Muéstrame tu rostro- Contexto y Cap. 1: Reflexiones sobre ciertas «constantes» de la oración

Si no hablas,
llenaré mi corazón de tu silencio
y lo guardaré conmigo.

Y esperaré quieto,
como la noche en su desvelo estrellado,
hundida pacientemente mi cabeza.

Vendrá sin duda la mañana
y se desvanecerá la sombra.

Y tu voz se derramará
por todo el cielo
en arroyos de oro.

Y tus palabras volarán cantando
de cada uno de mis nidos.

Y tus melodías estallarán en flores
por mis profusas enramadas.
R. TAGORE

LA EDICIÓN REELABORADA
• Muchas cosas enseña la experiencia de la vida a lo largo de cinco años. Por eso decidí reescribir Muéstrame tu rostro, escrito hace cinco años.

Las finalidades que motivaron esta reelaboración fueron las siguientes: profundizar muchas materias; introducir nuevos enfoques; reordenar y simplificar el tema general; completar y reescribir partes que estaban incompletas. Y, sobre todo, presentar de tal manera la materia que pueda servir íntegramente a todos los cristianos y no sólo a los religiosos. Por eso, retiré los capítulos que hacen exclusiva referencia a la vida religiosa.

¿En qué ha consistido la reforma del libro? De los cuatro capítulos originales retiré el tercero y el cuarto, además de los apéndices, quedándome con los dos primeros capítulos. Con el material remanente he armado, en la nueva redacción, seis capítulos.

Los capítulos decisivos (tercero, cuartp y sexto) han sido completamente reformados, salvo pequeños fragmentos originales, como si el libro fuera escrito por primera vez. El capítulo segundo (la fe) ha quedado igual en su primera parte, salvo la titulación; en su segunda parte ha sido completamente reformado. El capítulo quinto ha sido reordenado y ampliado. El primer capítulo y el contexto quedan intactos.

En resumen, el original ha sido reformado aproximadamente en sus cuatro quintas partes.
EL AUTOR
Santiago de Chile, mayo de 1979

Contexto
«El cristiano del mañana será un místico, uno que ha experimentado algo, o ya no será nada» (Karl Rahner).

«Hoy el mundo necesita más que nunca de una vuelta a la contemplación... El verdadero profeta de la Iglesia del futuro será aquel que venga del "desierto" como Moisés, Elias, el Bautista, Pablo y sobre todo Jesús, cargados de mística y con ese brillo especial que sólo tienen los hombres acostumbrados a hablar con Dios cara a cara» (A. Hortelano).

Muchos hermanos temen que el proceso de secularización acabará por minar las bases de la je, y que, en consecuencia, la vida con Dios irá inhibiéndose en una progresiva decantación hasta extinguirse por completo.

Mi impresión personal es exactamente a la inversa. La secularización podría equipararse a la noche oscura de los sentidos. Es la purificación más radical de la imagen de Dios.

Como consecuencia, el creyente de la era secularizada podrá vivir —¡por fin!— la fe pura y desnuda, sin falsos apoyos.

La imagen de Dios había estado revestida frecuentemente de múltiples ropajes: nuestros miedos e inseguridades, nuestros intereses y sistemas, nuestras ambiciones, impotencias, ignorancias y limitaciones; para muchos, Dios era la solución mágica para todos los imposibles, la explicación de todo cuanto ignorábamos, el refugio para los derrotados e impotentes.

Sobre estas muletas se apoyaban la fe y la «religiosidad» de muchos cristianos.
La desmitificación va demoliendo esta imaginería, quitando esos ropajes, y comienza a aparecer —¡gracias a la secularización!— el verdadero Rostro de Dios de la Biblia: un Dios que interpela, incomoda y desafía. No responde, sino que pregunta. No soluciona, sino que ocasiona conflictos. N-o facilita, sino que dificulta. No explica, sino que complica.
No engendra niños, sino adultos.

El Dios de la Biblia es un Dios Liberador, Aquel que nos arranca de nuestras inseguridades, ignorancias e injusticias, no eludiéndolas sino afrontándolas, superándolas.
Dios no es el «seno materno» que libra (aliena) a los hombres de los riesgos y dificultades de la vida, sino que, una vez creados en el paraíso, Dios corta rápidamente el cordón umbilical, los deja solitarios en la lucha abierta de la libertad y de la independencia, y viene a decirles: ahora sed adultos, empujad el universo hacia adelante y sed señores de la tierra {Gen 1,26). El verdadero Dios no es, pues alienador, sino libertador, que hace grandes, maduros y libres a los hombres y a los pueblos.

Este proceso secularizante, insistimos, es, pues, una verdadera noche oscura de los sentidos. En adelante, la fe y la vida con Dios serán una aventura llena de riesgos.
Esta aventura de la fe consistirá en quemar las naves, dejar de lado todas las reglas del sentido común y todas los cálculos de probabilidad como Abraham, hacer caso omiso de los raciocinios, explicaciones y demostraciones, descolgarse de todos los asideros razonables y, atados de pies y manos, dar el gran salto en el vacío en la noche oscura, abandonándose en el absolutamente Otro. Sólo Dios, en la fe pura y oscura.

