidamente el aviso a las autoridades. Cundió la alarma. La sombra del Bautizador hizo su aparición. El "stablishment" delegó a varios judíos expertos en la ley para someterlo a un interrogatorio. Los enviados le pidieron a Jesús que legitimara su actuación, y que respondiera con qué autoridad procedía así.

Jesús contestó con respuestas más bien evasivas, que ellos difícilmente podían entender. La mayor parte de los integrantes del Sanedrín sintieron, desde el primer momento, disgusto, recelo, hostilidad frente a la libertad y franqueza con que Jesús hablaba y actuaba. Ellos se sentían los depositarios absolutos de todo el poder y toda la autoridad; y distribuían (¿vendían?) algunas migajas de esa autoridad, delegándolas cuando querían, como querían y a quien querían.

 ¡Y que ahora venga un ignorante del País del Norte arrogándose sin ningún escrúpulo toda la autoridad era más de lo que se podía tolerar, una usurpación, un hurto! A Dios mismo lo tenían controlado, apresado, aherrojado entre las cadenas de preceptos y leyes inventadas por ellos mismos, prohibiciones y sistemas jurídicos. A Dios mismo lo administraban a su gusto, medida y conveniencia.

 ¡Y que ahora venga un cualquiera, audaz y sacrílego, soltando y dejando en libertad a un Dios que ellos tenían bien encerrado en su jaula de prescripciones morales y doctrinas, era demasiado! Sí, su mismo trono, todo su sistema religioso, estaba en peligro, y amenazaba derrumbarse. Por eso lo cuestionan desde el primer momento: ¿Con qué autoridad haces esto? El Pobre respondió siempre con evasivas. Era totalmente ajeno a las preocupaciones artificiosas de los integrantes del Sanedrín.

Volveremos más de una vez sobre este tema, que anticipamos aquí como un vislumbre más para explicarnos el enigma del Evangelio, que no es otro que éste: ¿Cómo es posible que el Pobre de Nazaret concitara las iras de las autoridades religiosas de Israel, hasta el punto de acabar con él en tan poco tiempo? Y la respuesta está, sin duda, en la temeraria libertad de Jesús frente al Sanedrín, que vio, de pronto, seriamente amenazados su poder, su status y sus privilegios. Un hombre sin miedo como Jesús, por ser libre es temerario. Un pobre nunca se siente amenazado, porque a quien nada tiene y nada quiere tener, ¿qué le puede turbar? 

Personalidades así son indestructibles, porque no hay amenaza que los pueda doblegar. La única salida es hacerlos desaparecer, eliminarlos físicamente. A estas alturas, y refiriéndose a quienes habían creído en él, el evangelista Juan entreabre delicadamente las puertas del corazón del Pobre, y pudo distinguir allí ciertos resplandores trágicos: "Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía muy bien" (Jn 2,24). ¿Desilusionado? ¿Entristecido? ¿Decepcionado? ¿Y tan pronto? Nunca se hizo ilusiones, sabía lo que había adentro. Tampoco podía quejarse; era un Pobre y había aceptado esa condición; y como pobre no tenía derecho a esperar gratificaciones: reconocimiento público, lealtad del corazón, palabras de agradecimiento. Así pues, no le quedaba otro camino que aceptar, con silencio y paz, la realidad humana, decepcionante y precaria como es, y como tal, querida por el Padre.

* * *

¿De dónde le había venido a Nicodemo la información y la estima por Jesús de Nazaret, teniendo en cuenta que éste estaba apenas iniciando su actividad pública? Tal vez estuviera entre aquel reducido número de fariseos que, con rectitud de corazón, acudían a escuchar la predicación de Juan. Es posible que hubiera estado presente durante el bautismo de Jesús, siendo testigo de aquella teofanía que lo acompañó, y escuchando el testimonio de Juan en favor de Jesús. También pudo haber integrado la comisión investigadora enviada por el Sanedrín para interrogar a Juan. Y, de todas maneras, a partir de entonces el nombre de Jesús era familiar en los corrillos del Sanedrín. Finalmente, puede tratarse de una transposición cronológica, como lo creen algunos autores, en cuyo caso esta entrevista nocturna habría tenido lugar en los últimos meses de la vida de Jesús.

Nicodemo era un maestro de la ley y un fariseo eminente, un hombre a quien ni la ciencia ni la eminencia le habían cerrado al espíritu; en suma, un corazón sincero y abierto. Sin embargo, pertenecía a la estructura jerárquica, lo que le obligaba a proceder con cautela, ya que Jesús estaba en entredicho. No obstante —no sabemos por qué—, sentía una profunda admiración por Jesús y deseaba ardientemente entrevistarse con él. 

Por lo que, como hombre precavido, fue a verlo de noche, clandestinamente. Jesús lo recibió cordialmente, y, sentados los dos a la indecisa luz de una lámpara, comenzó a decir Nicodemo: 
—Los ecos del Jordán han rebotado en nuestros muros, Maestro de Nazaret. Estamos informados de que el dedo de Dios ha marcado una señal en tu frente. He seguido tus pasos, y he podido observar de cerca el poder de tu brazo y la claridad de tu mente.

