Capítulo 7-- Jerusalén

Fracaso y crisis
Si contemplamos la actuación de Jesús a través del prisma de los parámetros humanos, es difícil, si no imposible, evadirse de la sensación de fracaso. Hablamos de fracaso cuando un proyecto no alcanza sus objetivos, sino que se hace pedazos por el camino.
¿Qué proyecto? El proyecto de Jesús tenía varios componentes: revelar al Dios Amor mediante una existencia jalonada de misericordia; en este sentido no hubo fracaso, sino éxito; cambiar las mentes y las vidas, y así, mediante una conversión masiva, hacer de un pueblo un reino, el Reino de Dios. En suma, hacer de Israel un pueblo santo de convertidos.

En este sentido la estrategia de Jesús fue ineficaz, no dio los frutos esperados y deseados. 
¿Cuáles podrían haber sido las causas de este fracaso? En primer lugar, Jesús se dio cuenta muy pronto, como ya lo hemos explicado reiteradamente, de que lo que le interesaba al pueblo sencillo era la sanación de sus paralíticos, lunáticos, endemoniados, ciegos, cojos. Lo demás, poco o nada le conmovía. Las gentes, en lugar de amor, buscaban logros materiales. Frecuentemente, Jesús manifestó tristeza y decepción por esos intereses espúreos del pueblo. Más de una vez, incluso, se ocultó de las miradas de los que lo buscaban a fin de no fomentar un egoísmo enmascarado, o rehusó frontalmente a realizar intervenciones excepcionales.

Lo cierto es que, en este terreno, Jesús estuvo siempre atrapado entre dos fuegos: por un lado, con sus milagros favorecía el interés egoísta de la gente y la consiguiente desvirtuación de su mensaje; y por otro lado, los milagros constituían la manera más tangible de patentizar la opción preferencial de Dios por los enfermos y necesitados. ¿Qué hacer, entonces? ¿Cómo deshacer ese malentendido? El hecho es que Jesús, en los últimos tiempos, fue disminuyendo sensiblemente sus intervenciones milagrosas, siendo éste uno de los motivos del enfriamiento del entusiasmo popular.

Por otra parte, las campañas de desprestigio —como ya lo hemos explicado también—, llevadas a cabo de una manera sistemática y sostenida por los escribas y fariseos contra Jesús en las sinagogas, de aldea en aldea y de boca en boca, acabaron arruinando su prestigio y horadando las bases de la adhesión popular. ¿Resultado? Fue enfriándose el entusiasmo, y las gentes, decepcionadas, se fueron alejando. Naturalmente, esto no sucedió de un día para otro, sino en el lapso de varios meses. Y no es que hubiera hostilidad en el pueblo en contra de Jesús, sino frialdad, una frialdad congelada por la decepción. ¿Por qué decepción?

El pueblo, en su simplicidad, depositaba en Jesús sus sueños mesiánicos de liberación nacional. Estos sueños estaban atizados por los zelotes, que constituían, más que un partido, una peculiar fraternidad, instalada de forma omnipresente en las aldeas de Galilea, particularmente entre el campesinado y entre los pescadores, distinguiéndose (los zelotes) por su celo político-religioso, y siendo su mentalidad muy semejante a la de los fariseos, quienes, por su condición social, eran populares, en contraste con los saduceos, que eran los potentados de turno.

Es verdad que la organización militar de los zelotes había sido aniquilada por Quintilio Varo. Pero, por el momento, la fraternidad vivía en la clandestinidad y actuaba cautelosamente desde la penumbra. Se negaban a reconocer el Imperio Romano "porque tenían a Dios como único Gobernador y Señor". No cabe duda de que había una gran semejanza en la radicalidad con la que tanto Jesús como los zelotes tomaban el absoluto de Dios, aunque con una diferencia esencial: Jesús buscaba el absoluto de Dios en sí mismo y los zelotes en referencia a los dominadores romanos.

El pueblo de Galilea, pues, concientizado y dominado por la mentalidad de los zelotes, buscaba una personalidad como la de Jesús, capaz de concitar un gran entusiasmo popular y de canalizar el descontento popular por cauces insurreccionales de rebeldía. Pero poco a poco, y sobre todo a partir del "asunto" de los panes, el pueblo se fue dando cuenta de que el Jesús verdadero era bien diferente del Jesús de sus sueños, y se produjo una deserción popular, masiva y definitiva, deserción también de gran parte de los discípulos, así como una peligrosa vacilación de los mismos apóstoles, hasta el punto de que se podría decir que, a partir de este momento, Jesús quedaba prácticamente solo y abandonado.

