El silencio de María- Cap 3ro: Silencio


Un profundo silencio lo envolvía todo, y la noche avanzaba en medio de su carrera, cuando tu Omnipotente Palabra, bajó de los altos cielos al medio de la tierra (Sab 18,14-16)

El corazón conoce lo que la lengua nunca podrá proferir, y lo que los oídos jamás podrán escuchar.

1.  Fidelidad en el silencio
Gratuidad y silencio
Todo lo definitivo nace y se consuma en el seno del silencio: la vida, la muerte, el más allá, la gracia, el pecado. Lo palpitante siempre está latente.
Silencio es el nuevo nombre de Dios. El penetra todo, crea, conserva y sostiene todo, y nadie se da cuenta. Si no tuviéramos su Palabra y las evidencias de su amor, experimentadas todos los días, diríamos que Dios es enigma. Pero no es exactamente eso. Dios «es» silencio, desde siempre y para siempre. Opera silenciosamente en las profundidades de las almas.

En los designios inexplicables de su Iniciativa, libre y libertadora, nacen las operaciones de la Gracia. ¿Por qué da a unos y no a otros? ¿Por qué ahora sí y no antes? ¿Por qué en este grado y no en otro? Todo queda en silencio.

La gratuidad, por definición, no tiene razones ni explicaciones. Es silencio.

Por eso nuestro Dios es desconcertante, porque es esencialmente gratuidad. Todo parte de El, la gracia y la gloria, el mérito y el salario. Nada se merece, todo se recibe. El nos amó primero. Nadie le puede preguntar por sus decisiones. Ningún ser humano puede levantarse ante El, reclamando, exigiendo o cuestionando. Todo es Gracia. Por eso sus caminos son desconcertantes y a menudo nos hunden en la confusión.

A veces tenemos la impresión de que el Padre nos abandona. Pero, a la vuelta de la esquina, nos envuelve repentinamente con una visitación embriagadora. Aunque sus caminos normales son los mecanismos ordinarios de la gracia, de pronto el Padre nos sorprende con gratuidades inesperadas. Dios es así. Es preciso aceptarlo tal como El es.

No hay lógica «humana» en su obrar. Sus pensamientos y criterios son diferentes a los nuestros. Lo más difícil es tener paciencia con este nuestro Dios. Lo más difícil, en nuestra ascensión hacia El, es aceptar con paz esa gratuidad esencial del Señor, sufrir con paciencia sus demoras, aceptar en silencio las realidades promovidas o permitidas por El. Dios es así, gratuidad.

Su gracia actúa en silencio. Se inserta silenciosamente en la complejísima entraña de la naturaleza humana. Nadie sabe cómo sucede. Nadie sabe si los códigos genéticos, las combinaciones bioquímicas o los traumas de la infancia o anteriores, obstruyen o destruyen la libertad, tierra donde echa sus raíces el árbol de la gracia.

¿El pecado? Es el supremo misterio del silencio. ¿Quién lo puede pesar? La fidelidad es un duelo entre la gracia y la libertad. ¿Quién la puede medir? ¿En qué grado presiona la Gracia, y en qué grado resiste la libertad?
Todo queda en silencio, sin respuesta.

En la conducta humana, ¿cuánto hay de simple inclinación genética, heredada de los progenitores, cuánto de condicionamiento determinado por las «heridas» de la infancia, y cuánto es fruto de un esfuerzo libre? Todo queda sin respuesta.

Miremos a nuestro derredor. Condenamos airadamente a éste, porque tuvo una explosión violenta, o porque un hecho de su vida escandalizó a la opinión pública. Todo el mundo presenció la explosión o el escándalo y todos se sintieron con derecho a juzgarlo y condenarlo. Pero ¿quién presenció anteriormente sus victorias espirituales?
¿Quién sabe de las decenas de superaciones que hubo, en el silencio de su alma, antes de aquel «pecado»?

Cada uno de nosotros somos testigos irrefutables de cuánta generosidad y constancia tuvimos que desplegar, cuántos vencimientos, antes de sentir nosotros mismos un poco de mejoría en la humildad, paciencia, madurez... ¡Y cuánto esfuerzo más para cuando los demás sintieron nuestra mejoría! 

¿Por qué triunfan unos y otros no? ¿Por qué éste, con una inteligencia tan brillante, fue siempre un desajustado en la vida? ¿Por qué éste, mediocre, emerge por encima de los demás? ¿Quién iba a pensar que este niño, nacido en un oscuro rincón del mundo, iba a dejar una huella tan honda en la historia? ¿Quién iba a pensar que este personaje o movimiento político iba a terminar en semejante colapso? Todo está encubierto con un velo. Todo es silencio.

Todo lo definitivo lleva el sello del silencio. ¿Cuántos contemporáneos percibieron siquiera un fulgor de la presencia sustancial del Dios eterno, que habitaba en aquel oscuro nazaretano llamado Jesús? ¿Con qué ojos lo contemplaron Felipe, Natanael o Andrés? ¿Qué pensaron de El Nicodemo o Caifás?

La travesía del Hijo de Dios, bajo las profundas aguas humanas, se hizo en completo silencio. El contemplador queda mudo por este hecho. Un meteoro cruza el firmamento silenciosamente, pero al menos brilla. Dios, en su paso por la experiencia humana, ni siquiera brilló; fue eclipse y silencio. Lo que más nos admira en Jesús y en su Madre es su humildad silenciosa.

¿Cuántos se enteraron de que aquella vecina de Nazaret que acarreaba agua o leña, que nunca se metía en los asuntos de las vecinas pero que las ayudaba en sus necesidades, cuántos supieron, repito, que aquella vecina era llena de gracia, privilegiada del Señor y excelsa por encima de todas las mujeres de la tierra?
¿Qué pensaban de ella sus parientes de Caná o sus propios familiares más próximos? Todo el misterio de María estuvo enterrado entre los pliegues del silencio, durante la mayor parte de su vida. Muchos de sus privilegios —Inmaculada, Asunción...— estuvieron en silencio, incluso en la Iglesia, durante muchos siglos. Volvemos a la misma conclusión: lo definitivo está en silencio.

Receptividad
Escogí esta palabra —silencio— para titular este libro y este capítulo, porque me parecía que resumía y expresaba cabalmente la historia y personalidad de María.

Existen en la Biblia expresiones muy cargadas de connotaciones vitales, y no se dan en los idiomas modernos vocablos que puedan absorber y retransmitir toda aquella carga. Así, por ejemplo, shalom. Nuestra palabra paz no agota de ninguna manera la carga vital de aquella expresión hebraica. Atiau significa mucho más que nuestra palabra pobre. La fe, de que tanto habla Pablo, encierra armónicas mucho más amplias que esa misma palabra en nuestros labios.

De manera análoga, cuando digo silencio aplicado al caso de María, quisiera evocar un complejo prisma de resonancias. Al decir silencio, en el caso de María, estoy pensando en su disponibilidad y receptividad. Cuando digo silencio de María, quisiera significar expresiones como profundidad, plenitud, fecundidad.

Quisiera evocar también conceptos como fortaleza, dominio de sí, madurez humana. Y, de manera muy especial, los vocablos fidelidad y humildad los consideraría casi como sinónimos de silencio.

Lugar de origen
Se llama María de Nazaret. El nombre de Nazaret no aparece ni una sola vez en el Antiguo Testamento ni en el Talmud. En sus dos famosos libros, Antigüedades Judaicas y Guerra Judaica, Flavio Josefo agota toda la materia geográfica e histórica de Palestina. Pues bien, por ninguna parte aparece el nombre de Nazaret.

Como bien sabemos, los romanos en sus mapas imperiales tenían anotados cuidadosamente los nombres de los pueblos y ciudades de su vasto imperio, aun los nombres de los lugares más insignificantes. El nombre de Nazaret tampoco aparece por ninguna parte.

Nazaret «es» silencio.
Los únicos escritos que nos hablan de Nazaret son los evangelios. Y el evangelista recogió —y le pareció interesante el consignarlo— una ironía de Natanael, típica entre rivales pueblos provincianos: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46).
De María no sabemos cuándo y dónde nació, ni quiénes fueron sus padres. No sabemos cuándo y dónde murió, ni siquiera si murió. Todo es silencio en torno a María.

De cualquier personaje importante lo primero que nos interesa, en un primer golpe de curiosidad, es cuándo y dónde nació. Acerca de cuándo nació María podríamos conjeturar una fecha aproximativa a partir de ciertas costumbres de aquellos tiempos, como por ejemplo la edad de los esponsales.

Pero acerca de dónde nació ni siquiera puede conjeturarse, porque en una región donde reinaban costumbres semi-nómadas, sus habitantes no saben de estabilidad local, por cualquier motivo se desplazan de un lugar a otro, se instalan provisionalmente en otra parte y sus hijos nacen en cualquier lugar. María pudo haber nacido en Naím, Betsaida o Caná. Nadie lo sabe.

