Capítulo 2-1: Un hombre en el desierto

Amanece en Galilea
AMANECIÓ, pero el día no cumplió su ciclo normal. El día de Jesús no llegó al crepúsculo, ni siquiera al atardecer, sino que fue bárbaramente tronchado al mediodía; y éste es uno de los enigmas más desconcertantes que recorren las páginas del Evangelio, y cuya explicación constituirá para nosotros un desafío a lo largo de este libro: ¿Cómo es posible entender que la personalidad de Jesús, típica personalidad de un Pobre de Dios, tejida de mansedumbre, paciencia y humildad, hubiera concitado un grado tan increíble de conflictividad, hasta el punto de reducir su vida y propósito a un montón de ruinas? El Bautista era un hacha de guerra, tronchando cervices y golpeando en la raíz. Un hombre de semejante talante, por libre y temerario, resulta temible para los poderosos, quienes, para defenderse, reaccionan aprontando sus arietes de guerra para disparar y desmelenar las torres del profeta.

Pero Jesús es dueño de una personalidad pacífica, y su mensaje es alegre y vital. Según los cálculos de los cronologistas, y ateniéndonos al cuarto Evangelio, la actividad evangelizadora de Jesús habría durado entre dos años y medio y tres años; pero, según los sinópticos, este lapso habría sido mucho más breve. Ahora bien, ¿cómo es posible que, en tan corto espacio de tiempo, se hubiera incubado semejante tormenta de hostilidad, que fue cercando y envolviendo aceleradamente al Pobre de Nazaret hasta hacerlo desaparecer en la pira de un desastre? Sea como fuere, el hecho es que los poderosos de la tierra acabaron con el Pobre de Nazaret; pero no tendrían ellos la última palabra, porque el Pobre hizo trizas las mortajas con que lo envolvieron, resurgiendo de sus despojos señorial y glorioso hasta el fin del mundo y más allá.
Y ésta es, precisamente, la historia que iremos desvelando paso a paso.

Un hombre en el desierto.
En el año decimoquinto del imperio de Tiberio César hizo su aparición en los bordes del río Jordán una figura extraña y arrebatadora, un profeta cuyo nombre era Juan, hijo de Zacarías, nacido, según la tradición, en Ain Karin, cerca de Jerusalén.
Es difícil para nosotros sentir a flor de piel la atmósfera que se respiraba en Israel por aquellos años. Por demasiado tiempo el pueblo había soportado sobre su cerviz el yugo extranjero: primero fueron los asirios, luego los babilonios, más tarde los griegos y, finalmente, los romanos; en total, más de quinientos años de dominación extranjera, salvo breves lapsos de tiempo.

Una inquietud irreprimible se agitaba en las raíces del pueblo como una oscura amenaza. Desde todos los rincones del país subía al cielo el clamor y la urgencia por el Mesías, o, al menos, por un conductor del espíritu que devolviera a la nación el honor y la soberanía conculcados por los pies extranjeros. El pueblo, cansado de tanto sufrir, fluctuaba entre la desolación y la esperanza. Y fue en esta atmósfera donde comenzó a difundirse por las comarcas de Israel el rumor de que, en las riberas del Jordán, había aparecido un hombre que, según se decía, llevaba en su frente el sello de Dios.

El rumor sacudió con particular intensidad las fibras de la región más alejada y marginada: Galilea. Aquí se estaban incubando los gérmenes de la rebeldía y de aquí habrían de surgir la mayoría de las insurrecciones. Otra cosa era Jerusalén: los miembros del Sanedrín eran aceptados y confirmados en sus cargos por la autoridad romana, que les concedió siempre un grado bastante amplio de autonomía en sus funciones. De igual modo, los fariseos y la aristocracia sacerdotal estaban, por lo general, satisfechos con la política de los dominadores, que respetaban sus cargos y les permitían medrar en sus intereses económicos.

En líneas generales, se podría afirmar que el estamento clerical de Jerusalén no se sintió mayormente afectado ni herido en sus intereses y aspiraciones, y no tenían quejas especiales contra los dominadores. Por todo ello, bien podríamos considerar a los hombres de la jerarquía clerical, al menos en cierto modo y medida, como colaboracionistas de los opresores romanos. El peligro, pues, no amenazaba desde fuera; el gusano corruptor roía desde adentro el alma de la nación.

