El pobre de Nazaret Cap. 7-1

 Últimos días en Galilea

Algo de lo dicho debió suceder en esta época. Por cierto, este período en tierra extranjera está cubierto de oscuridad. No existe certeza sobre el itinerario seguido, ni sabemos cuánto tiempo duró este autoexilio de Jesús en Fenicia y Transjordania. Sea como fuere, percibimos que en esta etapa de su vida se produjo una clarificación definitiva en la mente de Jesús. 

Por los episodios que sucedieron a continuación, por sus insistentes presagios sobre su trágico final, por los tópicos en que Jesús abundó en las semanas siguientes, deducimos que la etapa que acaba de transcurrir debió ser un tiempo de maduración y profundización sobre su destino como Salvador del mundo mediante su muerte vicaria o sustitutoria; y que el proceso de este esclarecimiento lo realizó mediante una asidua meditación del Cuarto Cántico del Siervo de Yavhé.

Desde Tiro, Jesús se dirigió hacia el Norte, hasta Sión. Después, siguiendo probablemente un camino zigzagueante, pasó con sus discípulos a Transjordania; visitaron algunas ciudades de la Decápolis, y desde allí retornaron a las proximidades del Mar de Galilea. Suponemos que el Maestro aprovechó el largo receso para intensificar y profundizar la formación de los discípulos. Jesús comenzó a sentir cierto apremio por preparar el camino de la redención colocando los jalones preanunciados por los profetas: la revelación de su identidad mesiánica (Mc 8,27-30), el carácter doliente de su mesianismo (Mc 9,30-33).

Como expresión de esta urgencia, Lucas (12,49-50) nos ha transmitido un par de versículos eminentes en el contexto de esta época: “He venido a traer fuego sobre la tierra, y cuánto desearía que ya estuviera encendido". Por cierto, no se trata de una situación de guerra espiritual que Jesús hubiera venido a anunciar. Se trata de un fuego hecho de sangre y dolor que arde y alumbra desde lo alto de la cruz.

"Con un bautismo tengo que ser bautizado, y qué angustiado estoy hasta que se cumpla" (Lc 12,50). Son expresiones altas, alegorías vigorosas que están indicando hasta qué punto el alma del Pobre estaba sumergida en las aguas del Siervo Doliente. Tengo que ser sumergido en un baño de dolor, y en este mar se bañarán las naciones. Cuando sobre el horizonte rojo se levante el cadalso del profeta, rodarán las piedras y el profeta morirá en silencio, sin que nadie lo lamente; y así, la tragedia se consumará sin música en el monte, el monte de la redención. Mientras el drama no cumpla su ciclo, vivo en ascuas, me muero de ansiedad.

* * *

Por aquellos días se le acercaron cautelosamente unos fariseos con un dato confidencial: "Sal y vete de aquí porque Herodes busca matarte" (Lc 13,31). No sabemos si este dato se lo transmitieron los fariseos como un gesto de buena voluntad o trataban de someterlo a una guerra de nervios. Cabría también otra hipótesis: que Herodes, sabedor de que la personalidad de Jesús despertaba sueños mesiánicos, pretendiera alejarlo de la región utilizando esta estratagema por intermedio de algunos fariseos, amigos suyos.

Herodes Antipas, al parecer, había quedado traumatizado (quién sabe si también agobiado por el enorme peso de la culpa) por la ejecución frívola y salvaje del Bautista. Por las noticias que se difundían acerca de Jesús, Herodes había llegado a la convicción de que se trataba del mismísimo Bautista surgido de la tumba para vengar en él su muerte. La sombra del Bautizador, pues, lo perseguía; y un fantasma de ultratumba debía tener para él un carácter fatal y omnipotente; había que eliminarlo, pues. Lo que el Tetrarca ignoraba es que no se puede asesinar a un fantasma, y que no hay en este mundo amenaza más terrible que la que proviene desde adentro.

Sea como fuere, no nos interesan tanto aquí los entretelones de la maquinación herodiana como la reacción de Jesús, con el fin de intuir, a través de su respuesta, los sentimientos que por este tiempo se agitaban en el corazón del Maestro.

