El silencio de María Cap. 1- Retorno


SEÑORA DEL SILENCIO

Madre del silencio y de la Humildad,
tú vives perdida y encontrada
en el mar sin fondo del Misterio del Señor.

Eres disponibilidad y receptividad.
Eres fecundidad y plenitud.
Eres atención y solicitud por los hermanos.
Estás vestida de fortaleza.

En ti resplandecen la madurez humana y la elegancia espiritual.

Eres señora de ti misma antes de ser señora nuestra.
No existe dispersión en ti.
En un acto simple y total, tu alma, toda inmóvil,
está paralizada e identificada con el Señor.

Estás dentro de Dios, y Dios dentro de ti.
El Misterio Total te envuelve y te penetra,
 te posee, ocupa e integra todo tu ser.

Parece que todo quedó paralizado en ti,
todo se identificó contigo: el tiempo, el espacio, la palabra,
la música, el silencio, la mujer, Dios.

Todo quedó asumido en ti, y divinizado.
Jamás se vio estampa humana de tanta dulzura,
ni se volverá a ver en la tierra mujer
tan inefablemente evocadora.

Sin embargo, tu silencio no es ausencia sino presencia.

Estás abismada en el Señor 
y, al mismo tiempo, atenta a los hermanos, como en Caná.

Nunca la comunicación es tan profunda 
como cuando no se dice nada,
y nunca el silencio es tan elocuente
como cuando nada se comunica.

Haznos comprender que el silencio 
no es desinterés por los hermanos
sino fuente de energía e irradiación; 
 no es repliegue sino despliegue;
y que, para derramar riquezas,
 es necesario acumularlas.

El mundo se ahoga en el mar de la dispersión,
y no es posible amar a los hermanos con un corazón disperso.

Haznos comprender 
que el apostolado, sin silencio, es alienación;
y que el silencio, sin apostolado, es comodidad.

Envuélvenos en el manto de tu silencio,
y comunícanos la fortaleza de tu Fe,
la altura de tu Esperanza
y la profundidad de tu Amor.

Quédate con los que quedan,
y vente con los que nos vamos.
¡Oh Madre admirable del Silencio!


Capítulo primero
RETORNO

Todas nuestras fuentes están en ti (Sal 86)

1. La fuente sellada
¿Quién contó la historia de la infancia? ¿Cómo se llegaron a saber aquellas noticias, tan lejanas, cuyo archivo y depósito sólo podía ser la memoria de María?

Para responder a esas preguntas, necesitamos retornar. Y para retornar necesitamos subir, contra corriente, un río que arrastra dramas y sorpresas; hasta llegar a aquel hontanar remoto que fue el corazón de María. 

El Evangelio nos recuerda en dos oportunidades (Lc 2,19; 2,51) que María conservaba cuidadosamente las palabras y hechos antiguos. Y los meditaba diligentemente. 
¿Qué significa eso? Quiere decir que María buscaba el sentido oculto y profundo de aquellos hechos y palabras, y los confrontaba con las nuevas situaciones en las que su vida se veía envuelta.

De esta manera, los recuerdos se conservaron muy vivos en su memoria, como estrellas que nunca se apagan.
Por eso, cualesquiera y como quiera que sean los caminos que debamos elegir para encontrarnos con la figura ypalpitación de María, ellos tienen que conducirnos necesariamente allá lejos, al manantial donde nacen todas las noticias: a la intimidad de María.

Como no queremos en este libro dar apreciaciones subjetivas sino caminar sobre tierra firme, aunque sin pretender una investigación científica, considero de suma importancia abordar aquí el problema de las fuentes.

«Nuestro querido médico» (Col 4,14)

«Lucas es un escritor de gran talento y alma delicada...; una personalidad atractiva que se transparenta sin cesar».

Lucas es un hombre fuertemente sensibilizado por aquellas motivaciones con las que aparece muy envuelta la persona y la vida de María, como por ejemplo la humildad, la paciencia, la mansedumbre. Allá donde Lucas encuentra un vestigio de misericordia, él queda profundamente conmovido; y en seguida lo anota en su evangelio.

Nuestro evangelista médico detectó y apreció el alma de la mujer y su importancia en la vida mejor que ningún otro evangelista. Por las páginas de su largo y denso evangelio, pasa un desfile multiforme de mujeres, unas recibiendo misericordia, otras ofreciendo hospitalidad, un grupo de ellas expresando su simpatía y solidaridad cuando Jesús peregrinaba hacia la muerte. Y, entre todas ellas, sobresale María con ese aire inconfundible de servidora y señora.

