El silencio de María Cap. 4-3: Madre nuestra

 3-Madre nuestra
Junto a la cruz
De nuevo tenemos que acudir a una historia, tan breve como completa, que dice así: «Junto a la cruz de Jesús estaba, de pie, su Madre» (Jn 19,25).

Impresiona la personalidad de María por sus relieves de humildad y valentía. A lo largo de su vida, siempre procuró quedar oculta en la penumbra de un segundo plano. Cuando llega la hora de la humillación, avanza y se coloca en primer plano, digna y silenciosa. Marcos nos relata que, en el Calvario, había un grupo de mujeres que «miraban desde lejos» (Me 15,40). Entretanto, Juan nos señala que la Madre permanecía al pie de la cruz.

Los romanos, ejecutores de la sentencia y guardianes del orden, normalmente mantenían a los grupos alejados, a una distancia prudente de los crucificados. Pero en algunas oportunidades permitían, por excepción, aproximarse a los ejecutados, cuando se trataba de parientes próximos. Ahí tenemos, pues, a María para un momento solemne de su vida y de la vida de la Iglesia.

La escena y las palabras de Juan 19,25-28 —«he aquí a tu hijo; he aquí a tu madre»— nos dan la impresión, a primera vista, de que Jesús encomendó a María a los cuidados de Juan. Al desaparecer Jesús, la Madre quedaba sin esposo ni hijos que la pudieran acoger y cuidar. Quedaba sola; y para los judíos era signo de maldición el que una mujer quedara solitaria en la vida. Por eso, Jesús moribundo tuvo un rasgo de delicadeza, al preocuparse del futuro de su Madre. Esa es la primera impresión.

Pero, en la presente escena, hay un conjunto de circunstancias por las que la disposición de Juan para con su Madre, encierra una extensión mucho más vasta y un significado mucho más profundo que un mero encargo familiar.

Y puesto que aquí nace la maternidad espiritual de María, necesitamos analizar detenidamente ese contexto de circunstancias que abre un encargo, al parecer, simplemente doméstico, a un sentido mesiánico.

Contexto mesiánico 
El episodio que vamos a analizar está situado en medio de un conjunto de relatos, todos los cuales tienen sentido mesiánico, es decir, que trascienden el simple relato del hecho. Juan fue testigo presencial, en el Calvario.

Disponía, pues, para narrar, de un abundante material, diferente de los relatos sinópticos. Pero Juan escogió tan sólo aquellos hechos que tenían —o se prestaban a tener— significación mesiánica. Estos son los hechos.

Los sanedritas se presentan en la Fortaleza Antonia ante el gobernador romano. Le manifiestan su molestia por la ambigüedad del título de la cruz y le exigen que lo rectifique. El romano encuentra ridícula su pretensión y mantiene su decisión en forma tajante. En seguida, estamos de nuevo en el Calvario y presenciamos, con pormenores minuciosos, el sorteo de la túnica, hecho en el que Juan ve el cumplimiento de la Escritura.

Después Jesús, para que se cumpliera la Escritura, manifiesta tener sed. La sed de Jesús no tiene principalmente alcance fisiológico. Es un fenómeno completamente natural para el que ha perdido tanta sangre, y no lo soluciona el agua sino una transfusión de sangre. Juan va, pues, eligiendo aquellas escenas que no terminan donde acaba el fenómeno, sino que precisamente comienzan allí donde acaba el fenómeno. El narcótico que le ofrecieron los vigilantes tenía una finalidad humanitaria: anestesiar los dolores. El último episodio que se relata es la destrucción de las piernas de los crucificados y la lanzada del soldado, lo cual aconteció, otra vez, para que se cumpliera la Escritura.

Estamos, pues, viendo que Juan quiso ofrecernos una serie de episodios significativos, sin una lógica interna; no pretende darnos un relato. Entre paréntesis, Juan es un mal narrador porque cuando escribe está pensando en más cosas de las que describe. Juan quiso demostrar que, en los sucesos de la cruz, se había cumplido la Escritura.
Por eso, no le interesa principalmente informar con un relato coherente y ordenado. Ahora bien, en medio de cinco relatos, con proyección trascendente, el evangelista coloca el episodio de Juan y María.