La manera como lo califica ("ese zorro") es inaudita en boca de Jesús; es la única vez que oímos a Jesús una expresión tan despectiva. Ya hemos explicado anteriormente que Jesús debió sentir una repulsión particular, tal vez única, por Herodes, no sabemos por qué razones específicas.

En la terrible respuesta de Jesús aparece vigorosamente —y es esto lo que nos interesa recalcar— la nueva convicción sobre su destino como Mesías Sufriente: "Id a decir a ese zorro: yo expulso demonios y llevo a cabo curaciones hoy y mañana, y al tercer día soy consumado. Pero conviene que hoy y mañana y pasado siga adelante, porque no cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén" (Lc 13,32-33). En los dos versículos consecutivos aparece una idéntica expresión ("hoy y mañana"), indicando un lapso de tiempo relativamente corto. Jesús, pues, a estas alturas presentía que, sea por una inspiración interior o sea por una evaluación personal de la magnitud del conflicto con los fariseos, su sacrificio estaba muy cercano: "Al tercer día soy consumado". En este contexto la expresión "tercer día" indica inminencia.

"Soy consumado" es una expresión densa de significados: por su sufrimiento y muerte, Jesús no sólo completa su función mesiánica, sino que da cabal cumplimiento, llevándolo a su perfección, a su destino sustitutorio como el Mesías que salva, e instala el Reino a través del sufrimiento y la muerte.

* * *

Muy poco tiempo permaneció Jesús en las cercanías del Mar de Galilea, encaminándose luego hacia el Norte. Allí donde nace el Jordán, cuyas aguas emergen notablemente claras y frescas, en este lugar umbroso y solitario el Tetrarca Herodes había levantado la ciudad de Cesarea de Filipo, en honor de Augusto, con un magnífico templo de mármol, edificado bajo una gran roca, que subsiste hasta hoy.

En esta región, en gran parte pagana, pasó algunos días el Maestro con sus discípulos, lejos del asedio de los fanáticos y de las intrigas de los doctores. Estos cortos días fueron, de alguna manera, una continuación en el adoctrinamiento de los discípulos. A fin de cuentas, el resultado más tangible de su aventura apostólica era este grupito de hombres, principiantes, sí, pero nobles y generosos y sinceramente afectos al Maestro.

Pero había algo más que hacer que completar la formación de los Doce. Se trataba también, y sobre todo, de dar unos pasos concretos hacia la revelación de su identidad personal y de la preparación anímica frente al golpe final que se avecinaba. Y el Maestro creyó llegada la hora y maduro el ambiente para encarar el delicado asunto de su mesianismo.

También los discípulos, seguramente, al igual que el resto del pueblo, se habrían preguntado una y otra vez sobre la identidad personal de su admirado Maestro: ¿Mesías? ¿Hijo de Dios? Pero ¿qué alcance y contenido tenían esos títulos en su mente? ¿Acaso eran sinónimos? Ellos habían podido comprobar una y otra vez que Jesús no permitía que ni siquiera se pronunciaran esos títulos. Sin duda, ellos no entendían la razón de esa reticencia tan escrupulosa, casi obsesiva. Debieron sentir frente a la personalidad de Jesús una impresión similar a la que se siente ante un panorama misterioso.

A pesar de sus aprensiones, lo habían seguido fielmente, atraídos, sin duda, por una especie de seducción especial que emanaba del Maestro, seducción que, sin duda, también constituiría otro enigma para ellos. Habían sido entrenados por él durante varias semanas dedicadas a su formación, estaban no poco familiarizados con él, lo admiraban, lo amaban. Estaban, pues, en condiciones de abordar un tema que ni Jesús ni ellos se habían atrevido todavía a poner sobre el tapete: su mesianismo, y, sobre todo, los alcances de ese mesianismo.