El contemplativo del futuro deberá internarse en las insondables regiones del misterio de Dios sin guías, sin apoyos, sin luz. Experimentará que Dios es la Otra Orilla, medirá al mismo tiempo su distancia y proximidad; y como efecto de ello, el hombre llegará a sentir el vértigo de Dios, que es una mezcla de fascinación, espanto, anonadamiento y asombro.

Deberá correr el riesgo de sumergirse en ese océano sin fondo donde se ocultan peligrosos desafíos, que el contemplador no los podrá sortear sin mirarlos de frente y aceptarlos en sus abrasadoras exigencias.

Los hombres que regresen de esta aventura serán figuras cinceladas por la pureza, la fuerza y el fuego. Han sido purificados en la proximidad arrebatadora de Dios, y sobre ellos aparecerá patente y deslumbradora la imagen de su Hijo.
Serán testigos y transparencia de Dios.

* * *

Hay en nuestros días ciertos hechos que son verdaderos signos de interrogación. ¿Qué significa, por ejemplo, el consumo alarmante de narcóticos, de LSD...? En tan complejo fenómeno hay ciertamente evasión, alienación, hedonismo.

Pero, según eminentes psicólogos, hay también una fuerte aunque oscura aspiración hacia algo trascendente, una búsqueda instintiva de sensaciones intensas que sólo se logran en los altos estados contemplativos.

Harvey Cox considera a los hippies «neomísticos». Según el análisis socio-psicológico de dicho teólogo bautista, estos grupos desean dar cauce a una profunda y ancestral aspiración del hombre por experimentar en forma inmediata lo sagrado y lo trascendente.

Otro grupo que vive con vehemente fuerza la experiencia religiosa es el movimiento llamado «Jesus-People» (Pueblo de Jesús). Sus miembros son numerosos y están muy extendidos. Es un grupo desgajado de los hippies. Son jóvenes que no encontraron en los narcóticos lo que buscaban, y desde su frustración surgió —por una de esas misteriosas reacciones— la llama de una ardiente adhesión a Jesucristo.

Su oración es un encuentro personal con Jesús, su vida es una apasionada aclamación y proclamación de Jesús, su hedonismo se ha trocado en ascesis liberadora.

En nuestras ciudades occidentales se ha desplegado un sorprendente movimiento de inspiración orientalista. Son grupos de personas de toda condición que, por medio de métodos psico-somáticos, intentan llegar a fuertes experiencias religiosas. En cualquier lugar improvisan un club, organizan sesiones formales o informales, periódicas o esporádicas en las que se ejercitan en la concentración de las facultades interiores para una meditación de total recogimiento. De pronto nos enteramos de que en la casa vecina funciona uno de estos grupos.

En mi opinión, para el occidente cristiano se trata de un fenómeno de sustitución: como entre los cristianos no se promueve la preocupación ni el cultivo de la oración contemplativa, se nos están llenando nuestras ciudades de «gurús» importados de la India o del Pakistán, en torno a los cuales se concentran millares de jóvenes para, mediante gimnasia y mecanismos mentales, llegar al «contacto» con el Dios trascendente. Incluso han logrado elaborar una doctrina sincretista con métodos orientales y con la teología cristiana.

La «sociedad internacional de meditación» del hindú Maharishi Mahesh cuenta ya con 250.000 entusiastas adeptos que se ejercitan incesantemente en la meditación trascendental en torno a algún «gurú». Miles de universitarios, muchachos y muchachas, se dirigen a los «ashams» hindúes, o se encierran en los monasterios de los budistas-zen para iniciarse y progresar en las fuertes experiencias extrasensoriales y en el trato inmediato con Dios.

Estos hechos están demostrando que la técnica, la sociedad de consumo y el materialismo general no son capaces de sofocar las fuentes profundas del hombre, de donde emana esa eterna e inextinguible sed de Dios.

¿Qué está ocurriendo en la misma Iglesia? No hay obispo, curia general o alto responsable de instituto eclesiástico que, cuando se dirige a sus miembros, no clame por la restauración del espíritu de oración y de la oración misma. Por otra parte, no es ningún secreto para nadie que, entre los hermanos y hermanas, la vida de fe y oración había descendido a sus niveles más bajos en estos últimos años.

Sin embargo, desde las profundidades de esa depresión ha comenzado a surgir el movimiento para la vitalización de la vida con Dios, con una fuerza pocas veces igualada en la historia de la Iglesia. Para los responsables de los Institutos, la recuperación del sentido de Dios es la primera inquietud y la primera esperanza. Por todas partes se perciben signos alentadores.

El movimiento de «oración carismática» se ha extendido desde California hasta la Patagonia con el ímpetu huracanado de una mañana de Pentecostés. Los que aparecen como profetas conductores del movimiento liberacionista en América Latina, son hombres que bajan de la «montaña» de la alta contemplación: Helder Cámara, Arturo Paoli, Ernesto Cardenal, Leónidas Proaño y otros menos conocidos pero no menos notables.

