El pobre de Nazaret Cap. 1-1

 Entorno político

Nunca entenderemos a un hombre si no nos situamos en su entorno. Como el tejido político circundante es uno de los ingredientes que contribuyen poderosamente a forjar una personalidad, comencemos por echar un vistazo y analizar las expectativas, luchas y frustraciones de un pueblo, y así entenderemos más fácilmente el pensamiento y las intenciones de un conductor, en nuestro caso de Jesús.

La colonización de Palestina comienza en el año 63 a.C, en el que Pompeyo, después de una brillante expedición militar por la amplitud del Mediterráneo, consideró de la mayor conveniencia geopolítica anexar al Imperio el territorio palestino; y, luego de un par de paseos militares por el país de los judíos, llevó a cabo su propósito, sin encontrar mayor resistencia.

A pesar de todo, la política romana fue, hasta cierto punto, flexible y benévola, consintiendo en colocar gobernantes nativos al frente de esos territorios.
En el año 40 a.C., Roma nombró rey de Judea al idumeo Herodes, llamado El Grande, que tuvo un largo, brillante y cruel reinado, apoyado siempre en el brazo militar romano. A su muerte, Arquelao, tan cruel como su padre, aunque no tan eficiente, heredó Judea y Samaría. Pero su breve reinado fue tan arbitrario y despótico que los judíos y samaritanos, exasperados, pidieron a Roma la deposición del sanguinario monarca. 

Y Roma, después de deponerlo, envió por primera vez a un Procurador, lo que implicaba el dominio directo de Roma, con plenos poderes sobre todo el territorio palestino. A estas alturas, Jesús debía contar algo menos de doce años. Y aquí comienza la era más turbulenta y aciaga de la nación judía, que culminaría, finalmente, en el exterminio casi total del templo, de la ciudad y de la nación, en el año 70. Ésta fue la época en que Jesús vivió, actuó y sufrió.

Entre tanto, en Galilea, a la muerte de Herodes el Grande le sucedió su hijo Herodes Antipas, un reyezuelo sin categoría ni autoridad, un títere. Roma le reconocía un cierto grado de autonomía, a condición de que se mantuviera sumiso y quieto. Y fue tanta su sumisión y devoción, que no perdía ocasión de adular y agasajar a sus amos. Levantó, a la orilla del lago Genezaret, por cierto muy cerca de Nazaret, la bella ciudad de Tiberías, en honor del emperador Tiberio, con termas y anfiteatros, introduciendo los usos y costumbres típicamente romanos.

 Asimismo, levantó otras ciudades, aunque no tan suntuosas, y difundió profusamente los aires paganos por todos los rincones de su pequeño reino. Éste fue el Herodes que hizo decapitar a Juan Bautista. Nazaret era territorio de su jurisdicción. Hay que suponer, pues, que el tetrarca se habría hecho presente, y en más de una ocasión, en el pequeño villorrio.

En sus treinta años Jesús no conoció otra autoridad civil que la de Herodes Antipas. Seguramente lo vio, tal vez de cerca, en más de alguna oportunidad. Y, al leer detenidamente los Evangelios, difícilmente puede uno sustraerse a la impresión de que Jesús debió sentir no sé qué secreta repulsa hacia Herodes Antipas: no consta por los Evangelios que Jesús hubiera transitado por ciudad alguna fundada por Herodes; palpita un irreprimible desdén en aquella invectiva: "ese zorro"; cuando, en las horas de la Pasión, llevaron a Jesús a su presencia, el Maestro ni siquiera abrió la boca, guardando un completo silencio. Algo profundo y negativo en relación con Herodes estaba almacenado en el corazón del Maestro. ¿El recuerdo de la bárbara y frívola decapitación de su amigo Juan el Bautista? Es posible, y seguramente mucho más.

* * *

Esta situación política fue un duro golpe para el orgullo nacional de los judíos. Siempre habían creído en su destino como pueblo elegido, soñado en que, un día, todas las naciones se postrarían ante su Dios en el templo de Jerusalén. Pero la realidad que tenían que roer era una cascara distinta y muy amarga. En Cesárea se había levantado un templo espectacular en honor del divino Augusto, representado como Zeus. Por todas partes surgían anfiteatros, teatros y gimnasios, en los que, tanto en Cesárea como en Jerusalén, cada cuatro años se organizaban torneos, justas y campeonatos en honor del divino Augusto. Y, como símbolo insolente y estridente de esta absoluta dominación, sobre el frontis del pórtico principal del templo, una enorme águila imperial presidía la vida de la nación.