Acerca de los padres de María no sabemos nada. La tradición, siguiendo a los evangelios apócrifos, nos asegura que se llamaron Joaquín y Ana. Pero los evangelios canónicos no nos dicen nada. Todo es incierto, nada es seguro. Los orígenes de María se esconden en el más profundo silencio
.
En la Biblia, un silencio impresionante envuelve la vida de María. En los evangelios, aparece incidentalmente y desaparece en seguida.

Los dos primeros capítulos nos hablan de ella. Pero aun aquí María aparece como un candelabro: lo importante es la luz —el Niño—. Como ya hemos explicado, las noticias de la infancia nacieron, en su ultima instancia, de María. De alguna manera podríamos decir: aquí habla María. Y la Madre habla de José, de Zacarías, de Simeón, de los pastores, de los ángeles, de los reyes... De ella misma apenas habla nada. María no es narcisista.

Después, en los evangelios, aparece y desaparece como una estrella errante, como si sintiera vergüenza de presentarse: en el templo, cuando se pierde el Niño (Lc 2,41-50), en Caná (Jn 2,1-12), en Cafarnaúm (Me 3,31-35), en el Calvario (Jn 19,25-28), en el Cenáculo, presidiendo el grupo de los Doce, en oración (He 1,14). En estas tres últimas presentaciones, no articula ni una palabra.

Después, sólo una alusión indirecta, mucho más impersonal: «nacido de mujer». Aquí, Pablo coloca a María detrás de un extraño anonimato: «Dios envió a su Hijo, nacido de mujer» (Gál 4,4). Hubiese sido suficiente colocar el nombre de María detrás de la palabra «mujer», ¡y hubiera quedado tan bonito! Pero no. El destino de la Madre es quedar siempre allá atrás, en la penumbra del silencio.

Impresiona y extraña la poca importancia que, al parecer, Pablo da a María. Por los cómputos cronológicos ellos dos pudieron haberse conocido personalmente, y posiblemente se conocieron. Al reclamar su autoridad apostólica, Pablo se gloría de haber conocido personalmente a Santiago «hermano» del Señor (Gál 1,19). Sin embargo, de María no hace alusión alguna, ni siquiera indirecta, en sus cartas.

Fuera de esas fugitivas apariciones, la Biblia no habla nada más de María. Lo demás es silencio. Sólo Dios es importante. María transparenta y queda en silencio.
Fue como esos vidrios grandes, limpios y transparentes. Estamos en una habitación, sentados en una butaca, contemplando variadas escenas y lindos paisajes: las gentes caminan por la calle, se ven árboles, pájaros, panoramas bellísimos, estrellas en la noche. Nos entusiasmamos de tanta belleza. Pero ¿a quién debemos todo eso? ¿Quién se da cuenta de la presencia y de la función del vidrio? Si en lugar de vidrio hubiese una pared, ¿veríamos esas maravillas? Ese vidrio es tan humilde, que transparenta un panorama magnífico y él queda en silencio.

Eso, exactamente, fue María.
Fue una mujer tan pobre y tan limpia (como el vidrio), tan desinterasada y tan humilde, que nos hizo presente, nos transparentó el Misterio Total de Dios y su Salvación, y ella quedó en silencio, apenas nadie se dio cuenta de su presencia en la Biblia.

Navegando en el mar del anonimato, perdida en la noche del silencio, siempre al pie del sacrificio y de la esperanza, la figura de la Madre no es una personalidad acabada con contornos propios.
Este es el destino de María. Mejor, María no tiene destino como tampoco tiene figura configurada. Siempre está adornada con la figura del Hijo. Siempre dice relación a Alguien. Ella siempre queda atrás. La Madre fue un«silencio cautivador», como dice Von le Fort.

María fue aquella Madre que se perdió silenciosamente en el Hijo.

El silencio de la virginidad
La llamamos La Virgen. La virginidad es en sí misma silencio y soledad. Si bien la virginidad hace también referencia a los aspectos biológicos y afectivos, sin embargo, el misterio de la virginidad encierra contornos mucho más amplios.

En primer lugar la virginidad es, fisiológica y psicológicamente, silencio. El corazón de un virgen es esencialmente un corazón solitario. Las emociones humanas de orden afectivo-sexual que de por sí son clamorosas, quedan en completo silencio en un corazón virgen, todo queda en calma, en paz, como una llama apagada. Ni reprimida ni suprimida, sino controlada.

La virginidad tiene hundidas sus raíces en el misterio de la pobreza. Posiblemente es el aspecto más radical de la pobreza. Yo no entiendo esa contradicción que se da en nuestros tiempos posconciliares en los medios eclesiásticos: la tendencia a exaltar la pobreza y la tendencia a subestimar la virginidad. 

¿No será que no se entiende bien ni lo uno ni lo otro? ¿No será que ciertos eclesiásticos quieren bogar sobre la espuma de la moda exaltando «lo pobre» en la línea marxista y rechazando «lo virgen» en la línea freudiana? Sin embargo, el misterio profundo, tanto de la pobreza como de la virginidad, se desarrolla en una latitud ¡tan distante de Marx y de Freud...! en el misterio final de Dios.

Soledad, silencio, pobreza, virginidad —conceptos tan condicionales y entrecruzados— no son ni tienen en sí mismos valor alguno; son vacíos y carecen de valor. Sólo un contenido les da sentido y valor: Dios.
Virginidad significa pleno consentimiento al pleno dominio de Dios, a la plena y exclusiva presencia del Señor.

Dios mismo es el misterio final y la explicación total de la virginidad.
Es evidente que la constitución psicológica del hombre y de la mujer exige mutua complementariedad. Cuando el Dios vivo y verdadero ocupa, viva y completamente, un corazón virgen, no existen necesidades complementarias, porque el corazón está ocupado y «realizado» completamente. Pero cuando Dios, de hecho, no ocupa completamente un corazón consagrado, entonces sí nace inmediatamente la necesidad de complementariedad.

Los freudianos están radicalmente incapacitados para entender el misterio de la virginidad, porque siempre parten de un presupuesto materialista y por tanto ateo. No tienen autoridad, les falta la «base» de experimentación y por consiguiente «rigor científico» para entender una «realidad» (virginidad «en» Dios) que es esencialmente inaccesible e incluso inexistente para ellos.

La virginidad sin Dios —sin un Dios vivo y verdadero— es un absurdo humano, desde cualquier punto de vista. La castidad sin Dios es siempre represión y fuente de neurosis. Más claro: si Dios no está vivo en un corazón consagrado, ningún ser normal en este mundo puede ser virgen ni casto, al menos en el sentido radical de estos conceptos.

Sólo Dios es capaz de despertar armonías inmortales en el corazón solitario y silencioso de un virgen. Y de esta manera Dios, siempre prodigioso, origina el misterio de la libertad. El corazón de un verdadero virgen es esencialmente libertad. Un corazón consagrado a Dios, en virginidad —y habitado de verdad por su presencia—, nunca va a permitir, no «puede» permitir que su corazón , quede dependiente de nadie.

Ese corazón virgen puede y debe amar profundamente, pero siempre permanece señor de sí mismo. Y eso porque su amor es fundamentalmente un amor oblativo y difusivo. El afecto meramente humano, por esconder diferentes y camufladas dosis de egoísmo, tiende a ser exclusivo y posesivo. Es difícil, casi imposible, amar a todos cuando se ama a una sola persona. 

El amor virginal tiende a ser oblativo y universal. Sólo desde la plataforma de Dios se pueden desplegar las grandes energías ofrendadas al Señor, hacia todos los hermanos. Si un virgen no abre sus capacidades afectivas al servicio de todos, estaríamos ante una vivencia frustrada y por consiguiente falsa de la virginidad.

De ahí sucede que la virginidad sea libertad. Un corazón virgen no «puede» permitir que nadie domine o absorba ese corazón, aun cuando ame y sea amado profundamente. Dios es libertad en él. Posiblemente, el signo inequívoco de la virginidad esté en esto: no crea dependencias ni queda dependiente de nadie. El que es libre —virgen— siempre liberta, amando y siendo amado. Es Dios el que realiza este equilibrio. Así fue Jesús.

Si Dios es el misterio y la explicación de la virginidad, podríamos concluir que, cuanta más virginidad, más plenitud de Dios y más capacidad de amar. María es plena de gracia porque es plenamente virgen. De modo que la virginidad es, además de libertad, plenitud.

María es una profunda soledad —virginidad— poblada completamente por su Señor Dios. Dios la colma y la calma. El Señor habita en ella plenamente. Dios la puebla completamente. Esa figura humana que aparece en los evangelios, tan plena de madurez y paz, atenta y servicial para con los demás, es el fruto de una virginidad vivida a la perfección.

Una escena íntima
La escena de la anunciación (Lc 1,26-38) constituye un relato de oro. La intimidad impregna, como rocío, las personas y los movimientos. De la misma manera que al principio del mundo el espíritu de Dios aleteaba sobre la informe masa cósmica (Gén 1,2), así en esta escena la presencia de Dios palpita, como si presintiéramos la inminencia de un acontecimiento decisivo para la historia del mundo.
Gechter manifiesta que en la escena de la anunciación se respira un inimitable y atrayente aroma de intimidad.