—Maestro de la Ley —respondió Jesús—, el amor convierte el viento en canción, a condición de que la flauta esté vacía. A los que dan con alegría, se les dará la alegría como premio, a condición de que el corazón esté vacío de sí. Estoy entonando una canción para vosotros, pero no habéis danzado, porque sois demasiado viejos y tenéis los huesos endurecidos: hay que nacer de nuevo, Maestro de la Ley. 
Os he invitado a ascender a lo más alto de la montaña para poder contemplar desde allí la belleza del mundo, pero me habéis respondido: Vivimos en el valle y dormimos en las grutas. En verdad, en verdad os digo: si no dejáis las grutas, si no salís de nuevo del seno materno a la luz, no tendréis idea del Reino. Es necesario nacer de nuevo, Maestro de la Ley

 —Los viejos —replicó Nicodemo— descienden a la tierra con los huesos duros y descalcificados. Nunca se ha visto una carne envejecida transformarse en rosada carne de bebé. ¿Acaso es posible regresar al seno materno para volver a nacer?

¿Has visto alguna vez el viento, Maestro de la Ley? —preguntó Jesús—. Suena, aúlla arrastrando hojas amarillas, mueve las aspas de los molinos, pero no sabes de dónde viene y adonde va. Entre las piedras del desierto, donde menos se piensa, nace una flor silvestre, humilde, graciosa. Así de imprevisible es el espíritu. 

De una almendra brota un almendro; de una bellota, un roble; de la mora, la zarzamora; de la carne nace la carne, y del espíritu, el espíritu. Pero la cuestión es ésta: hay que nacer de nuevo. He visto asomar a tus ojos la extrañeza, porque te dije: Hay que nacer de nuevo. Cae la noche, nace el día. Se muere a la carne, se nace al espíritu. En verdad, en verdad te digo: si no te haces diminuto como una semilla, no podrás volver a nacer. Sólo entrarán por la puerta del Reino los vacíos de sí mismos, los despojados, los insignificantes.

— ¿Cómo puede ser así, Maestro de Nazaret? —a
gregó Nicodemo—. No entiendo una palabra de lo que estás diciendo.
 —Sólo se sabe aquello que se vive —respondió Jesús—. Antiguamente se dijo: Dios es fuego. Yo te digo: Dios es Amor. Yo hablo tan sólo de lo que he visto y oído desde el principio. Dios no está hecho de sílice, sino de fibras vivas. Yo he experimentado corrientes de ternura emanadas del corazón del Padre; y doy testimonio de lo que he visto y oído; pero vosotros cerráis los ojos a mi testimonio.

—De manera alguna —r
espondió Nicodemo—. Mi alma está abierta a tu palabra, como una flor al sol. —Vosotros sólo entendéis de cálculos humanos —dijo Jesús—: tanto te doy, tanto me das; tanto se paga, cuanto se gana; a tal causa, tal efecto; a tal mérito, tal premio; a tal pecado, tal castigo. En verdad te digo: son leyes que pertenecen a la era terrena. He venido a inaugurar la era celestial. Aquel que camina sobre la vía láctea miró a este mundo y no vio otra cosa que piedras, ortigas y zarzas. Desde el fondo de sus entrañas sintió ascender una llama viva de amor: era su propio Hijo. Entonces, un vendaval azotó las costas del océano del Padre: era la compasión. A continuación, un fuerte viento golpeó sus puertas: era la misericordia. Finalmente, una suave brisa se paseó por su corazón: era la ternura. Entonces el Padre decidió enviar a su Hijo único, el amadísimo, no para condenar, sino salvar al mundo. Desde entonces nada se merece, todo se recibe. Esta es la era celestial, la de la gratuidad, la del amor.

—Moisés, nuestro conductor —
replicó Nicodemo—, fundió el bronce e hizo fabricar una serpiente, y la levantó sobre un mástil. Todo el que miraba a la serpiente se curaba de las mordeduras.

Ahí es justamente donde se consuma el misterio: en la altura —respondió Jesús—. Así como las aguas del diluvio alcanzaron las cumbres más elevadas, cuando el Hijo del Amor sea levantado sobre el mástil más alto, otro diluvio lo llenará todo. No cabe mayor amor. Pero la tragedia está a las puertas: el Hijo, vestido de luz, ya vino, está en medio del pueblo; pero el delito consiste en que los ojos se han llenado de niebla, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz.

Lo pusieron entre cadenas.
Habían sido días muy agitados. Por primera vez el Pobre había sentido el asalto del poder; lo sintió como una mano de hierro sobre su carne. Nunca le había visitado el miedo, pero tenía una gran sensibilidad, y la hostilidad le dejaba huellas. Necesitaba sanar sus heridas, necesitaba soledad. Saliendo de la explanada del templo, fue descendiendo por la vía que baja a Siloé, y desde allí, al valle de Josafat, para internarse, finalmente, en el Monte de los Olivos. 