Se ensayan mil formas, estilos y métodos para avanzar en la experiencia de Dios: las «Maisons de priére», los «desiertos», los «eremitorios»... En Argelia, sobre el brillante y ardiente desierto, se levanta el oasis de Beni Abbés por donde pasan millares de solitarios contemplativos, llegados de todas partes del mundo, atraídos por el recuerdo de Charles de Foucauld.

Las «tebaidas» comienzan de nuevo a poblarse, no por los fugados del mundo sino por los luchadores del mundo y por el mundo, que vienen a templarse resistiendo sin pestañear la mirada de Dios. ¿Qué significa el hecho de que millares de jóvenes de todo el mundo se congreguen en Taizé para orar? Entre ellos los hay desde bohemios hasta dirigentes de sindicatos, desde especialistas en alta tecnología hasta mineros. Todos buscan la experimentación del misterio de Dios. Los arrastra el «peso» de Dios Esta cantidad impresionante de modalidades, intentos, proyectos, ensayos para promover la experiencia de Dios en la Iglesia, está indicando que el Espíritu está suscitando, quizá hoy más que nunca, una aspiración incontenible hacia elevados estados de contemplación, y que está abriendo la gran marcha de los creyentes hacia las regiones más profundas de intercomunicación con el Señor Dios.

Todo nos hace presentir que vivimos en vísperas de una gran era contemplativa.
En este contexto y para este contexto, y vislumbrando ese futuro, se ha escrito este libro. Desea ofrecer una colaboración a los que quieren iniciarse o recuperar el trato con Dios, y a aquellos otros que anhelan avanzar, mar adentro, en el misterio insondable del Dios vivo.
EL AUTOR

Capítulo primero
REFLEXIONES SOBRE CIERTAS «CONSTANTES» DE LA ORACIÓN

Cuando hablamos aquí de orar, lo entendemos en el sentido en que lo vamos a hacer a lo largo de este libro: un trato afectuoso a solas con el Dios que sabemos nos ama; un avanzar, en la intersubjetividad íntima y profunda, en y con el Señor que se nos ofrece como compañero de vida.
Cuanto más se ora, más se quiere orar Toda potencia viva es expansiva. El hombre, a nivel simplemente humano, es una tensión interior que le hace aspirar hacia lejanías inalcanzables; cualquier meta lograda lo deja como un arco tenso, siempre insatisfecho. ¿Qué es la nostalgia? Una búsqueda interminable de una plenitud que nunca llegará.

En medio de la creación, el hombre aparece como un ser extraño, algo así como un «caso de emergencia»; posee facultades que fueron estructuradas para tal o cual función; cumplida la función, conseguido el objetivo, siente que algo le falta. Pensemos, por ejemplo, en el apetito sexual o en la sed de riqueza: cumplidas las apetencias, el hombre como tal sigue «hambriento» y desde cada satisfacción lograda se lanza en busca de nuevas riquezas o nuevas sensaciones.

A nivel espiritual el hombre es, según el pensamiento de san Agustín, como una saeta disparada hacia un Universo (Dios) que, como un centro de gravedad, ejerce una atracción irresistible sobre él, y cuanto más se aproxima a ese Universo, mayor velocidad adquiere. Cuanto más se ama a Dios, más se le quiere amar. Cuanto más se trata con El, más ganas entran de tratarlo. La velocidad hacia El está en proporción a la proximidad de El.

Sin darnos cuenta, debajo de todas nuestras insatisfacciones corre una corriente que se dirige hacia el Uno, el único Uno capaz de concentrar las fuerzas del hombre y de aquietar sus quimeras.
«Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma tiene sed de ti, mi carne tiene ansia de ti como tierra reseca, agotada, sin agua» (Sal 62).

* * *

Existe la ley del entrenamiento, ley válida para los deportes atléticos y válida también para los deportes del espíritu: cuanto más entrenamiento se hace, más o mejores marcas se pueden batir. Si a mí me dicen de pronto que haga a pie una caminata de 30 kilómetros, hoy no los podría hacer. Pero si diariamente me entrenara haciendo largas caminatas, después de varios meses no tendría dificultad alguna para recorrer los 30 kilómetros. ¿Cómo se explica esto?

Había en mí capacidades atléticas que estaban dormidas, quizá atrofiadas, por falta de activación. Al ser puestas en acción, despertaron y se desplegaron.
Asimismo, llevamos en el alma capacidades espirituales que eventualmente pueden estar dormidas por falta de entrenamiento. Dios ha depositado en el fondo de nuestra vida un germen que es un don-potencia, capaz de una floración admirable. Es una aspiración profunda y filial que nos hace suspirar y aspirar hacia el Padre Dios. Sí esa aspiración la ponemos en movimiento, en la medida en que «conoce» su Objeto y se aproxima a su Centro, más densa será la aspiración, mayor peso hacia su Objeto y, por consiguiente, mayor velocidad.