Para poder captar el «aliento» de la escena, es preciso detener el aliento y tomar una actitud contemplativa, en atenta quietud. William Ramsay dice que el relato pierde su encanto cuando es recitado en voz alta: «Parece ser una de esas narraciones que pierden su encanto cuando son recitadas en público

Tenemos la impresión de que la escena está presidida por el ángel. María está en silencio. Como de costumbre, la sentimos en un lejano segundo plano, allá en el rincón de la escena. La joven observa, reflexiona y calla.

No es un silencio patético. Es la actitud simple de la «esclava que está mirando a las manos de su dueña» (Sal 122), atenta y obediente. El ángel habla todo. María sólo una pregunta y una declaración.
Unas palabras resplandecientes brillaron como espadas (Lc 1,28). Nunca en el mundo una persona había oído semejante salutación. ¿Qué fue? ¿Una visión óptica?
¿Una presencia interior? ¿Alocución fonética, quizá silenciosa? Fuera lo que fuese, la joven fue declarada por el cielo como Privilegiada, Encantadora, Amada más que todas las mujeres de la tierra.

María «se turbó» (Lc 1,29).
¿Qué significa esa turbación? ¿Quedó la Madre emocionalmente quebrada? ¿Se asustó ante la visión, la alocución o lo que fuese? ¿Fue presa de los nervios por el conjunto ambiental, por el tratamiento solemne que se le dio?

Fue mucho más profundo que todo eso. Cuando una persona sufre una turbación, su mente queda ofuscada, se siente incapaz de coordinar ideas. Y en cambio Lucas constata que la Madre, turbada y todo, se puso tranquilamente a pensar cuál sería el significado de aquellas palabras.

¿En qué consistió, entonces, la turbación de María? Los vocablos equivalentes a turbación serían perplejidad, confusión. La situación interior de María era como la de aquella persona que se siente ruborizada por un tratamiento del que se siente indigna, al medir la desproporción entre el concepto que tenía María de sí misma (Lc 1,48) y la majestad de las altísimas expresiones con las que se la calificaba. Una vez más, desde esta escena emerge una criatura llena de humildad, raíz última de su grandeza.

Las expresiones, aparentemente imperativas, del ángel, se prestan a equívocos. Se le dice «concebirás», «le pondrás por nombre», etc. Sin embargo, en su contexto no era imposición sino proposición; es decir, un encargo que, para su realización, necesitaba del consentimiento de María.

Una vez que María da el consentimiento, se somete a una silenciosa pasividad. Y en una actitud de abandono se somete al proceso del misterio. El Espíritu Santo ocupa, como una sombra, su persona. «En» ella se opera el misterio total: el fruto germina «en» ella, crece «en» ella, se desprende de ella —nacimiento—, se le pone el nombre que se le había señalado. Todo es silencio.

Aparentemente, todo es pasividad. En realidad, es fidelidad. María «es» la afirmación incondicional y universal de la voluntad del Padre. Como sierva, ella no tiene voluntad ni derechos; los tiene, su Señor. A él le corresponde tomar las iniciativas. Y a ella, ejecutarlas, con fidelidad, simplemente y sin dramatismos.

Esta pasividad se presta también a equívocos. Es la pasividad bíblica, revolucionaria y transformante. La savia, si quiere transformarse en un esbelto árbol, tiene que someterse a la pasividad.
Si queremos que un pedazo de pan se transforme en vida, una vida inmortal, tendrá que someterse a la pasividad y permitir ser atacado —y hasta destruido— por los dientes, y por la saliva, y por los jugos gástricos, y por los intestinos, y por el hígado... hasta que un puñado de aminoácidos se transforme en mi vida, una vida inmortal.

Nunca se comprenderá suficientemente que es mucho más fácil conquistar que ser conquistado. Nunca se comprenderá suficientemente que el «heme aquí» de todos los hombres y mujeres de Dios en la Biblia, es el secreto final de toda grandeza espiritual y humana y de toda fecundidad.

Cuando el ángel se retiró (Lc 1,38) se hizo un gran silencio. ¿Qué sintió María en ese momento? ¿Quedó deslumbrada? ¿Quizá abatida bajo el peso de aquel misterio? En todo aquel conjunto de aparición, ángel, palabras, encargos... en la cima de la apoteosis, ¿qué sintió María? ¿Vértigo? ¿Susto? ¿Sorpresa? ¿Alegría? Si tenemos presente el comportamiento normal de María y su espiritualidad de pobre de Dios, podemos deducir la reacción que habría tenido Kíaría ante aquel resplandor: «aquí estoy»; «¿qué queréis de mí?»; « ¡de acuerdo, Padre mío!»

Pero, a pesar de esta humilde disposición, el ángel vio que depositaba un peso casi insoportable sobre los hombros de aquella muchacha. Aunque inmaculada y privilegiada, no dejaba de ser una criatura, sometida como nosotros a reacciones psicológicas como las del temor, confusión...

En la medida en que fueran transcurriendo los días y fuera esfumándose la frescura de las impresiones y comenzaran a sentirse los primeros síntomas del embarazo, la joven gestante podría sentirse un día, en medio de una completa soledad y silencio, como víctima de una alucinación, y podría desmoronarse su entereza ante los embates del desconcierto y encontrarse navegando entre luces pasadas y sombras presentes.
Si llegaba a darse esa situación, ¿adonde podría agarrarse la pobre criatura? El ángel le ofreció un hecho paralelo con el que podría confrontar su propio caso.

Mira a tu pariente Isabel, le dijo el ángel. Era estéril. Ahora, sin embargo, ya está grávida en su sexto mes, todos dicen «floreció la estéril», porque para Dios nada hay imposible. Tú misma puedes verificar si todo eso es verdad. Y esa verificación servirá para prueba de que todo lo que acabo de anunciarte es y será realidad.

¿Fue eso? ¿Un asidero para no naufragar en el mar de la soledad? ¿Un «signo» para asegurar su fe? Así parece ser por el contexto de la anunciación. Fue una delicadeza «humanitaria». A pesar de la fortaleza espiritual de María, siempre existe un margen de fragilidad psicológica para los seres humanos. Y Dios ¡es tan comprensivo! ...

Pero, a partir de lo que sabemos de María a lo largo de su vida, yo diría que la envergadura de la fe de María era tal que la Madre no necesitaba ni apoyos ni comprobaciones. Bastaba que se le hubiera dicho «para Dios nada es imposible» (Lc 1,37). La pobre de Dios no pregunta, no cuestiona, no duda, no se queja. Se entrega.
Sobran explicaciones y comprobaciones.


2. El drama de un silencio
El secreto mejor guardado

Impresiona el silencio de María después de la anunciación. El hecho de ser la Madre del Mesías y el hecho de serlo de una manera prodigiosa, eran para dejar desequilibrada emocionalmente a cualquier persona. Es difícil sobrellevar, en soledad y silencio, tan enorme peso psicológico. Si la joven María guarda ese secreto en completo silencio, estamos ante un caso único de grandeza humana cuyas circunstancias vale la pena analizar cuidadosamente.

María no contó a nadie el secreto de la encarnación virginal.
No se lo contó a José (Mt 1,19).
No se lo contó a Isabel. Para cuando María se hizo presente en Ain Karim, en casa de Zacarías, Isabel ya estaba en poder del secreto fundamental. Apenas María abrió la boca para decir ¡shalom!, Isabel prorrumpió en exclamaciones y parabienes.

Los nazaretanos nunca supieron cuándo fue concebido Jesús. Si lo hubieran sabido, la vida entera sería poco para echárselo en cara y los ecos de la maledicencia jamás se habrían apagado, Y el gran perjudicado habría sido el Hijo, más que la Madre.

Cuando Jesús se presenta en la sinagoga de Nazaret, declarándose como el Mesías esperado, los nazaretanos «se irritaron contra él» (Me 6,3). Y Lucas dice que lo persiguieron, como se persigue a un perro, con piedras en la mano, acorralándolo hacia un despeñadero, para precipitarlo desde allí y matarlo (Lc 4,28-30). 
Y Mateo añade que, en esa misma oportunidad, los nazaretanos decían contra Jesús todo cuanto sabían de negativo para rebajarlo: que no era ni más ni menos que ellos, que era simplemente hijo de un carpintero y carpintero él mismo, que su madre era una pobre aldeana, que no tenía estudios y era ignorante en las Escrituras; en fin, que aquí nos conocemos todos... (Mt 13,53-58).

Con esto, aquellas pobres gentes descargaban todo cuanto sabían en su contra para disminuir la categoría de Jesús. No sabían más. Pues bien: si los nazaretanos hubiesen tenido la más vaga idea de que Jesús no era, propiamente, hijo de José, con qué gusto le habrían echado en cara en esta ocasión el vocablo más hiriente del «argot» popular: hijo de una violada («harufá»).

Por el contexto evangélico se deduce, pues, que María no comunicó a nadie el secreto sagrado.
Los personajes que, como Simeón y Ana, estuvieron iluminados por el Espíritu Santo y señalaron proféticamente el destino de Jesús y de María, no tenían ninguna información, según se deduce del contexto sobre la concepción virginal. Por otra parte, Jesús aparece siempre en los evangelios ante la opinión pública como hijo de un matrimonio normal.

