El pobre de Nazaret Cap. 3-1 Bajo el sol de Satán

FUE AL DÍA siguiente del bautismo. La noche había sido un puro delirio: como los ríos en el mar, los mares se habían desaguado en sus comarcas, anegando campos y huertos. 

El Pobre estaba todavía bajo los efectos de aquella Voz del río, aquella voz de predilección, que fue una verdadera declaración de amor en cuyas aguas el Pobre seguía todavía navegando. ¿Qué es lo que sentía: turbación, vibración, exaltación? Necesitaba detenerse, tomar distancia, poner orden. Sintió una imperiosa necesidad de desierto, necesitaba soledad, anhelaba llegar lo más pronto posible hasta el fondo del silencio. 

 Sin previas reflexiones, sin hacer cálculos, emprendió presurosamente el camino hacia el interior del desierto, arrastrado por los corceles de la alegría, una alegría oscura, inexplicable. Era tan intenso el oleaje de su alma y, a veces, aceleraba tanto el paso que parecía como si estuviera huyendo de alguien; y, de pronto, se detenía como frenado por sus propios pensamientos. Pero no se trataba de pensamientos, sino de palabras, palabras que resonaban en sus valles interiores como una música de fondo: Hijo Amado, Elegido...

Lugar privilegiado es el desierto... —pensó, mientras caminaba—. Dicen que Satanás aguarda allí, en las doradas arenas, a los combatientes del espíritu para cribarlos; pero yo sé muy bien que los profetas buscaron el rostro de Dios en esas abrasadas soledades. Entonces —concluyó como dándose ánimos a sí mismo— el desierto debe ser el campo donde luchan cuerpo a cuerpo Dios y Satanás.

Mientras estaba ocupado con estos pensamientos, caminaba a paso lento. Soplaba entre las piedras el viento del desierto, y de cuando en cuando podía distinguir a lo lejos inquietantes silbidos de serpientes. El sol se había remontado hasta lo más alto del firmamento, y caía como fuego sobre su cabeza. Buscó ansiosamente una sombra para aliviar su fatiga y huir, aunque sólo fuera por unos instantes, de las garras de un sol implacable. 
Se acercó a un saliente de roca, que proyectaba una precaria sombra, y se sentó a descansar. Sintió gratitud por aquella roca que así le cobijaba y le liberaba de la furia solar. 

Y después de respirar profundamente dio rienda suelta a sus pensamientos: 
Para todo el pueblo de Israel, y también para nuestra casta sacerdotal, el Mesías es un caudillo militar, un comandante en jefe, que, después de fulgurantes gestas heroicas, será ungido como Rey de Israel, como antaño lo fueran Saúl y David, para establecer sobre el mundo el sagrado imperio de Israel, por medio del cual Dios reinará para siempre en toda la tierra. Ésta es la opinión firme del pueblo, desde el Sumo Sacerdote, que traspasa el Umbral Sagrado una vez cada año, hasta los leprosos, que, por ley, tienen que situarse veinte metros más allá del borde de los caminos.

Pero a mí —continuó reflexionando el Pobre—, después del sagrado Baño del río, se me ha revelado otra cosa. Mejor dicho, se me ha declarado y he sido confirmado por el Señor Dios como Ungido y Enviado, para recorrer otra ruta con otra figura: por la pobreza al amor, por el despojo a la donación, por el dolor a la redención. Delante de mis ojos, allá lejos, sobre la roca más alta, el Señor ha diseñado para mí un Pobre que triunfa entregándose y reina dando la vida, no arrebatándola. ¿Dónde está la verdad? ¿No habrá sido todo un sueño, un batir de alas, un resonar de voces vacías sobre mi cabeza, en el río? La turbación asomó a su rostro sobre el pozo de su alma. Necesito seguridad —continuó pensando—, necesito avanzar hasta el corazón mismo del desierto para que el Señor me manifieste su voluntad, pero una voluntad tangible, como esta roca que me cobija.

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En efecto, Jesús había sido declarado en el Jordán como el Mesías. Pero, al mismo tiempo, se le había señalado la figura y vestidura de su mesianismo, diametralmente opuestos a la concepción popular y oficial: no sería el Mesías político-militar, sino el Siervo Doliente de Javhé, el Pobre de Dios.

