Muéstrame tu rostro Cap. 3-4: Silencio interior


2. Silencio interior
A poco que uno haya tratado con personas de oración y a poco que uno mismo haya hecho una zambullida introspectiva en sus aguas interiores, al instante advertirá que el primer obstáculo para sumergirse en el mar de Dios son las olas de superficie, es decir: el nerviosismo, la agitación y la dispersión general.
Para ser verdaderos adoradores en espíritu y verdad, necesitamos, como condición previa, el control, la calma y el silencio interior.
En lo alto de la montaña, Jesús había dicho que para adorar y contemplar al Dios vivo, no se necesitan grandes voces ni abundante palabrería. Hace falta crear el silencio interior. Hay que entrar en el recinto más secreto, desatenderse de los ruidos, establecer el contacto con el Padre y luego, simplemente, «quedarse» con El (Mt 6,6).

Si la oración es un encuentro, y el encuentro es la convergencia de dos interioridades, para que exista tal convergencia es indispensable que las dos personas salgan previamente de sus interioridades y se proyecten en un punto, en un momento determinado.
Sin embargo, la salida del hombre para su encuentro con Dios no es, paradójicamente, una salida sino una entrada; es decir, un avanzar en círculos concéntricos hacia el centro de sí mismo para «alcanzar» a Aquel que es «interiorintimo meo», más entrañable que mi propia intimidad (san Agustín). Entonces, y «allí», se da el encuentro.

Hay que comenzar por calmar las olas, silenciar los ruidos, sentirse dueño y no dominado, ser «señor» de la productividad interior, controlar y dejar en quietud todos los movimientos, sin permitir que los recuerdos y las distracciones lo lleven de un lado a otro. Este es el «aposento interior» (Mt 6,6) en «donde» es necesario para que se dé el verdadero encuentro con el Señor.

Jesús añade: «Cierra las puertas» (Mt 6,6). Cerrar las puertas y ventanas de madera es fácil. Pero aquí se trata de unas ventanas mucho más imprecisas y sutiles, sobre las cuales no tenemos dominio directo.

El cristiano no tiene dificultad en desentenderse del mundo exterior. Le basta subir a un cerro, internarse en un bosque o entrar en una capilla solitaria y, con eso, ya se siente instalado en un entorno recogido. Pero lo difícil, imprescindible y urgente es otra cosa: desligarse (y desligándose, dominarla) de esa horda compacta y turbulenta de recuerdos, distracciones, preocupaciones e inquietudes que asaltan y destrozan la unidad y degüellan el silencio interior.

Los maestros espirituales nos hablan constantemente de las dificultades casi invencibles que tuvieron que soportar durante largos años para conseguir esa «soledad sonora», atmósfera indispensable para la «cena que recrea y enamora».

Dispersión y distracción
Este es el problema de los problemas para quien quiere internarse en la intimidad con Dios: la dispersión interior.
Si conseguimos atravesar este verdadero «rubicón» sin ahogarnos, ya estamos metidos en el recinto sagrado de la oración.

¿En qué consiste la dispersión interior?
Venimos de la vida trayendo una enorme carga de esperanzas y desconsuelos. Nos sentimos íntimamente avasallados por tanto peso.
Las preocupaciones nos dominan. Las ansiedades nos desasosiegan. Las frustraciones nos amargan. Hay por delante proyectos ambiciosos que turban la quietud. Llevamos sentimientos, resentimientos vivamente fijados en el alma. Ahora bien, esta enorme carga vital acaba lentamente por destrozar y desintegrar la unidad interior del hombre.
Vamos a la oración, y la cabeza es un verdadero manicomio. Dios queda ahogado en medio de un ruido infernal de preocupaciones, ansiedades, recuerdos y proyectos.
El hombre debe ser unidad, como Dios es unidad, ya que el encuentro es la convergencia de dos unidades.

Pero en la dispersión el hombre se «percibe» como un amasijo incoherente de «trozos» de sí mismo que tiran de él en una y otra dirección: recuerdos por aquí, miedos por allá, anhelos por este lado, planes por el otro. Total, es un ser enteramente dividido, y por consiguiente dominado y vencido, incapaz de ser señor de sí mismo.
Además, el hombre es una red complejísima de motivaciones, impulsos, instintos que hunden sus raíces en el subconsciente irracional. El consciente es una pequeña luz en medio de una gran oscuridad, una pequeña isla en medio del océano.

En la complejidad de su mundo, el hombre (como conciencia libre) se siente golpeado, zarandeado, amenazado por un escuadrón de motivos e impulsos afectivos, que provienen desde regiones ignotas de uno mismo, sin enterarnos nunca por qué, cómo y dónde han nacido. No me extraña aquella patética descripción que hace san Pablo en la Carta a los Romanos (7,14-25), bocado exquisito para teólogos y psicólogos.