* * *

Sentados sobre la alfombra de pasto verde, junto al nacedero del río Jordán con sus surtidores de agua limpísima, y frente a la imponente roca a cuya sombra se levantaba el templo marmóreo, en un clima de confianza total y en un arrebato de súbita espontaneidad, Jesús lanzó al aire una inesperada pregunta: "¿Qué dicen las gentes que soy yo?" No se trataba, claro está, de ninguna preocupación narcisista, sino de una táctica pedagógica, de un planteamiento exploratorio para llegar de una forma escalonada a la cuestión final y decisiva. Ante lo inesperado de la interrogación, las respuestas surgieron vacilantes, confusas: "Dicen que Elías, Jeremías...", "algún profeta", "he oído que..." Realizado el planteamiento, la pregunta siguiente era obvia: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?"

Los discípulos quedaron cortados, mudos, mirándose unos a otros. Parecería como si hubiera un tácito convenio de no tocar ese "tabú", y ahora, repentinamente y a quemarropa, se encontraban ante tan comprometedora pregunta. Después de un prolongado y embarazoso silencio, Pedro, impetuoso, contestó muy resuelto: "Tú eres el Mesías" (Mc 29). Según Mateo, Jesús les contestó con aquellas solemnes declaraciones: "Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo, a mi vez, te digo que eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los cielos, y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra será desatado en los cielos" (Mt 16,17-20).

Marcos, a pesar de ser Pedro la fuente de su información, no trae estas palabras. Es evidente que la preocupación pedagógica de Jesús en este momento iba en otra dirección: Marcos, significativamente, continúa con la cuestión candente: "Y les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de él" (Mc 8,30). Palabras semejantes nos transmite Mateo (16,20). Bien, el panorama está claro: Jesús era el Mesías, confesado como tal por Pedro y con la aceptación del Maestro. Pero ¿qué clase de Mesías? A pesar del adoctrinamiento y del proceso de purificación mental a los que los había sometido, era difícil, por no decir imposible, que los discípulos se hubieran liberado de sus prejuicios triunfalistas sobre el Mesías.

Ahora, pues, había que encarar la segunda fase, la más estremecedora: Jesús tendría que provocar una verdadera catarsis, despojar a la figura del Mesías, tal como se perfilaba en las mentes de los discípulos, de sus vistosas vestiduras y cubrirla de harapos, para que, llegado el momento de la prueba, la realidad no fuera tan decepcionante. Probablemente, éste fue para Jesús uno de los momentos más difíciles de su vida. ¿Cómo explicarles, no ya que era el Mesías de los pobres (eso ya lo habían podido percibir con mayor o menor claridad), sino que sería despedazado, y así salvaría al mundo, y cómo evitar que este anuncio desencadenara una deserción total?

* * *

Inmediatamente después de la escena de la confesión de Pedro, Mateo nos transmite estas significativas palabras: "Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los sumos sacerdotes y ser condenado a muerte" (Mt 16,21).

Marcos (10,32-33), con un lenguaje todavía más gráfico, nos entrega unas pinceladas expresivas de matices dramáticos: "Iban de camino subiendo a Jerusalén, y Jesús marchaba delante de ellos; ellos estaban sorprendidos, y los que los seguían tenían miedo". Al parecer, esta escena hay que situarla después de la transfiguración.

La descripción no puede ser más vivida y expresiva: el Maestro va delante, él solo, como abriendo la marcha y como llevando a remolque a los renuentes discípulos, que, remolones, siguen dificultosamente sus pasos.

No sólo eso. El texto viene a indicar que ellos estarían asustados, no pudiendo creer lo que estaban viendo. ¿Qué estaban viendo? Que el Maestro sabía que caminaba hacia el patíbulo y, no obstante, había en su paso tanta firmeza y resolución que aquello les parecía una locura suicida. Ellos, por su parte, según el texto, temblaban de miedo.

El hecho es que, a pesar de las explicaciones perentorias que el Maestro les había dado, los discípulos no podían creer lo que veían. Ante su reticente escepticismo, Jesús vio que era necesario descorrer nuevamente la cortina y mostrar ante sus ojos, con pinceladas rojas, la figura asustadora del Siervo Doliente, como si, asustándolos, quisiera quitarles el susto que tenían: "El Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de él, le escupirán, le azotarán y le matarán, y a los tres días resucitará" (Mc 10,33).

