El silencio de María Cap. 4-4: Entre el combate y la esperanza

4. Entre el combate y la esperanza
Alienación y realidad

Todo lo que no se abre es egoísmo. Devoción mañana que acaba en sí misma es falsa y alienante. El trato con María que busca exclusivamente seguridad o consolación, sin irradiarse hacia la construcción de un reino de amor, no solamente es una sutil búsqueda de sí mismo sino un peligro para el desenvolvimiento normal de la personalidad.

No cabe duda de que en muchas partes, a lo largo de los tiempos, la devoción de María ha constituido una paralización de las energías. Las medallas y escapularios eran para muchos como amuletos mágicos, en lugar de ser la evocación de una Madre dinámica. Muchos buscan imágenes y cuadros, un algo que se puede tocar y besar en lugar de buscar signos que despierten la fe y conduzcan al amor.

No siempre es así, ciertamente. Tampoco podemos hacer caricaturas y universalizar. Muchas veces todo está mezclado: superstición, interés y devoción verdadera.
Las grandes multitudes se acercan a los santuarios marianos con un fondo de buen sentimiento y de interés personal. Quieren conseguir algo o agradecer un favor.

A veces tenemos la impresión de estar asistiendo a una operación de compraventa. Es el caso de tantos fieles que llegan haciendo sacrificios que conmueven, como el peregrinar a pie, el entrar arrastrándose sobre las rodillas, encender velas; contra su apariencia devocional, en eso se esconden buenas dosis de interés egoísta.

 Se cumple lo que decían los romanos: «do ut des», te doy para que me des. De ahí se origina, por ejemplo en Chile, la costumbre y la expresión «pagar mandas». El verbo pagar encierra claramente el concepto de compraventa.

Hoy se trata de la salud de la mamá, mañana del ingreso en la universidad del hijo mayor, pasado mañana de buscar un buen futuro esposo para la hija, al otro día de un conflicto matrimonial, familiar o vecinal. En el fondo se buscan a sí mismos, no buscan amar. Rarísima vez piden los fieles otra clase de valores, como la fe, la humildad, la fortaleza.

Es evidente que todo eso es la adulteración de la finalidad por la cual Jesucristo nos entregó una Madre. En lugar de ser la Madre que engendra en nosotros a Jesucristo, queremos transformarla muchas veces en la economista que soluciona los reveses económicos, en el médico que sana las enfermedades incurables, en la mujer mágica que tiene la fórmula secreta para todos los imposibles.

Otras personas acuden a los santuarios al rumor de milagros con una mezcla de curiosidad, superstición y fascinación. Sin darse cuenta se pueden fomentar instintos religiosos en lugar de promover la fe. Y, naturalmente, es diferente el sentimiento religioso que la fe.
La alienación puede venir también de otra parte. Entre los estudiosos, María ha sido en la historia objeto de rivalidades partidarias, en una verdadera dialéctica pasional entre los llamados maximalistas y minimalistas.

Los unos y los otros pretendían dar con la realidad de María. Todos ellos se extremaban en su posición y caricaturizaban a los adversarios doctrinales.
El Concilio Vaticano II fue un ejemplo impresionante para comprobar de qué manera el tema de María está cargado de alta tensión emocional. Es un contrasentido increíble el hecho de que sea centro de polémica aquella mujer del evangelio que siempre aparece en un segundo lugar, sin apenas abrir la boca, llena de calma...

Pretender elevar a María presentándola en su vida poco menos que si estuviera disfrutando de la visión beatífica, es restarle el mérito y la condición de mujer peregrina en la fe, y alienarla. Una mariología excesivamente deductiva tiene el peligro de levantar a María a vertiginosas alturas triunfalistas, rodeando a la Madre de privilegios y prerrogativas que quieren ser cada vez más altas. Hay quienes colocan a María tan alta y tan lejos, que la transforman en una semidiosa deshumanizada.

«Esta criatura "bendita entre todas las mujeres” fue en esta tierra una humilde mujer, implicada en las condiciones de privación, de trabajo, de opresión, de incertidumbre del mañana, que son las de un país subdesarrollado.
María debía no solamente lavar o arreglar la ropa, sino coserla; no solamente coserla, sino primeramente hilarla.

Debía no solamente hacer el pan, sino también moler el grano y, sin duda, cortar ella misma los árboles para las necesidades del hogar, como lo hacen todavía las mujeres de Nazaret. La Madre de Dios no fue reina como las de la tierra, sino esposa y madre de obreros. No fue rica sino pobre.

«Era necesario que la Theotokos fuese la madre de un condenado a muerte, bajo la triple presión de la hostilidad popular, de la autoridad religiosa y de la autoridad civil de su país. Era necesario que compartiera con El la condición laboriosa y oprimida, que fue la de las masas de hombres que había de redimir, ”los que trabajan y están cargados”» .
María no es soberana sino servidora. No es meta sino camino. No es semidiosa sino la Pobre de Dios. No es todopoderosa sino intercesora. Es, por encima de todo, la Madre que sigue dando a luz a Jesucristo en nosotros.

Nuestro destino materno
El significado profundo de la maternidad espiritual consiste, repetimos, en que María sea de nuevo Madre de Jesucristo en nosotros. Toda madre gesta y da a luz. La Madre de Cristo gesta y da a luz a Cristo. Maternidad espiritual significa que María gesta a Cristo y lo da a luz en nosotros y a través de nosotros.