Prueba palpable de esta soledad son las lamentaciones de Jesús contra Corozaín, Betsaida y Cafarnaún:
—"¡Ay de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida, porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho con vosotros, tiempo ha que, sentadas en sacos y cenizas, se habrían convertido!" (Lc 10,13-15). ¿Qué se esconde detrás de estas palabras? ¿Tristeza? ¿Decepción? ¿Soledad? ¿Tal vez alguna amargura? De todo. Las ciudades que habían recibido las máximas pruebas del poder y amor de Jesús se encierran en sí mismas, ingratas y egoístas, superficiales y volubles, olvidándose de Jesús, como si nunca lo hubieran conocido.

Y ¿qué decir de Cafarnaún? "¿Hasta el cielo has sido encumbrada? Hasta el infierno te hundirás" (Lc 10,15). De tal manera había sido la ciudad privilegiada, que Mateo la denomina "su ciudad". Sus muros habían sido mudos testigos de los más altos portentos y mensajes del Maestro. Por sus calles salía Jesús todas las mañanas para evangelizar a las aldeas ribereñas, y a sus aleros retornaba cada atardecer para descansar; una ciudad, pues, encumbrada por encima de todas las ciudades. 

¿Qué sucedió después? Lo de siempre: paso a paso, todo se va desgastando, como los vestidos, y pierde novedad; la gente se cansa, y ya nada le llama la atención. Los pueblos se acostumbraron al Enviado; a causa de su familiaridad con él, fueron perdiendo el aprecio hacia él, hasta que lo abandonaron, y poco a poco lo olvidaron. He aquí el proceso. Es la condición humana. Por este camino, Jesús acabará quedándose solo y marginado.
Rechazado en Nazaret, abandonado en Cafarnaún, Betsaida y Corozaín, convertido prácticamente en un apátrida, el interrogante salta a la vista: ¿Qué hacer ahora? Jesús entra en un período crucial de su vida.

El asunto de los panes
La multiplicación, o como dice Marcos, "el asunto" de los panes (Mc 6,52) es un acontecimiento clave de la mayor trascendencia en la misión de Jesús, uno de los más enigmáticos, por lo demás. De su importancia habla el hecho de que lo traen ampliamente narrado los cuatro evangelistas, y Mateo y Marcos con relatos duplicados. 
El episodio es mucho más complejo de lo que a primera vista aparece, ya que Marcos nos informa de que los apóstoles "no lo comprendieron" (6,52); y según Juan (6,66), hubo una deserción casi total del pueblo y de los discípulos. Semejante catástrofe no puede explicarse por unas doctrinas más o menos novedosas. Algo serio debió suceder en esta ocasión.

Un día envió Jesús a los Doce, dándoles las siguientes instrucciones: No visitéis países paganos, ni siquiera entréis en territorio samaritano; circunscribios tan sólo a la tierra de Israel, y dedicaos exclusivamente a las ovejas heridas. Gritad desde las azoteas que el Reino está a las puertas; sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, expulsad demonios, dad gratis lo que gratis recibisteis. Nada de dinero en vuestros bolsillos, ni alforjas para el camino, ni siquiera ropa de repuesto.

Daos cuenta de que os envío como ovejas indefensas en medio de hambrientos lobos. Sed sagaces como serpientes e ingenuos como palomas. Preparaos, porque os encontraréis metidos en aventuras increíbles: os apresarán, seréis azotados en las sinagogas, os harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre y tendréis oportunidad de dar testimonio de mí.

Si en una ciudad no os quieren escuchar u os rechazan, no entréis en pleitos; sacudid sobre ella el polvo de vuestras sandalias y marchad a otra parte con la bendición de Dios. Si a mí me llamaron ministro de Beelzebul, ¿qué no dirán de vosotros? No tengáis miedo a quienes, puñal en mano, matan el cuerpo; ni con la punta de una lanza lograrán rozar vuestra alma. He venido a traer al mundo la espada y la división a la familia. Quien os reciba a vosotros, a mí me recibe. Venid y gritad por todas partes que ha llegado el Reino.

* * *

Regresaron los discípulos, felices, pero cansados. El Maestro los fue acogiendo a cada uno de ellos con entrañable cordialidad; ellos le contaron las andanzas y peripecias de esta primera salida apostólica: todo cuanto habían hecho y enseñado. Pero Jesús no estaba enteramente tranquilo. Aquellos discípulos eran todavía ingenuos novicios, incapaces de aguantar el primer embate de los expertos y veteranos doctores de la ley, viejos lobos en las lides dialécticas. Es probable, incluso, que, al evaluar los resultados de la primera salida, entre las peripecias narradas aludieran a algún lance desagradable, a algún aprieto en el que eventualmente podrían haberse visto envueltos por los doctores de la ley.