Ante esta reiteración, Mateo nos informa que los discípulos "quedaron muy asustados" (Mt 17,22). La nueva imagen que se les presentaba era tan diametralmente contraria a los viejos preconceptos, que no había manera de derribar su antigua estatua; y Lucas nos entrega este texto, más significativo todavía: "No comprendían esta palabra, y temían interrogarle sobre este asunto" (Lc 9,45). Está claro: les parecía tan disparatada la imagen que se les presentaba, que era imposible conjugarla con sus esquemas mentales. Esto por un lado. Por otro, les resultaba tan aterrador el panorama anunciado, que preferían cerrar los ojos y no saber nada: no se atrevían a hacerle preguntas.

Los motivos de la subida
Bajó Jesús del monte de la transfiguración, junto con los discípulos, y abordó la calzada que, pasando por Samaría, conduce a Jerusalén. En el alma de los discípulos palpitaba una persistente tensión que no había podido ser del todo despejada por las explicaciones del Maestro. Por eso una niebla baja y cerrada oprimía los valles y hacía pesados los pies de los discípulos, mientras que la resolución ponía alas a los pies del Maestro, hasta el punto de que parecía tener prisa por acercarse a la Capital teocrática.

Al entrar en la zona montañosa de Samaría, Pedro le preguntó a Jesús:
 —Maestro, dicen que los puñales brillan en las callejas oscuras de la Capital. ¿Por qué arriesgarnos inútilmente?

—Es posible que Jerusalén sea un nido de víboras —respondió Jesús—; es posible que en su seno se estén fraguando tormentas, pero también es el monte en que la luz lucha con las sombras; y es en Jerusalén donde se levanta el trono de Yahvé nimbado de un santo resplandor. Y un profeta no tiene ascendiente mientras no haya alzado su voz desde sus azoteas.

—Pero ¿qué podemos hacer en Jerusalén, Maestro? Es el reducto de los doctores de la ley —
insistió Pedro.
—Antes de que oscurezca el día —agregó Jesús— necesito desatar una tempestad en la Capital, símbolo y centro de nuestra nación. Será una apelación ardiente y definitiva dirigida a todo el pueblo, para obligarlo a rendirse y, como un solo rebaño, entrar en el Reino. Así tendremos un pueblo santo de convertidos, el Pueblo de Dios.

—Maestro —replicó Tomás—, la palabra que esparciste en Galilea se la llevó el viento y se la comieron los gorriones: nada quedó. Otro tanto, y aun peor, puede ocurrir en Jerusalén.
—Es difícil que una higuera estéril, al borde del precipicio, reverdezca y dé frutos —
respondió Jesús—. Es posible que mis apelaciones, golpeadas y trituradas por la contumacia, sean esparcidas por el vendaval entre piedras y zarzas. Mucho más: ¿no habéis visto cómo en las grandes marejadas del plenilunio las olas avanzan amenazadoramente hasta reventar contra los acantilados, transformándose en una montaña de espuma? Es posible que mi apelación a todo el pueblo de Israel reviente también, en una crisis total, contra las rocas del fanatismo y la ceguera, y sólo quede también aquí una montaña de espuma.

— ¿Y si, duros y sordos como los huesos —
insistió Pedro—, todos te rechazan, y estalla la crisis, y las olas te arrastran a las playas de la muerte?
No será como cuando los lobos hambrientos caen sobre un indefenso rebaño de corderos —respondió Jesús—; no será como las nubes negras que se desatan en granizo y piedra sobre el trigal dorado. No será la fatalidad inexorable de la historia que avanza como un torrente, arrastrando inevitablemente cuanto encuentra a su paso. Mi Padre, que no permite que caigan las hojas del otoño o que muera un gorrión sin su beneplácito, no permitirá que los rayos de la fatalidad caigan sobre su Hijo. Cualquier cosa que suceda será permisión amorosa de mi Padre.