Esto lo prueba la experiencia diaria. Cualquiera que haya tratado entrañablemente con el Señor a solas durante unos cuantos días, una vez regresado a la vida ordinaria un nuevo peso lo arrastrará al encuentro con Dios con nueva frecuencia; los rezos y los sacramentos serán un festín por que ahora los siente «llenos» de Dios. De esta manera se va haciendo más denso el peso de Dios, que nos arrastrará con mayor atracción hacia El, mientras el mundo y la vida se irán «poblando» de Dios.

Todo esto lo vemos comprobado en la Biblia. El autor de los Salmos se siente sediento de Dios como una tierra reseca, como una cierva que corre hacia las corrientes de agua fresca (Sal 41). Se levanta a medianoche como un amante para «estar» con el Amado (Sal 118). Jesús «roba" las horas al descanso y al sueño, se va a los cerros para «pasar» la noche con el Padre.

Custodiado por las SS, barruntando su próxima muerte desde la cárcel escribía Bonhoeffer a un amigo: «El día que me entierren, quisiera que me cantaran: Una cosa pido a la Señor, habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida» (1).

Se cumple la ley: a mayor proximidad, mayor velocidad, al estilo de la ley física de la atracción de las masas.
Crece la atracción en la medida en que es mayor el volumen de las masas y mayor la cercanía de las mismas.

* * *

Pocas cosas nos harán sentir el realismo de estas leyes como aquella descripción del gran novelista Nikos Kazantazaki:
«Y mientras yo reflexionaba, Francisco de Asís aparecíó en la entrada de la gruta. Resplandecía como un carbón ardiente. La plegaria había devorado aún más su carne, pero lo que le quedaba de ella brillaba como una llama. Una extraña dicha irradiaba su rostro. Me tendió la mano.
—Bien, hermano León —me dijo—. ¿Estás dispuesto a escuchar lo que te voy a decir?

Sus ojos brillaban como si tuviera fiebre, y en ellos podía yo distinguir ángeles y visiones que llenaban su mirada.
Sentí miedo. ¿Habría perdido la razón?
Adivinando mi temor, Francisco se me acercó para decirme —Hasta ahora se han empleado muchos nombres para definir a Dios. Esta noche yo he descubierto otros. Dios es abismo insondable, insaciable, implacable, infatigable, insatisfecho... Aquel que nunca ha dicho al alma: ¡Basta ya!

Se me acercó mucho más aún, y como si estuviera transportado a otros mundos, me agregó con voz emocionada: —¡Nunca Bastante! —gritó—. ¡No es bastante, hermano León! Eso es lo que Dios me ha gritado durante estos tres días y estas tres noches, allá en el interior de la gruta:
¡Nunca Bastante! El pobre hombre que está hecho de barro, reacciona y protesta: ¡No puedo más!
Y Dios responde: ¡Aún puedes!
El hombre gime: ¡Voy a estallar!.
-¡Estalla!, responde Dios.

La voz de Francisco enronqueció. Sentí lástima de él.
Temí que hiciera cualquier disparate. Irritado, le dije:
—¿Y qué quiere Dios ahora de ti? ¿No besaste al leproso, que tanta repugnancia te causaba?
—¡No es bastante!
—¿No abandonaste a tu madre, madonna Pica, la mujer más exquisita del mundo?
—¡No.e s bastante!
—¿Nó hiciste el ridículo entregando los vestidos a tu padre y quedando desnudo ante todo el pueblo?
—¡No es bastante!
—Pero... ¿no eres el hombre más pobre del mundo?
—¡No es bastante! No lo olvides, hermano León: Dios es "Nunca Bastante"» (2).

Si somos sinceros, si miramos sin pestañear nuestra propia historia con Dios, habremos experimentado que Dios es como una sima que arrastra y cautiva y que cuanto más nos aproximamos a ella más nos cautiva y embriaga.

«¡Oh Trinidad eterna! Tú eres un mar sin fondo en el que, cuanto más me hundo, más te encuentro; y cuanto más te encuentro, más te busco todavía. De ti jamás se puede decir ¡basta! Hl alma que se sacia en tus profundidades, te desea sin cesar porque siempre está hambrienta de ti; siempre está deseosa de ver tu luz en tu luz.

¿Podrás darme algo más que darte a ti mismo? Tú eres el fuego que siempre arde, sin consumirse jamás. Tú eres el fuego que consume en sí todo amor propio del alma; tú eres la luz por encima de toda luz.
Tú eres el vestido que cubre toda desnudez, el alimento que alegra con su dulzura a todos los que tienen hambre.
¡Revísteme, Trinidad eterna! Revísteme de ti misma para que pase esta vida en la verdadera obediencia y en la luz de la fe con la que tú has embriagado mi alma» (3).

Cuanto menos se ora, menos ganas de orar
Existe en la fisiología una enfermedad llamada anemia.
Es una enfermedad particularmente peligrosa porque no produce síntomas espectaculares, y la muerte llega por el camino del silencio, sin espasmos. Consiste en esto: cuanto menos se come, menos ganas se tiene de comer; cuanto menos ganas de comer, menos se come, y sobreviene la anemia aguda. Así se abre y se cierra un círculo, el círculo de la muerte.