La singular personalidad de Lucas está tejida de delicadeza y sensibilidad. Es significativo que Pablo le dé una adjetivación emocional: «nuestro querido médico». En fin, nuestro evangelista parece poseer una afinidad temperamental muy acorde con la personalidad de María.
En una palabra, nos encontramos ante el narrador ideal, capaz de entrar en perfecta sintonía con la Señora, capaz de recoger no solamente sus hechos de vida sino sus impulsos vitales y, sobre todo, capaz de transmitir todo eso con alta fidelidad.

Investigar y transmitir
«En vista de que muchos emprendieron el trabajo de componer un relato de los sucesos que se han cumplido entre nosotros, según nos transmitieron los que fueron, desde el principio, testigos oculares y luego servidores de la palabra, también yo, después de haber investigado desde el principio todos los sucesos con exactitud, me he determinado a escribírtelos ordenadamente, ilustre Teófilo, a fin de que conozcas bien la solidez de las palabras en las que has sido instruido» (Lc 1,1-5).

Con esta introducción a su evangelio, Lucas nos coloca en el umbral de María. Según el uso literario de su época, Lucas se dirige y dedica su obra al «noble Teófilo». No sabemos quién fue este ilustre destinatario. Pero, por esas palabras introductorias, podríamos concluir que se trataba de un personaje de elevado rango que ya había recibido la Palabra y la Fe.

 Sin embargo, Lucas no lo trata de «hermano». ¿Por la distancia social? ¿Por el hecho de estar destinado el libro al gran público? Sea lo que fuere, el tal Teófilo desaparece aquí mismo, sin dejar huella posterior. No importa incluso si es un personaje imaginario.

En todo caso, Lucas habla aquí como un periodista moderno que, para garantizar la credibilidad de su información, asegura haberse hecho presente en el «lugar de la noticia». Así aconsejan hoy día a los alumnos en las Escuelas de Periodismo: tenía que llegar a la «fuente de la información». De esta manera, para garantizar la objetividad de su trabajo y la validez de la fe de Teófilo, Lucas se dispone a dar a éste cuenta de la finalidad, contenido, fuentes y método de trabajo de su obra.

Primeramente asegura Lucas que «muchos», antes que e1, emprendieron esta misma tarea de investigación.
Recopilaron documentos, hicieron colecciones de los hechos y palabras de Jesús. Algunos inclusive llegaron a entregar algún evangelio.

Este aviso de «nuestro querido médico» encierra mucho interés. Significa que Lucas, antes de comenzar su tarea investigadora y durante la tarea, tenía a su alcance apuntes, colecciones de los hechos y palabras y, quizá también, evangelios recogidos o redactados por otros. Escritos de los cuales algunos posiblemente se perdieron y otros, eventualmente, fueron utilizados por el mismo Lucas. Entre estos escritos ¿no estarían los recuerdos de María recopilados por algún discípulo, recuerdos referentes a los años, ya lejanos, de la anunciación y de la infancia?

En seguida Lucas afirma una cosa altamente importante: que «ha investigado con cuidadosa exactitud» (Lc 1,3) «todos los sucesos» que constituyen el punto alto de la gesta salvífica. En lenguaje moderno diríamos que Lucas toma en sus manos la lupa de la crítica histórica. Y así, ofrece en su libro una nueva ordenación, nuevos detalles hallados en su diligente investigación; quizá, también, una verificación más rigurosa de las noticias. Y todo eso en un nuevo ropaje literario.

«Desde el principio»
Desde nuestro punto de interés, que es conocer de cerca a María, es interesante ponderar y apreciar el hecho de que Lucas, con su «cuidadosa investigación», se remontó hasta aquellos remotos acontecimientos que sucedieron «desde el principio».

Nuestro historiador, con la tea de la crítica histórica en sus manos, fue retrocediendo e iluminando por caminos de sorpresas y suspensos, a través de una compleja cadena de acontecimientos, hasta llegar a los días ya lejanos de la Señora. Es evidente que la crítica histórica de Lucas no sería tan rigurosa y severa como la de los historiadores modernos. Pero, de todas maneras, hizo una seria investigación, tratando de llegar no solamente al origen de las noticias sino también a los días primitivos.

Entre las palabras del evangelista, merece destacarse también la idea siguiente: al parecer, Lucas dispone en su mano de manuscritos o apuntes de lo que nos transmitieron los «testigos oculares», es decir, los mismos que estuvieron en el corazón de los acontecimientos y del combate. Ahora bien, testigo ocular de los sucesos referentes a la infancia de Jesús, no existió ningún otro sino María.