«Orar supone un pensamiento puro, un dominio de la mente, que el que ora trata de sustraer a las impresiones exteriores así como al oleaje del subconsciente, para fijarla, centrarla en un punto, donde se establece el contacto con el Señor de la paz y del silencio.
Por definición, la actividad mental es algo que bulle, que se mueve a través del campo del recuerdo, del conocimiento para realizar sus asociaciones de ideas de donde brota el pensamiento para deducir e inducir.
Es un peregrino que siempre está en trance de hacerse errante, de desviarse, de olvidar el fin, de perderse entre los matorrales de las representaciones confusas y desordenadas.

Aun al cabo de sus investigaciones, la mente sigue agitada. A la menor invitación, vuelve a caminar vagabunda» .
La distracción tiene las mismas características que la dispersión, y ambas palabras encierran un significado casi idéntico.

La mente humana, por su naturaleza dinámica, está en perpetuo movimiento cuando dormimos y sobre todo cuando estamos en vigilia. La mente, cabalgando sobre la asociación de imágenes, va brincando de recuerdo en recuerdo como inquieta mariposa. A veces, la lógica nos lleva sobre los eslabones de una cadena razonada.
Otras veces no existe lógica alguna, ni patente ni latente; y la mente da saltos acrobáticos sin tino ni sentido; y de repente nos sorprendemos a nosotros mismos pensando en los más locos disparates.
Otras veces, aunque la mente se dispare en direcciones aparentemente descontroladas, no obstante subyace una lógica latente o inconsciente. En todo caso, la mente danza en un perpetuo movimiento, pisando todas las latitudes.
Orar significa retener la atención, y mantenerla centrada y fija en un Tú.

El cristiano, cuanto más se ejercite en las prácticas de control mental, está facilitando directamente la capacidad concentradora de su mente en Dios. Las distracciones, eterna pesadilla de los orantes, irán desapareciendo en la medida en que, con paciencia y perseverancia, se ejercite el cristiano en las prácticas que indicaremos más adelante

«Dios no está en el barullo», dice la Biblia (2 Re 19,11). Diré más exactamente: A Dios no se le encuentra en el barullo. Este barullo puede ser externo; éste no tiene importancia. Cualquiera puede tener un gran momento con Dios en la agitación de un aeropuerto o en un hervor de una calle. Pero es el barullo interior el que pone en jaque el silencio.

Cuando decimos silencio interior, queremos indicar la capacidad de lograr el vacío interior, con el consiguiente señorío, de tal manera que uno sea sujeto y no objeto, capaz de centrar todas las fuerzas atencionales en el Objeto, que es Dios, en completa quietud. Y el barullo interior es el que impide el silencio.

Esta dificultad, a veces imposibilidad de lograr la unidad y el silencio conlleva consecuencias trágicas para muchos de los que han sido llamados a una alta unión. No se les ha enseñado o no han tenido la paciencia para ejercitarse en las prácticas del dominio mental.
En consecuencia no consiguieron esa «soledad sonora», recipiente del misterio. Nunca llegaron a un cruce e integración de los dos misterios, el de Dios con el mío. Jamás llegaron a experimentar «cuan suave es el Señor» (Sal 33; 85;99; 144).

Y sienten en su intimidad una extraña frustración que no aciertan a explicarse ni siquiera a sí mismos. Pero la explicación es ésta: una loca dispersión interior arrolló y degolló todas las buenas intenciones y todos los esfuerzos, y ellos quedaron al margen de una fuerte experiencia de Dios.
Y entonces toman diferentes direcciones: unos abandonan completamente la vida con Dios, con serias repercusiones para su estabilidad psíquica y para el problema elemental del sentido de su vida.

Otros tranquilizan, no su conciencia, sino su fuerte aspiración, haciendo un poco de oración litúrgica ocomunitaria (como si a un hambriento le diéramos unas migajas de pan).
Otros se lanzan en brazos de una actividad desenfrenada, gritando a todos los vientos que el apostolado es oración.

Yo me he encontrado con hermanos a quienes sólo la palabra oración les da alergia: sienten por ella, y expresan, una viva e indisimulada antipatía. Y siempre están listos para disparar contra la oración flechas envenenadas: alienación, evasión, sentimentalismo, tiempo perdido, infantilismo y otras palabras. Yo los comprendo. Ellos han intentado miles de veces ese encuentro, y siempre han naufragado en las correntosas aguas de la dispersión interior.

La palabra oración va asociada, para ellos, a una doliente y larga frustración.

EJERCICIOS PARA CALMARSE
Aquí tenemos, pues, al hombre atrapado entre las redes de su fantasía, sin poder controlarse, concentrarse y orar.

¿Qué hacer?
Los místicos cristianos tuvieron altas experiencias espirituales que nos transmitieron en forma de reflexiones teológicas.
Pero ellos no nos hablan —ni sabemos si se ejercitaron— de los medios prácticos para superar la dispersión y conseguir ese silencio interior, indispensable condición previa para vivir la unión transformante con Dios.