En la vida interior se repite el mismo ciclo. Se comienza por abandonar el hecho de la oración por razones válidas, a lo menos aparentemente válidas. En vez de dirigirse desde lo Uno hacia lo múltiple, siendo portadores de Dios, lo múltiple envuelve, encierra y retiene a los hermanos llenando su interior de frío y de dispersión.

De esta manera comienza a entrar en el interior del hermano, como una lenta noche, la dificultad para centrarse en lo Uno y Único. Cuanto mayor va siendo la dispersión interior, no faltarán nuevos motivos para abandonar el trato con Dios. Se va debilitando el gusto por Dios en la medida en que crece el gusto por la multiplicidad dispersa (personas, acontecimientos, sensaciones fuertes); comienza a declinar el hambre de Dios en la medida en que crece la dificultad para «estar» satisfactoriamente con El. Ya hemos entrado en la espiral.

Abierto este círculo, nos hallamos en una verdadera pendiente: mientras voy desligándome del absolutamente Otro, voy siendo tomado por los «otros». Es decir, mientras el mundo y los hombres me reclaman y parecen agotar el sentido de mí vida, Dios es una palabra que va vaciándose cada vez más de sentido, hasta que, por fin, acaba por ser algo así como un trasto viejo que se tiene en la mano; lo miramos, volvemos a mirarlo y por fin nos preguntamos: y esto, ¿para qué? Ya no sirve. Se cerró el círculo, llegó la anemia aguda, hemos entrado en la recta final de la muerte, de la muerte de Dios en nuestra vida.

* * *

Hay otra enfermedad que se llama atrofia. En esta enfermedad llega la muerte todavía más silenciosamente. Me explicaré.
Toda vida es explosión, expansión, adaptación, en una palabra, movimiento. Este movimiento no es mecánico sino dinamismo interno. Si esa tensión dinámica es sofocada o detenida, automáticamente deja de ser vida. No hace falta que venga un agente externo y mortífero que provoque un desastre. El ser vivo deja de ser vivo desde el momento en que deja de ser movimiento.

En la vida interior ocurre otro tanto. La gracia es esencialmente vida y presta al alma la facultad de reaccionar dinámicamente bajo los dones de Dios, de moverse hacia El, conocerle directamente tal como El se conoce, amarle tal como El se ama. En una palabra, esta gracia-vida establece entre Dios y el alma una corriente dinámica, correspondencias recíprocas de «conocimiento» y amor.

Esa gracia que es Don-Potencia es a la vez expansiva y fermentadora. Le ocurre lo que a aquella levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina hasta que toda la masa quedó fermentada. Una vez injertada en la naturaleza humana, esa gracia, por ser vida, tiende a conquistar nuevas zonas en nuestro interior, penetra progresivamente en las facultades, domina las tendencias egoístas y, una vez liberadas, las somete al beneplácito divino, hasta que el ser entero pertenezca completamente al Único y Absoluto. Esta es la breve historia de un Don-Potencia, derramado en el fondo del alma.

Pero si esa gracia deja de moverse, también deja de vivir. Si esa vida no lleva una marcha ascendente y expansiva, automáticamente toma la ruta de la muerte por la ley de la atrofia. Existe la esclerosis también para la vida del espíritu. Si los «tejidos» de las facultades interiores no son sometidos al ejercicio, rápidamente sobreviene el endurecimiento y la rigidez. Al orar poco, sentimos que hay dificultad para orar, como que las facultades interiores se endurecen. Y al sentir la dificultad, se tiende a abandonar la oración dentro de la ley del menor esfuerzo. Y ese gran Don-Potencia sencillamente se «inhibe», su vitalidad toma el rumbo de la in-acción, de la in-movilidad y de la muerte.

Tengo la impresión de que entre nuestros hermanos hay quienes han tenido una fuerte llamada para una vida profunda con Dios, y de que esa llamada está languideciendo por una historia que se repite frecuentemente: dejaron de rezar, abandonaron los actos de piedad, subestimaron los sacramentos, desplazaron la oración personal, dijeron que a Dios hay que' buscarlo en el hombre, y por buscar a Dios, dejaron a Dios... He conocido casos por los que, aún ahora, siento tristeza: el caso^de hermanos a los que en otro tiempo «se les dio» una atracción poco común por el Señor, atracción que, bien cultivada, pudo haber dado a sus vidas un gran vuelo, y, sin embargo, hoy se los ve fríos y, ¿por qué no decirlo?, tristes.

Efectivamente, a muchos se los ve dominados por un algo que podríamos llamar frustración, y no saben por qué.
Para mí la explicación es muy clara: allá, en el fondo de sí mismos, muchas capas más abajo de su consciente, están sofocando aquella llamada fuerte que a unos se les ha dado y a otros no. Una vida que pudo haber florecido, sólo quedó en posibilidad.

Cuanto más se ora, Dios es «más» Dios en nosotros Dios no cambia. El es el definitivamente pleno y, por consiguiente, Inmutable. Está, pues, inalterablemente presente en nosotros, y no admite diferentes grados de presencia.