 Es preciso, pues, concluir que el evangelista, ya por caminos directos o indirectos, nadie sabe, llegó a la única fuente de información: María.
Por otra parte, aquí se da pie para suponer situaciones que conmueven mucho: en efecto, el contexto de Lucas manifiesta inequívocamente que los «testigos oculares» fueron luego «servidores de la palabra». ¿Podríamos concluir, de ahí, que también María se constituyó en evangelista de aquellas noticias que solamente ella conocía?

¿Querría Lucas indicar velada o implícitamente que la presencia de María en las primeras comunidades palestinenses, no solamente fue de animación sino que se dedicó también a una actividad específicamente misionera? En una palabra, en la globalidad de los testigos oculares que proclamaban la palabra, ¿habremos de incluir a la Señora? El estudio de las fuentes nos conduce a esa conclusión. Véase, al final de este capítulo, rasgos para una fotografía.

Primeros años
Cuando los apóstoles, después de Pentecostés, se extendieron sobre la tierra para anunciar las «noticias» de última hora, llevaban en sus almas las marcas de unas profundas cicatrices psicológicas, permítaseme la expresión.

¿Qué había acontecido? Una serie encadenada de sucesos los había golpeado profundamente. Efectivamente, un día no muy lejano, contra todo lo que «esperaban» (Lc 24,21), sucesivos acontecimientos, en remolino, se abatieron sobre Jesús, maestro y líder; lo envolvieron y lo arrastraron inexorablemente al torrente de la crucifixión y de la muerte. Ellos mismos, a duras penas consiguieron escaparse de esa misma suerte.

Como consecuencia, quedaron destrozados, desorientados, sin fe, sin esperanza y con miedo (Jn 20,19).
A los pocos días, la resurrección fue para ellos un golpe violentísimo que los levantó, como un huracán, casi hasta el paroxismo. Parecían aturdidos, alucinados, como autómatas que no pueden dar crédito a lo que están viendo y oyendo. 

No esperaban ni lo uno ni lo otro, a pesar de que ya se les habían anunciado ambas cosas. Después de unas semanas llegó el Espíritu Santo. Por primera vez, ahora comenzaban a entenderlo todo: el universo de Jesús, su persona, su función central en la historia de la salvación. Por fin, todo quedaba claro.

Y en este momento, al salir al mundo, los apóstoles llevaban dos profundas «heridas»: la muerte y la resurrección de Jesús.
 Estas eran las «novedades» fundamentales; era el misterio pascual. Y, esparcidos por el mundo, comienzan a hablar. Parecen obsesionados. Para ellos no existen noticias importantes sino esas noticias que salvan: la humillación y exaltación de Jesús. Sólo eso salva. Lo demás, ¿para qué? Y en esos primeros años no consiguen hablar más que de eso.

En este marco psicológico, todo lo que no hiciera referencia directa al misterio pascual no tenía significación ni importancia para ellos. Y, así, dejan de lado pormenores que, para el gusto moderno, son tan sabrosos: dónde y cuándo nació Jesús

. Qué le sucedió en los primeros días, en los primeros años. Quiénes y cómo eran sus padres. Cómo venía su línea ascendente, en el árbol genealógico. Cuál era el orden exacto en la cronología y en los relatos... Todo esto y semejantes preocupaciones eran para ellos curiosidad inútil. No importaban los datos biográficos sino los hechos soteriológicos.

Y así, en este estado de ánimo y en esta jerarquía de valores, fácilmente podemos comprender que los relatos que se refieren a la infancia no tienen valor fundamental para ellos, al menos en los primeros años. Tampoco tenían importancia las noticias referentes a la persona de María.

Pasaron los primeros años. Y un día, esas noticias comenzaron a tener interés y a circular por las comunidades palestinenses. ¿Cómo fue eso?

Cuando las primeras comunidades, bajo la inspiración del Espíritu, comenzaron a proclamar a Jesús como Kirios —Señor Dios— sintieron necesidad de completar la perspectiva histórica del Señor Jesús. Necesitaban saber quién fue históricamente esa persona única, dónde nació, cómo vivió, qué enseñó.

Ahora bien, en una gran zona de silencio que se cernía sobre el Señor Jesús, no había otro testigo ocular sino María. Y ella se transformó en la evangelista de aquellas novedades, ignoradas por los demás. A través de la crítica interna sin embargo, aún siguen en pie las preguntas que hemos formulado más arriba.