Todo está, pues, indicando que el secreto no salió de boca de María. La Madre se hundió con su propio secreto en el silencio del corazón. Se desligó de la opinión pública, se despreocupó del «que dirán», se abandonó a la voluntad del Padre y quedó en paz.

Fortaleza en la intimidad
En las circunstancias en las que se encuentra con la anunciación, cualquier mujer se hubiera dejado llevar por un arrebato emocional.
Millones de mujeres en Israel, desde Abraham —sobre todo desde los días de la realeza— hasta María, habían alimentado un sueño dorado: ser madre del Mesías.
Más aún: se respiraba en Israel una especie de leyenda popular, según la cual toda mujer que daba a luz entraba a participar indirectamente  cuando fuese a la distancia de siglos, la maternidad del Mesías.

Como consecuencia de este mito popular había surgido en Israel una desestimación completa por la virginidad y gran temor por la esterilidad, porque ambas impedían a las mujeres entrar en la gloria mesiánica. La mayor frustración para una mujer era quedar soltera, y la mayor humillación la esterilidad. La vergüenza de tantas estériles en la Biblia (Sara, Ana, Isabel...), las lágrimas de la hija de Jefté «llorando su virginidad en las montañas de Israel» ( Jue 11,38) son un eco de aquella leyenda popular.

Pues bien, en este momento se le anuncia a María que aquel sueño fantástico alimentado por tantas mujeres de Israel iba a realizarse precisamente en ella. Y que, además, se iba a consumar de una manera prodigiosa, con una intervención excepcional del mismo Dios. María, mujer reflexiva e informada, tomó conciencia del alcance de lo que se le comunicaba.

Una mujer, si no tiene una madurez excepcional, normalmente se siente incapaz de controlar tan sensacionales noticias, la traicionaron los nervios, se quiebra por la emoción, se desahoga, llora, cuenta, se derrama. Si María es capaz de quedar en silencio, sin comunicar nada a nadie, cargando por completo el peso de tan enorme secreto, significa que estamos ante una real señora de sí misma. Ahora bien: ¿cuál podría ser, fuera de la Gracia, la explicación psicológica de esta fortaleza interior de la Madre?

En primer lugar, María era una mujer contemplativa, y todo contemplador posee una gran madurez. El contemplador es un ser salido de sí mismo. Un contemplador es exactamente un alma admirada, emocionada y agradecida. Tiene una gran capacidad de asombro .

El contemplador es una persona seducida y arrebatada por Alguien. Por eso, el que contempla nunca está «consigo», siempre está en éxodo, en estado de salida, vuelto hacia el Otro. En el contemplador vive siempre un Tú, un Otro.

Ahora bien: en psiquiatría, la capacidad de asombrarse y el narcisismo están en proporción inversa. Si el contemplador está siempre salido hacia el Otro, sin ninguna referencia a sí mismo, no tiene ninguna dosis de narcisismo. En el ser que no tiene ningún grado de narcisismo, no hay infantilismo —infantilismo y narcisismo se identifican—, tiene plena madurez, sus reacciones están marcadas por la objetividad y la sabiduría. Ni se exaltará por los triunfos ni se deprimirá por los reveses. No será dominado sino que será señor de sí mismo.

María, por ser una auténtica contempladora, tiene esa fortaleza interior. Basta analizar el Magníficat. Toda María es un arpa vibrante, dirigida al Señor. En este himno, la Madre no tiene ningún punto de referencia a sí misma. Sólo incidentalmente se acuerda de sí misma, y esa vez para declarar que ella es «poca cosa». El canto de María está en la misma línea, asombrada y contemplativa, del salmo 8: Señor, nuestro Dios, ¡qué admirable es tu Nombre en toda la tierra! 
Y también en las mismas armónicas de Pablo: « ¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son tus pensamientos, qué indescifrables tus caminos! » El Magníficat se resume en esto: «Isabel, ¡qué Magnífico es nuestro Dios! »

A una mujer asombrada, como María, no le importan ni le mueven «sus» cosas, sino las de su Dios. Vive desligada de sus intereses. Su mundo interior no puede ser tocado ni sacudido por las noticias referentes a ella.
Está más allá y por encima de las fluctuaciones emocionales.
No le deprimen las adversidades, no se exalta por las buenas noticias. De ahí la inconmovible estabilidad anímica de María.

Se cierra el cerco
Para llegar al conocimiento de la persona y vida de la Madre, es necesario situarnos en el ambiente cultural y religioso en el que María vivió, tener presente las costumbres de la Palestina de aquellos tiempos. Lo que hoy llamamos Palestina, nombre que por primera vez aparece en Herodoto, abarcaba entonces Judea, Samaría y Galilea, es decir, todo Israel. Como los evangelios nos hablan tan poco de María, su perspectiva histórica está llena de lagunas.

Para cubrir esos vacíos vamos a adoptar una regla de oro: lo que es común y normal en su tiempo y en su pueblo, es también común y normal para María.
Hasta los doce años y un día, María era considerada, igual que las demás, una niña. A los doce años y un día, María fue declarada gedulab, que quiere decir mayor de edad, núbil. A esta edad, toda mujer era considerada apta para el matrimonio. La ley suponía que ya había adquirido madurez física y psíquica. Muy pronto, después de cumplir los doce años, según las costumbres de aquellos tiempos, el padre de familia entregaba a su hija «en esponsales» .

Dice Lucas que Dios envió al ángel Gabriel a una virgen «desposada con un hombre llamado José» (Lc 1,26).
María estaba, pues, desposada y no casada. Con la ceremonia de los «esponsales», la muchacha quedaba prometida, incluso comprometida, pero no casada. Diríamos hoy, quedaba de novia. Entre los esponsales y el casamiento propiamente tal, que se llamaba conducción, había un intervalo de unos 12 meses. Se llamaba conducción, porque la novia era conducida solemnemente a la casa del novio.

Durante estos meses María, como las demás prometidas, quedó en la casa de su padre. Este determinaba y preparaba el ajuar, la dóte de la novia, la fecha del casamiento y también el dinero que el novio debía aportar para el matrimonio. Ejercía sobre la desposada la plena potestad paterna.

Sin embargo, aunque los desposados no cohabitaban hasta el día de la conducción, los esponsales originaban en ellos lo que llamaríamos un verdadero vínculo jurídico, que en cierto sentido equivalía al matrimonio, de tal manera que la ley consideraba al novio baealah, «señor» de la prometida.

Durante los meses de esponsales, la prometida guardaba cuidadosa virginidad. Incluso, según las costumbres de Galilea —es información de Flavio Josefo—, durante estos meses los novios no podían estar solos. En el día de la conducción se designaban dos mujeres para examinar si la novia estaba íntegra. Si se comprobaba que había perdido la virginidad, caía sobre ella la maledicencia, llamándosela harufá, ruda expresión, que significaba «la violada».

Si en tiempo de los esponsales la muchacha ejercía comercio sexual con otro varón diferente del novio, era considerada adúltera para todos los efectos, y el novio—al que, jurídicamente, se le consideraba «señor»— podía darle, y normalmente le daba, acta de divorcio. Según el Levitico, podía ser lapidada en la plaza pública. Y, según la información de Flavio Josefo, en caso de que la tal muchacha fuese hija de un levita, podía ser quemada viva.

Es preciso colocarse en este contexto de costumbres para apreciar, en toda su dimensión, el valor del silencio de María, al quedar grávida en la época prematrimonial.
El cerco estaba cerrado.

Colgada sobre un abismo
Fue en este tiempo de desposada cuando se le comunicó a María que iba a concebir del Espíritu Santo. Y antes de cohabitar con José se encontró en estado de gravidez. Con esto María quedaba colgada sobre un abismo.
«De este misterio sobrenatural, se le derivaban situaciones delicadísimas. Siendo solamente prometida, se realizaba la concepción en un período que, según la opinión de los verdaderos israelitas, excluye toda relación matrimonial» .

Aquí comenzaba el drama del silencio de María. En la medida en que fueran pasando los meses, las consecuencias visibles de la Encarnación irían haciéndose cada vez más evidentes. Y habrían de dar fundamentos para rumorear que María había dado un paso deshonroso, incluso adúltero. Podía ser lapidada en la plaza pública, según la ley y las costumbres. Humanamente estaba perdida.

¿Qué hacer? ¿Explicar lo sucedido a algunos familiares, para que éstos transmitieran la noticia a la opinión pública? Nadie daría crédito. Además, la explicación resultaba tan absurda como infantil; todos ridiculizarían a María, y el rumor maligno se extendería rápidamente como el fuego. Y lo peor, los ecos de la maledicencia habrían de recaer un día sobre el Hijo.

