El silencio de María Cap. 4-1: La Madre


El nombre de esta hermosa joven estaba escrito sobre la nieve.
Al salir el sol, la nieve se derritió y arrastró el nombre sobre las aguas
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KAZANTZAKIS

Ha dado a luz un Hijo para sublime felicidad. Y ahora se ha perdido en su silenciosa dulzura.

1- La Madre del Señor
La madre eterna
Una leyenda bretona dice que cuando los barcos naufragan en alta mar y los marineros se ahogan en las profundas aguas, la mujer de la muerte les susurra al oído canciones de cuna, aquellas mismas canciones que los náufragos aprendieron de sus madres cuando eran mecidos en sus cunas. Según la poesía oriental, la mamá que murió vuelve todas las noches a acunar a sus hijos, aunque ya sean adultos. Y para estos huérfanos todos los seres de la naturaleza —el viento, las ramas de los árboles, las olas, las sombras— se transforman en brazos maternos para acariciar, acoger y defender a sus queridos huérfanos.

La madre no muere nunca. Dice Von Le Fort: «En la poesía popular sobre la madre, surge un profundo parentesco entre el nacimiento y la muerte.»

Madre, dolor, muerte, fecundidad, no son tan sólo palabras aproximativas o evocativas. Son expresiones tan entrañablemente emparentadas, tan condicionadas mutuamente que, en un cierto sentido, son palabras sinónimas.

La madre lo es todo a la vez: sagrada y terrena, piedra y estrella, aurora y ocaso, enigma y sangre, campana y silencio, milicia y ternura... Ella es como la tierra fértil, siempre dando nacimiento y siempre sepultando muertos, perpetuando incansablemente la vida a través de generaciones inmortales.

Para cumplir este destino sagrado y telúrico a la vez, la mujer, para ser madre y al ser madre, renuncia y pierde su personalidad y se sumerge en forma anónima en la corriente de las generaciones. La madre no tiene identidad personal; es, simplemente, la señora de Pérez, la mamá de Juanito. Es, esencialmente, entrega. Pertenece a alguien. No posee, es propiedad.

Pero, así como la hora del alumbramiento se desenvuelve tras la cortina, así todo el heroísmo de la vida de la madre transcurre en profunda sencillez, exenta de patetismo. Sufre y calla. Llora ocultamente. De noche, vela. De día, trabaja. Ella es candelabro, los hijos son la luz. Da la vida como la tierra: silenciosamente. Ahí está la raíz de su grandeza y belleza.

Dice Gibrán:
«Morimos para poder dar vida a la vida, así como nuestros dedos urden con el hilo la tela que jamás vestiremos.
Echamos la red para los peces que jamás probaremos. En esto que nos entristece está nuestra alegría.»


El misterio de María se proyecta como una luz sobre la madre eterna, aquella que nunca muere y siempre sobrevive. La figura de María Madre asume y resume el dolor, el combate y la esperanza de las infinitas madres que han perpetuado la vida sobre la tierra.

Entre la clausura y la apertura
La Encarnación es clausura y apertura simultáneamente. Por una parte culmina y corona las intervenciones fulgurantes de Dios, efectuadas a lo largo de los siglos, particularmente a favor de su pueblo Israel.

El Dios de la Biblia, nuestro Dios, no es una abstracción mental, como por ejemplo, Orden, Ley, Fuerza, Voluntad... Nuestro Dios es Alguien. Es un alguien que interviene, entra en escena, fuerza los hechos, irrumpe en el recinto privado de la persona, pero siempre para libertar. En una palabra, es una persona: habla, desafía, ruega, perdona, pacta, transige, propone, a veces dispone. Es, sobre todo, un Dios que ama, se preocupa, cuida: es Padre.

Por otra parte, la Encarnación es apertura de un Reino que nunca conocerá ocaso. Los reinos de la tierra, dentro del inevitable ciclo biológico, nacen, crecen, mueren. La Iglesia es el nuevo teatro de operaciones, el nuevo Israel, propiedad de Dios. Así como Dios es Viviente sin término, porque está por encima del proceso biológico, así la Iglesia vivirá hasta que las cortinas caigan y el tiempo se acabe.

La Encarnación abre pues, una ruta siempre hacia adelante y siempre hacia arriba, hasta que llegue la culminación final.
Y en esta encrucijada, entre la clausura y la apertura, se levanta la Madre con su Sí. 