 ¿Quién fue el receptor de los secretos de María? ¿Quién fue el redactor de esos dos primeros capítulos de Lucas? En caso de que Lucas no sea el autor material de tales páginas, ¿dónde nacieron esas noticias y cómo llegaron a las manos de Lucas?
Siguiendo las investigaciones del gran exégeta Paul Gechter, vamos a afirmar, primeramente, que no fue Lucas el redactor de esas páginas, sino que las encontró en su tarea investigadora y las insertó en su evangelio.

Realmente es improbable, casi imposible, que el médico evangelista recibiera esa información directamente de labios de María. Si Lucas escribió su evangelio entre los años setenta y ochenta (cronología sumamente incierta pero, hoy por hoy, la más aproximativa), es difícil imaginar que María viviera por esos años.

 Le correspondería tener más de noventa años. Dentro de los parámetros de longevidad de un país infradesarrollado, no se puede pensar que María viviera tantos años.

Es preciso, pues, descartar la hipótesis de que Lucas recibiera, de labios de María, una información directa sobre la infancia de Jesús.
Por otra parte, la crítica interna de esos dos deliciosos capítulos hace también descartar la hipótesis de la paternidad lucana. La estructura interna de esas páginas es enteramente semítica tanto en el estilo general como en la cadencia y ritmo de sus expresiones.

Lucas nació en Antioquía, ciudad grecorromana, a más de mil kilómetros de distancia del escenario bíblico. Además había nacido en el paganismo, como se deduce claramente del contexto del capítulo cuarto de la Carta a los colosenses.

En contraste, el que escribió esos dos primeros capítulos estaba enteramente familiarizado con la mentalidad semítica y con la inspiración general veterotestamentaria, Un convertido, es decir, una persona que no ha mamado desde su infancia la inspiración bíblica, difícilmente podríamos imaginar que estuviera saturado del texto y contexto del Antiguo Testamento, como aparece el autor de esos dos capítulos.

El evangelista médico se encontró, pues, con esos apuntes y los insertó en su evangelio. La actividad de Lucas respecto a esos capítulos, si es que existió tal actividad, debió ser insignificante, como la de aquel que retoca detalles de forma.

 A través de un aparato crítico, tremendamente complejo y sólido, Paul Gechter llega a esa misma conclusión:
«La conclusión legítima es que Lucas ha copiado el documento griego tal como lo halló, aunque, ocasionalmente, haya podido acomodarlo a su propio gusto literario.
El fondo cultural que se refleja hasta en sus menores detalles, la estrofación semítica de las partes dialogadas, excluyen toda intervención lucana de alguna importancia»
.

Juan, el «hijo»
Si no fue Lucas el confidente que recibió las noticias sobre la infancia, ni tampoco su redactor material, ¿por dónde llegaron a sus manos esos apuntes tan preciosos?
Dentro de un cálculo normal de probabilidades, lo primero que se nos ocurre pensar es que fue el apóstol Juan quien primeramente recibió y recopiló las confidencias de María. Efectivamente, «desde entonces», Juan acogió a María «en su casa»

Esta expresión, tan cargada de significado, insinúa un universo sin límites de vida. Entre María y Juan no debieron existir secretos ni reservas. Juan debió cuidar de María con un trato delicado, único, hecho de cariño y veneración, ahora que ella se iba aproximando al ocaso de su vida.

A mí me parece que el primero en recibir las confidencias, de parte de María, fue el «hijo» Juan.

 En este libro veremos cómo María no comunicó a nadie los grandes secretos de su corazón. Quizá a Isabel. Pero, aun en este caso, no debemos olvidar que, para cuando María llegó a Ain Karim (Lc 1,39 ss), el Secreto Fundamental ya estaba en poder de Isabel, seguramente entregado directamente por Dios.

Sin embargo, la crítica interna señala que no fue Juan el compilador ni el redactor de esos apuntes. El estilo de Juan es inconfundible. Juan conservó unos cuantos recuerdos de la vida de Jesús. Sobre la base de esos recuerdos, Juan fue profundizando en el misterio trascendente de Jesús, a lo largo de su existencia. Y esa reflexión teológica la fue vertiendo en sus escritos en forma de ideas-fuerza como Vida, Amor, Luz, Verdad, Camino... El discípulo predilecto no escribe dos páginas en las que no aparezca alguna de estas ideas-fuerza

En esos capítulos lucanos no aparece nada que indique la paternidad de Juan.

María misionera
Si no fueron los autores ni Lucas ni Juan, ¿quiénes fueron? ¿Qué aconteció?
Tenemos que retroceder y llegar hasta aquella cámara cerrada y sellada. Las noticias podían andar de boca en boca, como las aguas del torrente andan de piedra en piedra. Pero ¿cómo y cuándo abrió María aquella fuente sellada?