¿Qué hacer? Cuando una persona vive intensamente la presencia de Dios, cuando un alma experimenta inequívoca y vitalmente que Dios es el Tesoro infinito, Padre queridísimo, Todo Bien y Sumo Bien, que Dios es Dulcedumbre, Paciencia, Fortaleza..., el ser humano puede experimentar tal vitalidad y tal plenitud, tal alegría y tal júbilo, que en ese momento todo en la tierra, fuera de Dios, parece insignificante. Después de saborear el amor del Padre se siente que en su comparación nada vale, nada importa, todo es secundario. ¿El prestigio? Humo y ceniza.

Dios es una maravilla tan grande, que el hombre que lo experimenta se siente totalmente libre. El «yo» es asumido por el Tú, desaparece el temor, todo es seguridad y uno se siente invulnerable aunque se coloque al frente un ejército entero (Sal 26). Ni la vida ni la muerte, ni la persecución, ni la enfermedad, ni la calumnia, ni la mentira, nada me hará temblar, si mi Padre está conmigo (Rom 8,38).
Eso mismo debió suceder a María.

Por esos meses, María debió experimentar, con una intensidad insuperable, que el Señor Dios es dulzura y ternura, misericordia y amor, que el Padre es una esmeralda brillantísima, plenitud, algo tan inefable que las palabras jamás expresarán, la mente jamás concebirá y el corazón nunca soñará... Que todo lo demás, en su comparación, ni valía ni importaba nada.

María sintió una sensación inmensa de libertad, segura y hasta invulnerable ante cualquier adversidad, pudiendo decir con el salmista: «Bendito sea el Señor, que hizo por mí maravillas de amor, en una ciudad impenetrable» (Sal 30).
«El Señor está conmigo, no tengo miedo. ¿Qué mal podría hacerme el hombre?» (Sal 117).
Como si dijera: Dios es mi tesoro y mi único bien, pueden hacer de mí lo que quieran. ¿Maledicencia?, ¿piedras?, ¿llamas?, ¿marginación?, ¿libelo de repudio? Nada tiene importancia. Sólo mi Dios vale. Sólo el Señor es importante. Lo demás es tierra y polvo.
Y la Madre quedó en silencio. Se sentía inmensamente libre.

El varón justo
Comprendemos y admiramos que María guardara silenciosamente su secreto. Pero ¿por qué no se lo contó a José? El hecho de concebir del Espíritu Santo y sus consecuencias interesaban directamente a José. A partir de los esponsales, José era «su señor»; en conceptos jurídicos María pertenecía a José. ¿Por qué no se lo dijo? Ciertamente esto resulta extraño.

Los hechos sucedieron así: un buen día llegó a oídos de José, no sabemos cómo, la noticia, quizá la sospecha, de que María estaba grávida. José, no queriendo armar un escándalo público en contra de María decidió extenderle secretamente el acta de divorcio. Cuando comenzaba a hacer los trámites para este expediente (Mt1,18-25), Dios descorrió el velo del misterio.

En el trasfondo de estos hechos se vislumbran, semivelados, algunos aspectos que ennoblecen a María y también a José.
Para ponderar la reacción de José y su comportamiento en esta escena, tenemos que tener presentes ciertos elementos de la psicología común. Ante la opinión pública, una de las mayores humillaciones para un esposo en la vida social es el hecho o el rumor de que su esposa le es infiel. En tal circunstancia, la reacción normal del varón acostumbra a ser siempre violenta. En seguida brillan las pistolas y dagas. Es, dicen, la manera de limpiar el honor.

Si esto ha sido siempre así, podemos imaginar qué sería en la sociedad patriarcal en la que vivía José.
Basta abrir el Levítico. Ya sabemos lo que les esperaba a las adúlteras: divorcio automático, gran escándalo y una lluvia de piedras.

¿Por qué José no reaccionó así? En el fondo de este hecho se vislumbran deducciones muy interesantes. En el contexto de Mateo sentimos a José como perplejo, como no queriendo creer en lo que le dicen o en lo que está viendo. Eso nos permite deducir la siguiente situación.
Pienso que el hecho de ser María inmaculada y llena de gracia, debió reflejarse en su semblante, sobre todo en sus reacciones y comportamiento general. María debió tener, desde pequeña, un no sé qué todo especial. Aquella joven evocaría un algo divino, envolviéndose su figura y personalidad en un aura misteriosa, al menos para un observador sensible.

A partir de la reacción de José podemos seguir presuponiendo que, antes de los acontecimientos que estamos analizando, éste debió sentir por María algo así como admiración, quizá veneración. Mateo presenta a José como «justo», es decir, sensible para las cosas de Dios. José, pues, con esa sensibilidad debió ver en María algo más y otra cosa que una muchacha atractiva; debió apreciar en ella un algo especial, algo diferente, un misterio.

Así nos explicamos la reacción de José. Parece que no se puede creer: confronta la «noticia» con la idea que él tiene de ella, queda perplejo y parece decir: no puede ser. Era imposible que aquella criatura angelical, que él conocía perfectamente, tuviera semejante traspié. Pero, por otra parte, las evidencias estaban a la vista. ¿Qué sería? ¿Qué hacer?

Debió ser tan alta su estima por María, que decidió no dar rienda suelta a la típica violencia del varón burlado, sino sufrir en silencio él mismo toda aquella situación, eventualmente ausentándose de Nazaret con tal que María no fuera maltratada por la opinión pública.

Todo esto está significando cuán grande debió ser la veneración que José sentía por María y cuán «venerable» debió ser María desde pequeña. Al mismo tiempo, esta reacción nos da de un golpe un retrato integral de José: sensible a las cosas de Dios, preocupado más de los demás que de sí mismo, capaz de comprender y perdonar, capaz de tener control de sí mismo para no dejarse llevar por una decisión precipitada, capaz de esperar y de sufrir él mismo, en lugar de que sufran los demás, capaz de amar oblativamente.

Sigilo reverente
A pesar de lo dicho sigue en pie la pregunta: ¿por qué María no comunicó a José una noticia que le concernía directamente? María tenía que entender obviamente que, tarde o temprano, José tenía qué enterarse y que, cuanto más tarde, era peor para ella. ¿Por qué se calló? ¿Pensó María que José no sería capaz de comprender tan alto misterio —en realidad nadie sería capaz— y que sería mejor quedar en silencio? ¿Calculó María que José no habría de creer en la explicación objetiva del hecho? El caso de verdad era tan inaudito que a cualquiera se le ocurriría pensar que María, con su explicación, estaba dando una excusa infantil para ocultar un mal paso. ¿Sería eso? ¿Un silencio calculado?

No fue táctica. Según lo que yo intuyo se trató de un sigilo reverente ante la presencia de un enorme misterio. Por aquí anda la explicación definitiva de ese desconcertante silencio. María quedó abismada y profundamente conmovida por el misterio de la Encarnación.

Como sabemos, ella era una joven inteligente y reflexiva. Midió exactamente la importancia y trascendencia del doble prodigio: Madre de Dios y maternidad virginal. Y ella, que era tan humilde y se tenía por tan «poca cosa» (Lc 1,48), se sintió fuertemente sensibilizada, entre emocionada, agradecida y confundida, considerándose indigna de todo aquello. Y tomó conciencia de que el mejor homenaje, la mejor manera de agradecer y ser fiel a tanta gratitud, era reverenciar todo aquel misterio con un silencio total. Era tan único y sagrado todo aquello, que le pareció una profanación el comunicarlo a un ser humano, aunque se tratara del mismísimo José.

Y así, con tal de no revelar el secreto más sagrado de la historia y, con su silencio, ser fiel a Dios, María estaba dispuesta a sufrir cualquier consecuencia: la maledicencia popular, y el acta de divorcio, y las piedras, y las llamas, y la marginación social, y la soledad humana. Cualquier cosa.

Total, todo lo de Dios era tan grande y lo humano era tan pequeño... ¡Dios era de tal manera Premio Herencia-Regalo-Riqueza! Y ella había sido tratada con tanta predilección que todo lo demás no valía nada. Y la Madre quedó en silencio, despreocupada, tranquila. ¡Dios es grande!
Y el Señor, emocionado por la fidelidad silenciosa de su Hija, vino en su auxilio.
Con una intervención fuera de serie, Dios la había metido en un callejón sin salida. El único que podría sacarla de aquel atolladero era el mismo Dios con otra intervención extraordinaria. Y así lo hizo.

Una revelación interior, inequívocamente sentida, le habló a José: José, deja a un lado esos temores. María no es una mujer cualquiera de la calle. Es la Elegida entre las mujeres de todos los tiempos. El Señor puso sus ojos sobre ella y la halló encantadora. María no ha dado ningún traspié. Lo que ha germinado en ella es actuación directa y excepcional del Espíritu Santo. José, llévatela tranquilamente a tu casa y guárdala como un santuario vivo de Dios (Mt 1,20-24).

Debió ser infinita la delicadeza con la que José se aproximó a María desde ese momento. Si, por el contexto del capítulo primero de Mateo, vislumbramos que José había barruntado en María algo diferente, con esta revelación debió quedar confirmado en aquello mismo que presentía.