—Maestro —dijo Judas—, a cada paso que des sobre el empedrado de las calles de Jerusalén tropezarás con la hostilidad y la muerte.
—Así se consumará la misión del Siervo
—respondió Jesús—. Tengo que subir a Jerusalén para morir allí, si ésa es la voluntad de mi Padre. Mi vida ya está perdida, y poco importa lo que puedan hacer de mí los que ya han levantado el muro y el cadalso.

—Maestro —
preguntó Juan—, si el Mesías va a terminar en un patíbulo, ¿dónde quedan las esperanzas que habías suscitado con el anuncio del Reino?
—Sólo los que están hundidos pueden ser rescatados —
respondió el Maestro—; sólo los humillados pueden ser ensalzados. La muerte del Siervo no será un espectáculo de infamia, sino de gloria, la revelación suprema del amor. De la misma fuente de donde brota el dolor brota también la alegría, y de la fuente de la ignominia brotará la gloria. Dios entregará a su Siervo en manos de los pecadores como señal de amor y prenda de perdón; y con su muerte alcanzará el pueblo la felicidad eterna. La muerte no es el final, sino la meta y coronación de la actividad terrena del Siervo. En suma, la palabra anunciada por el profeta, cuyos labios han sido rozados por las brasas y por la miel, tienen que pasar por las llamas del sufrimiento para entrar en la gloria.

—En todas las regiones de Israel —insistió Juan— se erigen en nuestros días numerosos mausoleos en memoria de los profetas para expiar su muerte. El martirio en Jerusalén es, pues, el fin del camino de todos los que ejercen el ministerio profético. 
—La historia de la salvación —explicó Jesús— es una cadena ininterrumpida de martirios de profetas y siervos de Dios, desde Abel hasta Zacarías, hijo de Yoyada. El último eslabón de esa cadena fue el Bautista. ¿Qué destino espera a este definitivo enviado de Dios que les habla? Ser discutido, rechazado y ejecutado por los mismos destinatarios de su misión.

—Sería un final atroz e incomprensible —exclamó Pedro.
—Breves fueron mis días entre vosotros —respondió Jesús—. Si mi voz llega debilitada a vuestros oídos y mis palabras se desvanecen en la memoria, mi muerte perdurará como un pilar enhiesto en vuestro recuerdo y se levantará como un memorial en las alturas de edad en edad. En Jerusalén terminaré. Pero de nuevo volveré del gran silencio como vuelve la pleamar. Y de nuevo nos reuniremos y nos daremos la mano, y nos sentaremos a la mesa. A Jerusalén debo ir; allí culminará el día y se apagará la lámpara.

Nadie ha hablado como este hombre.
Caminaba Jesús por el espinazo del macizo central, entre los últimos contrafuertes de la serranía. A pesar de que iba rodeado de discípulos, el Pobre estaba solo; nadie podía acompañarlo a los abismos dolorosos y últimos de su misterio. En esos momentos soplaban por sus comarcas interiores no se sabe qué vientos de urgencia, envueltos en una indefinible niebla de aprensión. Por otra parte, todas las explicaciones habían sido incapaces de aventar el miedo del alma de sus discípulos. A pesar de que caminaban juntos Maestro y discípulos, una inmensa distancia los separaba. Jesús temía por ellos.

La soledad del Pobre estaba agravada, además, por otros factores: "Los judíos lo buscaban para matarlo" (Jn 7,1). 
Mal se siente el ser humano cuando no es amado; mucho peor cuando es rechazado. ¿Cómo se habrá de sentir cuando es odiado, cuando se lo busca para asesinarlo?
 Casualmente, en este mismo viaje Jesús se encontró con sus parientes: "Ni siquiera sus hermanos creían en él", dice Juan (7,5). 
Le argumentaban: Has fracasado en Galilea; los distinguiste con tantas palabras y milagros, y ya ves los resultados: todos te han abandonado. ¿Por qué no vas a Judea? Tal vez allá tengas mejor suerte (Jn 7,3-9).