Algo más que una disposición familiar
Según una interpretación muy general, repetimos, Jesús habría actuado en la presente escena como aquel hijo único que se siente preocupado por el desamparo en que va a quedar su madre y da unas disposiciones de último momento para asegurar el porvenir de la solitaria madre.
Vamos a señalar aquí las circunstancias por las que aparece claro que, en la intención de Jesús, existían finalidades y perspectivas mucho más profundas.

En un análisis cuidadoso del texto, es preciso tener presente que Jesús establece una doble corriente: una descendente, de María para con Juan, «he ahí a tu hijo»; y otra ascendente, de Juan para con María, «he ahí a tu madre». Si se hubiese tratado de una mera disposición familiar, estaríamos ante una reduplicación inútil, tanto desde el punto de vista gramatical como psicológico.

Quiero decir: si Jesús se hubiera preocupado tan sólo de tomar medidas testamentarias para los últimos años de la vida de su madre, hubiese sido suficiente con establecer una sola corriente, de Juan para con María: Juan, cuida con cariño de mi madre hasta el fin de sus días. Era suficiente. Lo demás pudo haberlo evitado.

¿Para qué establecer la corriente de María para con Juan? Era superfluo.
Siguiendo con el análisis de las expresiones paralelas —he ahí a tu hijo, he ahí a tu madre—, si nos mantenemos en un eventual alcance meramente humano, Jesús habría procedido con poca delicadeza con su Madre. Vamos a explicarnos.

Era normal y de buen tono que Jesús solicitara encarecidamente, en el último momento: Juan, cuida con cariño de ella, trátala mejor que a mí mismo. Pero encargar a la Madre —¡y qué madre!— que cuidara con interés de Juan, no sólo era superfluo sino también poco delicado. Gechter lo explica muy bien:
«Hacer expresamente a María la advertencia de que ella debía apreciar a Juan, que cuidara de él con corazón materno, hubiera sido no solamente innecesario sino incluso poco delicado.
Toda mujer de sensibilidad normal lo comprendería así, y no necesitaba que se lo dijeran, y mucho menos, que se lo dijera un hijo moribundo» .


En la Palestina de aquellos tiempos, también en los nuestros, existía una costumbre familiar de signo casi sagrado: cuando una mujer quedaba sola, al faltarle el esposo o los hijos, automáticamente se acogía al seno de su propia familia; familia, en el sentido amplio de la palabra: parentela, clan.

Dentro de esa invariable costumbre, al faltar a María su esposo y su hijo único, hubiese correspondido que Jesús entregara su Madre a los cuidados de la familia de los Zebedeos, por ejemplo; a la tutela de Cleofás, esposo de María, que era «hermana» (prima) de María (Jn 19, 25) y que, también, estaba junto a la cruz; o, en el último de los casos, a la tutela del mayor de los Zebedeos, teniendo presente que los judíos eran muy sensibles a los derechos derivados de la antigüedad.

En el marco de las costumbres de aquellos tiempos, el encargo que Jesús entregó a Juan debió extrañar mucho, si no hubiera a la vista, muy patente, otro sentido. A partir del hecho de que los que estaban junto a la cruz no se extrañaron de la decisión de Jesús, indica que percibieron, en la disposición testamentaria, algo más que una formalidad jurídica.

Si a Jesús sólo le hubiese interesado encargar a Juan el cuidado temporal de María, ¿cómo se explica el hecho de que la primera en ser interpelada fuese María? Si el encargo y la responsabilidad recaía sobre Juan, éste debía haber sido interpelado en primer lugar.

Lo más importante se anuncia en primer lugar. Jesús establece primeramente la relación descendente, recomendando a María asumir y cuidar a Juan como a un hijo. De este hecho se desprende claramente que, en esta doble relación, no se ventilan ni interesan en primer término los cuidados humanos —no tenía sentido que María cuidara de Juan— sino una otra relación más trascendental.

Vamos a interpretar —por hipótesis— las palabras de Jesús, en el sentido de que el Señor quería tener una delicadeza especial con su Madre, dirigiéndole unas palabras de consuelo. Si ésta fuese exclusivamente la intención de Jesús, ¿por qué dirigió una expresión idénticamente paralela a Juan? Sería extraño que, con unas mismas palabras, pretendiera consolar a Juan, por muy predilecto que fuese, y a su propia Madre.