A partir de entonces debió ser total el respeto de José para con María. Un hombre sensible para las cosas de Dios como él, debió tratar a María con una actitud hecha de reverencia, cariño y admiración. En un hombre fuertemente «tocado» por Dios, quedaban trascendidos y sublimados los lazos afectivos meramente humanos y María fue para José, desde entonces, más que una muchacha atractiva: fue un reverente santuario del Dios vivo.

Según la opinión de muchos —personalmente, me parece una explicación muy aceptable— debió ser a partir de este tiempo cuando María y José decidieron llevar vida virginal en estado matrimonial. Entre los dos cuidarían y protegerían a Jesús, fruto directo de Dios, germinado en las entrañas solitarias de la santa Madre. Dios había escogido aquella casa, aquel matrimonio como morada especialísima, más santa que el arca de la Antigua Alianza. Valía la pena de superar las leyes de la carne y vivir en estado de adoración.

Interesante es la reacción de José después de esta revelación. Por el versículo 24 (Mt 1,24) tenemos la impresión de que José tomó de inmediato la iniciativa, hizo que se preparara rápidamente todo lo referente a la conducción y, en ceremonia solemne, la recibió por esposa. y Prodigio en el seno del silencio

Amistad y comunión
Cuando se da la verdadera vida con Dios, a la fase de la inmersión en su intimidad corresponde y le sucede la fase de la donación entre los hombres. Cuanto más intenso haya sido el encuentro con el Padre, tanto más extensa será la apertura entre los hombres.

El trato con Dios que no lleve a la comunión con los hombres es una simple evasión en la que, sutilmente, la persona se busca a sí misma. Tiene que haber un perpetuo cuestionamiento entre la vida con Dios y la vida con los hombres, que deben combinarse integradamente condicionándose mutuamente, sin dicotomías.

María había vivido en vertical una intimidad con Dios sin precedentes. Esta intimidad va a abrirla a una comunión también sin precedentes hacia los hermanos, representados en este caso en Isabel. Dios es así. El verdadero Dios es aquel que nunca deja en paz, pero siempre deja la paz. El Señor siempre desinstala y conduce a sus amigos al compromiso con sus semejantes.

La Madre, después de haber vivido las grandes emociones de la anunciación, no quedó ahí saboreando el banquete. Al contrario, aquellas energías nacidas de su contacto con el Señor, le dan alas para volar «cruzando las montañas de Judea» (Lc 1,39) a la casa de Isabel.

Dios mismo las había unido. El Señor había revelado a Isabel lo que aconteció a María, al menos la información sustancial. Y el mismo Señor reveló a María lo que había acontecido en Isabel (Lc 1,36). Ambas se sentían emocionadas y agradecidas por haber sido, en diferentes grados, objeto de predilección de parte del Altísimo.
Posiblemente también Isabel se sintió impresionada por la actuación prodigiosa del Todopoderoso, que intervenía de modo excepcional en la naturaleza y en la historia, a través de ella, Isabel. Y seguramente se escondió en su casa durante los primeros meses, en silencio e interioridad, para vivir intensamente tanta gratuidad del Señor.

Sus propias palabras reflejan esta impresión cuando Lucas dice: «Durante cinco meses permaneció [Isabel] retirada, pensando: ”Esto es una manifestación de la misericordia del Señor para conmigo”» (Lc 1,25). Al parecer, María preparó el viaje con alguna urgencia, y el viaje mismo se realizó con cierta prisa. ¿Por qué esa urgencia? ¿Para verificar la gravidez de Isabel y así, paralelamente, ella misma sentirse confirmada en la veracidad de la anunciación? ¿Para desahogarse hablando sobre aquel gran secreto? ¿Quizá para tener una defensora, como sospecha Gechter, en caso de que fuera acusada de adulterio?

Sea como fuere, las palabras de Lucas: «por esos días, María partió apresuradamente» (Lc 1,39) están indicando que el viaje de María se efectuó en los días que siguieron a la anunciación, de tal manera que debió ser breve el tiempo que medió entre la anunciación y la visitación.
Sin embargo, sería ingenuo pensar que María se levantó al instante y viajó a la región montañosa de Judea. La joven necesitaba del consentimiento de su padre, bajo cuya tutela se encontraba todavía. Precisaba también de la autorización de José, su «señor» (baealah) desde los esponsales.

¿Cómo consiguió ambas autorizaciones? Era una situación delicada la suya. ¿Cómo no descubrir la verdadera razón del viaje, evitando transparentar el misterio de la Encarnación virginal y al mismo tiempo dar una explicación convincente? ¿Con reservas mentales? No olvidemos que, aun siendo la Madre muy joven, su espiritualidad había dejado en ella un sedimento de madurez, equilibrio y sabiduría.

Nos imaginamos que habría ideado, con una combinación de veracidad y sabiduría, la explicación satisfactoria para conseguir la autorización para el viaje. Todo lo cual está indicando hasta qué punto estuvo metida en los mismos problemas y apuros en los que nos vemos metidos también nosotros, los pobres mortales.

María no podía viajar sola. Tenía que conseguirse una comitiva o integrarse en una caravana. Tuvo que atravesar Galilea, Samaría y parte de Judea. En su paso por Samaría, en el último tramo del camino occidental que baja de Jericó a Jerusalén, sucedió la escena que queda descrita en la parábola del buen samaritano (Lc 10,30- 37). El hecho de viajar «con presteza», según Gechter, no hace referencia a un cierto nerviosismo o estado anímico, para compartir el secreto o cerciorarse de la información del ángel, sino al hecho de que el viaje debió hacerse sin paradas y sin entrar en Jerusalén.

La tradición sitúa la casa de Zacarías en un lugar llamado Ain Karim, a seis kilómetros al oeste de Jerusalén.
Llegó, pues, allá y saludó a Isabel (Lc 1,40). ¡Extraño! Entra en casa de Zacarías y saluda a Isabel. Entre los judíos el varón tenía toda la importancia y responsabilidad, y mucho más si se trataba de un sacerdote como en el caso presente. Contra todo protocolo social, aquí, en medio, estaba el Espíritu Santo, quien sacudió a Isabel para hacerle decir palabras proféticas (Lc 1,41-43). Fue Dios mismo quien habló por boca de Isabel.

Isabel era una matrona entrada en años, «de avanzada edad» (Lc 1,7). El contexto de Lucas hace suponer que se le había pasado hacía tiempo la edad normal de tener hijos.
«A Isabel debemos considerarla de lleno en los 60 años. Si María era la primogénita, su madre (la de María) tendría, dentro de los cálculos normales, unos 28 años; algunos más, si María tenía hermanos mayores» .

Era, pues, imposible que Isabel fuese prima de María como se suele decir. María tendría, en este momento, entre 12 y 15 años. De modo que Isabel sería tía para María, y posiblemente tía abuela. Pero eso no tiene importancia.
Es realmente extraño que dos mujeres tan distantes en la edad estuvieran tan próximas en sus corazones. Había algo que comunicaba a ambas por encima de las distancias y edades. ¿Cómo llegaron a semejante intimidad? ¿Por el parentesco? No siempre se da entre las parientes tal comunicación.

¿Cómo explicarnos? Podríamos adelantar unas hipótesis. En la primera suposición, así como Juan (el bautista) y Jesús habían de estar unidos en sus destinos y en sus vidas, el Espíritu Santo hizo que sus madres estuvieran también unidas en una comunión especial. Lo cual, por otra parte, denotaría que ambas madres tuvieron una decisiva influencia en la formación y espiritualidad de sus correspondientes hijos.

Hay otra suposición. Isabel aparece en el evangelio como una mujer de gran sensibilidad interior, de esa clase de mujeres que poseen una penetrante intuición para detectar con exactitud las vibraciones espirituales dondequiera que estén. Y María debió tener un aura especial desde pequeña.

Ahora bien, es probable que desde que María era una niña, Isabel detectara en ella un alma privilegiada por la profundidad y precocidad de su vida espiritual, y quizá vislumbrara en ella, aunque entre penumbras, un alto destino y, de todas formas, una riqueza interior excepcional.
En esta suposición, hubo anteriormente entre ambas un intercambio de intimidades, de sus experiencias personales en las «cosas» de Dios, a pesar de la diferencia de edad.

María se quedó con Isabel cerca de tres meses (Lc 1,56). ¿De qué hablaron durante estos tres meses? ¿Cuál fue el fondo y la materia central de sus conversaciones?
Hablaron de la consolación de Israel, de las promesas hechas a nuestros padres, de la misericordia derramada de generación en generación, desde Abraham hasta nuestros días, de la exaltación de los pobres y de la caída de los poderosos.

Pero más que hablar de los pobres, de los profetas y de los elegidos, hablaron sobre todo del Señor mismo, de Yavé Dios. Cuando alguien se siente intensamente amado por el Padre, no acierta a hablar más que de El. La Madre, al recordar cómo ella fue centro de todos los privilegios, sentiría una conmoción única al hablar de su Dios y su Padre.