La insatisfacción, la impaciencia, el rencor y la conspiración se gestaban aceleradamente en las entrañas de Galilea. Eran ellos, los galileos, quienes, impotentes y exasperados, habían visto levantarse ante sus propios ojos santuarios paganos en Julia, Tiberías y Cesárea, y por todas partes se respiraban corruptores aires paganos. En esta situación, el eco de la voz selvática del profeta del desierto, con su estilo áspero y sus ritos de purificación, despertó, estremeció y puso en movimiento los sueños soterrados del alma popular, sobre todo del campesinado y de las clases humildes. Como no podía ser menos, los ecos rebotaron también en las colinas de Nazaret.

Por entonces, Jesús tendría unos treinta años (Lc 3,23). Los rumores sobre el estilo y las denuncias proféticas del hombre del desierto, gradualmente insistentes, llegaron, por fin, a oídos de Jesús. Los rumores hablaban de "Reino de Dios", "penitencia", "conversión", así como de un rito especial de purificación, llamado bautismo.

Estas palabras fueron para Jesús como cargas de profundidad que, sin saber cómo ni por qué, estremecieron sus mundos interiores, levantando altas olas en sus playas. ¿Por qué? ¿Se trataba de una confirmación de sus intuiciones? ¿Había comenzado a experimentar Jesús como una seducción mágica por el hombre del desierto, que, al parecer, sintonizaba con sus propios sueños e ideales? Los evangelistas no nos dicen expresamente si Jesús, en el momento en que hace abandono de su hogar, tenía o no una conciencia explícita de la misión que le aguardaba.

Pero es razonable deducir que, a partir del hecho de haberse alejado del hogar y haberse cobijado a la sombra del Bautizador, el Pobre de Nazaret debió percibir en la voz del profeta del desierto más de una misteriosa apelación a sus propios sentimientos e intuiciones, gestados en sus años de juventud, y acaso también a algún esbozo de evangelización que por esa época bien podría tener bosquejado.

La incomprensión de los familiares.
Hacía tiempo que la Madre venía observando que una dolorida penumbra, como el tajo de una espada, cruzaba de parte a parte el rostro de su Hijo.
En el fondo de sus ojos la Madre podía distinguir playas solitarias con altas mareas, cadenas de cumbres que tocaban el azul; y, con frecuencia, los ojos del Hijo eran como simas hondísimas, inalcanzables para la mirada de la Madre.

La Madre observaba. Veía a su Hijo como un meteoro que, cada vez más distante, se adentraba por el espacio, envuelto en un misterio progresivamente más denso. Frecuentemente, ante la aprensión de la Madre, se ausentaba de casa, casi siempre a la luz de las estrellas, en dirección de colinas cada vez más elevadas y distantes.

Por lo que sucedió en el comienzo de su evangelización, podemos concluir que en estos oscuros años fue gestándose y arremolinándose en torno al Joven una corriente de desafecto y enemistad entre sus parientes que, sin duda, lo fue empujando a una soledad cada vez más fría. En efecto, en el transcurso de algunos meses veremos aflorar entre sus parientes un extraño sentimiento como de animadversión, hostilidad y rechazo hacia Jesús; y, desde luego, una cerrada incomprensión respecto de su persona y su vida. Jesús llegó a decir: "Un profeta sólo en su tierra, entre sus parientes y en su propia casa carece de prestigio" (Mc 6,4). Palabras que suenan a música desabrida; hasta se puede advertir en ellas un rictus de amargura, y reflejan, ciertamente, ecos muy cercanos de antiguas discordancias. El evangelista agrega que "no pudo hacer allí ningún milagro", y que "se maravilló de su falta de fe" (Mc 6,6). Aquí el barranco se puebla de cipreses, entre piedras ruidosas y recuerdos tristes que, como negras alas, ensombrecieron el alma de Jesús.

Pero hubo un día en que las aves de rapiña alcanzaron las nubes y el diapasón dio la nota más aguda y estridente, cuando el evangelista nos comunica esta increíble noticia: "Sus parientes se enteraron (de que Jesús estaba allí), y fueron a hacerse cargo de él, pues decían: Ha perdido la cabeza" (Mc 3,21). Sin comentarios. Altos acantilados se desprendieron y se precipitaron en el mar. Fue horrible. El viento, las ortigas y los topos hicieron su aparición entre efluvios de azufre, cabellos chamuscados y heridas abiertas.

* * *

Ahora bien, un sentimiento tan arraigado no nace espontáneamente, como un hongo, de la noche a la mañana. Para explicárnoslo tenemos que remontarnos a los días juveniles de Jesús de Nazaret, y, como hipótesis, descubrir ahí las raíces de esos brotes inamistosos que, de manera tan agresiva, se exteriorizaron en los primeros meses de su actividad pública.