Esta dominación romana tenía, sobre todo, una expresión concreta e irritante: la opresión económica. En efecto, además de los impuestos indirectos, como peajes, derechos de aduanas y mil otras tasas, las provincias ocupadas tenían que pagar a Roma los "tributos". Es verdad que estas imposiciones eran canceladas por las autoridades de las provincias, pero éstas, a su vez, gravaban con pesados impuestos a cada uno de los ciudadanos del pueblo judío, salvo a los ancianos y los niños.

Ésta situación fue exacerbando los ánimos de la gente, porque, para el pueblo, los tributos equivalían a un sacrilegio, ya que se trataba —así lo entendían— de dinero de Dios. Y, como era de prever, en el seno del pueblo oprimido y esquilmado la irritación fue creciendo como una llama amenazadora, justamente en los años juveniles de Jesús; y esta sorda rebelión fue incubándose —¡cosa extraña!— precisamente en el País del Norte, en la llamada Galilea de los Gentiles, bien lejos del centro de poder. Aquí habría de nacer también el movimiento de los zelotes, hombres de extracción campesina y muy religiosos que, con variada suerte y a través de diversas alternativas, habrían de hostigar a las guarniciones romanas hasta que su resistencia fue totalmente aniquilada en el año 70.

Concretamente, cuando Jesús bordeaba los veinte años tuvo lugar una de las insurrecciones más sangrientas en las proximidades de Nazaret. Efectivamente, por ese tiempo. Judas el Galileo organizó y dirigió victoriosamente una violenta rebelión contra Roma. Poniéndose al frente de un numeroso y fanatizado escuadrón de insurrectos, se dirigió a la ciudad fortificada de Séforis; la asaltaron, pasaron a espada a toda la guarnición romana allí apostada, y se instalaron firmemente allí, atrincherándose en el recinto amurallado.

Vana ilusión. Poco les duró el sabor de la victoria. A los pocos meses, el legado de Siria, Quintilio Varo, llegó a marchas forzadas con un fuerte destacamento militar, redujo la ciudad a cenizas y dos mil zelotes fueron crucificados. La resistencia recibió así un golpe mortal, pero no definitivo.

Todo esto sucedía a pocas millas de Nazaret, y hay que calcular que entre los insurrectos, y luego crucificados, habría algunos vecinos de Nazaret, jóvenes de una edad aproximada a la de Jesús y posiblemente amigos suyos. Sin embargo, no disponemos de indicios claros en los documentos evangélicos como para afirmar o negar que Jesús simpatizara con estos movimientos insurreccionales, o si tuvo algún contacto con los rebeldes. Sólo podemos afirmar que esta tensa situación política, en la que Jesús se tuvo que ver inevitablemente inmerso, debió dejar, de alguna manera, huellas en su personalidad, como hijo de su tiempo y de su pueblo que era.

Solo en la noche.
Una palmera del desierto, combatida por el viento, en nada se diferencia de otra palmera. Una ola del mar agitado no se distingue de otra ola. El Pobre de Nazaret tampoco se distinguía de cualquier otro joven de su edad, salvo, quizá, por un destello casi imperceptible que le venía de lejos, no se sabía de dónde.

Sin embargo, dos hechos debieron golpear fuertemente la atención de los aldeanos de Nazaret: el celibato de Jesús y sus frecuentes salidas a lugares solitarios y retirados. Todo envuelto en un aire de misterio difícil de descifrar.

El estado de soltería de Jesús, a sus veinticinco o treinta años, debió parecer a los nazaretanos algo muy extraño, inconcebible. Todavía se escuchaban por entonces los lamentos de la hija de Jefté, vagando con sus compañeras por los montes de Israel, llorando su virginidad, por el voto que su padre había hecho comprometiendo la virginidad de su hija (Jue 11,38). Por entonces, la virginidad era una tragedia para la mujer; y para el hombre, un desatino inconcebible, que no encajaba en los parámetros mentales de un israelita, casi un atentado contra el mandamiento fundamental de crecer y multiplicarse dado por Dios a la humanidad, y contra la seguridad interior del pueblo de Israel.

Sin embargo, para el Pobre de Nazaret fue tan connatural como para la primavera la flor, dentro de su identificación personal: el Gran Pobre. Su virginidad fue como un desierto dilatadísimo, en el que no hay contornos, sino tan sólo una línea azul en el horizonte, y en donde los extremos quedan entrelazados por un arco iris de silencio.

Su virginidad consistió en cavar y cavar sucesivas profundidades tierra adentro y tierra abajo, hasta tocar el corazón mismo del mundo, sin dejar a su paso ni una raíz ni una semilla. Consistió en enviar al desierto las fragantes ilusiones, las promesas de juventud, la rosa del amor, el calor de las ternuras, y quedarse a solas bajo un sicómoro, deshabitado, apaciguado y vacío. Consistió en quedarse en el puerto y ver partir los navíos a la mar, a los confines del mundo, no para blandir espadas ni conquistar reinos, sino para construir nidos, regar las ilusiones y abrir cauces a la vida.