Finalmente, como ya hemos dicho, si María fue entregada a Juan, a su vez Juan fue entregado a María. En otras palabras: así como Juan debía preocuparse de María, de la misma manera María debía cuidar de Juan.

Y esto resultaba tremendamente extraño, porque allá mismo estaba presente la madre de Juan, María Salomé.
Hubiese sido directamente ofensivo para ella. El contexto escénico indica, pues, que las palabras paralelas encierran una carga de profundidad mucho más rica de lo que su sentido directo parecería indicar.

Tenemos Madre
Esta serie de precisiones nos lleva a la deducción de que Jesús, en la presente escena, entrega una Madre a la Humanidad.

¿Qué quiere decir mesiánico? Significa que un hecho o unas palabras no acaban en sí mismas, no se agotan en su sentido directo, natural o literal, sino que encierran un significado trascendente, y además dicen relación a todos los hombres; trascendencia y universalidad.

Jesús estaba en su «Hora», en el momento culminante de su función mesiánica. Le correspondía comportarse a la altura de su destino y de la solemnidad del momento. Por eso, el Señor Jesús, aun cuando se hallaba en situación física desesperante, mantuvo la decisión inquebrantable de cumplir la voluntad del Padre, llevando a cabo todas las disposiciones sin que nada quedase sin cumplirse.

Ahora bien: después de establecer la relación María- Juan, el evangelista agrega significativamente: «después de esto», «sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido» (Jn 19,28). Estas palabras indican que, en la opinión del evangelista, Jesús tuvo la conciencia de haber dado cima a su tarea mesiánica justamente e inmediatamente después del episodio María-Juan.

De ahí se concluye que la disposición (Jn 19,25-28) de Jesús tiene alcance mesiánico: en este encargo, Jesús entrega a la Humanidad a María por Madre en la persona de Juan. Se concluye también que esta entrega testamentaria de su Madre a la Humanidad, de parte de Jesús, fue el último acto mesiánico antes de sentir la conciencia de que todo estaba cabalmente cumplido.
¿Cómo explicar, cuál es el alcance de este magnífico regalo de última hora que Jesús ofrece a la Humanidad?

Para una exacta comprensión tenemos que decir, en primer lugar, que la escena y las palabras —he aquí a tu hijo, he aquí a tu madre— son algo así como signos sacramentales: significan algo y producen (realizan) lo mismo que significan.

Por eso Jesús realiza un hecho concreto y sensible y establece un nexo jurídico: Juan consideraría a María como Madre y le daría lo que un buen hijo adulto da a su madre: cariño y cuidado. Y María, a su vez, consideraría a Juan como hijo y le daría lo que una buena madre da siempre a su hijo: atención y amor.

Este era el hecho, el signo diríamos, que Jesús concretó. Pero no todo termina aquí. Al contrario, aquí comienza todo. Este «gesto» sensible contiene, latente y palpitante, una intención: abrir su eficaz significación y proyectarla sobre una perspectiva sin fin en cuanto al tiempo y en cuanto a la universalidad.
En Juan, el Señor daba a todos a María por Madre en un sentido mesiánico sobrenatural. Y recíprocamente Jesucristo, en el presente episodio, declaraba y hacía a todos los redimidos hijos de María.

Así como a Cristo no le interesaba primordialmente instituir un contrato de derecho civil entre María y Juan, sino originar y desarrollar entre ambos relaciones materno-filiales, así, trascendiendo el marco personal, Cristo quiere que se originen y desarrollen relaciones vivenciales y afectivas entre María y... ¿quiénes? Según el significado del término mesiánico, entre María y todos los redimidos por la muerte redentora de Jesucristo.

Dice Gechter: «Dado que la Madre es una, pero los hijos muchos, queda suficientemente claro que en Juan se hallaban representados todos los que Jesús quería redimir o todos los que, según el modelo de Juan, habían de creer en El.»

Desde ahora y para siempre, todos los redimidos tenían una Madre por expresa y postrera voluntad del Señor: la propia Madre de Jesús. Nadie en el mundo, por los siglos, podría quejarse de orfandad o de soledad en la travesía de su vida. Esta interpretación agota satisfactoriamente el significado total del texto y contexto de Juan 19,25-28.