En todo caso, Jesús se dio cuenta de la urgente necesidad de foguearlos con una preparación esmerada y un entrenamiento más intenso; y decidió dedicarles más tiempo, lo que no quiere decir que Jesús hubiera abandonado la idea de un nuevo Israel como comunidad abierta, para quedarse con un pequeño resto, no; pero las circunstancias le estaban obligando a seguir líneas diferentes, dada la importancia de los discípulos en caso de la desaparición del Maestro.

Por otra parte, el asedio de quienes se movían en torno a Jesús y los discípulos era tan apretado, que estos últimos no tenían tiempo ni para comer (Mc 6,31). Por todo lo cual, Jesús pensó en la necesidad de una retirada profunda y prolongada, y les dijo: "Venid conmigo a un lugar solitario para descansar" (Mc 6,31). 

Abordaron una barca y salieron rumbo a un lugar solitario, al otro lado del río, algunos kilómetros antes de la desembocadura del Jordán en el lago, amplia extensión deshabitada y solitaria, apta para el reposo, lugar, por otra parte, que se alcanzaba luego de una breve navegación. Mirándolos partir en la barca, los habitantes de Kafarnaún se dieron pronto cuenta hacia dónde se dirigían, y emprendieron rápidamente el camino por tierra, llegando al lugar antes que Jesús y sus discípulos.

Al ver el Maestro aquella multitud, que parecía un rebaño sin pastor dispersado por el temporal, no pudo evitar que una corriente de compasión lo dominara. Ahí mismo renunció al proyectado descanso y se dedicó el día entero a curar, a consolar y, sobre todo, a evangelizar. La multitud fue engrosando al paso de las horas, de tal manera que, al final, aquello parecía una manifestación pública.

Estaba Jesús inspirado como pocas veces, y sus palabras desencadenaban en el auditorio ondas de descanso y ecos de eternidad. Como en una embriaguez generalizada, como en una seducción mágica, la multitud parecía enajenada del calor, el cansancio, el hambre. Jesús dejó de hablar. Los discípulos se aproximaron al Maestro para sugerirle, con sentido práctico, que despidiera a la gente para que pudieran procurarse alimentos y albergue en las aldeas vecinas. 

La respuesta de Jesús fue tan inesperada como extraña: "Dadles vosotros mismos de comer". Felipe le respondió: "Ni con doscientos denarios alcanza riamos a comprar pan para tanta gente". Jesús ordenó que la multitud se dispersara en grupos de cincuenta y cien personas, y que se acomodaran en la verde pradera que se extendía ante sus ojos.

Y, después de bendecirlos, repartió los cinco panes y los dos pescados de que disponían entre sus discípulos, mandándoles que ellos, a su vez, los distribuyeran a la multitud. Así lo hicieron, quedando todos saciados y sobrando todavía algunas canastas repletas de alimento.

Éste fue el hecho. Aquella multitud, que había estado pendiente todo el día de la boca de Jesús, pudo comprobar cómo una jornada tan densa culminaba con un prodigio inaudito. Probablemente fue el último y ardiente llamamiento de Jesús a un cambio de ideas y de conducta dirigido a los galileos, y una invitación a "ingresar" en el Reino de Dios; pero todo resultó inútil. El intento final derivó en el revés final: se aferraron a sus obsesiones mesiánicas terrenas.

Volaron por los aires sin control todos sus sueños mesiánicos, como aves en desbandada. Ellos se imaginaban: un hombre con este poder de convocación, capaz de realizar semejantes portentos, con igual facilidad podría exterminar ejércitos extranjeros y, en cuestión de días, implantar el sagrado imperio de Dios. Jesús era, pues, el Mesías esperado. Comenzaron a gritar: Éste es el Mesías esperado que ha venido al mundo (Jn 6,14). El grito, rebotando de grupo en grupo, se transformó en un delirio colectivo incontenible.

A estas alturas, aquella tumultuosa efervescencia tenía todos los visos de un pronunciamiento popular, difícil de controlar, que se proponía forzar a Jesús a encabezar la revuelta y avanzar resueltamente hacia los cuarteles de las legiones romanas, enfrentándolas victoriosamente. "Dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a tomarlo por la fuerza para hacerlo rey, huyó de nuevo al monte él solo" (Jn 6,15).

* * *

Algo serio debió ocurrir en este intento de rebeldía, mucho más de lo que nos informan los Evangelios, por que los efectos fueron desoladores. En primer lugar, una decepción total en el pueblo; decepción que, bien utilizada y azuzada por los zelotes y fariseos, derivó en una deserción generalizada y definitiva del pueblo, que podemos vislumbrar en Juan 6,26-64. Después de este episodio, los Evangelios no reseñan actividad apostólica alguna de cierta amplitud en Galilea por parte del Maestro. También él los abandonó definitivamente. En resumidas cuentas, los galileos no lo entendieron.