En suma, odiado por los judíos, despreciado por sus familiares, solo aun en compañía de sus discípulos..., ¡qué pascua la suya!, ¡qué travesía dolorosa a través de las aguas saladas! El Pobre respondió a sus familiares: El mundo os deja en paz a vosotros porque vosotros le pertenecéis. Pero a mí me odia porque soy un espejo que, por reflejo y contraste, testifica y certifica que sus obras son perversas.

* * *

Llegó la fiesta de los Tabernáculos o de las Cabañas, que se celebraba entre fines de septiembre y principios de octubre. Se llamaba fiesta de los Tabernáculos porque Jerusalén se inundaba de innumerables cabañas construidas con diversidad de materiales; y todo en recuerdo del Tabernáculo de la Alianza que acompañó a los israelitas en la travesía del desierto. Por otra parte, la festividad coincidía con el fin de la vendimia y de las cosechas, por lo que su celebración poseía un carácter especialmente bullicioso y popular.

En esta oportunidad, antes de iniciarse la festividad ya habían llegado numerosos peregrinos procedentes de Galilea con un manojo de ramas de mirto y de sauce en sus manos, según la costumbre. Se distinguía a los galileos por su acento peculiar.

Al ver al grupo, y dándose cuenta de que eran galileos, los judíos de Jerusalén y de la Dispersión les lanzaron esta curiosa pregunta: "¿Dónde está aquél?" Esta manera de preguntar, tan incisiva y original, está indicando a las claras el grado de popularidad del Maestro de Nazaret y que el nombre de Jesús tenía ya una resonancia nacional. ¿De dónde le venía tal popularidad? ¿Era el eco de sus poderosas actuaciones en Galilea? ¿Había actuado también en la Capital, como lo testifica el Cuarto Evangelio, con ocasión de las festividades pascuales anuales? Juan nos transmite estos significativos versículos: "Entre la gente se oían muchos comentarios acerca de él. Algunos decían: 'Es bueno'. Otros decían: 'No, engaña al pueblo'. Pero nadie hablaba de él abiertamente por miedo a los judíos" (Jn 7,12).

El panorama está claro: no sólo su popularidad era inmensa. Mucho más: a nadie lo dejaba indiferente, despertaba un vivísimo interés, siendo su nombre objeto de apasionada controversia: para unos era un hombre cabal y auténtico; para otros, un embaucador, lo que demuestra hasta qué punto las autoridades habían logrado desacreditar el nombre de Jesús. La opinión pública, pues, hervía apasionada por Jesús, unos a favor, otros en contra, pero todos hablaban en voz baja por miedo de las autoridades religiosas, que habían puesto su nombre en entredicho. Incluso nos informa Juan que en los primeros días de la festividad el Maestro vivía en la clandestinidad: "no manifiestamente, sino de incógnito" (Jn 7,10). De alguna manera, Jesús estaba proscrito.

* * *

Promediada la fiesta, salió Jesús de su anonimato, se hizo presente en el atrio exterior del templo y se puso a enseñarles. La masa de peregrinos, al enterarse de que el profeta de Galilea estaba hablando, se arremolinó en torno a él. Sus palabras eran directas, incisivas, interpeladoras.

Los judíos, tanto los admiradores como los detractores, asombrados, exclamaban: ¿Qué es esto? Este hombre no ha estudiado en ningún Bet Ha-Midrash, ¿cómo sabe tanto? ¿De dónde le viene esta sabiduría? 

Otros decían: ¡Cuidado! No tiene autorización para predicar, porque no ha cursado estudios ni ha obtenido diploma alguno; es un entrometido.

Jesús les respondió:
Yo no sé nada. No he estudiado en ninguna escuela superior, ni me he sentado a los pies de los grandes Maestros, ni tengo grados académicos. Sólo sé una cosa: que cumplo la voluntad de mi Padre; y este solo hecho me transforma en vidrio transparente que deja pasar nítidamente la doctrina de mi Padre. De tal manera que mis palabras no son mías: yo no hablo por mi cuenta, por eso no soy ningún impostor. Impostor es aquel que habla por su cuenta buscando su gloria. Pero no es ése mi caso, porque a mí sólo me interesa la gloria de mi Padre y no mi propio prestigio (Jn 7,16-18).