Su virginidad consistió en atravesar una noche fría, solitariamente, como los antiguos combatientes, llevando en la mano tan sólo una lámpara de tenue luz. Lanzó por los aires las monarquías levantadas sobre rosas, y él se quedó, solitario, como una pequeña planta desamparada en medio del temporal, sin cobijo ni abrigo. Las emociones humanas, que de por sí son clamorosas, en su corazón solitario quedaron en calma, como una llama apagada.
Silencio, soledad, vacío, nada. Y ahora sí. Ahora el Infinito puede descender para habitar en un vacío infinito.

En la tierra del Gran Pobre nació y creció, altísimo, el árbol de la Libertad, a cuya sombra podrán sentarse todos los pobres del mundo.
¿Resultado final? El Gran Servidor.

* * *

Con los Evangelios en la mano, veremos ahora que, en los días de evangelización, Jesús acostumbraba retirarse a orar con una frecuencia considerable, y con las siguientes características: siempre solo; casi siempre en una montaña, o, al menos, en un lugar retirado; y generalmente, no siempre, de noche; y sin pedir autorización ni dar explicaciones a nadie (Lc 6,12; Mt 14,13; Jn 6,15; Mc 7,24; Lc 9,10; Mc 1,35; Mt 6,6; Mc 14,32; Mt 17,1; Lc 9,28; Mt 26,26; Lc 22,39; Mc 9,2; Lc 4,1-13; 9,18; 21,37; 4,42; 5,1; 11,1).

Dicen los evangelistas que, después del bautismo, Jesús se retiró durante cuarenta días a un lugar desértico, solitario e inaccesible, en donde sólo habitaban las fieras (Mc 1,13).

Naturalmente, esto no quiere decir que alternara con las alimañas, sino que se trataba de un lugar tan solitario y salvaje que nadie llegaba hasta allí. De este hecho podemos extraer algunas conclusiones razonables; en primer lugar, una de carácter psicológico: es inimaginable que alguien que no estuviera habituado a semejante soledad pudiera retirarse durante tanto tiempo; en segundo lugar, y teniendo en cuenta que los Evangelios sólo nos entregan algunas migajas de los hechos y dichos de Jesús, y que los evangelistas señalan en más de veinte ocasiones que Jesús se retiraba siempre solo, generalmente a algún lugar de la montaña, y frecuentemente de noche, podemos concluir razonablemente que éste era un hábito del Pobre de Nazaret y su modo normal de actuar desde los días de su juventud.

¿Cómo veían, pues, los nazaretanos a Jesús? ¿Qué opinión tenían de él? Seguramente lo veían como un hombre inclinado al silencio, más bien reservado, con una fuerte tendencia a la introspección, con frecuentes ausencias, perdido muchas veces en la soledad de las colinas circundantes. Por todo lo cual, no podían menos de verlo como un joven un tanto extraño y diferente.

Sin embargo, como veremos, Jesús no fue un sonámbulo que camina a tientas entre los acontecimientos, o anda por las nubes. Aunque busca la soledad, no es un pájaro solitario que anda siempre volando en círculos alrededor de sí mismo. Al contrario, en un notable contraste de personalidad, lo veremos siempre como un hombre con los pies en la tierra, sólidamente afirmado en la realidad, observador congénito de todo cuanto le rodea, los campos, los huertos, y, sobre todo, la vida, usos y costumbres de los hombres.

En el final del abismo.
"Crecía en gracia delante de Dios".
En la larga noche que estamos atravesando, entre escollos, y a la luz de las estrellas, hemos alcanzado a entrever hasta ahora algunos atisbos del misterio, perfiles inciertos de un rostro. Nos parecemos a los astrónomos que pacientemente auscultan los espacios siderales. A simple vista, no ven más que unos destellos de luz sobre la concavidad de la bóveda oscura. Pero ellos saben que, más allá de esa bóveda, centellean universos infinitos y pozos de luz cuyo fulgor no hay retina capaz de soportarlos sin incendiarse.

"Jesús progresaba en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres" (Lc 2,52). Hasta ahora hemos abordado con cierta holgura el crecimiento del Pobre de Nazaret en estatura humana. Pero ¿crecer en gracia ante Dios? ¿No era él el Hijo consubstancial de Dios? Éste es, sin duda, el final del abismo, el recodo más peligroso y temible, el más difícil de los problemas cristológicos.