En segundo lugar, por lo que se refiere a los discípulos, aquellos que, aun no perteneciendo al grupo de los Doce le habían acompañado asiduamente en los días de Galilea, Juan nos entrega este expresivo comentario: "Desde entonces, muchos de sus discípulos se volvieron atrás, y ya no andaban más con él" (Jn 6,66).

 Desencanto y deserción.

Iba, pues, Jesús quedándose solo. Le restaban "los Doce" ¿Qué quiere decir Marcos con el versículo "ellos no habían comprendido el asunto de los panes, sino que su mente estaba embotada" (Mc 6,52)? 

A partir de la reacción de Pedro ante el anuncio de la Pasión, que muy pronto tendría lugar, hay que calcular que la mente de los Doce estaba efectivamente embotada; es decir, participaban de los mismos sueños mesiánicos que el resto del pueblo. Ellos, los apóstoles, hubieran deseado ardientemente que, en el episodio descrito, Jesús hubiera encabezado aquella rebelión como un comandante en jefe, y no podían "comprender" cómo había desaprovechado aquella estupenda oportunidad.

Hay una carga indecible de desaliento, tristeza, soledad y temor en aquella pregunta dirigida por Jesús a los Doce: "¿También vosotros queréis abandonarme?" (Jn 6,67). Detrás de la pregunta se percibe, sin necesidad de teleobjetivos, una realidad abrumadora: en vista de que todos le están dando la espalda, también ellos, los Doce, están vacilantes, desconcertados, dudando si marcharse o quedarse. La crisis tocaba fondo.

El discipulado, pues, peligraba: podían contagiarse con aquel virus infeccioso, e incluso ya habían sido alcanzados por el desencanto generalizado. Así pues, para aislarlos del contagio, les "obligó" (palabra muy expresiva que denota resistencia por parte de ellos) a embarcarse y atravesar el lago, precisamente al anochecer y cuando amenazaba tempestad; y él "huyó (verbo igualmente expresivo) al monte", como escapando del fuego de la gran tentación de su vida.

Nuevo desierto
Había concluido un capítulo de su vida. ¿Qué hacer ahora? Jesús necesitaba detenerse para orar, meditar y discernir qué nueva orientación tomar, qué nuevos pasos dar para cumplir su misión. Las líneas generales de su proyecto habían quedado fijadas en el largo retiro del desierto de Judá; pero en los hechos concretos de cada día leía y determinaba qué clase de acción inmediata debía emprender y poner en práctica para dar cabal cumplimiento a su vocación. Los acontecimientos de Galilea le habían cerrado una puerta. Ahora, pues, necesitaba consultar con el Padre para decidir cuáles serían los pasos siguientes y en qué dirección caminar.

Y así, con los pocos seguidores que le quedaban, se dirigió más allá de las fronteras de Israel. Todos necesitaban respirar aire fresco, lejos del ambiente enrarecido de las sinagogas y de aquella atmósfera cargada de efervescencia nacionalista.

No podemos saber qué sucedía en la mente de estos pocos y vacilantes discípulos que optaron por seguirle. Ellos habían podido ver de qué manera la mayoría de los seguidores de Jesús lo habían abandonado y cómo la gente, por lo general, lo consideraba como un hombre poco práctico; y, por otra parte, ellos mismos habían visto quebradas sus expectativas mesiánicas.

Los apóstoles debían estar muy confundidos, quizás aturdidos: ¿no estarían siguiendo a un soñador?

No obstante, a pesar de sus perplejidades y sus dudas, lo siguieron. Nada les costaba desertar, si lo hubieran deseado, como lo hizo la mayoría. Pero había una buena dosis de nobleza en este pequeño grupo: no quisieron abandonar a su Maestro sumergido en plena crisis. Viéndolo envuelto en su terrible soledad, ¿sintieron lástima de él, o percibieron en su rostro una seducción indefinible, una pureza y autenticidad que no parecían humanas?

Realmente había algo de enigmático y misterioso en este grupito de discípulos, arrastrando sus pies tras las huellas de su desolado Maestro, camino de un exilio voluntario, sin ilusión alguna, sin tener "dónde reclinar la cabeza". No sabemos qué rutas siguieron, qué tierras atravesaron en este deambular fuera de las fronteras de Israel. Al parecer, vagaron sin rumbo fijo, en una confusa peregrinación, símbolo doloroso de la incertidumbre que reinaba en sus mentes. Sólo sabemos que llegaron hasta la región de Tiro y Sidón, en Fenicia (Mc 7,24-31).