Pero ¿cuál podría ser la causa que originara y explicara esa tirantez? No se nos ocurre una conjetura que la explique de una manera convincente, conociendo como conocemos la personalidad humilde y armoniosa de Jesús. Por de pronto, por los datos evangélicos llegamos a la conclusión de que la familia de Jesús (primos, tíos, parientes en sentido amplio) era muy numerosa. Esta numerosa progenie, sin duda muy vinculada y comprometida entre sí, no debió comprender, sino más bien censurar e irritarse cuando el Pobre abandonó el hogar para cobijarse a la sombra del Bautizador. Pero este solo hecho no explica suficientemente la profundidad de aquella malquerencia. Hay que situarla, pues, remontándonos a épocas anteriores.

Es probable, por ejemplo, que los parientes le enrostraran al Pobre su celibato, algo absolutamente incomprensible para la mentalidad de la época; y esta censura debió ir acompañada de burlas e ironías. Seguramente debieron entrometerse también con él a propósito de sus escapadas a las colinas y, en general, de su estilo de vida, con interpretaciones antojadizas y chismes de vecindario.

Sólo así, con este telón de fondo, podríamos explicarnos razonablemente el desafecto que sus parientes exteriorizaron hacia él, cuando Jesús ya era objeto de una gran estima popular; sin excluir de esa tirantez una buena dosis de envidia, que siempre suele estar presente a la base de todas las malquerencias.

El Jesús de Nazaret debió sufrir mucho con esta situación. Fruta amarga es siempre la incomprensión, pero doblemente amarga cuando la causa que la motiva es el Reino: por haber venido a este mundo a hacer de cada pobre un rey, por haber declarado al Padre como única torre y única bandera. Fue un extranjero en medio de los suyos, y un desconocido dentro de los muros de su casa. Cosechó en el invierno de la ingratitud, y todo ello no fue sino un pálido preludio de una vida que habría de teñirse de sangre roja como un horizonte en llamas, como un temporal en marcha hacia la muerte.

Como consecuencia, el Jesús de Nazaret debió sentirse terriblemente solitario a lo largo de la travesía de su juventud, así como en el resto de sus días. Si nadie lo entendía, y era inevitable que así sucediera, la consecuencia era la más fría soledad. ¿Qué forma de comunicación podía darse entre el Hijo de Dios y aquellos rastreros vecinos de Nazaret? ¿Qué había de común entre ellos? ¿Qué amigos podía tener cuando se abría una distancia infranqueable entre él y ellos? ¿Qué clase de apertura-acogida podía establecer, por ejemplo, con los jóvenes de su edad?

Fue inevitablemente solitario porque sólo con el Padre podía comunicarse verdaderamente, y por solitario, fue incomprendido, rechazado y empujado hacia afuera, al desierto de la solitariedad. Fue una columna de luz asentada en una alta montaña, y en su soledad se perfilaban horizontes desconocidos que no eran de este mundo; pero su soledad no era romántica, sino dolorosa. Por eso fue, y es, maestro en el misterio del dolor, y tiene una palabra autorizada para los que se debaten en las apreturas de la angustia: "Venid a mí..." ¿Y qué decir de la Madre? Palmera entre dos temporales, rosal entre dos fuegos, también la Madre debió vivir, sin duda, momentos de congoja, apretada entre el misterio de un Hijo —que si vislumbraba, no podía entender enteramente tampoco ella— y sus parientes cercanos, que lo acosaban con impertinencias y lamentaciones.

Durante toda su vida fue la Madre Dolorosa, y no sólo en la tarde trágica del Calvario. También ella habría sido alcanzada por la polvareda de los comadreos vecinales. En más de una ocasión habría tenido que escuchar a sus familiares palabras de desaprobación de los rumbos extraños del Hijo, y tal vez intentado persuadirlo de que tomara caminos más normales.

Despedida y bendición de la Madre 
En aquella casa de Nazaret, una rústica vivienda en la ladera de una colina, solamente habitaban dos personas: la Madre y el Hijo. Aquel anochecer, después de rezar juntos, de pie, el Tephiláh a la luz de una lámpara, Jesús se sentó a la mesa, que él mismo había confeccionado con sus manos. La Madre sirve la cena, y los dos permanecen en silencio. El Hijo invita a la Madre a sentarse, pero ella rehúsa la invitación, mientras se entretiene en quehaceres nimios que fácilmente se inventan para rehuir una invitación. Ambos presienten que algo importante puede suceder esa noche.

El Hijo está inquieto, pero más lo está la Madre: un velo de tristeza comenzaba a proyectarse sobre aquel rostro maternal, hasta el punto de aparecer enjuto y macilento. Ella presentía algo, pero no alcanzaba a adivinar de qué se trataba. En los últimos años, la Madre había observado al Hijo con una atención persistente y ansiosa, y había llegado a la conclusión de que algo importante se avecinaba. Sentía curiosidad por ese algo, pero también miedo, y casi prefería no saber de qué se trataba.