En los evangelios aparecen grupos de mujeres en torno a Jesús. El evangelista médico señala que, allá lejos, observaban la agonía del Crucificado «las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea» (Lc 23,49). Estas mujeres, ¿serían aquellas mismas que le servían con sus bienes en los días de Galilea? (Lc 8,2 ss).

Juan recuerda que, después de que Jesús manifestó su gloria en Caná, su madre descendió con El a Cafarnaúm (Jn 2,12). Y el mismo Juan coloca a María entre varias mujeres, junto a la cruz de Jesús (Jn 19,25).

He aquí, pues, a María formando parte de un grupo de mujeres, aún en los días de Jesús, como en una escuela de formación. No sabemos qué grado de intimidad existió entre María y estas mujeres Sea como fuere, es obvio que, siendo ellas tan entusiastas seguidoras de Jesús, indagarían de María los pormenores de la infancia y preguntarían detalles sobre ciertas épocas de la vida de Jesús de las que nadie sabía nada.

Pasaron los días. Pasaron también aquellos acontecimientos que estuvieron a punto de desequilibrar a todos.

Llegó el Consolador. A su luz, la comunidad confesó a Jesús como Cristo y Señor. A estas alturas, María no podía ocultar las maravillas que se habían operado desde los días primitivos. Era la hora exacta para revelar las novedades escondidas.

¿Cómo se hizo? Yo no podría imaginarme a María pasando por las comunidades como una predicadora ambulante, anunciando kerigmáticamente —como una trompeta— las noticias inéditas sobre Jesús. Entonces, ¿qué aconteció?

Paul Gechter, con un voluminoso «dossier» de argumentos supone y demuestra, a partir de la crítica interna, que fue un pequeño e íntimo círculo femenino quien primeramente recibió las confidencias de María. Los recuerdos son estrictamente maternales y fueron conservados en ese aire maternal e íntimo, típicamente femenino.

«El sello de femineidad se desprende no sólo del asunto tratado sino también del poco interés por las cuestiones jurídicas».
«Todos los recuerdos surgen empapados de perspectiva maternal».

«El ambiente más apto para la transmisión de la historia de la infancia de Jesús lo constituía el mundo femenino. Los niños son la eterna atracción de las mujeres».


Los investigadores que estudian el contexto vital de las primeras comunidades, resaltan un fenómeno que conmueve mucho: dicen que la veneración por María brotó en ellas casi desde el primer momento. Harnach dice: «El círculo de donde procedieron los relatos de la infancia sentía una gran veneración por María, a la que colocaba en un primer plano juntamente con su Hijo.»
También Rudolf Bultmann dedujo, de sus investigaciones, que las primeras comunidades cristianas sentían «una devoción especial y notoria por la Madre del Señor».

Debemos, pues, pensar que existió un grupo femenino que rodeó a María con gran confianza y cariño. Este grupo sentía una profunda veneración por ella, no solamente por ser ella venerable, por tratarse de la Madre del Señor, sino porque ella misma se hacía reverenciar por su permanente comportamiento, lleno de dignidad, humildad y paz.

Uno de estos círculos femeninos fue, pues, el depositario de las confidencias y novedades, cuando la Señora fue convenciéndose de que se aproximaba el término de su existencia y de que no debieran existir secretos sobre aquel —su Hijo— que ahora era proclamado como Cristo y Señor. María hablaría en primera persona, y ellas pondrían esas palabras en tercera persona, en una pequeña variación gramatical. Y agregarían quizá algún detalle intrascendente para resaltar el papel central de María.

Posiblemente estos recuerdos de María cayeron en manos de algún discípulo que tenía algunas nociones teológicas. Les agregó algunos retoques incidentales, y, de esta manera, los apuntes comenzaron a circular por las comunidades palestinenses.

Lucas, que fue investigando entre los testigos oculares y entre las primeras comunidades, se encontró con esta verdadera joya y la insertó en su evangelio.

Todo esto está significando que las noticias contenidas en los dos primeros capítulos de Lucas fueron comunicadas directamente por María. Esas novedades, fuera de pequeños retoques de forma, salieron de los labios de la Señora. Por eso conservan ese inmediatismo hecho de intimidad y proximidad. Además, son palabras que están en perfecta concordancia con la personalidad, conducta y reacciones de María.

Como analizaremos a lo largo de este libro, María ocupa siempre en esta narración un segundo lugar, precisamente porque son palabras que salieron de su boca. En esos capítulos nos encontramos con descripciones elogiosas de Zacarías, de Isabel, de Simeón y de Ana. De ella misma apenas dice nada.