En todo caso, en la concepción oficial del Mesías Rey la fe y la política estaban siempre íntimamente entrelazadas, y precisamente de aquí, de este entrevero, nacía una peligrosa ambigüedad que eternamente se presta a la tentación en medio de un montón de equívocos.

En ambas concepciones (Mesías Rey, Mesías Siervo) se trata de la gloria de Dios. ¿Cómo dará Israel mayor gloria a Dios: con las victorias militares de David o con los trabajos forzados junto a los ríos de Babilonia? ¿Dónde están los intereses de Dios y su gloria: en el pesebre-cruz o en los hosannas de la entrada triunfal? Respiran en el corazón del hombre, agazapadas en la penumbra, unas fuerzas oscuras, connaturales y salvajes que, colocadas en fila, como un ejército en orden de batalla, reclaman a voz en grito la gloria, la opulencia, la dominación; y, al mismo tiempo, rechazaban con repugnancia el olvido, el fracaso, la oscuridad. 

Tienen categoría de diosas, porque desde siempre y para siempre doblegan las balanzas y prevalecen sin contrapeso en el reino de los impulsos. E, inevitablemente, la tentación yergue sibilinamente su cabeza en el corazón del hombre; y es una tentación porque se presta a confusión, porque hay falacia (exhiben siempre una hermosa apariencia), y porque ofrecen mezclados, como en una aleación, los intereses de Dios y nuestros intereses, la gloria de Dios y nuestra propia gloria, la dominación de Dios y nuestra dominación. Una simbiosis idolátrica.

Todo cuanto amenace nuestra gloria amenaza la gloria de Dios, y viceversa. Los enemigos que hieren nuestros intereses hieren los intereses de Dios, y viceversa. Parece que estamos construyendo el Reino de Dios, pero podemos estar construyendo el reino de la tierra: buscar y promover el prestigio, la fortaleza, la influencia, en una palabra, el poder, pensando que estamos promoviendo el poder y la gloria de Dios.

En esta peligrosa y seductora simbiosis está, ayer, hoy y mañana, el secreto último de la tentación: podemos estar apostando por el Mesías glorioso y triunfal, "avergonzándonos" de la cruz, del Pobre de Nazaret, del Mesías Doliente y crucificado.

Esta seducción estuvo también al acecho de Jesús: despojarse de las vestiduras de Pobre y ataviarse con los brillantes arreos del Mesías triunfal, para implantar en este mundo el glorioso imperio de Yavé. El orden, la eficacia, la organización, las estructuras, el sistema estarán eternamente entrabados en batalla frente a la inutilidad, la oscuridad, el olvido, la gratuidad. Los primeros estarán seduciendo a los segundos hasta la frontera final, y con una constelación indiscutible de explicaciones, teorías y razones.

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Cuando Mateo dice que "Jesús fue conducido al desierto por el Espíritu para ser tentado" (Mt 4,1), este "ser tentado" significa: fue conducido para clarificar su mesianismo y, como consecuencia, para rechazar la concepción triunfalista y asumir plena y definitivamente su destino de Siervo Doliente y Pobre de Dios, según la indicación que se le diera en el Jordán.

Es difícil para nosotros medir, en su exacta dimensión, la obsesión mesiánica que se vivía en los días de Jesús. Se levantaba una piedra, y aparecía el Mesías. Tocaban a la puerta, y era el Mesías quien llamaba. Alguien elevaba la voz en el mercado con un cierto acento carismático, y el pueblo estaba siempre dispuesto a levantarlo en andas para ungirlo con el ungüento mesiánico.

En este contexto, el mesianismo político ambiental fue para Jesús su tentación a lo largo y ancho de su aventura apostólica. Del núcleo histórico de los relatos sobre las tentaciones del desierto se desprende esta conclusión: Jesús consideró la concepción zelota, es decir, política del Mesías como su tentación particular, entendiéndose por política todos los mecanismos de poder y eficacia frente a un Mesías pobre y silenciado.

Lucas nos dice que el Tentador se retiró hasta "otra ocasión" (Lc 4,13). Hubo, en efecto, otra ocasión, en la que, según los sinópticos, se le presentó la misma tentación, pero con tácticas más sutiles. Es una escena revestida de resplandores dramáticos, en la que Jesús metió a sus discípulos entre las garras del vendaval, en una sucesión coordinada de golpes y sacudidas (Mc 8,27; Mt 20,17; Lc 9,22), que los dejó aturdidos, sin saber hacia dónde dirigir la mirada y en qué dirección caminar.