Bien sabemos que la realidad Dios-hombre (Cristo) es un "mundo" inasequible. En el frontis de su puerta hay un rótulo que no dice "prohibida la entrada", sino "imposible el paso": no es posible traspasar el vestíbulo. Sin embargo, es el Espíritu el que nos da alas para atravesar el dintel y robar el fuego; y todo el Nuevo Testamento no es sino un obstinado esfuerzo por escudriñar y capturar los secretos escondidos en el "inescrutable" abismo de Cristo.
 
En el largo y espinudo camino de clarificación cristológica que la Iglesia realizó desde el Concilio de Nicea hasta el de Calcedonia, el interrogante que trajo a los Padres conciliares de conflicto en conflicto fue éste: ¿Cómo elaborar y formular una doctrina cristológica que nos permita afirmar la divinidad de Jesucristo sin disminuir ni oscurecer el hecho de que, también y al mismo tiempo, sea plenamente hombre?

Siempre existe el peligro de que, cuando nombramos y confesamos a Jesucristo como Dios, estemos, al mismo tiempo, recortando o violentando lo que hay en él de típicamente humano: libertad, crecimiento evolutivo, incertidumbre, miedo, angustia, desaliento, sobresalto; dudar, no ver con claridad el camino a seguir, verlo después con mayor claridad, corregir rumbos sobre la marcha, en su condición de itinerante, esforzarse por leer la voluntad del Padre a través de acontecimientos imprevistos..., vicisitudes y estados de ánimo que, de acuerdo con los Evangelios, Cristo vivió amplia e intensamente. ¿Cómo afirmar que vivió todas estas situaciones si, en cuanto Dios, lo sabía todo? ¿Y dónde quedarían la libertad y el mérito? Debemos evitar el peligro de hacer de Cristo un robot impasible y hierático.

Pero, de todas maneras, Cristo era también, y al mismo tiempo, Hijo consubstancial de Dios. ¿Cómo conjugar, pues, a nivel humano estas dos realidades? ¿Cómo traducirlo de una manera satisfactoria y convincente en fórmulas humanas, y expresarlo con palabras asequibles para nuestra mente? Tarea difícil y aun casi imposible. Preguntémoselo, si no, a los Padres conciliares de Nicea y Calcedonia. De cualquier manera, y situándonos en la perspectiva de una profunda fe, digamos que no sabemos cómo; pero sabemos y estamos seguros de que Jesucristo no es Dios a costa del hombre, ni hombre a costa de Dios, sino perfectamente Dios y perfectamente hombre a un mismo tiempo.

Después de este esclarecimiento, volvemos a preguntarnos: ¿Cómo se entiende, qué significa este crecimiento de Jesús en gracia delante de Dios? Ya que el Espíritu nos da la audacia de explorar regiones inéditas, yo me aventuraría a proponer en las páginas que siguen una hipótesis, o mejor, una intuición que nos ayude a entender mejor en qué consiste este crecer de Jesús en las experiencias divinas.

* * *

He aquí una síntesis de lo que nos proponemos exponer a continuación: Jesús, como todo israelita, vivió, durante su infancia y adolescencia, su relación con Dios dentro del contexto teológico del pueblo en que nació y creció, es decir, una relación con un Dios Absoluto y Eterno. Pero más tarde, en la etapa de evangelización, Jesús anuncia un mensaje que está centrado en una novedad substancial para los esquemas teológicos de Israel: el Dios Padre.
 
Hay que suponer, pues, que, a partir de determinada edad, el joven Jesús, en ese proceso de crecimiento en la experiencia de Dios de que nos habla Lucas, comenzó a relacionarse y experimentar a Dios de una manera esencialmente diferente; una manera que, fuera de algunos fugitivos vislumbres, ningún profeta de Israel había intuido ni vivido. El joven Jesús sobrepasó la etapa del suspenso y el vértigo espiritual, típica de los salmistas y profetas, para sumergirse por completo en la zona de la confianza, y comenzó a tratar con Dios como el Padre más querido y amante de la tierra. (Algunas de las ideas expuestas a continuación han sido extractadas de mi libro Muéstrame tu rostro, pp. 349-399).

Una historia monoteísta.
En sus orígenes, Israel había vivido perdido y casi disuelto en el seno de los grandes imperios: Egipto, Asiría, Babilonia, pueblos politeístas e idólatras. Salidos de Egipto, después de una travesía de sol y arena, e instalados en Palestina, también aquí los israelitas vivieron en todo momento rodeados de tribus idólatras: cananeos, filisteos, jebuseos...