Nacido de mujer (Gál 4,4)
Mateo y Lucas abren sus respectivos evangelios con unas listas, antipáticas por áridas, llamadas genealogías. Lucas traza la suya en línea ascendente y Mateo en línea descendente.

A pesar de que tales genealogías tienen ese carácter monótono, y en la lectura bíblica uno siempre salta por encima de esos nombres, sin embargo esas listas encierran una gran densidad de sentido. Significan que nuestro Dios no es una fuerza primitiva o el orden cósmico; es el Dios concreto, aunque sin nombre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob; en una palabra, el Padre de nuestro Señor Jesucristo.

«Es Él quien de lo viejo hace salir lo nuevo y da a lo esperado su plena realización; quien no quebranta la historia, sino que la conduce a su término; quien colabora con los hombres, y de su pobre obra, y aun de sus malogros, construye algo acabado» .

En la lista descendente de Mateo, María queda ubicada al final de la genealogía. Todo árbol genealógico entre los judíos avanza rigurosamente por la línea masculina, pero aquí, al final, entra el nombre de María. ¡Extraño!

Pero María aparece por una necesaria referencia a Cristo. Como el final y coronamiento de la lista es Jesucristo, y a Cristo no se le puede concebir sin María, de ahí que Mateo haya incluido necesariamente a María. De modo que la entrada de María en el Nuevo Testamento se realiza así, al final de una genealogía, como referencia condicionada a un Alguien y ¡como Madre!
«Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo» (Mt 1,16).

María pues, según la Biblia está situada en una intersección, ocupa un lugar central entre los hombres y Dios. El Hijo de Dios recibe de María la naturaleza humana y entra en la escena humana por este cauce.

Las generaciones van avanzando una tras otra hasta que, invariablemente, acaban en Cristo, igual que los ríos mueren en el mar. Todo el movimiento de la historia converge y culmina en Cristo: la Ley, los Profetas, toda la Palabra. Pues bien, Cristo aparece referido y condicionado a María «de la cual nació Cristo»

La Madre aparece nombrada inmediatamente antes del Hijo. María es, pues la representante de las generaciones que la precedieron, y al mismo tiempo, es la puerta de las futuras generaciones redimidas.
En una palabra, ¡por ser Madre!, María es, junto con Cristo, el centro y la convergencia en la historia de la salvación.

Madre de Dios
La doctrina invariable de la Iglesia enseña que Jesucristo es, rigurosamente, Hijo de María. A la manera como cualquier madre suministra todo al fruto de sus entrañas, María suministró una naturaleza humana, con la cual se identificó el Verbo; y el fruto fue Jesucristo.

Moviéndonos dentro del alcance y significado del dogma elaborado por la reflexión de la Iglesia a partir de los datos bíblicos y definido por el Concilio de Éfeso, María no es tan sólo Madre de Cristo en cuanto hombre, sino también Madre de Jesucristo en cuanto Este es la persona divina del Verbo. Ese es el significado del primer dogma mariano, proclamado con tanto júbilo en Éfeso en el año 431. El Verbo es su Hijo y María es su Madre, lo mismo que las otras madres lo son de la persona completa.

En hipótesis, el Verbo pudo haberse encarnado, por ejemplo, identificándose consustancialmente, en un momento determinado, con una persona adulta. Pero, de hecho, no aconteció así. Según la verdad revelada, Dios entró en la humanidad por el cauce normal de un proceso biológico, a partir de las primeras fases del embrión humano.

Por eso se habla de la maternidad divina. Por eso, también Isabel se pregunta estupefacta: ¿Qué es esto? ¿«La Madre de mi Señor» aquí? San Pablo, hablando del Eterno Jesucristo, dice que fue «fabricado» en el seno de una mujer (Gál 4,4), y utiliza una vigorosa expresión: Nacido «según la carne» (Rom 1,2). Y el ángel de la anunciación, al hablar a María sobre la identidad de aquel que florecería en su seno, dice que se trata del «Hijo del Altísimo».

Desde hace siglos, la Iglesia viene repitiendo aquellas palabras, llenas de grandeza y majestad: «et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine». ¡El misterio de la Encarnación! Se hizo carne (el Verbo) «en» y «de» María Virgen, por obra del Espíritu Santo.

