El pobre de Nazaret Cap- 3-2

 Retomamos el hilo del relato. Hemos dejado al Pobre de Nazaret descansando a la sombra de una roca, en camino hacia el desierto.

—Soy un grano de arena en medio de este vasto desierto —pensó el Pobre—. No abandonaré este lugar hasta que la Santa Voluntad de mi Padre haya marcado sobre mi frente una señal de luz. No quiero voces que me hablen con el bramido del trueno, ni siquiera con el rumor del viento. Quiero que me hables tú, Adonai, con la dulzura de la brisa que ondula el trigal, la serenidad del atardecer, y, sobre todo, con el resplandor inequívoco de un mediodía.

De súbito hundió sus rodillas en la arena, se dobló sobre sí mismo hasta apoyar su frente sobre una piedra caliza, mirando al Jordán; cerró sus ojos. Se sumergió en el fondo de sí mismo: le pareció oír un rumor como de las aguas que descienden por un desfiladero, y como el crujir de un cañaveral. Pero muy pronto el silencio pobló enteramente su alma.

Adonai, mi Señor y mi Padre —comenzó orando en voz alta—. Levanta tu mano y trázame el camino. Pisan el lagar con amargura, y por eso beben un vino amargo. Yo quiero escanciar un vino viejo de selección en las gargantas humanas, para que los hijos de este pueblo vean visiones, visiones de amor. Como el arroyo canta su melodía a la noche, quiero entonar canciones de cuna al oído de los dolientes; enséñame el camino y la melodía, Padre mío. 

De esos pantanos infestados de serpientes quiero hacer lagunas de aguas claras, para que los pobres las crucen en lanchas de alegría; dímelo cómo, Adonai, mi Dios. Los fanáticos, ascetas y tercos han hecho de ti un Dios fanático, ascético y terco; yo quiero ser un lago transparente donde los hombres pueden ver reflejado tu semblante amoroso. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo hacer para que los días de los desposeídos sean días de siega, vendimia, boda y danza? Pon en mi boca tus palabras, y que cada palabra sea un mendrugo de pan caliente que, en el vientre de los pobres, se convierta en alegría de salvación. Quiero dedicarme a cantar canciones de amor a los desconsolados, y tocar con la flauta dulce melodías inmortales, para que su vida se transforme en una danza interminable. Pero ¿cómo hacerlo? Dímelo tú, Padre mío.

El Pobre calló. Permaneció largo tiempo en esa actitud, inmóvil y silencioso. Luego se levantó lentamente, y reemprendió la marcha. Una dulzura inefable asomó a su rostro, y sobre todo a sus ojos, igual que cuando se cosechan manzanas doradas en el otoño.

Anochecía. Buscando un lugar adecuado para pasar la noche, entrevió a cierta distancia un cúmulo de rocas, y se dirigió hacia allá. En efecto, había entre las rocas una hendidura en forma de gruta natural, y allí se guareció. Había caído la noche. Todo el universo se había hundido en un pozo oscuro. Hecho un ovillo, sin otra compañía que un racimo de estrellas, que se alcanzaba a divisar desde la gruta, con el corazón rebosante de gozo, se entregó el Pobre plácidamente al sueño, bajo la mirada del Padre.

* * *

Despertó. La tierra era un círculo redondo de luz. El sol, como un campeón, había iniciado la escalada del firmamento. El Pobre de Nazaret, después de recorrer con su mirada los horizontes, decidió quedarse allí mismo, en medio de aquellos roquedales, que lo defenderían del frío de las noches y del calor del día.

Las lanzas están rotas —habló en voz alta consigo mismo— y oxidadas las espadas, porque ya no existen campos de batalla. Así y todo, éste será mi campamento para el combate que me espera; y no saldré de este perímetro hasta que haya logrado la victoria final. Nuestros autores sagrados nos dijeron que este desierto era una guarida de hienas, chacales y, sobre todo, demonios. Pero yo he venido aquí en busca de un diamante: la voluntad de mi Padre. Ésta es mi victoria. Nuestros padres, antes de ingresar en la patria, se foguearon en el ardor de esta tenebrosa intemperie. También yo estoy aquí en busca de otra Patria para un pueblo nuevo; templaré, pues, mis músculos en estas arenas.