A lo largo de los siglos, Israel, cansado de un Dios exigente, había sentido la seducción de otros dioses, más humanos y gratificantes, y en más de una ocasión se dejó seducir sin dificultad. Pero, en medio de este pueblo frívolo y voluble, Dios suscitó una y otra vez a unos hombres de fuego, los profetas, que, conjugando la amenaza con la ternura, conseguían que Israel retornara a su Dios, pagando en más de una ocasión su celo con un final violento. Así, con sangre, muerte y lágrimas, Israel llegó a forjar un monoteísmo radical y santamente fanático.

Esta tradición monoteísta había esculpido un "credo" de granito, llamado Shemá, que todo israelita rezaba dos veces por día. El Shemá no sólo era la viga maestra de toda oración judía, sino también la sangre de la cultura nacional, la bandera de la patria y la expresión de la última razón de ser de Israel, pueblo colocado en medio de los otros pueblos para recordar y proclamar que "Dios es": "Escucha, Israel: Javhé, nuestro Dios, es uno y único. Amarás, pues, a Javhé, tu Dios, con toda tu alma, con todo tu corazón, con todas tus fuerzas..." (Dt 6,4-9).

Jesús, desde que fue capaz de balbucir las primeras palabras en arameo, aprendió de memoria estos versículos. Desde que el niño, a través del proceso evolutivo de la infancia, fue capaz de asimilar el sentido de las palabras, su espíritu se nutrió con el recio alimento del Shemá.

Más tarde repitió millares de veces estas mismas palabras: cuando todavía caminaba de la mano de su madre; cuando iba con el cántaro a la fuente; cuando ascendía a las onduladas colinas para recoger leña o cuidar de los cabritos; cuando, ya adolescente, a los quince años, salía a las noches estrelladas, o en el humilde taller modelaba un yugo de bueyes o una carreta.

Éste es un dato de capital importancia para vislumbrar la vida interior de Jesús, y que nos permite afirmar que su primera vivencia religiosa fue la experiencia de lo absoluto de Dios. A los cinco años, Jesús comenzó a frecuentar, como todos los niños de Israel, la Betha sefer, institución docente equivalente a nuestras escuelas primarias, que dependían de la sinagoga.

De la misma manera que en nuestra catequesis uno de los primeros gestos que aprenden los niños es santiguarse, así también, por entonces, cuando el maestro de escuela escribía el tetragrama o las cuatro letras del nombre de Jahvé, el niño se inclinaba profundamente sobre sí mismo, se cubría los ojos y la cara con sus manos, y permanecía inmóvil en esa actitud hasta que el maestro le daba autorización para incorporarse, una vez que había borrado las cuatro letras. De esta manera, tan fuertemente expresiva, adoró Jesús al Eterno por largos años de su vida.

En los días de Jesús ya se rezaba en Israel la oración por excelencia llamada Tephiláh. En la sinagoga se recitaba esta oración en forma solemne y coral; pero todo israelita, desde que tenía uso de razón, debía rezarla tres veces al día, en horas estrictamente señaladas. Ya estuviera comiendo, viajando, trabajando, conversando..., llegada la hora señalada, todo israelita suspendía su ocupación, se ponía de pie vuelto hacia Jerusalén y rezaba: "Bendito seas, Javhé, Dios nuestro y Dios de nuestros padres; Dios grande y héroe formidable, escudo nuestro y escudo de nuestros padres, nuestra esperanza de generación en generación... Tú abates a los que están elevados, resucitas a los muertos, traes el viento y haces descender el rocío, conservas la vida y vivificas a los muertos..., no hay Dios fuera de Ti. Tú que ordenas a las estrellas en su lugar en la inmensidad, creando el día y la noche, llevándote el día y trayendo la noche, Bendito seas, Eterno, que haces 'anochecer' a las noches..."

El aliento exaltado que respiran estas estrofas debió recorrer y agitar el mar profundo de los sentimientos de Jesús, las planicies sosegadas de su infancia y la pasión llameante de su juventud.

Podemos muy bien imaginar a Jesús —niño, adolescente, joven maduro— rezando esta oración tres veces por día en voz alta, a la luz del amanecer o en la quietud de la noche, caminando con la caravana, regresando del campo, erguido sobre un cerro solitario, en la penumbra del taller, junto con María y José, al anochecer..., el Pobre envuelto en llamas, todo su ser en alta tensión, contagiado por la vibración de la tierra, levantados los ojos al cielo... Jesús era ya una primavera incendiada, vendaval en marcha, noche estrellada y flor de desierto, todo al mismo tiempo. Ya desde niño el Eterno lo llenó de fuerza y de pasión.