Se quiere decir que de esta carne que el Verbo asumió, fue «fabricado» por la potencia creadora y directa del Espíritu Santo, y no dentro de un proceso biológico normal. Y avanza el dogma (y la Escritura) afirmando que esta operación creadora del Espíritu Santo se realizó concretamente «en» María y «de» María. La preposición latina ex tiene gran densidad de sentido, y quiere decir mucho más que nuestra preposición de.

La actuación excepcional del Espíritu Santo, no solamente no ha prescindido de la actividad generatriz materna sino que la ha requerido expresamente. De modo que se da una colaboración mutua entre el Espíritu Santo y la actividad materna de María: la una en la otra y la una al lado de la otra. 

Como dice con mucha precisión Scheeben , María fue verdadero principio de la humanidad de Cristo, aunque subordinada al Espíritu Santo, y actuando bajo la acción de éste, y ambos, el Espíritu Santo y María, actuaron en comunidad de acción.
Esta actividad, de parte de María, importa una colaboración biológica y otra espiritual, de la que hablaremos más tarde.

El dogma, siguiendo a la Escritura, en este proceso materno excluye por una parte la fecundación natural, y por otra parte afirma la actividad generatriz de María. Al contrario del proceso humano, en el que el padre colabora mediante el germen paterno a la formación de la sustancia corporal, en la generación de Jesucristo la acción colaboradora vino a través de la actuación excepcional de la potencia creadora de Dios sobre la sustancia humana, que fue tomada únicamente de la Madre.

Esa operación, según la Escritura, consistió en una «invasión» del Espíritu Santo y en una «acción» de la potencia infinita de Dios (Lc 1,35). Para significar esa acción, la Escritura utiliza unas expresiones bellísimas:
dice que la sombra del Altísimo cubrirá a María. Son expresiones nobles que recuerdan ciertos elementos naturales cuya acción deja intacto al sujeto sobre el cual actúan, como la luz, la niebla, la sombra, el rocío.

En una palabra, en este proceso generatriz de la Encamación, el Espíritu Santo será, misteriosamente, el agente que portará la potencia creadora, emanada directamente de la fuente del Altísimo.

Significado de la maternidad virginal
Si la Escritura y la Tradición afirman con tanta fuerza e insistencia el hecho de la maternidad virginal, ¿cuáles podrían ser de parte de Dios las razones para una opción tan extraña y excepcional en la historia de la humanidad?

Al parecer, en primer lugar Dios quiere con este hecho dejar establecido de manera patente e impactante que el único Padre de nuestro Señor Jesucristo es Dios mismo. Jesucristo no se originó de la voluntad de la sangre, ni de deseo carnal alguno, sino de la voluntad del Padre. 

Además, con el hecho de la maternidad virginal se quiebra y se trasciende el proceso biológico que viene desde Adán, e incluso desde mucho más lejos, desde las fronteras más lejanas de la biogénesis. Se quiebra un viejo orden por primera y única vez para patentizar que con la llegada de Jesucristo se establece un nuevo plan, no el de la generación por sexo sino el de la regeneración por la resurrección.

La virginidad de María es símbolo, figura y modelo de la virginidad de la Iglesia, sobre todo de aquella Iglesia definitiva y celestial, que no es otra cosa sino una multitud incontable de vírgenes, donde el amor llegó a su plenitud, el sexo fue trascendido hasta la total sublimación y los combatientes ya no se casarán ni serán entregados en matrimonio. 

Nueva patria, nuevo orden, nuevo amor. Cristo transformó todo. Y el Transformador tenía que entrar en el mundo de una manera diferente y virginal, tenía que vivir y morir de manera diferente y virginal. «Soy yo, el que todo lo hace nuevo», dice el Apocalipsis.

María Virgen es imagen de la Iglesia virgen. Los caminos que recorren los libertadores, en medio de la noche, son caminos de soledad. Toda mujer desea tener unos hijos, un alguien a su lado que le brinde protección, cariño y seguridad; quiere tener vestidos para brillar, joyas para lucir, una casa para cobijarse. Una virgen es una caminante solitaria que atraviesa una noche fría.

 Es una figura solitaria pero fascinante. Su soledad contiene un resplandor latente. Ella es tierra de Dios, la heredad exclusiva del Señor, sólo Dios tiene acceso y dominio sobre este territorio. Eso fue María virgen, y eso tiene que ser la Iglesia virgen: caminos de fe, humildad, pobreza, servicio, disponibilidad, entre persecuciones, combates y esperanzas.
Todo eso significa la virginidad.