El Pobre extendió su mirada; desde aquella altura se divisaba un vastísimo panorama: las alturas de Moab, el Mar Muerto, las rocas de la fortaleza Makeros, la retorcida serpiente del Jordán, Jericó con sus palmeras... Era el símbolo de "todos los reinos de la tierra", reinos sometidos al imperio del Maligno. Organizaré un plan de reconquista —se ilusionó— con escuadrones armados de rosas y violetas.

* * *

Sólo había rocas, arena y silencio en torno. Sus pensamientos navegantes regresaron a Nazaret, y desde la penumbra de su mente emergió la figura de su Madre, que se fijó vivamente en su pensamiento; y durante los primeros días del desierto el Hijo no tuvo otro consuelo que el recuerdo de la amorosa presencia de su Madre.

Ahí estará ella —se imaginaba el Pobre—, junto al telar, a la luz de la lámpara. Cruza el olivar, baja la pendiente del barranco sombreado, y sube al cerro. Regresa con una brazada de leña. Batiendo una piedra contra otra muele el trigo. Camina con el cántaro a la cabeza, derecha como una palmera, hacia la fuente; vuelve de ella con el cántaro rebosante de agua para amasar la harina y cocer luego amorosamente el pan 

La dulzura canta en su silencio —pensaba el Hijo—, un blanco silencio, igual que cuando caen los copos de nieve. Siempre tiene a flor de labios una palabra mágica: hágase; y cada vez que la pronuncia aparece revestida de una belleza que no es de este mundo. Cuando los vientos de la adversidad golpean nuestras puertas, ella permanece serena como la rosa de Sharon. 
En nuestra casa, nunca se ha oído un grito, un lamento, una queja; sus aguas nunca se agitan. Dice siempre: No soy más que una Pobre de Dios, una pobre de Nazaret. ¿Y qué otra cosa podría decir yo?: no soy más que un Pobre de Nazaret. No soy, ni quiero ser, otra cosa —acabó pensando— sino un pozo de aguas claras que reflejen la figura pobre y humilde de mi Madre.

Esta evocación de su Madre fue como un bálsamo para el Pobre en la rudeza de los primeros días del desierto. Los días y las noches se suceden; y, navegando por el firmamento, llegó también la reina de la noche: en efecto, la tierra entera quedó bañada de luna, intensamente blanca, y transparente como un fantasma. El Pobre se sintió impulsado a saborear este espectáculo único, y salió a caminar.

* * *

De pronto le pareció escuchar pasos. Se detuvo, aguzando el oído. Nada. Ilusión auditiva. Continuó avanzando, y de nuevo sintió pasos que seguían sus propios pasos. Se detuvo, y los pasos se detuvieron también. El Pobre aceleró la marcha, y los pasos aceleraron también la marcha.

Sintió que su corazón palpitaba aceleradamente, y sus latidos resonaban en todo su organismo como las pisadas de un gigante. No pudo evitar que la turbación se apoderara de todo su ser, aun sin llegar a descontrolarlo. Optó por regresar a la gruta, y aferrándose al pensamiento de que Dios es más fuerte que el Maligno, acabó por dormirse, pero no sin una cierta aprensión. Y tuvo el siguiente sueño: Estaba en la orilla del Jordán, allá donde el río dibuja un recodo, en cuyo margen había un cúmulo de piedras redondas, pulidas por la corriente del agua. Sin saber cómo, de pronto se dio cuenta de que alguien estaba a su lado, alguien cuya fisonomía le recordaba a la de un beduino, un ángel, o ambos al mismo tiempo. Ese "alguien" inició el diálogo.