Lo que realmente cambian son nuestras relaciones con él según el grado de fe y amor. La oración hace más densas esas relaciones, se produce una penetración más entrañable del yo-tú a través de la experiencia afectiva y el conocimiento gozoso, y la semejanza y la unión con él llegan a ser cada día más profundas.

Ocurre lo que con una antorcha dentro de una oscura habitación. Cuanto más alumbra la antorcha, mejor se ve la «cara» de la habitación, la habitación se hace «presente», aunque la habitación no cambie.

Cualquiera de nosotros puede experimentar que cuanto más profunda es la oración, siente a Dios más próximo, presente, patente y vivo. Y cuanto más resplandece la gloria del rostro del Señor sobre nosotros (Sal 30), los acontecimientos quedan envueltos en un nuevo significado (Sal 35) y la historia queda «poblada» por Dios; en una palabra, el Señor se hace vivamente presente en todo. No hay juego de azar, sino un timonel 'que conduce los hechos con mano segura.

Cuando se ha «estado» con Dios, él va siendo cada vez más «Alguien» por quien y con quien se superan las dificultades, se vencen las repugnancias —y éstas se truecan en dulcedumbres—; se asumen con alegría los sacrificios, nace por doquier el amor. Cuanto más «se vive» a Dios, más ganas hay de estar con él, y cuanto más se «está» con Dios, Dios es cada vez más «Alguien». Se abrió el círculo de la vida.

Y en la medida en que el hombre contemplador avanza en los misterios de Dios, Dios deja de ser idea para convertirse en Transparencia y comienza a ser Libertad, Humildad, Gozo, Amor, y progresivamente se va transformando en una fuerza irresistible y revolucionaria que saca todas las cosas de su sitio: donde había violencia, pone suavidad; donde había egoísmo, pone amor y cambia por entero «la faz» del hombre.

Si el contemplativo sigue avanzando por las oscuras rutas del misterio de Dios, fuerzas desconocidas desatadas por el Amor empujan al alma por la cuesta adentro del Dios vivo, por una pendiente totalizadora según y dentro de la cual Dios va siendo cada vez más el Todo, el Único y el Absoluto, como en un torbellino en el que el hombre entero es tomado y arrastrado, mientras se purifica y las escorias egoístas se queman con el fuego... Dios acaba por transformar al hombre contemplador en una antorcha que arde, incendia y resplandece (Jn 5,35). Pensemos en Elias, Juan el Bautista, Francisco de Asís, Charles de Foucauld.

* * *

No podemos decir: eso no es para mí. Todo dependerá de la altura, mejor, de la profundidad de la contemplación en que nos encontramos. Estos profetas no fueron excepcionales por nacimiento o por casualidad, sino porque se entregaron incondicionalmente y se dejaron arrastrar cada vez más adentro. Y aunque es verdad que este entregarse les exigió un estado interior de alta tensión, sin embargo, el escultor de tales figuras fue, es y será Dios mismo. No miremos sólo a tiempos pasados. En nuestros días y entre nosotros hay hombres que son viva transparencia de Dios.

Pero no termina aquí el proceso totalizador. En la medida en que el contemplador se deja tomar, Dios acapara en este hombre la función de bien que tienen todas las realidades humanas y tiende a convertirse en Todo Bien: para este hombre Dios «vale» por una esposa cariñosa, por un buen hermano, por un padre solícito, por una hacienda de mil hectáreas o por un palacio fantástico (Mt 12,46-50; Le 8,19-21; Me 3,31-34). Dios, en una palabra, se convierte en la gran recompensa, en un festín, en un banquete (Ex 19,5; Jer 24,7; Ez 37,27). «Tú eres mi bien» (Sal 15). «Tu nombre es mi gozo cada día» (Sal 88).

Es esto lo que expresa admirablemente el salmista cuando dice: «Pero tú, Señor, has puesto en mi corazón más alegría que si abundara en trigo y en vino» (Sal 4). El «trigo y el vino» simbolizan todas las compensaciones, emociones y gozos que puede apetecer el corazón humano. Para el hombre contemplador que ha «gustado cuan suave es el Señor» (Sal 33), Dios «sabe» a un vino embriagador, más sabroso que todos los festines de la tierra.

Bien lo experimentó Francisco de Asís, el hombre más pobre del mundo. Noches enteras se pasaba bajo las estrellas exclamando, mientras sentía una sensación plenificante: «Mi Dios y mi Todo.» Sentía aquel algo que los vividores, sibaritas y amadores del mundo jamás sospecharán, es decir: «Me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha» (Sal 15).

Cuanto menos se ora, Dios es «menos» Dios en nosotros
Cuanto menos se ora, Dios se va desdibujando más en una borrosa lejanía. Lentamente se va convirtiendo en una «idea» sin sangre y sin vida. No «apetece» estar, tratar, vivir con una «idea», tampoco es un estímulo para luchar y superarse. Y así, Dios va dejando de ser Alguien, y acaba por diluirse en una realidad lejana y ausente.