Ante una nueva insistencia del Hijo, la Madre accedió, por fin, a sentarse a la mesa. Los dos permanecieron en silencio durante un largo tiempo, sin levantar la mirada, sirviéndose algún bocado desganadamente, como quien trata de disimular el mal momento que ambos estaban atravesando.

Por fin, el Hijo, haciendo un gran esfuerzo, levantó sus ojos y los clavó en el rostro de la Madre, mientras ella continuaba con los suyos entornados.

Madre —dijo Jesús. 
Entonces, ella levantó la mirada, pero la bajó al instante. 
Hubo un momento de silencio, que fue instantáneo, pero que pareció eterno, y enseguida el Hijo continuó hablando: 
Madre, desde el principio del mundo, y desde mis últimas raíces, me sube una onda inevitable que me está presionando y empujando, y me vence. Ha llegado la hora: me voy; me voy a anunciar un Reino que será como una marea alta bajo la luna llena. Caminaré por un sendero bordeado de precipicios, por donde transitan los chacales: conmigo volverán las golondrinas, y la primavera volverá a danzar en nuestros huertos y patios. Necesito desatar un diluvio, no para extinguir la vida, sino para purificar la tierra, porque el culto a nuestro Dios se ha convertido en un árbol viejo y carcomido. Pero, recuérdalo, Madre, no será un diluvio de agua, sino de amor.

Jesús calló, esperando que la Madre reaccionara; sin embargo, ella guardó silencio, pero había una batalla en su silencio.

Han sido muchos años —comenzó, por fin, diciendo lentamente la Madre— en los que he vivido envuelta en el polvo de la maledicencia. Todos los reproches se han ido acumulando sobre mis hombros como una carga pesada. Una y otra vez se me ha echado en cara que no he sabido conducirte, que te he permitido desviarte del recto camino del sentido común, que he sido demasiado condescendiente con tus caprichos, que no he sabido persuadirte a tomar esposa para formar un hogar... Hijo mío, estoy cansada de tantas cosas. Y en cuanto a lo que ahora me manifiestas, no hace falta ser muy perspicaz para adivinar lo que dirán: que me has abandonado dejándome sola, que quién cuidará de mí en mis últimos años...

Nuevamente hubo un largo silencio. Caravanas, numerosas caravanas capitaneadas por el desconcierto y el dolor, como cabalgando a la sombra de una bandada de cuervos, desfilaron por el corazón del Hijo. La perplejidad llamó a sus puertas. La duda comenzó a levantar cabeza peligrosamente sobre el horizonte. Madre e Hijo continuaban en silencio, y en el silencio dormía el llanto a punto de estallar. 
El Hijo intentó retomar la palabra, pero la emoción lo ahogaba. Por fin, sobreponiéndose a sí mismo, acertó a continuar: 
Los amados nunca están solos, Madre, aunque los separen mares y océanos. En el olvido hay distancias infinitas, pero en el recuerdo no hay distancias. Me voy, Madre, pero permaneceré aquí, a tu lado, sentado a la sombra del limonero del huerto.

Contra todo lo esperado, la Madre se puso resueltamente de pie, como un árbol joven sin miedo a las tormentas, y comenzó a hablar, y su voz era firme y dulce como la flauta del pastor resonando en los valles.

Soy una Pobre de Dios —dijo—. Pobre de Dios, Hijo mío, es aquella mujer que se siente sin derechos; y si la ofensa, como dicen, es la lesión de un derecho, ¿qué puede ofender a una Pobre que se siente sin derechos? Una sola música y una sola palabra resuenan en el corazón de una Pobre de Dios, día y noche: hágase. No me siento con derecho a protestar, Hijo mío, porque mis derechos están en las manos de mi Señor. Así pues, de la misma manera que el día en que bajaste a mi seno, también en este momento pronuncio para ti, Hijo mío, esta única palabra que habita en mi corazón: hágase. Puedes irte. Tienes mi bendición. Que te cubran con sus alas los ángeles de Dios. Sean tus palabras música e incienso para los pobres.
Tu invierno sea un sueño poblado de ensueños, y en tus veranos descansa a la sombra de los Cedros Sagrados. Llena tus manos con el polvo de las estrellas para rociar el dolor de los humildes; sé plácida lluvia sobre los campos de los angustiados, y lleva una brazada de sarmientos para el fuego de los necesitados. Y recuérdalo: mis pasos seguirán detrás de tus pasos, y todas las noches visitaré tus sueños
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