— ¿Quién eres, qué haces, de dónde vienes, a dónde vas?
—Soy un penitente en busca de un sendero —
respondió el Pobre.
—Ese sendero, ¿está ya trazado? ¿Y en dónde? ¿En la montaña? ¿En el mar acaso?
—Está trazado, pero no sé dónde —respondió el Pobre—. Estoy buscándolo. No es un sendero trillado. Llevo varios días, aquí en el desierto, llamando a las puertas de Dios, pero las puertas no se abren. Se me había anunciado que mi sendero atraviesa valles de muerte, comarcas de abrojos, lomas peladas, y que después asciende y asciende casi en vertical por una montaña abrupta, y acaba en una cumbre coronada de espinas. Estoy tratando de averiguar si mi sendero es realmente así. Si lo fuera, esta misma noche soltaré los remos, me postraré hasta tocar con la frente en el suelo, pronunciaré una palabra que aprendí de mi Madre, abandonaré el desierto y comenzaré a recorrer mi camino.

—El mar tiene flujos y reflujos —replicó el Otro—, la luna crecientes y menguantes, las estaciones giran como las ruedas, todo cambia, como el viento, como las nubes. Los niños se transforman en hombres, los cabellos negros en cabellos grises y los cabellos grises en cabellos blancos. Como el viento del Norte devasta los jardines, la nada irrumpe en la historia, arrasando con todo, y realmente aquí no queda nada. Se vive una sola vez, Hijo de Nazaret, la vida no se repite. ¡Iluso, soñador! Aléjate de los senderos locos. El sendero verdadero es tomar mujer, casarse, disfrutar, comer, beber...

—Después de tomar mujer —
le interrumpió el Pobre— y de casarse, y gozar y comer y beber, quedan todavía en las galerías del hombre profundidades, pozos, precipicios, depresiones, hondonadas, simas y abismos que infinitos finitos no acabarán nunca de llenar. No sólo de pan vive el hombre. Sólo un infinito puede saciar a un infinito.

—Tus locuras —replicó el Otro— están acabando contigo, pobre iluso. Tus mejillas están apagadas, casi consumidas. Igualmente tus sienes. Los ojos se te salen de las órbitas. Estás despilfarrando miserablemente tu juventud en el desierto. El hambre y la sed acabarán de arruinarte por completo, y ya ni te quedarán fuerzas para emprender tu famoso sendero. Ahí tienes el Jordán. Sus aguas brotaron de mil manantiales, y saltando de roca en roca dieron origen a este río, que con sus frescas corrientes sacia la sed de los sedientos y alegra el desierto. Si tú eres el Hijo Amado de Aquel que hace surgir los ríos y los mares de la nada, ¿por qué no haces brotar ahora mismo a tus pies un surtidor de fresquísima agua? ¿Recuerdas el pan caliente que te preparaba tu Madre? Ahí tienes unas piedras redondas. Si tú eres el Hijo Predilecto, ¿qué te cuesta transformarlas en calientes hogazas de pan?

—El pan que yo busco es otro, Satanás —replicó Jesús.

* * *

Los rayos del sol naciente iluminaron su rostro, despertándolo. Sentía en su boca, su garganta y su estómago una sensación extraña, indefinible, desagradable. Estaba cansado. No había dormido bien. Su alma estaba turbada, pero no sabía por qué. Sintió que se ahogaba en la gruta; necesitaba respirar. Y salió apresuradamente de aquel lugar, como huyendo de algo; caminó durante largo tiempo. 

Con una especie de nerviosismo, hundió sus rodillas en la arena todavía fresca y, apoyando su frente sobre una piedra, dijo: Adonai, mi Señor y mi Padre, estoy turbado; una bandada de cuervos oscureció mi cielo; mi alma es una playa desolada. Necesito respirar con tu aliento y que la sombra de tu rostro cruce mi rostro. Tú que sientes ternura por las luciérnagas y los ciclámenes, pon tu mano consoladora sobre el alma turbada de tu Hijo. Estoy surcando mares procelosos, he luchado cuerpo a cuerpo con las tormentas, y estoy herido.
Padre mío, haz sonar aquella música, aquella música de ternura que tú sabes, y mis mundos se apaciguarán. Repíteme aquellas palabras antiguas, y mi alma se consolará; y mi rostro será tu rostro ante los hombres; y los pobres cosecharán en la vendimia; y tu Reino de amor y alegría avanzará por el mundo como una nave veloz.