Jesús acepta la declaración de Pedro: "Tú eres el Mesías" (Mc 8,29). Al instante se desatan todos los delirios en la fantasía de los discípulos: suenan los tambores, se levantan los estandartes, la tierra se estremece al paso del conquistador, una antorcha azul se yergue sobre los vastos horizontes; ¡llegó el Mesías!, capitaneando escuadrones victoriosos, hollando las águilas romanas; y ellos, los discípulos, naturalmente, en la cúspide del trono, en el festín de la gloria.

Jesús, sabiendo qué peligrosa es esta borrachera delirante y alienadora, se dispone a hacerlos descender de las alturas vertiginosas: de un tirón desgarra la cortina y descubre ante sus ojos espantados la trágica figura del Pobre de Dios: muchachos, subimos a Jerusalén; pero no os equivoquéis, no habrá laureles ni coronas; me prenderán, me azotarán, me crucificarán y me matarán (Mc 8,31).

"Les hablaba de esto abiertamente" (Mc 8,32).
Estas palabras sumieron a los discípulos en la tiniebla total: ¿Cómo, no acababa de aceptar el Maestro el título de Mesías? Y ¿por qué se nos habla ahora de aniquilamiento y muerte? Lucas resume la reacción de los discípulos con estas tremendas palabras: "Ellos no entendieron nada de esto" (Lc 18,34). Es la repugnancia que siente todo hombre cuando aparece ante sus ojos el Mesías Pobre y Doliente.

Y aquí, en este momento, aparece la tentación diabólica, y esta vez en la persona de Pedro. "Entonces, Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle" (Mc 8,32): — ¿Cómo se te ocurre? ¿Un Mesías destrozado y derrotado? ¡De ninguna manera! Los hombres, los pueblos y las montañas se harán humo y desaparecerán, pero la noche nunca prevalecerá sobre los días del Mesías. El Mesías es inmortal. Por favor, retira esas palabras, Maestro.

El rostro de Jesús se ensombreció, como las oscuras barrancas de la sierra; sus ojos parecían dos llamas en la noche, y su voz se tornó sombría, profunda, irreconocible; y respondió a Pedro con las mismas palabras del desierto: —"Retírate de mí, Satanás" (Mc, 8,33). ¿Crees que soy un capitán de degolladores? Sólo quien no teme a la muerte es inmortal, Pedro. El tiempo no es un campo que se mide con metros; el latido de un corazón desapropiado y humilde es la medida del tiempo, porque Pobre es aquel que, entregándose a la muerte, derrota a la muerte, y por eso sólo el Mesías Pobre es inmortal.

Pretendes construir palacios con palabras vacías. Vuestros muros están amasados de sueños, y vuestras construcciones pronto serán ceniza que el viento esparcirá sobre los valles. Pedro, piensas como un mundano (Mt 16,23; Lc 9,24).

Todos callaron.
 El silencio era ahogado, espeso, inquietante entre aquellos hombres. Se respiraba una atmósfera de desconcierto, casi de tragedia. La crisis había tocado fondo. Es la hora —pensó Jesús—, la hora de marcar con colores rojos y trazos bien destacados la figura dolorosa y amorosa del Mesías, quien, no conquistando, sino sometiéndose, no arrebatando la vida, sino entregándola, será constituido Libertador; y así se instaurará sobre la tierra un reino no cimentado en la fuerza, sino en el amor. Llegó el día de la decisión.

Jesús, pues, levantando en alto la bandera, graba sobre ella las condiciones absolutas, abre la marcha y, volviéndose a ellos les dice: Esta es la hora de la opción. Voy a trazar aquí la línea divisoria. Los que acepten las condiciones, rebasen la línea y den el paso adelante. Pero todavía es tiempo de dar marcha atrás.