—¿Os acordáis —continuó el Maestro— de lo que sucedió en los tiempos antiguos? Bajando del monte, Moisés entregó al pueblo la Ley grabada en la piedra. Pero todos vosotros no habéis hecho otra cosa que pasearos por encima de la Ley, intentando asesinarme una y otra vez. ¿Se puede saber por qué queréis matarme?

— ¡Estás loco!
—le respondió la gente—, tienes demonio. ¿Quién es, dónde está el que quiere matarte?
—Vosotros andáis diciendo por ahí —respondió Jesús— que soy un blasfemo, porque he restituido la salud a un pobre enfermo en sábado, y que por eso tengo que morir bajo las piedras. En realidad, sois vosotros los que no cesáis de apedrear la misericordia y el amor en la plaza pública de la ciudad, y por defender la letra pisoteáis el espíritu.


Algunos judíos de la Capital, muy metidos en los entretelones del Sanedrín, se decían unos a otros:
— ¿Qué está pasando aquí? Pero ¿no es éste aquel a quien los sumos Sacerdotes querían prender y ejecutar? ¡Ahí está hablando tranquilamente con la mayor libertad, y nadie le dice nada! ¿Será que las autoridades, al comprobar la potencia de sus hechos y palabras, habrán reconocido por fin que éste es el Enviado? Pero ¡no puede ser! Todos sabemos de dónde viene éste: del País del Norte. Pero cuando llegue el Mesías, ¿alguien podrá descifrar el enigma de sus orígenes?

—Vosotros presumís conocerme, ¿verdad?
—les respondió Jesús— Os equivocáis... No vengo del País del Norte, ni del gran círculo de la luz, ni de las islas remotas. Vengo de una patria profunda, alta y distante. Mi Padre es mi patria. Y no he venido, he sido amorosamente enviado. Por eso en mi exilio se respira una consoladora soledad, y en mi soledad resuenan, día y noche, las canciones y palabras de mi Padre; y por eso mis palabras naufragan una y otra vez en vuestras corrientes interiores, porque vosotros no conocéis al que me envió, y, por consiguiente, tampoco me conocéis a mí.

Al escuchar estas palabras, ellos entendieron que Jesús se consideraba Enviado e Hijo de Dios. Como consecuencia se produjo ahí mismo una agitación tumultuosa. En realidad, el auditorio se dividió entre admiradores y detractores. Estos últimos quisieron abalanzarse sobre Jesús para prenderlo, pero los partidarios se lo impidieron, mientras les gritaban: Cuando venga el Mesías, ¿creéis vosotros que hará más prodigios que éste?

La policía secreta del templo, que estaba presente entre la gente, al escuchar estos comentarios de los simpatizantes de Jesús, se alarmó, y apresuradamente, se presentaron a los sumos Sacerdotes para informarles sobre lo sucedido. De inmediato, los sanedritas enviaron oficialmente un fuerte destacamento de guardias armados con la orden perentoria de apoderarse por la fuerza de Jesús y, fuertemente amarrado, conducirlo ante el tribunal del Sanedrín. Llegaron, pues, los guardias a las proximidades del lugar donde Jesús estaba actuando y dispersándose entre la multitud lo observaban todo atentamente.

* * *

Entonces Jesús elevó enérgicamente la voz y dijo: 
—Poco tiempo me tendréis entre vosotros, pues pronto regresaré al Hogar de mi Padre. En mi exilio he manejado el arado y la fragua, el martillo y el laúd y he jugado con vuestros hijos. Pero ahora soplan vientos de muerte que me arrastrarán hasta el Umbral. Pasada la frontera, estaré de regreso en el Hogar de mi Padre. He voceado en las montañas, he velado el sueño de vuestros niños y he soltado los pájaros enjaulados. Pero llega la hora, mi hora. Me voy, y vosotros no podéis seguir mis pasos, como la brisa no puede seguir las huellas de la tempestad. A donde yo voy vosotros no podéis venir, y moriréis en vuestra contumacia. Vuestros pies se arrastran por el suelo, pero mis alas se remontan a los espacios, porque soy de arriba; pero vosotros sois de aquí abajo. Me buscaréis, pero no me encontraréis (Jn 7,33-38; 8,21-24).