La humildad y la modestia envuelven permanentemente, como una atmósfera, la vida de la Señora. Ella nunca concentra la atención. María siempre proclama y remite. Remite al Otro. Sólo Dios es importante. 

Rasgos para una fotografía 
Nos hemos dado una zambullida en las profundas, y no muy claras, aguas de las primeras comunidades. Y hemos regresado cargados de impresiones, de intuiciones y también de algunas deducciones.

Y con estas impresiones voy a intentar trazar algunos rasgos provisionales sobre la figura de María que, a lo largo de este estudio, irán completándose.

Nació Jesús, según la carne, y sus primeros días transcurrieron entre persecuciones y fugas. Fue María, su Madre, la que lo cuidó y defendió. Nació Jesús, según el Espíritu —la Iglesia—, y nació en medio de una tempestad, y de nuevo fue María la que lo defendió, lo consoló y lo fortaleció.

Sin embargo, tenemos la impresión de que esta función materna en la Iglesia primitiva, la ejerció María de una forma tan discreta como eficaz. El autor de los Hechos ni siquiera se percató de ello, o no lo valoró suficientemente; o, por lo menos, no lo consiguió en su libro. Tenemos la impresión de que María actuó silenciosamente, según su costumbre, entre bastidores, y desde ahí dirigió la Iglesia naciente y la animó.

La Madre
¿Quién era ella para la comunidad? ¿Cómo la denominaban? No sería con el nombre de María. Este nombre era tan común...: María de Cleofás, María de Santiago, María la Magdalena... Se precisaba un nombre que especificara mejor su identidad personal. ¿Cuál sería ese nombre?

La comunidad vivía permanentemente la Presencia del Señor Jesús. A Jesús dirigían la alabanza y la súplica. Ahora bien, una comunidad que vive con Jesús y en Jesús, ¿cómo habría de identificar o denominar a aquella mujer? La respuesta cae de su propio peso: era la Madre de Jesús. Así también se expresa siempre el evangelio.

Más, en realidad, María era más que la madre de Jesús. Era también la madre de Juan. Y era también — ¿por qué no?— la madre de todos los discípulos. ¿No era ése el encargo que ella recibió de los labios del Redentor moribundo? Entonces era simplemente La Madre a secas, sin especificación adicional.

 Tenemos la impresión de que, desde el primer momento, María fue identificada y diferenciada con esa función y posiblemente por ese precioso nombre. Esto parece deducirse a partir de la denominación que los cuatro evangelistas le dan a María siempre que ella aparece en escena.

Veremos en otro lugar de este libro de qué manera Jesús, mediante una pedagogía desconcertante y dolorosa, fue conduciendo a María desde una maternidad meramente humana a una maternidad en fe y espíritu.

María había dado a luz a Jesús en Belén, según la carne. Ahora que llegaba el nacimiento de Jesús según el espíritu —Pentecostés—, el Señor precisaba de una madre en el Espíritu.

Y así Jesús fue preparando a María, a través de una transformación evolutiva, para esa función espiritual. Debido a eso, Jesús aparece muchas veces en el evangelio como subestimando la maternidad meramente humana. Y llegado Pentecostés, María ya estaba preparada, ya era la Madre en el Espíritu; y aparece presidiendo y dando a luz aquella primera y pequeña célula de los Doce que habrían de constituir el Cuerpo de la Iglesia.

María, según aparece en los evangelios, nunca fue una mujer pasiva o alienada. Ella cuestionó la proposición del ángel (Lc 1,34). Por sí misma tomó la iniciativa y se fue rápidamente, cruzando montañas, para ayudar a Isabel en los últimos meses de gestación y en los días del parto (Lc 1,39 ss). En la gruta de Belén ella, ella sola, se defendió para el complicado y difícil momento de dar a luz (Lc 2,7). ¿Qué vale, para ese momento, la compañía de un varón?

Cuando se perdió el niño, la Madre no quedó parada y cruzada de brazos. Tomó rápidamente la primera caravana, subió de nuevo a Jerusalén, recorrió y removió cielo y tierra, durante tres días, buscándolo (Lc 2,46).
En las bodas de Caná, mientras todo el mundo se divertía, sólo ella estaba atenta. Se dio cuenta de que faltaba vino. Tomó la iniciativa y, sin molestar a nadie, ella misma quiso solucionarlo todo, delicadamente. Y consiguió la solución.

En un momento determinado, cuando decían que la salud de Jesús no era buena, se presentó en la casa de Cafarnaúm para llevárselo, o por lo menos para cuidarlo (Me 3,21). En el Calvario, cuando ya todo estaba consumado y no había nada que hacer, entonces sí, ella quedó quieta, en silencio (Jn 19,25). 