Permaneció varias horas en aquella posición, sumergido en las aguas consoladoras del Padre. Se levantó pausadamente. Parecía un granado florido. Todavía se podía distinguir la luna llena en el firmamento azul. La paz había ascendido por el árbol de Jesús hasta alcanzar las ramas más altas, y había descendido hasta las últimas raíces. Estaba en condiciones de librar cualquier batalla.

* * *

Pasaron varios días, y una noche tuvo otro sueño. Apoyado en su bordón de peregrino, subía Jesús a Jerusalén. Se celebraba una de las grandes festividades anuales del pueblo judío. La ciudad entera hedía a carne chamuscada, grasa y estiércol. Subiendo por el valle de Cedrón, el Pobre se dirigió directamente al templo; y, en la travesía de la ciudad, vio por todas partes pequeñas chozas a modo de viviendas provisionales, destinadas a proporcionar alojamiento a los incontables peregrinos llegados de todas partes.

El Pobre atravesó el atrio de los gentiles con cierta premura, luego el atrio de las mujeres; más tarde, y entrando por la puerta de Nicanor, el atrio de los judíos, para, finalmente, ingresar en el atrio de los sacerdotes. Se detuvo largamente contemplando el altar de los holocaustos. El área exterior del templo, las explanadas y los atrios estaban tan desbordados de gente que el Pobre tuvo la sensación de que el mundo entero estaba dentro de las murallas del templo.

Pronto se convenció de que no era así. Al salir del templo y comenzar a recorrer las calles, quedó abrumado por la inmensa muchedumbre que hervía en las calles. Apenas podía transitar. Rostros iluminados, vestiduras polícromas... Pero no todo era santo en la ciudad santa: ladrones, bebedores, mujeres pintarrajeadas, sórdidos comerciantes y logreros... Y en ese ambiente sintió que alguien, tocándole en el hombro, le preguntaba:
¿Tú aquí?

El Pobre giró su cabeza. Era aquel mismo extraño personaje, mezcla de ángel-monje-beduino. Se le aproximó al Pobre, y, caminando a su lado, con voz baja, como quien comunica un secreto, comenzó a hablarle:
—Hay urgencia bajo el sol, Hijo de Nazaret. Yavé ha sido destronado, y va camino del exilio. Los dioses y las diosas se han repartido los despojos de su reino. Acabo de hacer un recorrido por toda la ciudad, y he visto con horror que han levantado un altar a la diosa Lascivia. Hombres y mujeres, noche y día, se arrodillan ante ese altar y le rinden culto. He visto también cómo, en el corazón de la ciudad, han levantado otro altar a la diosa Codicia. Media ciudad le rinde culto, fanatizada, y se mantienen igualmente de rodillas a sus pies día y noche en adoración perpetua. 

Pero ahora te contaré el horror de los horrores: en el recinto más sacrosanto del templo, en el mismísimo Santo de los Santos, se ha levantado un altar a la Impostura. Los que llevan vestiduras sagradas están llenos de carroña por dentro, y se dedican a construir palabras con mentiras. He seguido tus pasos, Hijo de Nazaret; en tus manos está el rayo, el hacha, la cólera y la muerte para acabar con los impostores. Llegó la hora de restaurar el reinado de Yavé con un baño de sangre.

— ¿Y por qué no con un baño de amor?
 —le replicó dulcemente el Pobre.

— ¡Iluso, soñador!—le respondió el Otro—. No eres más que un cordero apto para el degüello, blanca paloma para el sacrificio. Tienes los ojos limpios como las aguas del Kineret, demasiado limpios: o, más bien, cubiertos de niebla: no ves nada. Si caminas por ese sendero, la cizaña devorará todo el trigo y el lobo todos los corderos. Y no quedará otra reina sobre el mundo sino la Tiniebla.