En una palabra, nacimiento de Cristo significa que nosotros encarnamos y «damos a luz» —transparentamos— al Cristo existencia, permítaseme la expresión, a aquel mismo Jesucristo tal como en su existencia terrena sintió, actuó y vivió. Jesucristo —la Iglesia— nace y crece en la medida en que los sentimientos y comportamientos, reacciones y estilo de Cristo aparecen a través de nuestra vida.

Tenemos, pues, un destino «materno»: gestar y dar a luz a Jesucristo. La Iglesia «es» Jesucristo. El crecimiento de la Iglesia es proporcional al crecimiento de Jesucristo. Pero el Cristo Total no crece por yuxtaposición. Quiero decir: la Iglesia no es «más grande» porque tengamos tantas instituciones, centros misionales o sesiones de catequesis.

La Iglesia tiene una dimensión interna que es fácil de perder de vista. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo o el Cristo Total. Y la Iglesia crece por dentro y desde dentro por asimilación interior. Contemplada en profundidad, a la Iglesia no se la puede reducir a estadísticas o proporcionalidades matemáticas: por ejemplo, la Iglesia no es «más grande» porque hayamos hecho setecientos matrimonios y dos mil bautizos. La Iglesia es el Cristo Total. Y Jesucristo crece en la medida en que nosotros reproducimos su vida en nosotros.

En la medida en que nosotros encarnamos la conducta y actitudes de Cristo, el Cristo Total avanza hacia su plenitud. Es sobre todo con nuestra vida más que con nuestras instituciones como impulsamos a Cristo a un crecimiento constante. Porque Dios no nos llamó desde la eternidad principalmente para transformar el mundo con la eficacia y la organización, sino «para ser conformes a la figura de su Hijo» (Rom 8,29).

María dará a luz a Cristo en nosotros en la medida en que nosotros seamos sensibles, como Cristo, por todos los necesitados de este mundo; en la medida en que vivamos como aquel Cristo que se compadecía y se identificaba con la desgracia ajena, que no podía contemplar una aflicción sin conmoverse, que dejaba de comer o de descansar para poder atender a un enfermo, que no sólo se emocionaba sino que solucionaba... La Madre es aquella que debe ayudarnos a encarnar a ese Cristo vivo sufriendo con los que sufren, a fin de vivir nosotros «para» los demás y no «para» nosotros mismos.

María dará a luz a Cristo en nosotros en la medida en que los pobres sean nuestros predilectos; cuando los pobres de este mundo sean atendidos preferentemente, será la señal de que estamos en la Iglesia verdaderamente mesiánica; cuando vivamos como Cristo con las manos y el corazón abiertos a los pobres, con una simpatía visible por ellos, compartiendo su condición y solucionando su situación; en la medida en que nuestra actividad esté preferentemente, mas no exclusivamente, dedicada a ellos, en la medida en que lleguemos a ellos con esperanza y sin resentimientos... María será verdaderamente Madre, en la medida en que nos ayude a encarnar en nosotros a este Cristo de los pobres.

María dará a luz a Cristo en nosotros en la medida  en que tratemos de ser, como Cristo, humilde y paciente; en la medida en que reflejemos aquel estado de ánimo, de paz, dominio de sí, fortaleza y serenidad; cuando procedamos como Cristo ante los jueces y acusadores, con silencio, paciencia y dignidad; cuando sepamos perdonar como El perdonó; cuando sepamos callar como El calló; cuando no nos interese nuestro propio prestigio sino la gloria del Padre y la felicidad de los hermanos; cuando sepamos arriesgar nuestra piel, al comportarnos con valentía y audacia como Cristo, cuando están en juego los intereses del Padre y de los hermanos; cuando seamos sinceros y veraces, como lo fue Cristo, ante amigos y enemigos, defendiendo la verdad aun a costa de la vida... 

María será verdaderamente nuestra Madre en la medida en que nos ayude a encarnar a este Cristo pobre y humilde.

María dará a luz a Cristo en nosotros, en la medida en que vivamos despreocupados de nosotros mismos y preocupados de los demás, como Jesús, que nunca se preocupó de sí mismo, sin tiempo para comer, para dormir o para descansar; en la medida en que seamos como Cristo que se sacrificó a sí mismo sin quejas, sin lamentos, sin amarguras, sin amenazas, y al mismo tiempo dio esperanza y aliento a los demás; en la medida en que amemos como Cristo amó, inventando mil formas y maneras para expresar ese amor, entregando su vida y su prestigio por sus «amigos»; si pasamos por la vida, como Jesús, «haciendo el bien a todos». ¿En qué consiste la maternidad espiritual de María? En que la Madre nos ayude a encarnar, gestar y nacer en nosotros este Cristo que amó hasta el extremo.

María será para nosotros la verdadera Madre si nos esforzamos por tener su delicadeza fraterna
: acto seguido de la anunciación, va la Madre rápidamente a felicitar a Isabel y a ayudarla en las tareas domésticas de los días prenatales; si copiamos aquella su delicadeza en Caná, atenta y preocupada por todo, como si se tratara de su propia familia; superdelicadeza la suya, en la misma escena, al no comentar con nadie la deficiencia del vino, al no informar al anfitrión para evitarle un momento de rubor, y mayor delicadeza todavía al pretender arreglar todo sin que nadie se diera cuenta; delicadeza también con su propio Hijo al evitar ante los demás la impresión de una situación conflictiva por la respuesta del Hijo, cuando dice a los empleados: haced lo que El os diga; su delicadeza en Cafarnaúm, cuando en lugar de entrar en casa y saludar al Hijo con orgullo materno, golpea la puerta y queda fuera, esperando ser recibida por el Hijo.

De esta manera María da a luz a Cristo a través de nosotros, cumplimos nuestro destino materno, y Cristo es cada vez «mayor».