* * *

El Pobre de Nazaret, rodeado de su pequeño grupo de seguidores, caminaba lentamente, subiendo y bajando las blancas lomas de la desolada región de Fenicia, silenciosamente. Parecía un grupo de sonámbulos. El Hermón alzaba a lo lejos su cabellera de nieve, dominando los espacios abiertos. Una bandada de grullas navegaba por el azul en forma de delta hacia el sur; más abajo, innumerables golondrinas, dispersas y alegres, volaban raudamente en círculos.

Un oscuro combate se libraba en las serranías del Pobre. Arrastrado como por una ley de gravitación universal, todo su ser se volcaba irresistiblemente hacia el silencio y la soledad. ¡Cómo hubiera deseado retirarse otros cuarenta días, como antaño, a la soledad del desierto! Pero ¿qué sería de sus pobres discípulos, flébiles hojas de otoño, que al menor soplo del viento serían arrastradas a la quebrada?

En el vértice del alma del Pobre se fijó una nube escarlata: Judas...; lo tenía tan cerca, pero estaba tan lejos, fiera orgullosa, templo oscuro disputado por Dios y el demonio. Jesús lo observaba con un cuidado particular. Con su turbulenta personalidad y su alma zelota, Judas podía confundir a los demás incautos compañeros. El Pobre lo vigilaba, lo cuidaba, porque lo amaba.

Maestro, pareces navegar en un mar agitado —observó Judas.
—También yo soy polvo, con un poco de fuego —respondió Jesús.
 
Tu silencio, Maestro —insistió Judas—, se parece a una túnica tejida con las voces de la noche; por eso nos desconcierta, casi nos asusta.
Mi alma —agregó Jesús— está en la cumbre del desamparo, pero en su ápice mismo nace la esperanza. Necesito salir a escenarios más vastos para respirar y vislumbrar rumbos no recorridos. Se me ha cerrado una puerta; vengo a averiguar qué otra puerta me abre ahora el Padre. No podemos caminar como aquellos ancianos que miran siempre al suelo como si buscaran entre las piedras el tesoro de los años perdidos.

Maestro —insistió Judas—, el día pasado, junto al lago, cerca de Betsaida, pusieron las multitudes en tus manos una ilusión, hermosa como una fragata impulsada por el viento. Pero te vimos huir monte arriba como un conejo perseguido por los cazadores. ¡Si supieras qué desventurados nos sentimos entonces...!
Aquella ilusión —respondió Jesús— no era de piedra, sino de ensueño y vértigo. Un anhelo ha movido siempre mis pasos: cumplir la voluntad de mi Padre. Aunque las piedras del camino despidan humo, abrasadas por el fuego, siempre me han señalado su santa Voluntad. Pero en la ruta que he recorrido, siguiendo la Voz del río, me he encontrado con piedras ensangrentadas, y vengo a averiguar el significado oculto de esas piedras para saber qué debo hacer ahora.
 
—Maestro —dijo Juan—, hemos escuchado tu voz en las montañas; te fuiste por el lago como una nave, dejando tras de ti una estela de vida y amor. ¿Qué resta para la implantación del Reino?
 —He venido a salvar el mundo, Juan —respondió Jesús—. Los barcos varados esperan la marea alta para hacerse a la mar, pero nosotros, con nuestros apuros, no podemos anticipar las mareas. He extendido el brazo, y el lago se ha calmado. He convocado a la vida desde las profundidades de la muerte, y los muertos han retornado a la vida. He soltado al viento palabras de consolación, he acompañado el llanto de las madres, he dado la mano a los leprosos..., pero todo ha sido inútil, mi trabajo resultó estéril. No he logrado hacerme entender, no han ingresado en el Reino. Sin embargo, he venido a salvar el mundo; pero ignoro cómo hacerlo. Se lo preguntaré al Padre en la profundidad de estas noches.

* * *

Llegaron a la ciudad fenicia de Tiro. Un solo deseo ardía en el corazón del Pobre: retirarse por varios días a la soledad más completa.