Según lo que dijo el ángel de la anunciación, el que germinaría en el seno de María sería «santo» (Lc 1,35), y el Santo que nacería de ella la santificaría.

Para la Biblia, santo no es adjetivo, cualidad o propiedad, sino sustantivo. La palabra santo quiere decir, como lo traduce muy bien Schelkle: «Con Dios y por Dios arrebatado fuera del mundo.» En su significación semántica, santo hace referencia a verbos como separar, reservar, apartarse.

Por ahí va el significado profundo de la virginidad: alguien seducido por Dios, instalado solitariamente en el corazón de la noche, manteniéndose siempre en pie, sólo sostenido por el brazo fuerte del Padre e iluminado por el velado fulgor de su Rostro.

«Originalmente, Dios es santo en cuanto está separado del mundo, es totalmente distinto de él.
Santo es quien, separado de este mundo, pertenece al mundo de Dios.
Así María, por la santidad de su Hijo es ella misma, santa. Es retirada del ámbito de lo creado y situada en la esfera de las cosas y personas que Dios ha hecho suyas. Por eso, José no tiene relaciones sexuales con María»
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La maternidad virginal es algo tan inaudito que solamente se puede aceptar si se la mira como una de las grandes gestas salvíficas. Dice Schelkle:
«Es algo tan inconcebible que un ser humano no deba la vida al acto generador del padre, que puede ser simple indiferencia, y no necesariamente fe, aceptar, sin más, tal hecho» .

La maternidad virginal es uno de los portentos más altos —si no el más alto— de la historia de la salvación, dentro de aquella melodía que recorre toda la Biblia: para Dios nada es imposible (Gén 18,14; Lc 1,37).

«El milagro del nacimiento de Cristo es, precisamente, revelación de la libertad y acción creadora de Dios.
Hasta en la corporeidad de Cristo se halla contenido este anuncio: ahora comienza algo nuevo que es absolutamente acto creador de Dios y prueba de su poder.
En este sentido puede interpretarse la aserción paulina (1 Cor 15,45-47) de que Cristo, como nuevo Adán, como jefe y cabeza de una humanidad nueva, no fue formado de la tierra, sino que procede del cielo y es vivificador.
Cristo, criatura humana, no tiene padre. Jesucristo-hombre es obra directa de Dios. Sólo a éste corresponde la gloria de la obra y vida de Jesús»
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Todos nosotros vivimos envueltos en una atmósfera de inspiración freudiana, en una sociedad aceleradamente secularizante. Se ha exaltado de tal manera el mito sexo, que también los creyentes comienzan a sentir una cierta extrañeza por el nacimiento virginal. No tienen dificultad en aceptar hechos mucho más sensacionales como la Resurrección, pero sienten no sé qué disgusto ante este otro hecho de salvación. Se olvidan de que estamos ante un asunto de fe.

«El juicio sobre la tradición del nacimiento virginal y la aceptación de ella es, en definitiva, una parte sobre la tradición de Jesús el Cristo; y una parte de la afirmación de esta tradición.

Si pues, Cristo es el único y querido Hijo y la imagen verdadera de Dios, si El es la consumación de la era nueva, como hecho necesario para la humanidad perdida, la renovación total y la fuerza, el camino, la verdad y la vida..., entonces la afirmación de la inexistencia de la paternidad terrena encierra un profundo misterio.

Los textos del Nuevo Testamento referentes a la maternidad virginal, trazan una línea de frontera apenas perceptible en torno a la realidad de Jesucristo, frontera sin embargo, bien determinada y, a pesar de la escasez de textos, muy digna de ser aceptada, que impresiona y se hace inolvidable al lector»
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María, en los meses de gestación
Para saber cómo eran los sentimientos de María en los días de gestación, vamos a colocarnos ante situaciones análogas.

Si hoy día preguntamos a uña mujer grávida, y que al mismo tiempo sea mujer de mucha fe y gran interioridad, cuáles son los sentimientos que experimenta en ese estado de gravidez, ella quedará sin saber qué responder... ¡No es extraño, es tan insondable lo que vive! Al fin hablará dificultosamente; pero aun con palabras vacilantes conseguirá, no digo expresar, mas sí evocar un mundo inefable, un mundo que nace y muere con su propia maternidad

¿Cuál era la estatura psíquica y espiritual de María por esos días de gestación? En las escenas de la anunciación, María aparece dueña de una madurez excepcional, con capacidad de reflexión y sobre todo, muy interiorizada. Y todo esto en unas proporciones que no corresponden a su edad.