Los judíos, tanto los partidarios como los adversarios, comentaban entre sí:
¿Qué está diciendo? ¿Que va a retirarse a algún lugar donde no podremos encontrarlo? ¿Se irá, acaso, a la Dispersión para evangelizar a los griegos? ¿O se retirará a la clandestinidad? No entendemos nada.

Nuevamente Jesús levantó fuertemente la voz y dijo:
—Todos los sedientos del mundo que estáis buscando agua fresca, venid a mí. Yo soy la fuente que brota, fresca, entre los cerros; mis aguas van rodando de roca en roca hasta transformarse en el seno de quienes me beben en corrientes que saltan, como surtidores, hasta las alturas eternas. Como el arroyo cuenta sus secretos al mar, yo entregaré los secretos de mi Padre a quien se acerque a abrevarse con mis aguas; y los que me beban serán como los arroyuelos que caminan, contando los secretos de mi Padre a los huertos y trigales en su ruta hacia el mar.

Muchos de sus oyentes, al escuchar estas palabras, decían: "Éste es, sin duda, el profeta".
Otros decían: "Éste es el Mesías". E inmediatamente, como de costumbre, los contrincantes se enzarzaron en una complicada discusión: ¿Acaso el Mesías viene de Galilea? ¿Qué dice la Escritura sobre el lugar de origen del Mesías? "Se originaron, pues, discusiones entre la gente a causa de él. Algunos querían detenerle, pero nadie le echó mano" (Jn 7,43).

¿Y qué fue del piquete de guardias destacado por el Sanedrín? Habían llegado con el mandato expreso de capturar a Jesús y llevárselo ante el tribunal. Ésta era la táctica que debían seguir: se mezclarían entre la multitud mientras Jesús hablaba. Una vez que el Maestro hubiera concluido su actuación y la muchedumbre se hubiera dispersado, en un movimiento envolvente caerían sobre el profeta, lo prenderían y se lo llevarían. Entre tanto, debían esperar. Pero la espera se tornó en curiosidad: ¿Quién es éste en el que tanto se interesa todo el Sanedrín? Y la curiosidad derivó rápidamente en admiración: "Nunca hemos oído hablar de semejante manera". Y la admiración acabó en una completa seducción. Decidieron no capturarlo, no por miedo a la gente, sino simplemente porque el profeta les había inspirado un profundo respeto. ¿Qué tenía este hombre?

Allí estaban los sumos Sacerdotes, impacientes, esperando que de un momento a otro apareciera la patrulla conduciendo a Jesús. Y, efectivamente, pronto regresaron los guardias, pero sin el profeta de Galilea. Los sanedritas se llevaron una gran decepción, que se tradujo en esta amarga pregunta: ¿Tampoco vosotros lo pudisteis detener? Los guardias contestaron con aquellas palabras que revelan el impacto que habían experimentado al ver y oír al Maestro: "Jamás un hombre ha hablado como este hombre".

Ante esta respuesta, los sanedritas se enfurecieron y comenzaron a descargar todo su despecho contra los guardias, reprochándoles: ¿Qué? ¿También vosotros os dejasteis embaucar por ese farsante de Galilea? ¿Acaso ha creído en él algún intelectual, algún sacerdote, algún doctor o fariseo? Sólo esos "malditos" (Jn 7,49), esa chusma plebeya, sólo esos ignorantes se van detrás de ese embaucador.

— ¡Un momento, compañeros del Sanedrín! — interrumpió Nicodemo—. ¿Acaso nuestra ley condena a un hombre sin haberle oído antes y sin tomar conocimiento de lo que realmente hace? 
—¿Qué? —le replicaron, furiosos, los sanedritas a coro—: Estudia las Escrituras y verás que de Galilea no puede salir ningún profeta (Jn 7,25-53).
Así pues, la tormenta estaba a punto de estallar. Jesús era un signo rojo de contradicción y las espadas relumbraban en lo alto.