Así comprendemos por qué Jesucristo eligió para esta función significante al discípulo más sensible. Juan representaría o simbolizaría cabalmente la intercomunicación cariñosa entre Madre e hijo. Así comprendemos por qué entregó a su Madre al cuidado del más joven de los Zebedeos y no al mayor, contra toda costumbre, precisamente por su carácter afectuoso.

Eso, a su vez, está indicando que Jesús quería fundar una relación basada en el amor recíproco: tal como eran entre sí Juan y María, debían y habrían de ser los creyentes y María. La relación entre los redimidos y la Madre debía llevarse a cabo en la línea materno- filial. 

Ahora comprendemos también por qué el Señor no entregó a su Madre a los cuidados de su clan o familia o a los cuidados de Salomé o de aquel grupo de mujeres que la habrían acogido con veneración y cariño, sino, contra toda costumbre, a los cuidados de Juan.

Comprendemos también otro detalle. Atender a los padres era deber primordial del decálogo. ¿Por qué Cristo esperó el último instante en que ni siquiera podía respirar, para preocuparse de la suerte futura de su Madre?
Cristo sabía lo que le iba a acontecer, los crucificados apenas podían hablar; ¿por qué no dictó anteriormente las disposiciones pertinentes a la situación futura de su Madre?

Evidentemente Cristo traía consigo una intención: aprovechar la oportunidad de cumplir las obligaciones normales de un hijo con su Madre para instaurar una nueva situación eclesial. Seguramente Jesús incluyó en su tarea mesiánica, y subordinándola a ella, el cumplimiento de sus deberes filiales. 

Y esto lo llevó a cabo haciendo de estos deberes la expresión simbólica de un contenido mesiánico. Así, y sólo así, podemos justificar que Jesús haya diferido este cuidado por su Madre hasta cuando casi no podía hablar. Y esto ha de tomarse al pie de la letra porque inmediatamente después, sabiendo que todo estaba completo, inclinó la cabeza y murió.

Era su última voluntad; su regalo más querido; lo mejor al final. En su actuación postrera, Jesús entregó su Madre a la Iglesia, para que la Iglesia la cuidara con fe y amor. Y, a su vez, entregó la Iglesia a la Madre para que la atendiera con cuidado maternal y la condujera por el camino de la salvación.

Mujer
Inesperadamente Jesús rompe, no sin intención, el paralelismo lógico en la formulación de su testamento espiritual. Al concepto «hijo» corresponde el concepto «madre». Al dirigirse Cristo a María correspondía haberlo hecho con la palabra «madre», no necesariamente por tratarse de su Madre sino por la combinación lógica (hijo madre) con la que se jugaba en aquella escena.

La palabra aramea Imma tenía un sentido muy íntimo, equivalente a nuestra expresión madre mía. Jesús sustituye la palabra madre por la palabra mujer en un contexto mental en que, lógicamente, correspondía decir Madre. Evidentemente fue una sustitución premeditada. ¿Por qué lo hizo?

Un grupo de intérpretes piensa que, con este cambio, Jesús procedió con una delicadeza única para con su Madre. Ser madre de un crucificado no era ciertamente título glorioso, sino todo lo contrario. Identificar a su Madre en aquellas circunstancias, hubiese sido un proceder poco afortunado. Interpelándola con la palabra mujer, Jesús desorientaba la atención de los sanedritas, ejecutores y curiosos acerca de la identidad de sus amigos y familiares; y de esta manera nadie podría identificar a la Madre del Crucificado.

Pero había mucho más que eso. La expresión fue escogida premeditadamente para un momento solemne y una finalidad solemne.

En el contexto mesiánico del Calvario el concepto palabra mujer saca a María de una función materna limitada y la abre hacia un destino materno sin fronteras. La corriente profunda avanza por el mismo cauce de aquella travesía que hemos explicado arriba, desde una maternidad según la carne —exclusiva y cerrada—, hacia otra maternidad en la fe, universal y mesiánica. En el caso presente Jesús hace abstracción de su condición de hijo, como lo hizo en otros momentos de su vida.