Si medimos su estatura espiritual por el contenido del Magníficat, comprobaremos que, cuando se evoca el misterio personal del Señor Dios, María es una joven vibrante y hasta exaltada a pesar de que, por lo general, se muestra reservada y silenciosa. Conoce la historia de Israel y es plenamente consciente del significado de la Encarnación. Además, es inmaculada, llena de gracia, habitada por la presencia sustancial del Verbo y afectada por la acción directa del Espíritu Santo. Tal es el sujeto que va a vivir una experiencia única.

Difícilmente podrá la mente concebir, y la lengua expresar, y la intuición más penetrante adivinar, cuál fue la amplitud y la profundidad de la vivencia en Dios, de nuestra Madre por esta época. El mundo interior de María debió enriquecerse poderosamente en estos nueve meses, en orden físico, psíquico y espiritual.
Aquello debió ser algo único e inefable.

María vive abismada en un universo sin fondo y sin contornos, mirando siempre contemplativamente al centro de su ser, donde se realiza el misterio infinito de la Encarnación. Todo el cuerpo y toda el alma de María estaban centradas y concentradas en su Magnífico Señor que había ocupado el territorio de su persona.

La fisiología describe admirablemente de qué manera, en los días de gravidez, todas las funciones vitales de la gestante convergen en la criatura, que va en el centro de su organismo, y colaboran en su formación. Si en María las funciones fisiológicas, por reacción espontánea, se dirigían al centro de su organismo donde germinaba el Hijo de Dios, al mismo tiempo toda su alma —atención, emoción, fuerzas de profundidad— convergía libremente y con devoción en ese mismo centro, teatro de las maravillas de Dios.

Hoy día, en cualquier clínica de maternidad se comprueba con un espectroscopio el siguiente fenómeno: cuando la mamá se emociona, se emociona también la criatura en su seno. Si se acelera el ritmo cardíaco de la madre, se acelera también el ritmo de la criatura. Si se tranquiliza el corazón de la madre gestante, se tranquiliza también el corazón de la criatura. Todas las alternativas emocionales de la mamá son vividas por la criatura y detectadas por la aguja del espectroscopio.

Según eso, en nuestro caso, de la misma sangre vivían el Criador y criatura, del mismo alimento se alimentaban y del mismo oxígeno respiraba el Señor y la Sierva. Así como sus cuerpos eran un solo cuerpo, según el fenómeno de la simbiosis, de la misma manera sus espíritus eran un solo espíritu: la atención de María y la «atención» de Dios estaban mutuamenteproyectadas, originándose una intimidad inenarrable. María vivía perdida, toda ella, en la presencia total del Señor Dios.

Todas las energías mentales de María quedaban concentradas y paralizadas en Aquel que estaba «consigo», en Aquel que, por otra parte, era el alma de su alma y la vida de su vida. En esos momentos la oración de María no consistía en expresar palabras, ni era propiamente una reflexión. Porque en una reflexión existe un movimiento mental, un ir y venir de las energías mentales; existe un proceso diversificante y pluralizador.

En María, en esos momentos de alta intimidad con su Señor, no existe propiamente (¿cómo explicar?) movimiento mental, todo está quieto. ¿Qué es? ¿Un acto? ¿Un estado? ¿Un momento? ¿Una situación? En todo caso, toda María (todas sus energías mentales integradas), en un acto (¿actitud?) simple y total, «queda» en Dios, con Dios, dentro de Dios, y Dios dentro de ella.

Ahí estaría la expresión exacta: toda María queda paralizada en su Hijo-Dios. Fue una convivencia densa y penetrante. María, en sus momentos más altos, no tenía imágenes ni pensamientos determinados, porque los pensamientos hacen presente a alguien ausente, pero en el caso de María grávida no era necesario hacer presente a ningún ausente, porque El estaba ahí «con» ella; era presencia identificada con su cuerpo y con su alma.