— ¿Quién es más fuerte: el fuego o el agua? —
preguntó el Pobre—. La apariencia responde: ¡el fuego!, porque el fuego arrasa, quema, incendia y no deja a su paso ser viviente. Pon, sin embargo, en orden de batalla a esos dos elementos, y verás cómo el agua triunfa sobre el fuego, y la paz sobre la guerra, y el perdón sobre la venganza. Las vestiduras con las que se ceñirá el Enviado son la mansedumbre, la paciencia, la humildad; y estas tres, a su vez, tejen una sola vestidura: la fortaleza. Nuestros días están contados, pero los días del Padre son eternos; por eso no tiene prisa. Él, con su paciencia eterna, consigue más que nosotros con nuestros rayos de cólera. 

En el fondo, se trata de un tremendo equívoco: queremos echar a andar la maquinaria de la furia, gritando: arrasemos, arranquemos el mal acabando con los malos. En el fondo no hay sino una sola cosa: la incapacidad de amar. Por eso echamos mano tan rápidamente del rayo y de la cólera sagrada, por nuestra incapacidad para amar, para vencer el mal con el bien. ¿Qué gracia tiene amar a los amables? Si no somos capaces de enfrentar el mal con el bien, ¿cuál es nuestro mérito y nuestra razón de ser? El Padre me ha encomendado que eche a rodar por el mundo la maquinaria de la bondad, y que clave sobre la cúspide del mundo la bandera del amor. Y ha terminado diciéndome que el mundo sólo se salvará con un diluvio de amor.

—Pareces endeble como una caña, pero eres duro como el pedernal
 —dijo el Otro.

El extraño interlocutor cambió de táctica. Aparentando bondad, tomó la mano al Pobre de Nazaret, lo condujo a la altura más encumbrada del muro exterior del templo y le dijo: 
Sólo un propósito nos mueve a todos: restituir el honor de Yavé. La experiencia demuestra que la gente sólo se convence y sólo se convierte por sucesos extraordinarios, con prodigios deslumbrantes. Mira hacia abajo. ¿Ves esa inmensa explanada? Tengo el poder de convocar a los centenares de miles de ovejas enfermas que deambulan por toda la ciudad. En un instante puedo reunirlos a todos aquí, y en un instante puedes tú quebrar la dureza de su corazón, y hacer que retornen al redil de Yavé. ¡Qué gloria! Basta que te lances ahí abajo como un pájaro ante la multitud, en una exhibición de poder. La Palabra dice que decenas de ángeles acudirán al instante y te recogerán en una red de oro. ¿Acaso no eres el Hijo de Dios? Verás cómo el mundo entero dobla sus rodillas ante Yavé.

—Es posible —
replicó el Pobre— que doblen sus rodillas ante mí, gritando: Todo honor y toda gloria a ti, Enviado de Dios. Los hombres confunden fácilmente al Enviado con el "Enviador", hasta que, finalmente, acaban identificando a los dos en una misma persona; o, si prefieres, adoran a la única persona que se ve. Y por este camino puedo transformarme en un ladrón, un usurpador; más aún, un conspirador empeñado, y sin tener conciencia de ello, en destronar a Dios. Al que hace prodigios lo llaman prodigioso; al que hace maravillas, maravilloso; y, al final, podría quedar yo como el único maravilloso que se sienta en el solio de Dios, usurpando su gloria. 

Recuérdalo, Satanás: no hay otro Dios que Yavé Dios. Mc dedicaré, en cambio, a lavar los pies y a servir a la mesa como el más humilde empleado de la casa. Y no quiero que los pobres se limiten a espigar los restos de la cosecha. Sé que el amor es libre aun cuando se arrastren cadenas; pero quiero dedicarme a descerrajar los candados de las cárceles, a poner ungüento sobre las heridas, y, como una trompeta, gritar a los oprimidos: se acabó la opresión, ha llegado el Libertador.

* * *

Despertó, pero esta vez no estaba cansado ni turbado. Por el contrario, sintió que desde la entrañas le subía una bandada de aves multicolores con alegres canciones. Su soledad comenzó a poblarse: en sus ojos se reflejaban las montañas verdes de Galilea; los pastores llevaban al redil, sobre sus hombros, a la oveja descarriada; los pescadores lanzaban sus redes al Mar de Galilea; los labradores sembraban, segaban, trillaban, y, al atardecer, regresaban felices a sus casas con la cosecha.