Con gran caballerosidad, no exenta de cariño, Jesús llama mujer a la samaritana (Jn 4,21); a María, la de Magdala (Jn 20,15); a la cananea (Mt 15,28), y a otras. Pero que Cristo llamara mujer a la samaritana o a la cananea, no era lo mismo que lo hiciera con su propia Madre. Por tanto, dicha apelación tiene un alcance diferente y mesiánico.

La palabra mujer aquí es una inmensa evocación no muy perfilada en que se agitan y se combinan diferentes escenas, personas y momentos de la historia salvífica. Al parecer, en la mente del evangelista está presente Eva, llamada «madre de los vivientes». Está presente aquella otra «mujer» (Gén 3,15) que con su descendencia desenmascarará las mentiras del enemigo. Está presente la «mujer grávida» del Apocalipsis, cuyo Hijo matará al dragón. Está presente la Hija de Sión, figura y pueblo de todos los rescatados de la cautividad. Está presente aquella otra «Mujer» del futuro, la Iglesia, que como María es también Virgen y Madre.

La «Mujer» del Calvario asume, resume y expresa todas estas figuras. Ella es la verdadera «Madre de los vivientes», tierra donde germina el «primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,), fuente inagotable donde nace el pueblo de los redimidos. Todo queda resumido, aquí y ahora, en que María recibe unos hijos a los que no ha dado a luz y Cristo le da como hijos a todos sus discípulos en la persona de Juan.

Desterrado
Millares de veces se ha formulado la misma pregunta: ¿qué es el hombre? Esta pregunta tiene el peligro de envolvernos en una interminable filosofía especulativa. Habría otra pregunta más concreta: ¿en qué consiste, qué o cómo se experimenta al sentirse hombre?
La respuesta exacta sería ésta: como un desterrado.

Un delfín, una serpiente o un cóndor se sienten en «armonía» con la naturaleza toda mediante un conjunto de energías instintivas afines a la Vida. Los animales viven gozosamente sumergidos «en» la naturaleza como en un hogar, en una profunda «unidad» vital con los demás seres. Se sienten plenamente realizados —aunque no tengan conciencia de ello—, nunca experimentan la insatisfacción. No saben de frustración ni de aburrimiento.

El hombre «es», experimentalmente, conciencia de sí mismo.
Al tomar conciencia de sí mismo, el hombre comenzó a sentirse solitario, como expulsado de la familia, que era aquella unidad original con la Vida. Aun cuando forma parte de la creación, el hombre está de hecho aparte.

Comparte la creación junto a los demás seres —pero no con ellos—, como si la creación fuese un hogar, pero al mismo tiempo se siente fuera del hogar. Desterrado y solitario.
Y no solamente se siente fuera de la creación, sino también por encima de la misma; se siente superior —y por consiguiente, en cierto sentido, enemigo— de las creaturas, porque las domina y las utiliza. Se siente señor, pero es un señor desterrado, sin hogar ni patria.

Al tener conciencia de sí mismo, el hombre toma en cuenta y mide sus propias limitaciones, sus impotencias y posibilidades. Esta conciencia de su limitación perturba su paz interior, aquella gozosa armonía en la que viven los otros seres que están más abajo en la escala vital. Al comparar las posibilidades con las impotencias, el hombre comienza a sentirse angustiado. La angustia lo sume en la frustración. La frustración lo lanza a un eterno caminar a la conquista de nuevas rutas y nuevas fronteras.

La razón, dice Fromm, es para el hombre al mismo tiempo su bendición y su maldición.
En el terreno moral y espiritual, el hombre se siente más impotente que en cualquier otro campo. Debido a esa sensación de soledad y destierro, ha nacido y crecido en el hombre el egoísmo, como un árbol frondoso de mil gruesas ramas que son sus innumerables armas defensivas. El egoísmo ha transformado al hombre en un ser infinitamente más solitario y triste.

Una red variadísima y tremendamente compleja de elementos bioquímicos y endocrinos condiciona —a veces hasta casi anular su libertad— la espontaneidad del hombre, de tal manera que muchas veces «hace lo que no quiere», y lo que quisiera hacer no puede hacerlo (Rom 7,14-25). Es, pues, además un encarcelado.

El egoísmo —mejor, el egocentrismo— es en su origen un arma defensiva. Hace que el hombre se transforme en un castillo solitario, premunido de murallas, torres y almenas defensivas. De la defensiva salta rápidamente a la ofensiva, a la conquista y a la dominación.