Éste es el contexto religioso en que el Pobre se abrió a la vida. Sus primeras experiencias religiosas, de la misma manera que las de cualquier israelita, fueron vivencias del Absoluto. Podemos constatar que, para los doce años, el Incomparable ya había invadido por completo sus territorios; y vislumbramos en él una profunda y extensa "zona de soledad" a la que nadie pudo asomarse, ni siquiera su propia Madre. Sólo Dios. Jesús tomó completamente en serio el Absoluto de Dios, y lo llevó hasta las últimas consecuencias.

* * *

Estas vivencias del Absoluto cruzan las páginas del Evangelio mezcladas con vivencias de otro género. Jesús habla de Dios, y sentimos detrás de sus palabras el eco de una gran pasión. Recoge las voces de los grandes profetas y las lleva a una altura estremecida.

La iniciativa y la consumación sólo a Dios pertenecen. Él organiza las bodas y sale por los caminos cursando invitaciones (Lc 15,3-7). ¿Dónde y cuándo se apagará el fuego de la humanidad? Sólo Dios sabe la hora exacta (Mc 13,32).
¿Quién ocupará el primer lugar en el Reino? La decisión está en Sus manos (Lc 12,32). Simón, has hablado correctamente, pero no fue por un golpe de instinto ni por tu innata sagacidad. Fue inspiración de lo Alto (Mt 16,16).

Hay que escalar este risco vertical, hay que saltar por encima de ese abismo. Ello es imposible para nosotros, pero ¿para Dios? ¡Ah!, para Dios todo es posible (Mc 10,27). Si creyeran, verían prodigios: saltando como un cabritillo, ese cerro se desplazaría hasta el mar; a esta araucaria le nacerían alas como las de un cóndor, y volaría a otros Continentes para echar allá raíces (Lc 17,6).

Así es Jesús: un profeta deslumbrado por la potencia infinita, la fuerza y la santidad de Dios. No soporta que nadie usurpe la gloria que sólo a El le corresponde e invita a jugarse por Él hasta las últimas consecuencias, con una radicalidad que asusta (Mt 8,22; Mc 10,21).

Del suspenso a la ternura.
Pero Jesús no fue, sólo y ante todo, un profeta; ni su Dios fue, ante todo, el Formidable del Sinaí. Todo lo dicho hasta ahora no es cualitativamente diferente del concepto de Dios que se vivía en el judaísmo por los días de Jesús. A muchos profetas los sentimos en una entrañable comunicación con el Señor y, en largos períodos de la Biblia, Dios navega en el mar de la Misericordia; e incluso en Jeremías y Oseas encontramos verdaderas aproximaciones al Dios de la ternura: "Yo enseñé a andar a mi hijo, y lo levanté en mis brazos. Lo atraje con lazos de amor, con ligaduras humanas. Fui para él como quien alza una criatura contra su mejilla, y yo me inclinaba hacia él para darle de comer" (Os 11,1-6).

A pesar de estas aproximaciones y golpes de intuición, el Dios absoluto del Sinaí presidió sin contrapeso la vida religiosa de Israel.

Retomemos el hilo: ¿En qué sentido crecía Jesús en las experiencias divinas? Ya lo hemos dicho: Jesús, como verdadero israelita, vivió largos años aquella relación de adoración pasmada ante el Único y Eterno. Veamos ahora cómo fue "pasando" a otra relación absolutamente inédita en Israel: la relación de confianza y ternura de un hijo muy querido para con un padre muy amoroso.

* * *

Jesús era un muchacho normal, pero diferente. Tendría entre quince y veinte años. Cualquier observador sensible podría haber descubierto en él un extraño resplandor, como un invisible halo hecho de dulzura y fuego que lo envolvía como una túnica translúcida. Era como alguien que camina mirando hacia dentro de sí mismo; y todos decían que Alguien iba con él o que él iba con Alguien, igual que cuando desaparecen las distancias. Ya sabemos que los puentes unen a los que están distantes; y, en el caso de Jesús, la intimidad era la Presencia Total hecha de dos Presencias, o, dicho de otra manera, dos infinitas, consubstanciales Interioridades, volcadas hacia afuera y fundidas en un único abrazo.

Era de noche. El Joven salió de su casa muy quedo, cerró la puerta con cuidado y atravesó silenciosamente el poblado. Nazaret parecía un lugar abandonado, todas las puertas y ventanas estaban todavía cerradas; ni una luz, ni una voz. Pronto estuvo el Joven en descampado, a cielo abierto, en la oscuridad estrellada.