El Pobre había sido tentado por las corrientes y por las ideas de la época. Pero en un proceso de oración y discernimiento en la soledad del desierto había descubierto que su sendero era diferente. Una por una había sorteado las trampas del tentador. El Espíritu de "su Padre" había impregnado y confirmado el esquema de sus ideas, sus programas y proyectos. El ayuno y la oración lo habían fortificado. Estaba preparado.

Mañana mismo —pensó— descenderé al valle para emprender la ruta señalada por mi Padre. Pero el tentador, que no lo había perdido de vista, viendo su firmeza y determinación, se dispuso a someterlo a una última tentación; y en su última noche en el desierto tuvo su último sueño.

* * *

El Pobre caminaba solitariamente por una verde planicie, entre anémonas y margaritas. En lontananza podía verse un monte solitario y altísimo, por el que el Pobre sintió, de pronto, una repentina y vivísima seducción, y decidió escalarlo. Durante la ascensión, el extraño personaje se hizo de nuevo presente a su lado. El Pobre, venciendo su repugnancia, humildemente se dejó acompañar. Mientras ascendía, el Otro fue urdiendo la trampa con palabras misteriosas: los marineros llevan en sus velas muchas ilusiones; formamos parte de una expedición militar, para coronar a un rey; en las grutas moran las voces de las profundidades, que normalmente no oímos, pero hoy las despertaremos, porque los sueños se deslizan siempre bajo las alas de la noche.

Llegaron a la cumbre. Dos buitres montaban guardia en lo alto de un peñasco. El Pobre respiró profundamente. Girando en redondo, pudo contemplar un panorama sencillamente deslumbrador. Su corazón se agitaba de emoción y felicidad, ligeramente perturbado por una cierta inquietud. El Otro, extendiendo su brazo, comenzó a tentarle:
—Hijo de Nazaret, éste es el día señalado por los astros. Levanta los ojos del alma, y allá, a lo lejos, leerás una palabra que se extiende de horizonte a horizonte: Gloria. Los trigales alcanzan la altura de un hombre. Mira las ciudades que estallan de blancura, bañadas en la luz del mediodía. Las parras están cargadas de racimos. Los jinetes cabalgan sobre los blancos corceles. Las pasiones y las muchachas brillan entre estallidos de risa. Todo será para ti. Allí Dios es una brisa fresca. Y por encima de todo, navegando como blanca nube sobre el lago, la palabra Gloria. Todo será para ti.

—Sólo quien muere en las raíces, bajo la nieve, verá el estallido de la primavera 
—replicó humildemente el Pobre.

 ¡Soñador! No piensas más que en la muerte, y la muerte es el único consuelo de los que nacieron viejos. Estás perdiendo tu última oportunidad. ¿No eres el Mesías? ¿Acaso no te corresponde capitanear todas las caravanas, quebrar todos los cetros, hollar con tus pies todos los reinos con sus riquezas, escuadrones, monumentos y templos? Todo es mío; yo soy el dios que lo dispone y lo administra todo, y todo te lo ofrezco en bandeja de plata para que se cumpla cabalmente tu destino mesiánico. Serás obedecido por sacerdotes y reyes. Todas las razas te servirán; y entonces estarás en condiciones de implantar de un extremo al otro de la tierra el reinado mesiánico de tu Dios Yavé.

—No pisando fuerte, sino amando silenciosamente —
acabó el Pobre—; no con cascos militares, sino con harapos de mendigos; no al son de trompetas, sino con aires de misericordia; no en compañía de espléndidas muchachas, sino rodeado de leprosos y enfermos, ha de hacerse presente entre nosotros el Mesías de Dios. Su reino no vendrá por las calzadas victoriosas, sino por la senda de las obras de misericordia. Hemos llegado a la frontera final. ¡Retírate de mí, Satanás; no tentarás al Señor, tu Dios!

Despertó. Lanzó un grito salvaje, triunfal, de alegría, un aleluya que hizo estremecer los cerros pelados. Se levantó, e inmediatamente emprendió el camino de regreso. Era un vendaval avanzando por encima de los montes y los valles.