El destino definitivo del hombre en el devenir de la transhistoria es derrotar el egoísmo; mejor, liberar sus grandes energías encadenadas hoy a sí mismo, y proyectarlas al servicio de todos en bondad y amor.
Es, pues, un encarcelado, un desterrado y un solitario. Necesita un Redentor, una Patria y una Madre.

Consolación
Contra esta sensación de destierro y soledad necesitamos sentir a Alguien junto a nosotros. En la Biblia nuestro Dios se presenta siempre como una Persona, amante y amada, que está «con nosotros» sobre todo en los días desolados. La melodía que recorre la Biblia desde !a primera hasta la última página es ésta: «No tengas miedo, yo estoy contigo.»

Esa melodía sube de tono en los profetas y la voz de Dios se transforma en un aliento inmenso: «No te dejaré, no te abandonaré. Estaré contigo. Sé valiente, no te asustes porque yo estoy contigo adondequiera que vayas. Te repito: sé valiente» (Jos 1,1-10).

Expresiones como éstas: «No mires con desconfianza, pues yo soy tu Dios. Yo te amparo con mi diestra victoriosa. Te tomo de la mano y te digo: no tengas miedo. Si atraviesas un río, no te arrastrará la corriente. Si pasas por medio de las llamas, no te quemarás. No mires para atrás sino al porvenir, porque va a haber prodigios: brotarán ríos en los cerros pelados, manantiales en los desiertos y primaveras en las estepas. Todo esto y mucho más sucederá para que todos sepan y comprendan que es el Santo de Israel el autor de tales maravillas» (Is 41; 43).

El aliento de Dios se transforma frecuentemente en ternura del Padre: «Estuve preocupado de ti, aun cuando estabas en el seno materno. Te he amado con un amor eterno. Israel era todavía una criatura pequeña, y yo lo alzaba en mis brazos, le daba de comer y lo aproximaba con cariño a mi mejilla» (Jer 31; Os 11).

 Jesús acentúa más todavía la preocupación y ternura del Padre Dios. Nos declara que Padre es el nuevo nombre de Dios. Y con gran emoción nos dice que nuestra primera obligación no consiste en amar al Padre sino en dejarnos amar por El.

Y en una sinfonía de comparaciones, metáforas y parábolas nos dice cosas inmensamente consoladoras: que a veces el Padre toma la forma de un pastor y sube las montañas, y se asoma a los riscos, y recorre los valles para encontrar a un hijo perdido y querido. Que cuando un hijo regresa a la casa, el Padre organiza una gran fiesta.

Que el Padre queda esperando el regreso del hijo ingrato y loco que se escapó de la casa materna. Que su misericordia es mucho mayor que nuestros pecados y su cariño mucho más grande que nuestra soledad. Que si el Padre se preocupa de vestir las flores y de alimentar los pájaros, cuánto más no se preocupará de nuestras necesidades.

Pero no era suficiente con tener un Padre. En la vida —en toda vida— hay un padre y una madre. Mejor, una madre y un padre. La psiquiatría nos habla de la decisiva influencia materna sobre nosotros, antes y después de «salir a luz», y también de los peligros de esa influencia por las fijaciones y dependencias. Todos nosotros conservamos, particularmente de los años ya lejanos de la infancia, el recuerdo de aquella madre que fue para nosotros estímulo y consuelo.

Por eso, Jesucristo nos reveló al Padre y nos regaló una Madre.
Y, como hemos explicado más arriba, Jesucristo entregó su Madre a la Humanidad para que la Humanidad la cuidara con fe y veneración; y entregó la Humanidad a su Madre para que ésta la atendiera y la transformara en un Reino de Amor.

Pero no existe la Humanidad en concreto; existen los hombres, mejor, existe cada hombre. Por eso Jesús, gran pedagogo, hizo el regalo de su Madre a la persona concreta de Juan, como representación de la Humanidad. Con este acto simbólico, Jesús quería significar que, así como la relación materno-filial de María y Juan se desenvolvía con atención mutua, de la misma manera deberían ser las relaciones de los redimidos con la Madre.