 Enseguida lo envolvió un embriagador aroma de azahar que flotaba en el aire, y una emoción que ni él mismo alcanzaba a comprender invadió, de pronto, sus calles y senderos, tomando posesión completa de su territorio.
A la tenue luz de las estrellas comenzó a escalar la colina rocosa, entre cipreses y olivos, caminando sobre los guijarros sueltos, que al rodar unos sobre otros sonaban como risas extrañas en el silencio de la noche.

Sin detenerse ni una sola vez en su escalada, llegó, por fin, a la cumbre más elevada del cerro. Todo era prodigio en la noche resplandeciente y mágica. La bóveda celeste era un inmenso racimo de luz. Innumerables luciérnagas brillaban todavía en la oscuridad, y millares de grillos y otros insectos batían sus élitros con fuerza salvaje e incansable, transformando la noche en una sinfonía cósmica.

 Embriagado de aromas primaverales, un ruiseñor cantaba arrebatadoramente y sin darse tregua sobre un ciprés cercano. El Joven se sintió como flotando en el mar de la vida, y casi se desvaneció al aspirar la embriaguez de una mezcla infinita de perfumes de anémonas y nardos silvestres, romeros y ciclámenes, mirto y retama..., a cuyo conjuro se le despertaron las energías dormidas en sus raíces. Noche de boda y éxtasis.

* * *

Dicen que el amor nace de una mirada, es un momento de olvidarse. Crece en la medida que aumentan los deseos de darse, y, finalmente, se consuma en el olvido total de un gozo recíproco.
 
Aquella noche, el Padre se abrió al Hijo sin medidas ni controles. El Hijo le correspondió plenamente, y, a su vez, se abrió enteramente al Padre. Los dos se miraron hasta el fondo de sí mismos con una mirada de amor. Y esa mirada fue como un lago de aguas profundas y claras en las que ambos se perdieron en un abrazo en que todo era propio y todo era común, todo lo recibían y todo lo daban, y todo se comunicaba en un inefable silencio, igual que cuando nos llegan melodías desde las estrellas.

Fijos los ojos del Joven en una estrella azul, tomadas y concentradas sus energías en el Foco de Amor que es el Padre, estallaron las emociones: el amor y la intimidad entablaron un duelo singular en el corazón ardiente del Joven, en el sentido de que cuanto mayor era el amor, mayor era la intimidad, y cuanto más alta la intimidad tanto más alto era el amor; y, así, la velocidad interiorizante fue aceleradamente devorando todas las "distancias" entre el Hijo y el Padre; y de esta manera se consumó el duelo entre el amor y la intimidad, y los dos llegaron al éxtasis, la posesión, la quietud, la totalidad, la eternidad.

Fue entonces cuando la ternura y la confianza levantaron un vuelo irresistible hasta transformarse en gigantesco terebinto de amplísima copa, que, con su sombra, fue cubriendo los impulsos vitales de este Joven normal y diferente. Sus arterias se tornaron en ríos caudalosos de dulzura, y por todas partes le nacieron vertientes de confianza, dirigidas hacia el centro del Amor...

Esta "pascua" no se consumó, naturalmente, en una sola noche. Fue un largo caminar a través de varios años, como en todo lo humano, por lo demás. El Joven fue avanzando de sol a sol, noche tras noche, mar adentro, cada vez más allá, en la ruta ascendente que conduce al alto manantial del Amor, el Padre.

Con un temperamento tan sensible como el suyo, el Joven fue dando paso tras paso, experimentando progresivamente diferentes sensaciones, y percibiendo cada vez con mayor claridad que Dios no es precisamente el Temible del Sinaí.

Hacia el vértice del amor.
Sigamos al Pobre de Nazaret en su ascensión. ¿Cuántos años tendría a estas alturas: veinte, veinticinco? Con su temperamento sensible y su profunda piedad, fue adentrándose progresivamente en el mar, mientras la Madre laboraba en el sagrado telar a la luz de una lámpara, y José y Jesús trabajaban el pino, el roble, el ciprés, transformándolos en una mesa o una cuna. En estos años de la juventud de Jesús se produce la más alta y trascendente transformación interior de todos los tiempos.

En su propia carne, Jesús llegó a experimentar que Dios no es, ante todo, temor, sino amor; no es primordialmente justicia, sino misericordia; ni siquiera es, ante todo, Majestad, Excelencia, Santidad, sino perdón, cuidado, proximidad, ternura, solicitud...; hay que nombrarlo, pues, de otra manera: en adelante, no se llamará Jahvé, sino Padre, porque tiene lo que tiene y hace lo que hace un papá ideal de este mundo: siempre está cerca, comprende, perdona, se preocupa, protege, estimula. 