A pesar de esta identificación, María conservaba nítidamente la conciencia de su identidad y más que nunca y mejor que nunca medía la distancia entre la majestad de su Señor y la pequeñez de su sierva, emocionada y agradecida.

El Espíritu Santo fue portador de la fuerza creativa del Todopoderoso para formar una sustancia corporal en el seno de María. La acción del Espíritu Santo no se limitó a formar inicialmente el embrión. Así, pues, una vez que el embrión podía vivir por sí solo y transformarse en un organismo humano, el Espíritu Santo no se retiró como quien ha cumplido su misión, sino que acompaño con su influjo durante todo el proceso de gestación.

Pues bien, aquí nos encontramos con un misterio ante el cual la imaginación humana se pierde. Resulta que María recibió, digamos así, la sustancia personal del Verbo Eterno, segunda persona de la Santa Trinidad; y recibió al mismo tiempo al Espíritu Santo, sustancialmente también, no en sus efectos como sucedió en el día de Pentecostés.

María en este tiempo era rigurosamente templo sustantivo de la Santa Trinidad. Si bien es verdad que Dios no ocupa ni tiempo ni espacio, las comunicaciones intra- trinitarias se efectuaron en estos nueve meses, en el recinto personal de María, en el perímetro, por así decirlo, de sus dimensiones somáticas. ¿Cómo fue aquello?

Aquí uno se pierde.
«En» María, en estos nueve meses, el Padre fue Paternidad, es decir, continuó su eterno proceso de engendrar al Hijo. Este —que era propiamente Filiación— continuó a su vez en el proceso eterno de ser engendrado.

Y de la proyección de ambos sobre sí mismos nacía el Espíritu Santo. Desde siempre y para siempre había acontecido lo mismo: en el circuito cerrado de la órbita intratrinítaria se desenvolvía una fecunda corriente vital de conocimientos y amor, una vida inefable de caudalosa comunicación entre las tres personas. Pues bien, todo ese enorme misterio se desarrollaba ahora en el marco limitado de esta frágil gestante. Esto supera toda fantasía.

El Misterio Total y Trinitario envolvía, penetraba, poseía y ocupaba todo en María. ¿Tenía la joven gestante conciencia de lo que acontecía dentro de ella? Siempre ocurre lo mismo: cuanto mayor es la densidad de una vivencia, tanto menor es la capacidad de conceptualizarla y, sobre todo, menor todavía la capacidad de expresarla.

Según su espiritualidad de Pobre de Dios, María había entregado incondicionalmente su territorio, y ahora sólo se preocupaba de ser consecuentemente receptiva. Su problema no era el conocimiento sino la fidelidad.

Sin embargo, María no fue una gestante alienada. La pseudocontemplación aliena. Pero la verdadera contemplación da madurez, sentido común y productividad. Es verdad que María vive sumida en la presencia de Dios.
Pero en esa presencia sus pies tocan la tierra y la pisan firmemente. Ella sabe que tiene que sobrealimentarse porque de su alimento participa Aquel que va a nacer.

A la vez la presencia de Dios despierta, sobre todo, la sensibilidad fraterna. Y allá va la joven, rápidamente, a la casa de Isabel para felicitarla, para ayudarla en los últimos meses de gestación y en las tareas del parto. Y permanece allí tres meses. Dios es así. Nunca deja en paz. Siempre desinstala. Siempre saca a la persona de sus propios círculos para lanzarla a los necesitados de este mundo, en servicio y bondad.

Nunca se vio una estampa maternal de tanta dulzura, ternura y silencio. Nunca se volverá a ver en esta tierra una figura de mujer tan evocadoramente inefable. Jamás verán los ojos humanos tanta interioridad. Todas las mujeres de la tierra, las que hubo y las que habrá, encontraron en esta joven gestante su más alta expresión.

Todas las madres de la historia humana que murieron en el parto, resucitan aquí en el seno de esta Madre grávida, para dar a luz juntamente con Ella a generaciones imperecederas. Las voces y armonías del universo formaron aquí, en esta joven gestante, una sinfonía completa e inmortal.

María es aquella mujer grávida que aparece en la grandiosa visión del Apocalipsis, encaramada sobre la luna, vestida con la luz del sol y coronada por una antorcha de estrellas (Ap 12,1-15).