Antes de rebasar las puertas de bronce de la ciudad amurallada, el Maestro invitó a los discípulos a salir a las afueras de la ciudad. Subieron con dificultad a un altozano desde donde se dominaba la ciudad. Se sentó el Pobre, y en torno suyo, lo hicieron los discípulos. Le costaba al Maestro separarse de ellos, temía dejarlos solos. Después de hablarles con gran calidez, acabó diciéndoles:

Hijos míos, siguiendo la Voz del río, he sido el Mesías de los pobres; no hay tristeza que no haya consolado ni lágrimas que no haya enjugado. El amor del Padre se ha canalizado a través de mis pasos y mis obras; pero esta invasión de amor no ha conmovido a Israel; el pueblo no ha ingresado en el Reino, no he conseguido suscitar fe y arrepentimiento, y ahora no sé cuál es mi camino. Necesito varios días con sus noches para auscultar la voluntad de mi Padre y saber a qué atenerme. Siento alejarme de vosotros, porque tengo entrañas de madre.
— ¿Por cuánto tiempo estarás separado de nosotros?
—le preguntó Pedro.

—Una vez que mi Padre me haya manifestado su voluntad y conozca el camino que debo seguir y los pasos que debo dar, volveré presurosamente a vosotros. No serán muchos días.

* * *

Salió el Pobre caminando sin rumbo fijo. Un relámpago hendió el cielo y Jesús comenzó a caminar en esta dirección, pensando que bien podría tratarse de una señal que Dios le daba. A lo lejos, entre nubes negras, erguía su blanca testa el monte Hermón.

El Hermón —pensaba el Pobre— parece obstinado y orgulloso. Pero es pura solidez, como Dios mismo. Los profetas, aquellos hombres que se alimentaban de raíces de árboles, buscaban a Dios a su sombra. El monte es frontera natural entre el cielo y la tierra; acaba la tierra y comienza el cielo. Ante su imponencia —continuó pensando—, todo pierde consistencia y todo adquiere su verdadera estatura, la relativa.

Vámonos, alma mía —se dijo a sí mismo en voz alta.
 
Al pronunciar estas palabras aceleró el paso y continuó subiendo y bajando los cada vez más abruptos contrafuertes. El alma del Pobre iba descendiendo lenta pero incesantemente, hacia las latitudes cada vez más hondas y dilatadas, hechas de música, música de otros mundos. La estructura del mundo comenzaba a resquebrajarse. Ante sus ojos se levantaba una cadena de cumbres que, reverentes y majestuosas, se elevaban hasta incrustarse en las nubes cargadas de nieve. Pero su alma se había sumergido ya en el seno del mar.

De pronto escuchó un alarido agudo y punzante, como de entrañas desgarradas. Y después escuchó estas palabras:
Jerusalén es una terrible fiera, pero una fiera enferma, enferma de lepra. El Pobre se sobresaltó, miró a su alrededor y no vio nada. ¿Qué había sido? ¿Un relámpago? ¿Un presagio? ¿Una nueva tentación de Satán? Sacudió enérgicamente su cabeza.

No es nada —dijo en voz alta, y siguió escalando altura tras altura. Por fin, en el tramo supremo, el Pobre, ya casi exhausto, ascendió entre precipicios, y deteniéndose para descansar cada vez con más frecuencia, hasta la altura media del Hermón. Y allí donde levantan cabeza los últimos cedros y los cipreses sobreviven dificultosamente, allí decidió instalarse, diciendo:
No abandonaré este lugar hasta que la voluntad de mi Padre resuene en mi alma como la voz del mar.

La noche fue ascendiendo lentamente desde el valle, borrando a su paso el contorno de las cosas. Sobre las copas más altas de los cedros pudo distinguir el Pobre las primeras luminarias. Pronto las grandes estrellas, en orden de batalla, como un ejército, ocuparon el firmamento oscuro. El tiempo se transformó en ruinas. El Universo entero se había hundido en un pozo profundo. ¿Qué era aquello? ¿Un sueño? ¿La nada? ¿La muerte? ¿Dios?

Cuando el tiempo y el movimiento alcanzaron el nivel cero y pareciera que el ser se hubiera retraído a la nada, entonces, desde las raíces del mundo resonó la Voz, una Voz que contenía la música del viento, la fuerza del mar, la dulzura de una flauta. Voz cuyas vibraciones henchían todos los espacios del universo. Y la Voz dijo:
—Aquí estoy, contigo soy, Hijo mío.

Una bandada de mirlos levantó bulliciosamente el vuelo en las planicies de Jesús, sus arroyos cantaban melodías a la noche, sus granados florecieron..., y la Voz despertó todas las potencialidades del Hijo, convocando todas las energías de su ser.
 Y el Pobre gritó: —¡Oh Padre!

Después fue el silencio. Y en el silencio, el Padre y el Hijo, mutuamente entrelazados, recíprocamente presentes, en una corriente alterna y circular de dar y recibir, de amar y sentirse amado...