Dios, Dios mismo, fue el fondo y el objeto de sus emociones, de sus expansiones y de sus expresiones durante estos tres meses en Ain Karim.
Todos los exégetas están de acuerdo en que, de los dos primeros capítulos, emerge una figura femenina de perfiles muy específicos: delicada, concentrada y silenciosa.
Por eso mismo, Harnack encontraba «sorprendente» que María rompiera su habitual silencio e intimidad con un canto exaltado. A eso responde Gechter, con una explicación psicológica muy plausible:
«Su profunda piedad se vio arrollada por la grandeza de lo que Dios había hecho en ella.
No podía pedirse más para que el silencioso carácter de la Virgen se volcase hacia fuera, en un ímpetu jubiloso de palabras.
Siendo ésta una ocasión excepcional, nada hay que esté en contradicción con su habitual recato y modestia»
.

Naturalmente no fue tan sólo una efusión espiritual, una comunicación fraterna. fue más que eso. Hubo también solicitud ayuda.
Si el ángel dice a María que Isabel está en su sexto mes, y al poco de esta notificación va la Madre a la casa de Isabel y el Evangelio agrega que «María se quedó cerca de tres meses con Isabel» (Lc 1,56), podemos deducir, con toda naturalidad, que quedó en Ain Karim hasta después del parto de Isabel.

De aquí emerge María como una joven delicada con gran sentido de la serviciálidad fraterna. Es fácil imaginar la situación. Isabel está en estado de alta gravidez, con eventuales complicaciones biológicas debido á su edad avanzada; quedaba medio inútil para los trabajos domésticos. Zacarías estaba mudo, «herido» psicológicamente.

Seguramente vivían ellos dos solos. La Madre fue, para ellos, una bendición llovida del cielo. Podemos imaginar a María, tal como siempre aparece, atenta y servicial; podemos imaginarla en las tareas domésticas cotidianas: comida, limpieza, lavado, tejiendo ropa, preparando todo aquello que se necesita para un bebé, ayudando a Isabel en las delicadas tareas prenatales, haciendo un poco de enfermera y un poco de matrona —hay tareas que son privativas del mundo femenino—, consolando a Zacarías con la misericordia del Padre, preocupada en todo momento de los mil detalles domésticos...
Fue la delicadeza misma hecha persona.

Por qué se casó María
Hace unas décadas despertó Paul Gechter una violenta polémica con su interpretación exegética de Lucas 1,34. Este autor opinaba que María, con sus palabras «no conozco varón», no aludía al voto de virginidad, sino que se refería a su situación jurídica presente.

Era como si dijera: ángel Gabriel, ¿cómo podría yo quedar ahora grávida sí. vivo en el período de esponsales, no he cohabitado ni puedo cohabitar con José, hasta el día de la conducción? Según la interpretación del exégeta alemán, estas palabras no contienen alcance intemporal, no pueden extenderse al pasado y al futuro, como si dijera «no he conocido, ni conozco ni tengo intención de conocer varón», sino que el verbo («no conozco») es preciso entenderlo rigurosamente en el tiempo presente.

De la misma opinión participa otro notable exégeta alemán, Josef Schmid , del grupo llamado Comentario de Ratisbona, según el cual dichas palabras hacen referencia al hecho de que «en aquel momento estaba sólo prometida y no casada», y que en esas palabras no se puede ver «la expresión de un voto, o, al menos, el propósito firme de una virginidad perpetua».

Sin embargo, la tradición católica, siguiendo la interpretación de san Agustín, ha dado al verbo «no conozco», en tiempo presente, una amplitud que abarca el pasado, el presente y el futuro, como si fuera un verbo impersonal que abarcara todos los tiempos de la conjugación verbal.

Es como si dijera: no tengo intención de tener relación matrimonial con ningún hombre, en toda mi vida. Todos los idiomas, precisa Ricciotti, incluso los modernos, utilizan la conjugación del verbo en presente con una intencionalidad extensiva hacia el futuro, como cuando decimos: yo no estudio medicina; yo no me voy al extranjero; yo no me caso con esta mujer... Y en este sentido habría hablado María, en Lucas 1,34.

Es preciso distinguir dos cosas: la maternidad virginal y la virginidad perpetua.
La maternidad virginal es un dato constatado por el evangelio de múltiples maneras y, desde el punto de vista de la fe, es un hecho incuestionable. Los que lo niegan son aquellos que no admiten por principio el milagro.
La virginidad perpetua tiene fundamentos bíblicos, pero su fuerza principal emana de la Tradición. Es doctrina dogmática, definida en el Concilio de Letrán, en el año 649. En todo caso, la virginidad perpetua es uno de los puntales más firmes de la mariología y una de las enseñanzas más sólidas y antiguas de la Iglesia.

Según mi apreciación personal, el argumento bíblico más fuerte, aunque indirecto, sobre la virginidad perpetua de María radica en el hecho de que Jesús, al morir, entrega a su Madre a los cuidados de Juan.
Si María hubiese tenido más hijos, hubiera sido un absurdo, desde el punto de vista afectivo y jurídico, entregarla a los cuidados de un extraño, estableciendo, además con él (Juan) una relación materno-filial. Y a pesar de que este episodio (Jn 19,25-28) encierra también un significado mesiánico, como explicamos ampliamente en otro momento, no excluye en Jesús la intención de un encargo familiar, y así lo interpretó Juan, ya que «la recibió en su casa» (Jn 19,27).

Para mí este hecho tiene una fuerza incontrarrestatable, aunque indirecta, sobre la virginidad perpetua de María.
¿Qué decir, entonces, del voto de virginidad perpetua? Hoy día va tomando cuerpo con fuerza cada vez más creciente entre los mariólogos, la idea de que la decisión de vivir en virginidad la habría concebido, decidido y formulado después de la anunciación.

María era —ya la conocemos— una mujer reflexiva e interiorizada. Debió quedar fuertemente sensibilizada y profundamente impresionada al darse cuenta de qué manera Dios, contra toda la opinión pública de la historia de Israel, apreciaba la virginidad y de qué manera (el Señor) asociaba definitivamente la virginidad al misterio de la Encarnación.

Según su costumbre, debió dar vueltas y más vueltas en su interior a esta «novedad», quedando fuertemente impactada. Y, a la luz y presencia del Espíritu Santo, pensando que para Dios todo es posible, conmovida y agradecida porque precisamente ella había sido escogida para que se consumara en ella esa prodigiosa maternidad en virginidad, habría ido madurando la idea —hasta la formulación completa— de hacer al Señor el homenaje de quedar siempre virgen. Si la persona del Hijo de Dios iba a ocupar aquel su seno, no sería decoroso que ningún otro ser lo ocupara. Aquel cuerpo sería sólo para Dios.

¿Por qué se casó? Con la anunciación se cambiaron todos sus planes. Había sido tomada y metida en un torbellino de acontecimientos que la colocaban en una situación «fuera de serie», en todo sentido.
Antes de la anunciación, como explica Schmid, María se dirigía hacia el matrimonio y un matrimonio normal. Pero ahora, después de estos acontecimientos, ya que su destino era excepcional, tenía que vivir también en una situación de excepción.

¿Por qué se casó? Si María tenía un hijo, sin estar casada, se habría producido una situación insostenible para la Madre y sobre todo para el Hijo.
Es fácil imaginar la situación: en un lugarcito donde el universo humano es muy limitado, donde todos saben las «historias» —magnificadas, por supuesto— de todos, donde las gentes viven presas de prejuicios y costumbres, donde apenas existe vida privada para la persona, sino que todo queda al descubierto, pasto fácil y sabroso para las malas lenguas..., es fácil imaginar, digo, lo insostenible de la situación de María, siendo madre soltera. Y peor aún, un día hubiese sido imposible para Jesús cualquier actividad evangelizadora.

Como hemos explicado más arriba, debió ser infinita la delicadeza con la que José se aproximó a María después que el cielo le reveló su destino y su dignidad.
Y los dos, tan sensibles para las cosas de Dios, después de largas conversaciones habrían llegado al compromiso de vivir unidos en matrimonio virginal, dando cobertura al sacrosanto misterio de la Encarnación y colaborando con Jesucristo en la salvación del mundo.
Un lector moderno difícilmente puede entender esto, debido al ambiente secularizado y freudiano en el que todos estamos metidos. Para entenderlo, sería preciso «entrar» en el mundo de dos personas para las cuales la única realidad y valor es Dios.

Y el Prodigio se consumó
Al retirarse el ángel, comenzó el prodigio. El Espíritu Santo, portador de la potencia creadora del Padre, descendió y ocupó todo el universo de María. ¿Cómo fue aquello? ¿Qué sucedió en el primer minuto? ¿En la primera hora? ¿En el primer día?

Al no disponer de ninguna indicación bíblica a este respecto, vamos a apoyarnos en dos bases: el estilo de Dios y el estilo de María.
En cuanto a la actuación normal de Dios, sabemos que El, desde infinitas eternidades, fue silencio. Dios habita en las profundidades de las almas en silencio. Actúa en el universo y en la historia como un desconocido. Para unos, Dios duerme. Para otros, está muerto. Para otros, es nada. Dios busca la noche, ama la paz. Dice la Biblia que Dios no está en el barullo (2 Re 19,11).