Los que quieran liberar sus pies cansados de las cadenas pesadas, vengan conmigo. 
Los que estén dispuestos a levantar un muro de contención a las mareas de los deseos, instintos y fuerzas de muerte, vengan conmigo. 
Los que se comprometan a levantar amorosamente y cargar sobre sus hombros, sin avergonzarse ni entristecerse, las pesadas leyes diarias de la impotencia-incomprensión-soledad-muerte, vengan conmigo. 
Los que están dispuestos a ofrecer su vida como un blanco cordero, vengan conmigo. 
Los que quieran seguir dando bocados a la autocompasión, y son melindrosos consigo mismos, quédense atrás.
Los que quieran seguir encerrados en sus miedos, combatiendo a los espectros de sus fantasmas, quédense atrás.

 a conocen la historia del grano de trigo: para vivir necesita morir y ser sepultado. Los que buscan un Mesías brillante y triunfal, quédense atrás. 

Los que optan por un Mesías pobre, humilde y crucificado, vengan conmigo (Mt 16,24-27; Mc 8,34-38; Lc 9,23-27; Jn 12,25).

Era demasiado. La nave hacía agua por todas partes. El desconcierto alcanzó alturas demasiado peligrosas. Jesús, comprendiendo que había descargado hachazos demasiado demoledores sobre la ilusoria efigie mesiánica de sus pobres discípulos, se decide a reanimarlos con una escena consoladora que les devolviera la fe y la esperanza. 

Y tomando a los tres líderes del grupo subieron al monte, y se transfiguró ante ellos. Pero, aun aquí, las palabras confirmatorias del mesianismo de Jesús son, terca y obstinadamente, las mismas palabras del Jordán: "Éste es mi Hijo muy amado" (Mc 9,7). Otra vez el inicio de Isaías 42, es decir, la evocación del Siervo Doliente de Javhé, el mesianismo en la línea del Pobre de Dios.

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Hubo "otra ocasión" en que la tentación regresó, aunque en circunstancias y modo bien diferentes. Jesús, seguido de una gran multitud, subió al Monte. Al ver a tanta gente, el Maestro le preguntó a Felipe: ¿Cómo podremos alimentar a tanta gente? De todas maneras, hicieron que el pueblo se sentara sobre el pasto de las laderas del monte; eran como unos cinco mil hombres; se les repartió el pan de que disponían; se saciaron, y todavía sobraron doce cestos.

El pueblo, que tenía al Mesías a flor de piel, que lo descubría en cada vuelta de esquina, quedó deslumbrado por la potencia prodigiosa del Pobre de Nazaret. Comenzó a correr el rumor, entre la gente, de que éste podría ser el Enviado. Bastó que alguien con más audacia tomara la iniciativa y lanzara el grito: "¡Vamos a coronarlo rey!", para que la masa, siempre irreflexiva e impetuosa, se lanzara detrás de Jesús con intención de proclamarlo como Mesías Rey. Juan nos entrega este testimonio tremendamente explícito y significativo: "Dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a tomarlo por la fuerza para proclamarlo rey, huyó de nuevo él solo al monte" (Jn 6,15). Otra vez: retírate, Satanás.

De nuevo regresó el Tentador, y esta vez para la ocasión suprema, para la hora mesiánica, en que se llevaría a término, y a cabalidad, la función doliente y sustitutoria del Mesías Siervo, el Pobre de Nazaret (Lc 22,35-38). Les dijo: "Quien tenga un manto, que lo venda para comprar una espada". Ellos le dijeron: "Aquí hay dos espadas" (Lc 22,35-38). ¿No será ésta la hora de la guerra santa? Tanto en Lucas como en Mateo escuchamos, en el trasfondo del escenario, no poco ruido de espadas y aun ecos de la tentación de responder a la violencia con la violencia: "Señor, ¿herimos con la espada?" (Lc 22,49). Los romanos que hay en todo Israel no completan una legión; en cambio, el Eterno puede poner a nuestra disposición, ahora mismo, doce legiones enteras de ángeles; ésta puede ser la última oportunidad.

Fue la última, la suprema tentación: echarse atrás en la Hora exacta. Pero el Pobre de Nazaret no se echó atrás; derrotó también a la última tentación: "Vuelve tu espada a la vaina" (Mt 26,52).

Hemos citado aquí tantos textos evangélicos para poner en evidencia que no fue tan fácil para Jesús ser de verdad el Pobre de Nazaret; y para comprobar de qué manera su función mesiánica en la línea del Servidor Doliente de Yavé estuvo constantemente torpedeada, amenazada y seducida por otro mesianismo humanamente más gratificante.

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