El Hijo, retrato de su Madre
De María sabemos poco. El Nuevo Testamento es parco en noticias referentes a la Madre. Y, aunque en el evangelio sentimos su presencia, su figura se nos pierde en la penumbra; y tenemos que caminar por entre deducciones e intuiciones para captar la persona y personalidad de la Madre.

A pesar de esta precariedad informativa, para saber quién fue María disponemos, sin embargo, de una fuente segura de investigación: su propio Hijo. Todos nosotros somos un producto de las inclinaciones y tendencias combinadas, de nuestro padre y de nuestra madre, transmitidas a través de las llamadas leyes mendelianas.

Los caracteres, tanto fisionómicos como psíquicos, se transmiten de padres a hijos por el cauce y en forma de códigos genéticos. En el interior de la célula del óvulo hay unos filamentos llamados cromosomas.

Cada cromosoma a su vez está formado de pequeños elementos, unidos a modo de cadena. Esos corpúsculos elementales se llaman genes, y ellos son los portadores de los caracteres de los padres. Estos genes, formando diferentes fórmulas o combinaciones genéticas, son los que determinan gran parte de los rasgos fisionómicos, así como las tendencias psicológicas, transmitidos por los padres y heredados por los hijos.

 No se sabe todavía cuál es el secreto misterio por el que los cromosomas, paterno y materno, forman un código genético, pero se sabe que a través de estos códigos llegan a los hijos los caracteres de sus padres.

Ahora bien, Jesucristo no tuvo padre en el sentido genético de la palabra. Así, pues, en su caso la transmisión (y recepción) de los rasgos fisionómicos y psicológicos se realizó por un solo canal proveniente de una única fuente, su Madre.

Según esto, el parecido físico entre la Madre y el Hijo debió ser enorme. Las reacciones y comportamiento generales debieron ser muy semejantes en la Madre y en el Hijo, lo que, por otra parte, se vislumbra claramente en los evangelios. ¿Cómo era María? Basta mirar a Jesús. El Hijo fue el doble de su Madre, su fotografía, su imagen exacta, tanto en el aspecto físico como en las reacciones psíquicas.

Existen en los evangelios otros aspectos que son muy interesantes para saber, en forma deductiva, quién y cómo fue la Madre. En primer lugar, Jesús es el Enviado que antes de proclamar las bienaventuranzas, El mismo las vivió hasta las últimas consecuencias.

En segundo lugar, Jesús fue aquel Hijo que desde niño fue observando y admirando en su madre todo ese conjunto de actitudes humanas —humildad, paciencia, fortaleza— que luego habría de esparcir en forma de exclamaciones en la montaña. Digo esto porque siempre que aparece María en los evangelios lo hace con aquellas características que están descritas en el sermón de la montaña: paciencia, humildad, fortaleza, paz, suavidad, misericordia...

Todos nosotros somos, de alguna manera, lo que fue nuestra madre. Una verdadera madre va recreando y formando a su hijo, de alguna manera, a su imagen y semejanza, en cuanto a ideales, convicciones y estilo vital.

Para Jesús debió constituir una impresión muy fuerte el ir, desde sus más tiernos años, observando y admirando —y, sin querer, imitando— aquel silencio, aquella dignidad y paz, aquel no sentirse impresionada por las cosas adversas... de su Madre.

Para mí, es evidente que Jesús no hizo otra cosa en la Montaña que diseñar aquella figura espiritual de su Madre que le surgía desde las profundidades del subconsciente, subconsciente alimentado con los recuerdos que se remontaban a sus primeros años. Las bienaventuranzas son una fotografía de María.

Avanzando por entre las penumbras de las páginas evangélicas, vislumbramos un impresionante paralelismo entre la espiritualidad de Jesús y la de su Madre.

María, en el momento decisivo de su vida, resolvió su destino con la palabra hágase (Lc 1,37). Jesús, llegada «su Hora», resolvió el destino de su vida y la salvación del mundo con la misma palabra hágase (Me 14,36).
Esta palabra simboliza y sintetiza una vasta espiritualidad que abarca la vida entera con sus impulsos y compromisos en la línea de los Pobres de Dios.

Cuando María quiere expresar su identidad espiritual, su «personalidad» ante Dios y los hombres, lo hace con aquellas palabras: soy una esclava del Señor . Cuando Jesús se propone a sí mismo como una imagen fotográfica, para ser copiado e imitado, lo hace con las palabras «manso y humilde» (Mt 11,29). Según los exégetas, las dos expresiones tienen un mismo contenido, dentro una vez más de la espiritualidad de los Pobres de Dios.