En cuanto al estilo de María, ya sabemos de sus actitudes: siempre retirada en un segundo plano, humilde, modesta...
Una combinación de estos dos estilos nos dará la idea de cómo se dieron los fenómenos: el mundo no quedó en suspenso, no se paralizó el orden universal ni la historia contuvo el aliento. Al contrario, todo sucedió naturalmente, silenciosamente. Nunca como en este momento tuvieron tan cabal cumplimiento aquellas solemnes palabras de la Sabiduría:
«Un profundo silencio lo envolvía todo, y la noche avanzaba en medio de su carrera, cuando tu Omnipotente Palabra descendió de los altos cielos al medio de la tierra» (Sab 18,14-18).

El contexto evangélico que hemos analizado en los diferentes lugares de este libro, indica que nada extraordinario percibieron en ella los nazaretanos, ni sus parientes próximos, ni siquiera sus padres. El gran misterio no trascendió de la piel de María.

Como la virginidad es silencio y soledad, en el silencioso seno de una virgen solitaria se consumó el prodigio, sin clamor ni ostentación.

Ahora bien, si exteriormente no hubo manifestaciones, en su interior debió haber grandes novedades, y la intimidad de la Madre debió quedar iluminada y enriquecida sobremanera. Su alma debió poblarse de gracias, consolaciones y visitaciones.

En estos nueve meses, viviendo una identificación simbiótica y una intimidad identificante con Aquel que iba germinando silenciosamente dentro de ella..., debió experimentar algo único que jamás se repetirá. Como sabemos, entre la gestante y la criatura de su seno se da el fenómeno de la simbiosis. Significa que dos vidas constituyen una sola vida. La criatura respira por la madre y de la madre. Se alimenta de la madre y por la madre, a través del cordón umbilical. En una palabra, dos personas con una vida o una vida en dos personas.

Naturalmente, la Madre no sabía de fisiologías. Pero una mujer inteligente intuye —y sobre todo «vive»— esta realidad simbiótica.
Siendo además una mujer profundamente piadosa, aquel fenómeno debió causarle una sensación indescriptible en el sentido siguiente. La criatura dependía del Creador, de tal manera que si éste retiraba su mano creadora, la criatura (María) se venía, en vertical, a la nada. Y, al mismo tiempo, el Creador dependía de la criatura, de tal manera que si la criatura dejaba de alimentarse, corría peligro la vida del Creador. Fenómeno que nunca se había dado y que nunca se habría de dar.

Si la simbiosis es un fenómeno fisiológico, el mismo fenómeno cuando es psíquico se llama intimidad. Toda persona, como realidad experimental y psicológica, es interioridad. Ahora bien, cuando dos interioridades se entrecruzan y se proyectan mutuamente, nace la intimidad, la cual no es otra cosa que una simbiosis espiritual por la que de dos presencias se forma una sola.

Pues bien, la Madre experimentó simultáneamente la simbiosis fisiológica y la intimidad espiritual. ¡Cómo debió ser aquello! Ni la intuición femenina más penetrante, ni la imaginación más aguda, podrán jamás barruntar cuál fue la altura y la profundidad, la amplitud y la intensidad de la vida de la Madre en aquellos nueve meses.

En las largas noches, en el sueño o en el insomnio, en sus caminatas a la fuente o al cerro, en la sinagoga o en las oraciones rituales señaladas por la Torah, cuando trabajaba en el huerto o cuidaba rebaños en el cerro, cuando tejía la lana o amasaba el pan..., abismada, sumida, endiosada, concentrada y compenetrada e identificada con Aquel que era vida de su vida y alma de su alma... Jamás mujer alguna vivió, en la historia del mundo, semejante plenitud vital y tanta intensidad existencial.

El silencio se paró y se encarnó en María juntamente con el Verbo. En estos nueve meses, la Madre no necesitó rezar, si por rezar se entiende vocalizar sentimientos o conceptos. Nunca la comunicación es tan profunda como cuando no se dice nada; y nunca el silencio es tan elocuente como cuando nada se comunica. Aquí, durante estos nueve meses, todo se paralizó; y «en» María y «con» María, todo se identificó: el tiempo, el espacio, la eternidad, la palabra, la música, el silencio, la Madre, Dios. Todo quedó asumido y divinizado. El Verbo se hizo carne.

Escenas breves
En la noche de Navidad, la Madre se vistió de dulzura y el silencio escaló su más alta cumbre.
Aquí no hay casa. No hay cuna. No hay matrona. Estamos de noche. Todo es silencio.
La noche de Navidad está llena de movimiento: llega la hora de dar a luz, la Madre da a luz, envuelve en pañales al recién nacido, lo acuesta en un pesebre, la música angelical rompe el silencio nocturno, el ángel comunica a los pastores la noticia de que ha llegado el Esperado, les da la contraseña para identificarlo, vámonos rápidamente —dicen los pastores—, llegan a la gruta, encuentran a María, José y el Niño recostado en el pesebre, seguramente les ofrecieron algo de comer o algún regalo, les contaron lo que habían visto y oído en esa noche, los oyentes se admiraron...

Y, en medio de tanta cosa, ¿qué hacía, qué decía la Madre? «María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19). Inefable dulzura, en medio de una infinita felicidad. Y todo en silencio.
Muchas madres, cuando dan a luz, lloran de alegría. Podemos imaginar la intensidad de la alegría de la Madre. Nunca la experiencia es tan profunda como cuando no se dice nada.
Aquel día hubo una gran conmoción en el templo de Jerusalén.

Un venerable anciano, sacudido por el Espíritu Santo, tomó en sus brazos al Niño, dijo que ahora podía morir en paz porque sus ojos habían contemplado al Esperado, cuyo destino sería destruir y construir, derribar y levantar, y dijo a la Madre que estuviera preparada porque también ella sería envuelta en el fragor de aquel destino de ruina y resurrección; y Ana, una venerable octogenaria, se sintió repentinamente rejuvenecida y comenzó a hablar maravillas de aquel Niño...

Y, en medio de aquella conmoción general, ¿qué hacía, qué decía? «Su madre estaba admirada de las cosas que se decían» (Lc 2,33).
Pero debió vivir tan intensamente aquellos episodios, que se le grabaron vivamente los nombres, la edad y las palabras de aquellos ancianos, y después de muchos años retransmitió todo fielmente a la primitiva comunidad.

En el Calvario, la Madre es una patética figura de silencio.
El Calvario está lleno de música fúnebre, de movimiento, de voces, de presencias, de sucesos telúricos: la cruz, los clavos, los soldados, los ladrones, el centurión, los sanedritas, el temblor de tierra, el rasgarse el velo del templo, la oscuridad repentina, las burlas, las Palabras: perdónalos, no saben lo que hacen, esta misma noche estarás conmigo en el paraíso, Padre mío, ¿por qué me has abandonado?, tengo sed, mujer, he ahí a tu hijo, en tus manos entrego mi vida, todo está acabado...

Y en medio de esta sinfonía patética, ¿qué hacía, qué decía? «Junto a la cruz de Jesús estaba, de pie, su Madre» (Jn 19,25). En medio de ese desolado escenario, esa Mujer en pie, es silencio y soledad, como una piedra muda.
Ni gritos ni histerias ni desmayos, posiblemente ni lágrimas.
El profeta Jeremías la había imaginado como una cabaña solitaria, en la alta montaña, combatida por todos los huracanes.

Aquí, en el Calvario, el silencio de María se transformó en adoración. Nunca el silencio significó tanto como en este momento: abandono, disponibilidad, fortaleza, fidelidad, plenitud, elegancia, fecundidad, paz... Nunca una criatura vivió un momento con tanta intensidad existencial como María en el Calvario.

En resumen, de María apenas sabemos nada. No sabemos cuándo murió, dónde murió, ni siquiera si murió. Existen mil teorías sobre los años que vivió María. Todas las teorías carecen de fundamentos.
Mil teorías sobre el lugar en que murió. Unos dicen que en Éfeso, otros que en Esmirna, otros que en Jerusalén. Ninguna teoría tiene fundamento sólido.

Dos teorías sobre si María murió o si, sin morir, fue levantada al cielo en cuerpo y alma. Unos dicen: a María no le correspondía morir por ser Inmaculada. Y la muerte es estipendio del pecado. Así, pues, sin morir fue asumida en cuerpo y alma al cielo. Otros dicen: por imitar a Jesús, María se sometió a la ley de la muerte; murió, Dios la resucitó y se la llevó en cuerpo y alma al cielo.

Los unos y los otros esperaban que Pío XII dijera la palabra final con ocasión de la definición dogmática de la Asunción en el año 1950. Ellos suponían que el Papa, al proclamar que María fue levantada en cuerpo y alma al cielo, tendría que precisar si esto ocurrió antes de morir o una vez muerta y resucitada. Llegó el momento y Pío XII no dijo nada al respecto.

María aparece en la historia como por sorpresa. Y desaparece en seguida como quien no tiene importancia. Hubo una canción famosa, antigua, que decía así:
«Y no olvidemos que, por un breve y brillante momento, hubo un Camelot

Por un breve y brillante momento apareció la Estrella y dijo: sólo Dios es importante. Y la Estrella desapareció.