El pueblo cristiano, en el transcurso de largas edades, desarrolló este sentimiento filial a partir de las situaciones límites: destierro, orfandad, soledad; y así nadó esa inmortal súplica que se llama la Salve. Durante muchos siglos ha sido la Salve la única estrella matutina, el único faro de esperanza y la única tabla de salvación para millones de hombres, en los naufragios, en las agonías, en las tentaciones y en la lucha de la vida.

¿Peligro de transformar a la Madre en el «seno materno» alienante de que habla la psiquiatría? Es evidente que para los psiquiatras, para la inmensa mayoría de los cuales sólo existe la «materia», la «salvación» existesial consiste en la aceptación de la soledad radical del hombre, en alejarse lo más posible de toda «madre» y mantenerse en pie por sí mismos. Es un bello programa.

Pero nosotros estamos en el mundo de la fe: redimidos por Jesucristo, muerto y resucitado, rodeados por los brazos fuertes y amorosos del Padre Dios y cuidados por una Madre consoladora, que Jesús nos entregó en la hora postrera. Los psiquiatras están en la otra órbita y nunca comprenderán las «cosas» de la fe. Dirán que todo es alienación. Es lógico que lo digan.

A veces, una persona es asaltada por la desolación y no se sabe de qué se trata. Las confesiones de los hombres o de las mujeres que se nos acercan y se nos abren son simplemente estremecedoras. Dicen que no saben qué es. Se trata, dicen, de un algo interior confuso y complejo, absolutamente inexplicable, por lo cual sienten una tristeza pesada imposible de eliminar. Añaden que, en esos momentos, lo único que les da alivio es el acudir a la Madre gritando: « ¡Vida, dulzura y esperanza nuestra, vuelve a nosotros tus ojos de misericordia!»

Dicen, siempre dicen, que es imposible explicarlo: cualquier día amanece y, sin motivo aparente, comienzan a sentir una impresión vaga y profunda de temor. Se sienten pesimistas, como rechazados por todo el mundo. Si tienen cien recuerdos de los cuales noventa y cinco son positivos, se les fijan en la imaginación precisamente los cinco recuerdos negativos, y se apodera de ellos, sin poder eliminarla, una rara sensación de tristeza, miedo y sobresalto. Y, sin saber por qué, sienten ganas de morir. Y añaden que, en esos momentos, sólo la evocación de la Madre con las palabras de la Salve les da alivio, recuperan el ánimo y vuelven a respirar.

A lo largo de la vida hemos asistido a muchas personas en el lecho de la agonía. Aun hoy están vivos en mí muchos de esos recuerdos. Cuando un agonizante, a pesar de las vanas palabras de sus familiares, presiente que él se va, arrastrado por la corriente inexorable de la decadencia, cuántas veces hemos visto iluminarse aquel rostro abatido al rezar la Salve todos los familiares a coro: «A Ti clamamos los tristes hijos de Eva, por Ti suspiramos, Madre de Misericordia y Dulzura nuestra.»

En países de tradición católica uno queda impresionado con frecuencia al comprobar la profundidad de la devoción mañana en las costas de marineros o pescadores. En muchos lugares, cuando las embarcaciones de pescadores salen a altar mar, lo hacen siempre cantando la Salve.

He visto encarcelados, estigmatizados por la opinión pública y abandonados por todos sus familiares y amigos, los he visto cómo eran discretamente visitados por una mujer solitaria, su propia madre. Una madre no abandona nunca, a no ser cuando ella es arrebatada por la muerte.

Necesitamos de otra Madre, de la que nunca sea alcanzada por la muerte. Cada uno vive su vida de forma singular y sólo él «sabe» de sus archivos: sufre dificultades, entra en la desolación, su estado de ánimo sube y baja, mueren las esperanzas, de repente lo envuelven situaciones imposibles, al día siguiente renace la esperanza, aunque es difícil todo parece tener arreglo... ¡La lucha de la vida!

María es para cualquier momento consolación y paz. Ella transforma la aspereza en dulzura y el combate en ternura. Ella es benigna y suave. Sufre con los que sufren, queda con los que quedan y parte con los que parten. La Madre es paciencia y seguridad. Es nuestro gozo, nuestra alegría y nuestra quietud. La Madre es una inmensa dulcedumbre y una fortaleza invencible.