María afirma que el Señor destronó a los poderosos y encumbró a los humildes (Lc 1,52). Jesús dice que los soberbios serán abatidos y los humildes, exaltados.
De estos y otros paralelismos que se encuentran en los evangelios, podríamos deducir que María tuvo una influencia extraordinaria y determinante en la vida y espiritualidad de Jesús; que mucho de la inspiración evangélica se debe a María como a su fuente lejana; que fue una excelente pedagoga, y su pedagogía consistió no en muchas palabras sino en vivir con suma intensidad una determinada espiritualidad, con la cual quedó impregnado su Hijo desde niño; y que, en fin, el Evangelio es en general un eco lejano de la vida de María.

Viaje apresurado
La tradición y la imaginación popular han supuesto desde siglos que María hizo su viaje de Nazaret a Belén unos días antes del parto. La inmensa mayoría de los autores —incluso nosotros— se atiene a este supuesto sin detenerse a pensar mejor. Paul Gechter deduce, del contexto evangélico, una muy diferente conclusión, la cual arroja sobre María una grandeza singular, me parece .

Según el evangelista médico (Lc 2,1), María y José, ya casados, se vieron obligados a realizar su viaje a Belén bajo la presión de un edicto imperial. Esta razón no excluye que aquel viaje tuviera otros motivos.

El orden de los hechos pudo ser así: a los tres meses de la anunciación regresa María desde Ain Karim a Nazaret. Un buen día, no sabemos cuándo, recibe José la explicación sobre lo acontecido a María. De Mateo 1,24 surge la impresión de que la conducción —el casamiento— se realizó lo más pronto posible, inmediatamente después de esta notificación. La conducción pudo haberse realizado entre el cuarto y quinto mes después de la anunciación, es decir, un poco antes de que comenzaran a manifestarse los primeros síntomas visibles de la gravidez.

Detrás de este apresuramiento vislumbramos la preocupación y temor de parte de José de que muy pronto se encendiera la maledicencia popular contra María.

Si José quería defender el buen nombre de la Madre, y sobre todo el del Hijo, tenía que dar pasos apresurados para alejarse de Nazaret. Y se le presentó una magnífica oportunidad con ocasión del censo imperial, que debió haberse promulgado muchos meses atrás. La orden imperial fue providencial para ellos porque así a nadie extrañaría su alejamiento de Nazaret, que, al parecer, en la intención de los cónyuges era definitivo (Mt 2,22).

Así se ilumina la intención velada que, al parecer, se esconde detrás de la expresión lucana de «que estaba grávida» (Lc 2,5). Esta indicación tiene el aspecto de ser la motivación del viaje apresurado. María debía alejarse cuanto antes. En Belén a nadie llamarían la atención los síntomas de gravidez en María, porque nadie sabía la época del casamiento. Dice Gechter: «Así, sobre la Encarnación de Jesús quedaba tendido un velo que ocultaba el misterio a nazaretanos y belemitas.»

Lucas no dice: cuando llegaron allá se cumplieron los días del alumbramiento, sino: «estando ellos allá» (Lc 2,6). El texto lucano deja, pues, un amplio margen para fijar la cronología del nacimiento. Si el parto sucedió inmediatamente después de llegar, o después de un lapso más o menos largo de tiempo, el texto no dice nada.
Si se acepta este razonamiento, María y José habrían viajado de Nazaret a Belén más o menos en el quinto mes después de la anunciación.

Sea como fuere, en cualquiera de las dos suposiciones la situación de María no debió ser idílica. Ella tuvo que vivir, en todo caso, en una situación humanamente dramática. Pero aquí está la grandeza de la Madre. Cuando una persona vive inmersa en Dios y abandonada en su voluntad —como vivía ella—, esa persona experimenta una profunda paz y seguridad en medio de una furiosa tempestad.

Cualquiera de nosotros puede constatarlo: cuando se «vive» intensamente la presencia de Dios, entonces no se sufre miedo por nada sino que uno se siente tremendamente libre y, pase lo que pase, se vive en una paz inquebrantable.

Las situaciones amenazantes que envolvieron a María no impidieron en absoluto aquella profundidad, dulzura e intimidad en las que vivió la Madre durante estos meses. Esa es la lección de vida.