Una vez metidos en esta espiral, Dios lentamente deja de ser recompensa, alegría, gozo... y cada vez se «cuenta» menos con El. Y así, si llega una crisis ya no se acude a Dios porque es una palabra que ya «nos dice» muy poco; se recurre a medios psicológicos, o simplemente se deja uno llevar por la crisis.

Mientras se efectúa este proceso de decantación, simultáneamente asalta el edificio del hombre esa serpiente de mil cabezas que se llama el egoísmo, y renacen las apetencias del hombre viejo reclamando atención. ¿Y por qué esto? Comienza a fallar el centro de gravedad de una vida y al mismo tiempo se van abriendo enormes vacíos en el interior, se hacen presentes las compensaciones humanas como mecanismos de defensa dentro de la ley de los desplazamientos. ¿Y con qué finalidad? Para cubrir los vacíos y para apuntalar el edificio; y el edificio se llama el sentido de la vida o también el proyecto de una existencia.

Cuanto menos se ora, Dios tiene menos sentido, y cuanto menos sentido tiene Dios, menos se acude a El. Ya estamos atrapados en la espiral de la muerte.

Si se deja de orar, Dios acaba por ser un «don Nadie»
Si se deja de orar durante largo tiempo, Dios acaba por «morir» no en sí mismo porque es sustancialmente viviente, eterno e inmortal, sino en el corazón del hombre. Dios «ha muerto» como una planta atrofiada a la que se dejó de regar.

Abandonada la fuente de la vida, rápidamente se llega a un ateísmo vital. Los que llegan a esa situación quizá no se han planteado a sí mismos formalmente el problema intelectual de la existencia de Dios. Quizá sigan sosteniendo, acaso sintiéndolo también, que la «hipótesis» Dios tiene todavía validez; pero de hecho se las han arreglado para vivir como si Dios no existiera. Es decir, Dios ya no es la Realidad próxima, concreta y arrebatadora.
Ya no es aquella Fuerza Pascual que los saca de los escondites de su egoísmo para lanzarlos, en un perpetuo «éxodo», hacia un mundo de libertad, humildad, amor, compromiso. Sobre todo —¡he aquí el signo inequívoco de la agonía de Dios!—, el Señor ya no despierta alegría en el corazón.

Ocurre, a veces, que el vacío de Dios les pesa como un cadáver. Y por eso se entregan a discutir, cuestionar y dialogar —con una frecuencia e insistencia como nunca antes— sobre la oración, su naturaleza, su necesidad. Ello puede ser un buen signo. Podría también significar que la sombra de Dios no les deja en paz.

Con una alegre superficialidad divagan hasta el infinito sobre las nuevas formas de oración: que el concepto de Dios hay que «desmitificarlo», que la oración personal es tiempo perdido, un desperdicio egoísta y alienante, que vivimos unos tiempos seculares para los cuales ha caducado definitivamente el elemento religioso, que las formas clásicas de oración son una elucubración subjetiva, y así hasta el infinito. En una palabra, la oración se problematiza, se intelectualiza. Mala señal.

La oración es vida, y la vida es sencilla —no fácil— y coherente. Cuando la oración deja de ser vida, la convertimos en una complicación fenomenal. Se pregunta, por ejemplo: ¿cómo se debe orar en nuestro tiempo? Para mí es una pregunta sin sentido. ¿Acaso se pregunta cómo se debe amar en nuestro tiempo? Se ama —y se ora— igual que hace cuatro mil años. Los hechos de vida tienen su raíz en la sustancia inmutable del hombre.

Cuando se da esta situación existencial, rápidamente se desencadena una inversión de valores y un desplazamiento de planos. A Dios no hay que buscarlo ya en la montaña, sino en el hombre; no hay que buscarlo en «espíritu y verdad», sino en el fragor de las multitudes hambrientas. No existe la salvación de mi alma, sino la liberación del hombre de la explotación y de la miseria

Hay que superar la dicotomía entre la oración y la vida; el trabajo es oración...,«teologías» frivolas que se derrumban ante la primera saeta disparada desde la autenticidad.
Cuando se produce la crisis de Dios, se comienza a contabilizarlo todo con los criterios de utilidad. Y la Biblia nos recuerda que Dios está más allá de las categorías de lo útil y lo inútil.

En el fondo, la Escritura afirma una sola cosa:
Dios es. Y se eligió un pueblo cuyo destino final es proclamar a todos los pueblos y continentes que Dios es. Solamente «sirve» pata adorarle, darle gracias, alabarle y para ser testigo suyo. Si echamos en olvido este destino «inútil» del Pueblo de Dios, siempre andaremos divagando por las ramas.

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Cuando en un hermano se produce el vacío de Dios por el abandono de la oración, surge la necesidad de autoafirmarse desplazándose hacia actividades, por ejemplo, de tipo político. ¿De qué se trata? El se justificará con bonitas teologías, pero en el fondo se trata de dar un sentido a su vida, de cubrir un vacío interior con un quehacer que ciertamente tiene apoyos bíblicos.