 Durante el trayecto iba pensando: 
—Tengo que entrar en una casa para saquearla; pero el dueño es un hombre muy fuerte. Así pues, para poder lograr mi objetivo, primero tengo que echar mano del hombre fuerte, sujetarlo bien y atarlo. En el desierto ya quedó amarrado a una roca el propietario de la casa. Ahora tengo que apoderarme de su reino, pues para eso vine a este mundo. Hay dos caminos que conducen a esa conquista: primero, estar atento a cada indicación que venga de la boca de Dios, que hablará por las piedras del camino; segundo, descansar humildemente la cabeza y depositar la confianza en las manos del Padre, sin exigir comprobantes.

Con estos pensamientos llegó el Pobre a las laderas del Monte de los Olivos, se sentó sobre una piedra y respiró profundamente. Sus ojos se fijaron en la muralla occidental del templo, encuadrada en el amplio y hermoso panorama que se ofrecía a su vista. Apoyó su cabeza en el hueco de sus manos, y, después de un prolongado silencio, oró de esta manera:

—Una mirada, Padre mío; no necesitas tocar las heridas para sanarlas, basta una mirada tuya y sanarán. No dejes de mirarme mientras las espadas están en alto. Siguiendo la bandera de tu voluntad, acabo de ingresar en un campo áspero y pedregoso; todas las noches, cuando comiencen a brillar las estrellas, te buscaré para que viertas el aceite de la consolación sobre mis heridas, a fin de que, sano y fuerte, pueda regresar al campo de batalla a la mañana siguiente. 

Se levantó y siguió ascendiendo lentamente; a medida que lo hacía, se le iban dilatando los horizontes, y Jerusalén entera se ofrecía, deslumbrante, a su mirada. Se detuvo nuevamente, y pudo contemplar a lo lejos una constelación innumerable de montañas. El gozo invadió su corazón, como una corriente de aire fresco. Se sentó y se entregó serenamente a la meditación, buscando los indicadores del Padre.

—El bautismo —reflexionaba— no es parte de mi programa. Lo he seguido administrando hasta el día de hoy, más bien por insistencia de mis discípulos, que lo fueron primero de Juan, como también por fidelidad al mismo Juan. Muchos me consideran un colaborador suyo, y aun su lugarteniente. No faltará quien ve en mí un rival del Bautista. ¿Tiene algún valor el qué dirán? El Padre sabe que mi corazón no es ambicioso. Pero sigo esperando una señal, una señal clara e inequívoca que me diga: ¡Adelante, Hijo mío! Entretanto, sólo me queda esperar pacientemente.

Siguió descendiendo pausadamente hasta la quebrada del Cedrón. Estaba contento y sentía una gran paz; y ascendiendo por la pendiente, atravesó la Puerta Dorada, ingresó en el recinto amurallado y se mezcló entre la multitud.

Una cosa le había llamado la atención desde el primer momento: no había clima de fiesta; todo el mundo parecía abatido, preocupado, temeroso; se hablaban unos a otros en voz baja. Siguió avanzando, y pudo observar el mismo aire sombrío. 

Se aproximó a una anciana y le preguntó:
¿Qué es lo que está sucediendo, mujer de Dios? ¿Por qué todo el mundo está en sombras?

La anciana le respondió:
—Peregrino de Dios, han apagado la llama. Y la mujer rompió a llorar.

¿De qué llamas estás hablando?, preguntó Jesús.
—Porque quebraba todas las cadenas, agregó la mujer entre sollozos, lo pusieron entre cadenas. Herodes, el reyezuelo del Norte, ha apresado y encerrado a Juan el Bautista en la fortaleza de Maqueronte
Una nube de tristeza envolvió por completo al Pobre de Nazaret. Se le congelaron los pensamientos y las emociones; las energías se le inmovilizaron; era la parálisis.

Luego el temor tomó posesión de su alma por un instante, un temor oscuro, mientras decía en voz alta: ¡Es el destino del profeta! Y, súbitamente, un pensamiento tenebroso cruzó su espíritu como un relámpago de arriba a abajo: ¡Mi propio destino! 
Su sangre se encrespó, levantada en olas. Fue una sensación de horror. Y siguió caminando, mientras reflexionaba: Si mi Padre así lo dispone, que no se haga lo que yo quiero, sino lo que Él quiere. Y su alma comenzó a serenarse después de pronunciar estas palabras, mientras se encaminaba a la casa donde se hospedaba con sus discípulos. 
Y, de pronto, un nuevo relámpago cruzó su espíritu con inusitado fulgor, y se dijo a sí mismo: ¡La señal!, ¡he aquí la señal! La misión del Precursor ha llegado a su término, el tiempo de la preparación se ha completado, ha llegado mi hora, el Reino de Dios está presente. Arroyos de fuerza anegaron sus comarcas. Aceleró el paso, y pronto se reunió con sus discípulos.

Ellos también estaban sombríos y temerosos. El Pobre los saludó con un grito: ¡Aleluya! Ha llegado mi hora; vamos a Galilea a anunciar buenas noticias.