Es fácil imaginar qué haría una mujer de semejante personalidad en las circunstancias delicadas de la Iglesia naciente. Sin extorsionar la naturaleza de las cosas, a partir de la manera normal de actuar de una persona como María, yo podría imaginar, sin miedo a equivocarme, qué hacía la Madre en el seno de aquella Iglesia naciente.

Podría imaginar las palabras que diría al grupo de discípulos cuando partían hacia lejanas tierras para proclamar el Nombre de Jesús. Puedo imaginar qué palabras de fortaleza y consuelo diría a Pedro y Juan, después que éstos fueron arrestados y azotados.

Ella, tan excelente receptora y guardadora de noticias (Lc 2,19; 2,51), puedo pensar cómo transmitiría las noticias sobre el avance de la palabra de Dios en Judea y entre los gentiles (He 8,7), y cómo, con esas noticias, consolidaría la esperanza de la Iglesia.

Allá en Belén, en Egipto, en Nazaret, Jesús no era nada sin su Madre. Le enseñó a comer, a andar, a hablar.

María hizo otro tanto con la Iglesia naciente. Siempre estaba detrás del escenario. Los discípulos ya sabían dónde estaba la Madre: en casa de Juan. ¿No sería María la que convocaba, animaba y mantenía en oración al grupo de los comprometidos con Jesús? (He 1,14).

¿No sería la Madre la que aconsejó cubrir el vacío que dejó Judas en el grupo apostólico para no descuidar ningún detalle del proyecto original de Jesús? (He 1, 15 ss). ¿De dónde sacaban Pedro y Juan la audacia y las palabras que dejaron mudos y asombrados a Anás, Caifás, Alejandro y demás sanedritas? (He 4,13). ¿De dónde sacaron Juan y Pedro aquella felicidad y alegría por haber recibido los cuarenta azotes menos uno, por el Nombre de Jesús? (He 5,41). Detrás estaba la Madre.

¿Adónde iría Juan a consolarse después de aquellos combates turbulentos? ¿Acaso no convivía con la Madre? ¿Quién empujaba a Juan a salir todos los días al templo y a las casas particulares para proclamar las estupendas noticias del Señor Jesús? (He 5,42). Detrás de tanto ánimo, vislumbramos una animadora.

En el día en que Esteban fue liquidado a pedradas, se desencadenó una furiosa persecución contra la Iglesia de Jerusalén; y los seguidores de Jesús se dispersaron por Samaría y Siria. Los apóstoles, sin embargo, decidieron quedarse en la capital teocrática (He 8,1 ss). En este día, ¿dónde se congregaron los apóstoles para buscar consuelo y fortaleza? ¿No sería en casa de Juan, junto a la Madre de todos?

Juan y Pedro aparecen siempre juntos en esos primeros años. Si María vivía en casa de Juan, y éste era alentado y orientado por la Madre, ¿no haría ella otro tanto también con Pedro? Ambos —Pedro y Juan— ¿no tendrían sus reuniones en casa de Juan, juntamente con María, a quien veneraban tanto?

¿No sería ella la consejera, la consoladora, la animadora, en una palabra, el alma de aquella Iglesia que nacía entre persecuciones? ¿No sería la casa de Juan el lugar de reunión para los momentos de desorientación, para los momentos de tomar decisiones importantes?

Si advertimos la personalidad de María y si partimos de sus reacciones y comportamiento general en los días del evangelio, dentro de un cálculo normal de probabilidades podemos acabar en la siguiente conclusión: todasesas preguntas deben ser respondidas afirmativamente.

La Biblia fue escrita dentro de ciertas formas culturales. Muchas de sus páginas se escribieron en una sociedad patriarcal, en una atmósfera de prejuicios respecto a la mujer. Es un hecho conocido que, tanto en el mundo grecorromano como en el mundo bíblico, por aquel entonces la mujer estaba marginada. En ese contexto, no era de buen tono que un escritor destacara la actuación brillante de una mujer. Si no fuera por ese prejuicio, ¡de cuántas maravillas no nos hablaría el libro de los Hechos, maravillas silenciosamente realizadas por la Madre. ..!

Allá entre los años noventa y noventa y cinco, cuando el «hijo» Juan tenía más de ochenta años, recordaba una historia ya lejana pero siempre emocionante.
En el momento culminante, desde la cruz, Alguien le dio un encargo con carácter de última voluntad: Juan, cuida con cariño de mi madre, ¡hazlo en recuerdo mío!

 Quiso decirle mucho más que eso, pero también eso.