Después de experimentar lo que Jesús experimentó, no cabía llamarlo más que con ese nombre que encierra lo que hay de más digno de amor en este mundo: Padre. Y así se alteraba también, de alguna manera, el primer mandamiento, que, en adelante, no consistirá en amar a Dios, sino en dejarse amar por Dios, ya que los amados aman, sólo los amados aman, y los amados no pueden dejar de amar, como la luz no puede dejar de iluminar. Fue un mundo nuevo, y la más alta revolución en la patria del espíritu.

* * *

La noche ya había devorado a la tierra, la vida se había detenido, y en torno todo era silencio. El Pobre se despidió de su Madre, que respetaba, no sin cierto suspenso, aquellas ausencias del Hijo. Éste salió cuidadosamente de su casa, y, al instante, desapareció en la oscuridad. Desde las entrañas de la tierra, y desde no se sabía qué mundos le subía al Joven el presentimiento de que aquella noche sería diferente; podrían aparecer nuevas constelaciones o hundirse antiguas galaxias.

Al pasar junto a un huerto, se levantó una leve brisa, y todas las hojas de los limoneros se pusieron a susurrar gozosamente, como un anuncio feliz. La tierra olía a resina y miel silvestre. El Joven ascendió, como de costumbre, por la rocosa colina. Para cuando alcanzó la altura más encumbrada ya estaba perdido en el mar.

La noche profunda y oscura comenzó a transfigurarse, pero la luz no era luz. Las estrellas rojas y las estrellas azules se alejaban, distanciándose cada vez más hasta desaparecer por completo. Los perfiles de los cerros, recortados contra las estrellas, se hundieron también en el mar, y desaparecieron. Todo desapareció, mientras una marea, hecha de miel y misericordia, subía y subía irremediablemente, y con sus inmensas alas, que abarcaban la amplitud del mundo, devastó todos los contornos: el firmamento, la llanura, las rocas, los barrancos, la primavera, el tiempo, la soledad, el exilio, las monarquías, los ángeles, el fuego...; sólo quedó el mar, el amor, Dios.

El Joven comenzó también a sentirse progresivamente como una playa inundada por una pleamar de ternura; una pleamar procedente de las más remotas profundidades del Océano, como si diez mil mundos como si diez mil brazos convergieran sobre él para cobijarlo, envolverlo y abrazarlo; como si el Padre fuese un dilatado océano, y él, navegando a velas desplegadas, en sus altas aguas, como si el mundo y la vida fuesen seguridad, certeza, júbilo y libertad. Todo es Gracia y Presencia, una Presencia amante y envolvente, definitivamente gratuita, sorpresivamente amorosa, violentamente gozosa.

* * *

Jesús ya tiene veintisiete o veintiocho años. Es un trigal maduro, un manzano cuajado de fruta dorada. Cualquier observador sensible podría notar en él un vislumbre diferente, como que el resplandor del Padre lo envolviera con una serena madurez, transformándolo en un abismo colmado, en un pozo de paz.

Pero no acabó aquí el crecimiento de Jesús en sus experiencias divinas. Con su gran sensibilidad fue sumergiéndose el Pobre, cada vez con más frecuencia y mayor profundidad, en los encuentros solitarios con el Padre, generalmente de noche, y casi siempre en los cerros y colinas que arropan a Nazaret; fue navegando a velas desplegadas por los altos mares de la ternura; la confianza para con su Padre fue perdiendo fronteras y controles; fue avanzando más y más, cada vez más allá, hacia la profundidad total en el Amor. 

Y así, una noche, en el colmo de la dicha, salió de su boca una palabra chocante e increíble para la teología y la opinión pública de Israel, la palabra Abbá (¡Oh mi querido papá!). De esta manera hemos tocado la cumbre más alta de la experiencia religiosa de todos los tiempos.

Y ahora sí. Ahora Jesús está en condiciones de lanzarse sobre los caminos, plazas y mercados para comunicar y proclamar una novedad substancial, una noticia espléndida de última hora, noticia intuida y "descubierta" personalmente, y comprobada copiosamente en los silenciosos años de su juventud: que el Poderoso es amoroso, que la Mano que sostiene los mundos lleva grabado mi nombre como señal de predilección, que por la noche queda velando mi sueño, y durante el día sigue mis pasos como sombra desvelada, y que, sobre todo, este Amor es gratuito: me ama sin por qué y sin para qué; ni porque yo sea bueno ni para que sea bueno: como la rosa que, por ser rosa, perfuma; como la luz que, por ser luz, ilumina. Así, el Amor, por ser amor, simplemente y sin motivos, ama.

Esta novedad condicionará la trayectoria y las líneas fuertes del mensaje evangélico: la fraternidad universal, la opción por los pobres, el mandamiento del amor...
La larga noche ha terminado. Amanece.