* * *

En el vasto firmamento, las estrellas continuaban quietas, silenciosas, frías. De vez en cuando un asteroide rasgaba el firmamento, dejando tras de sí un reguero de luz. El Pobre se puso de pie, extendió los brazos y habló así:
Padre, soy una nave que, combatida por las olas, busca refugio en tu puerto. Soy tu Hijo, pero también soy tu Siervo. La vasija que guarda mi vino se fundió en tu horno. Una sola brújula ha guiado mi nave: cumplir tu voluntad. Pero se me ha extraviado la brújula, y confuso, he llegado a tu puerto: oscuras brumas cubren mi horizonte y ya no sé en qué dirección navegar. Vengo a ti, Padre mío, para que otra vez hagas desaparecer las brumas y me indiques el rumbo exacto.

—Yo soy tu brújula y tu puerto
—dijo la Voz.
 
Un día —continuó el Pobre— sobre las aguas del río me señalaste la ruta y me dibujaste la figura, diciéndome: No se oirán gritos en el viento, ni clamores en las plazas, transitará por las calles al son de una música silenciosa; no pulverizará la caña cascada y no apagará con su soplo la llama de la lámpara mortecina. Y me agregaste: Tú eres mi Siervo, el elegido de mi corazón.

Y te dije mucho más —replicó la Voz—: "Te envío a anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la liberación de los cautivos, dar la vista a los ciegos, liberar a los encarcelados y proclamar un año santo de gracia". Te dije mucho más: "Te envío para vendar los corazones heridos, para consolar a los que lloran, para entregarles diademas en lugar de cenizas, aceite de gozo en vez de vestidos de luto, alabanza en vez de espíritu abatido". Te dije más aún: "Serás llamado roble de justicia; edificarás las ruinas seculares, restaurarás ciudades en ruinas y lugares por siempre desolados".

El Pobre apoyó la cabeza entre sus manos, y exclamó: ¡Adonai, mi Señor! Y guardó silencio.

Todo se ha cumplido —agregó luego humildemente el Pobre—, pero no he logrado salvar al mundo ni transformar a Israel en un reino de convertidos. ¿Qué queda por hacer aún?

—El misterio se consuma en lo alto de un monte —
continuó la Voz.
 —Me enviaste a salvar al mundo —insistió el Pobre—, he seguido la ruta trazada y cumplido el programa señalado. He caminado silenciosamente por las calles, he velado el sueño de las madres y vertido aceite en las heridas. ¿Qué más debo hacer?

—Éste es el lugar señalado: Jerusalén, donde se consumará la salvación —
agregó la Voz.
—He visitado —
continuó reflexionando el Pobre— el alucinante valle donde habitan los leprosos de túnicas amarillas y cabezas rapadas. Subí en su busca hasta las grutas, bajé a los barrancos oscuros donde se ocultan. Les di la mano, los abracé, los limpié.

— ¡No basta! —
respondió la Voz.
—Rompí las cadenas, descerrajé los candados, entoné canciones de la patria a los exiliados, de los pobres hice un linaje de alta alcurnia, los inválidos saltaron como cervatillos, hice posible lo imposible por obra del amor.

— ¡No basta! —
continuó la Voz.
 —He despertado oleadas de ilusión en las playas de los abatidos, entregué a los presidiarios las llaves de sus calabozos, a las desconsoladas les entoné canciones de cuna y de las ruinas hice mansiones.

— ¡No basta! —
insistió la Voz.
 —Caminé de aldea en aldea y de puerta en puerta recogiendo tristezas y desventuras, hice un hato con ellas y lo sepulté en lo profundo del lago. Subí a la montaña para proclamar a los cuatro vientos los derechos de los pobres; convoqué a la primavera para que cubriera de flores los naranjos de los huérfanos.

 — ¡No basta, no basta, Hijo mío! —respondió la Voz.

El Pobre guardó silencio. En sus valles interiores el pulso se detuvo y la luz se apagó. Se postró de bruces en el suelo con la cabeza entre sus manos. En esta posición permaneció largas horas, con la mente en blanco, detenidos los pulsos de la tierra.

Al fin, se levantó pausadamente, y en la noche profunda resonaron sus palabras:
 —Padre mío, me enviaste a salvar el mundo. Siguiendo tus indicaciones, he sido el Mesías de los pobres, cumpliendo en todo tu voluntad. Pero no he conseguido formar un pueblo de santos, un reino de convertidos. Dímelo Tú, en esta noche en que el misterio y la sangre se funden (Jesús levantó sus brazos en alto), dímelo Tú: ¿qué debo hacer en adelante?, ¿cuál es mi camino?, ¿dónde está tu voluntad?, ¿cómo puedo salvar al mundo?