Desde entonces pasaron muchos años... Pero ahora sólo recordaba que «la acogió en su casa». Nada más. Pero cuánta vida encierran esas breves palabras. Cuánto significan.

¿Cómo fue aquella vida? ¿Cuál era la altura y la profundidad de la comunión entre estos dos seres excepcionales?
A Juan ya lo conocemos. Su alma se transparenta en sus escritos como un espejo: ardiente como el fuego, suave como la brisa. Juan es un hombre cariñoso, de esa clase de personas a las que la soledad las abate y en la intimidad se abren como una flor. A María ya la conocemos: silenciosa como la paz, atenta como un vigía, abierta como una madre.

A mí me parece que nunca se dio en este mundo una relación de tanta belleza entre dos personas. ¿Cómo fue aquello? ¿Quién cuidaba a quién: el hijo a la madre o la madre al hijo? Existen ciertas palabras en el diccionario que, de tanto repetirse, pierden el encanto. Esas palabras, en esta relación entre María y Juan, recuperaron su frescura original: cariño, delicadeza, cuidado, veneración... Todo eso y mucho más fue tejiendo la intimidad envolvente dentro de la cual vivieron estos dos privilegiados. Fue algo inefable.

Cuando ellos dos hablaban de Jesús, y evocaba cada cual sus recuerdos personales, y en esa meditación a dos esas dos almas penetrantes y ardientes comenzaban a navegar en las aguas profundas del misterio trascendente del Señor Jesucristo..., aquello debió ser algo nunca imaginado. El Evangelio de Juan ¿no será el fruto lejano de la reflexión teológica entre María y Juan?

¡Cómo sería el cuidado y la atención de Juan sobre los últimos años de la vida de la Madre, cuando sus fuerzas declinaban notoriamente y su espíritu tocaba las alturas más altas...! ¡Cómo sería el suspenso, la pena y... (¿cómo decir?) casi adoración, cuando Juan asistió al tránsito inefable de la Madre y cerró sus ojos!
Juan fue, seguramente, el primero en experimentar aquello que nosotros llamamos la devoción a María: amor filial, admiración, disponibilidad, fe...

El Espíritu Santo
No sé qué tiene María. Allá donde ella se hace presente se da una presencia clamorosa del Espíritu Santo. Esto acontece desde el día de la Encarnación. Aquel día —yo no sé cómo explicar— fue la «Persona» del Espíritu Santo la que tomó posesión total del universo de María. Desde aquel día, la presencia de María desencadena una irradiación espectacular del Espíritu Santo.

Cuando Isabel escuchó el ¡hola, buenos días! de María, automáticamente «quedó llena del Espíritu Santo» (Lc 1,41). Cuando la pobre Madre estaba en el templo, con el niño en los brazos, esperando su turno para el rito de la presentación, el Espíritu Santo se apoderó del anciano Simeón para decir palabras proféticas y desconcertantes.

En la mañana de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo irrumpió violentamente, con fuego y temblor de tierra, sobre el grupo de los comprometidos, ¿acaso no estaba este grupo presidido por la Madre? (He 1,14). No sé qué relación existe: pero algún parentesco misterioso y profundo se da entre estas dos «personas».

El libro de los Hechos recibe el nombre de «Evangelio del Espíritu Santo», y con razón. Es impresionante. No hay capítulo donde no se mencione al Espíritu Santo tres o cuatro veces. En este libro se describen los primeros pasos. ¿No es verdad que esa Iglesia naciente, que estaba presidida por la presencia invisible del Espíritu Santo, estaba también presidida por la presencia silenciosa de la Madre, como hemos visto más arriba?

En todo caso, si los apóstoles recibieron todos los dones del Espíritu en aquel amanecer de Pentecostés, podremos imaginar qué plenitud recibiría aquella que antes recibiera la Presencia personal y fecundante del Espíritu Santo. La audacia y la fortaleza con las que se desenvuelve la Iglesia en sus primeros días, ¿no sería una participación de los dones de la Madre?

De verdad, el título más preciso que se le ha dado a María es éste: Madre de la Iglesia. Con estas reflexiones, llegamos a comprender lo que nos dice la investigación histórica:
— María dejó en el alma de la Iglesia primitiva una impresión imborrable.
— La Iglesia sintió desde el primer momento una viva simpatía por la Madre y la rodeó de cariño y veneración.
— El culto y la devoción a María se remonta a las primeras palpitaciones de la Iglesia naciente.
«Una exégesis que ve, oye y entiende los comienzos, atestigua la veneración y la alegría que entonces, y siempre en aumento, se han sentido por ella»