No es el caso de todos, pero sí de muchos. Nunca hablan de vida eterna, del alma, de Dios, sino de explotación, de la injusticia social. Es un hecho sociológico ampliamente constatado que una buena parte de tales sacerdotes acaban secularizándose. No faltarán quienes digan que han dado ese paso para realizarse como hombres y como cristianos.
¡Razones para la exportación! Si «aquí» han sido incapaces de amar, «allá» seguirán siendo igualmente incapaces y no encontrarán el centro.

Sé que el trato con Dios puede convertirse en evasión.
Este libro, sin embargo, hace ver que los verdaderos libertadores y los grandes comprometidos en la Biblia fueron los capaces de resistir la mirada de Dios en el silencio y la soledad. Y, por cierto, no un Dios de golosina sino Aquel que incomoda, desinstala y empuja al «adorador» por la pendiente de la paciencia y humildad hacia la aventura de la gran liberación de los pueblos. Si la contemplación no logra estos efectos, será cualquier cosa menos oración. Evasión y oración son términos excluyentes.

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¿Qué será de la vida de un hermano en cuya alma Dios ha desfallecido?
Seguramente seguirá hablando «de» Dios, pero será incapaz de hablar «con» Dios. Sus palabras serán palabras de bronce: harán ruido pero no llevarán nada, ni mensaje ni vida ni fuego. Los creyentes jamás distinguirán en su frente el «fulgor de Dios» (Ex 34,28). Dirán: buscábamos un profeta y nos hemos encontrado con un profesional. Los hambrientos y sedientos de Dios que se acerquen a él, se van a encontrar con un manantial agotado. No resucitará muertos, no sanará enfermos.

Definitivamente no será un «enviado». No tomará nada en serio, porque el que no ha tomado en serio a Dios, en el fondo es un frivolo. Nada será importante para él, ni el pobre ni el enfermo ni el explotado ni el amigo. Sólo él será importante para sí mismo. Es más cómodo y menos comprometedor arreglárselas consigo mismo, y no con Alguien que nos sale al encuentro y pone al descubierto todo lo que tenemos, hacemos y somos.

Cuando en un grupo de cristianos se analizan las causas de la crisis de la oración, me llama la atención la frecuente coincidencia en señalar la siguiente: el miedo a Dios.

¿En qué sentido? Vienen a discurrir, más o menos, así: si tomo en serio a Dios, mi vida tendrá que ser otra. Dios me desafiará a no confundir carisma con capricho, a abrirme a este hermano que no me cae bien, a acabar con entretenimientos inútiles, a aceptar esta carga, a romper con aquella amistad, menos mundanismo, más penitencia, más obediencia... En una palabra, me va a poner como un arco tenso. Dios es algo serio. Mejor hacerme el distraído respecto a él. Es la frivolidad.

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Desplazado Dios, la vida es como una flor que se deshoja. Todo pierde sentido y se cumple aquella terrible descripción de Nietzsche en su libro Así hablaba Zar alustra: «¿No habéis oído hablar de aquel loco que en pleno día encendió una linterna, corrió al mercado y clamaba continuamente: "Busco a Dios, busco a Dios"? Como precisamente allí se hallaban reunidos muchos de los que no creían en Dios, fue recibido con grandes risotadas. Uno dijo: "¿Es que se ha perdido?" Otro respondía: "Se ha extraviado como un niño." Otros ironizaban: "¿Está escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿Se ha embarcado? ¿Ha emigrado?" Así se reían y se burlaban todos

El loco se metió en medio de ellos, y atravesándolos con su mirada, clamaba: "¿Que dónde se ha ido Dios? Yo os lo voy a decir. Lo hemos matado, vosotros y yo. Todos nosotros somos sus asesinos. Está bien; pero pensemos: ¿Qué hemos hecho? ¿Qué hemos hecho al cortar las ligaduras que unían esta tierra con su sol? Y nosotros, ahora, ¿adonde vamos? ¿No nos estamos despeñando continuamente hacin atrás, hacia adelante, hacia un lado, en todas las direcciones? ¿Hay todavía arriba y abajo? ¿No vamos errando a través de una nada infinita? ¿No sentimos el soplo del vacío? ¿No sentimos un frío terrible? ¿No va haciéndose de noche continuamente, y cada vez más de noche? ¿No es cierto que necesitamos encender linternas en pleno día?"

El loco calló y miró otra vez a sus oyentes. También ellos callaron y le miraban con extrañeza.»

Hemos dejado «morir» a Dios, pero nacen los monstruos: el Absurdo, la Náusea, la Angustia, la Soledad, la Nada...

Como dice Simone de Beauvoir, al suprimir a Dios nos hemos quedado sin el único interlocutor que realmente valía la pena; y la vida viene a ser, como dice Sartre, una «pasión inútil», como un relámpago absurdo entre dos eternidades de oscuridad.

Con frecuencia no puedo evitar el dar vueltas en mi mente al siguiente interrogante: ¿Cómo será el final de quienes han vivido como si Dios no existiera? Es el momento cumbre de la vida. Cuando adviertan que ya no hay esperanza, que sólo les restan unas semanas de vida, ¿a quién clamar?, ¿a quién ofrendar ese holocausto?, ¿dónde sujetarse?, ¿a quién agarrarse? No habrá asidero.