La respuesta fue un largo silencio que se fundió con las piedras y las estrellas de la noche. ¿Qué será? Los cedros, las rocas, las constelaciones, el fuego detuvieron su aliento, la expectación alzó la cabeza. ¿Qué será? Esta noche podría ser la primera o la última. ¿Qué será? 

Y de pronto resonó la Voz:
"Creció como un retoño delante de nosotros, como raíz en tierra árida. No tenía apariencia ni presencia; no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta".

Vibraron los cimientos de la tierra, pero el Pobre calló.

"Él ha sido herido —continuó resonando la Voz— por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus llagas hemos sido curados. Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan queda muda, tampoco él abrió la boca".

Una estrella errante cruzó de lado a lado el firmamento dejando un río de luz, pero el Pobre no se inmutó.

"Fue arrancado de la tierra de los vivos —acabó diciendo la Voz—. Por nuestras rebeldías fue entregado a la muerte y se puso su sepultura entre los malvados, por más que no hubo engaño en su boca. Plugo a Yavé quebrantarle con dolencias. Indefenso, se entregó a la muerte, y con los rebeldes fue contado, cuando él llevó el pecado de muchos e intercedió por los rebeldes".

No hubo más. El tiempo se detuvo, como un viejo reloj averiado. También el silencio quedó varado entre las rocas del Hermón, y sólo podía percibirse flotando en el aire el aroma silvestre de la retama.

Un relámpago azul rasgó violentamente el firmamento del Pobre y un estertor como de agonía estremeció sus fibras. ¿Cómo penetrar en el mar profundo de sus pensamientos? Fue como si un ángel descorriera de pronto la cortina. Todo apareció transparente ante su alma: sometido a un simulacro de juicio y ejecutado, ceñido de ignominia y arrojado al lugar de los muertos, sin que a nadie le importe nada. 

El Mesías de los pobres —misión cumplida— deriva ahora en el Siervo Doliente que realiza su misión salvadora con su martirio: ha sido triturado por los crímenes del pueblo, ha ocupado el lugar de los pecadores asumiendo el sufrimiento que, en justicia, debía recaer sobre ellos. De esta manera el Pobre realiza la salvación del mundo mediante su función sustitutoria y solidaria.

Frente a semejante perspectiva, la rebeldía, como una llama roja, levantó su cabeza en el alma de Jesús: —Es injusto, no hay lógica —pensó—. ¿Por qué tendría que saldar él deudas que no son suyas y a tan alto precio?

Levantó enérgicamente sus brazos, y preguntó:
— ¿Éste es el único medio de salvar al mundo? ¿No habrá otra manera?
—La muerte no tendrá la última palabra —respondió la Voz—.
 Y agregó: "Mi siervo será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera; se admirarán muchas naciones, ante él cerrarán los reyes la boca, verá mucha descendencia y se alargarán sus días. Le daré su parte entre los grandes y con los poderosos repartirá sus despojos".

— ¡Está bien! —respondió el Pobre—. Transformaré, pues, la iniquidad en salvación, y, de paso, arruinaré a la misma iniquidad. Pero ¿dónde está el cadalso de la iniquidad, Padre mío?

—Un solo lugar —respondió la Voz— ha sido fijado para la caída del profeta, y no puede haber otro: Jerusalén. Hacia allí se enderezarán tus pasos desde ahora.
 — ¡Todo será consumado! —acabó diciendo el Pobre.

Y doblando sus rodillas con cierta brusquedad, se inclinó hasta tocar con la frente en el suelo. El Hermón, con sus cedros y sus rocas, se hizo humo y desapareció. No se oía la respiración del mundo. Una sensación extraña, inquietante, ahogada, se apoderó del Pobre, como si dos océanos, con un empuje infinito, lo apretaran de uno y otro costado. El Pobre se sentía asfixiado, completamente bañado en sudor.

Luego se tendió en el suelo con los brazos extendidos en forma de cruz. El contacto con la tierra lo alivió. En esta posición permaneció largo tiempo, serenándose. Pero paulatinamente comenzó a experimentar una sensación difícil de describir, como si un suavísimo ungüento se hubiera derramado sobre sus heridas, como si una corriente inefablemente dulce invadiera sus arterias, raíces y células.

Pausadamente, con palabras entrecortadas, pronunciadas en voz alta, oró así: 
Mi Señor, todo está bien, ¡hágase! Suelto en esta noche los remos y el timón y dejo librada mi nave al ímpetu de las corrientes: llévame a donde quieras y haz de mí lo que quieras. El "yo" que mora en el alto castillo se rinde en esta noche y entrega las armas: ocúpalo Tú, mi Señor, toma en tus manos las llaves y extiende tu dominio en mí de mar a mar. Haz de mí lo que quieras. Siervo tuyo soy.