Ellos vivieron en una sociedad tranquila de fe o, quizá,en eremitorios o monasterios solitarios, lejos de las tormentas del mundo. Nosotros, en cambio, vivimos en una sociedad acosada por el vértigo, el ruido y la velocidad.
Si no tomamos precauciones, no sólo será frustrada nuestra llamada a la unión con el Señor sino que fracasaremos en el destino más primitivo y fundamental del hombre: ser unidad, interioridad, persona.

No me cansaré de repetir: Los que sienten que Dios vale la pena (y, en fin de cuentas, sólo El vale la pena y, sin El, nada tiene sentido), los que desean tomar en serio el camino que conduce a la experiencia transformante con el Padre, harán bien en ejercitarse frecuentemente en las diferentes prácticas que van a continuación.
Además, sin éstas o parecidas prácticas no habrá, normalmente, progreso en la oración.

Los ejercicios que van a continuación están tomados de mi libro Sube conmigo, con pequeñas variantes y aplicacines a la oración.

Quiero hacer constar que todos los ejercicios que voy a describir a continuación los he utilizado yo mismo numerosas veces, con miles de personas, en los Encuentros de Experiencia de Dios, a fin de preparar a los grupos para el momento de la intimidad con Dios.
A lo largo de estos años he ido puliéndolos, cambiando muchos detalles según los resultados que yo mismo observaba, buscando siempre la mejor practicidad.
Expresamente voy a omitir aquí ejercicios complicados. Entrego unos medios, simples y fáciles, que cualquier principiante puede practicar por sí mismo, sin necesidad de guía y con resultados positivos.

Advertencias
1. Todos los ejercicios deben hacerse lentamente y con gran tranquilidad. No me cansaré de repetirlo. Cuando no se consigue el fruto normal, generalmente es porque falta serenidad.

2. Todos estos ejercicios pueden hacerse con los ojos cerrados o abiertos. Si se hace el ejercicio con los ojos abiertos, conviene tenerlos fijos (no rígida sino relajadamente) en un punto fijo, sea en la lejanía o en la proximidad. A cualquier parte que mire, lo importante es «mirar hacia adentro».

3. La inmovilidad física ayuda a la inmovilidad mental y a la concentración. Es muy importante que durante todo el ejercicio se reduzca la actividad mental al mínimo posible.

4. Si en el transcurso de un ejercicio comienzas a agitarte, lo que al principio sucede con frecuencia, déjalo por el momento. Cálmate por un instante y vuelve a comenzar. Si alguna vez la agitación es muy fuerte, levántate y abandona todo por hoy. Evita en todo momento la violencia interior

5. Ten presente que en un principio los resultados serán exiguos. No te desalientes. Recuerda que todos los primeros pasos, en cualquier actividad humana, son dificultosos.
Necesitas paciencia para aceptar que el avance sea lento, y mucha constancia.
Los resultados suelen ser muy dispares. Habrá días en que consigas con facilidad el resultado esperado. Otras veces todo te será difícil. Acepta con paz esta disparidad y persevera.

6. Casi todos estos ejercicios producen sueño, cuando se consigue el relajamiento. Es conveniente practicarlos en las horas más desveladas. Para los que sufren de insomnio, se aconseja hacer cualquiera de los tres primeros ejercicios, sobre todo el primero, al acostarse. Diez minutos de ejercitación lo sumirán en un plácido sueño.

7. Después de experimentar todos los ejercicios, puedes quedarte, según el fruto que percibas, con aquel o aquellos que te vayan mejor. Puedes también introducir modificaciones en cualquiera de ellos, si observas que así te va mejor.

8. Después de un grave disgusto, de un momento fuertemente agitado o de una fatiga depresiva, retírate a tu cuarto.
Quince minutos de ejercitación pueden dejarte parcial o totalmente aliviado.
Para perdonar, para librarte de obsesiones o estados depresivos, utiliza estos ejercicios.

Al principio no conseguirás resultados. Más tarde sí, sobre todo si te dejas envolver por la presencia del Padre.

9. Algunas de las prácticas presentes ponen al cristiano directamente en la órbita de la quieta unión con Dios. Otras, son terapias que lo preparan para la oración.
En cuanto a la manera de combinar el ejercicio terapéutico con la oración misma: de qué manera, en qué momento, a partir de qué ejercicio pasar de la terapia a la oración propiamente tal, nosotros no podemos dar aquí ninguna orientación.

Todos los ejercicios son experiencias de vida, y la oración lo es mucho más. Ahora bien, la experiencia se vive de forma única e inédita. Nuestro consejo es el siguiente: que el cristiano experimente los diferentes ejercicios; vea cuáles surten para él mejor efecto. Vea si una combinación de ellos da mejor resultado. Ensaye diferentes saltos: de la terapia a la oración, de la oración a la terapia.
Experimente todo y quédese con lo mejor.

Preparación
A cada ejercicio debe preceder esta preparación. Siéntate en una silla o en un sillón. Toma una postura cómoda. A ser posible no recuestes las espaldas. Haz que el peso de tu cuerpo caiga equilibradamente sobre la columna vertebral recta. Pon las manos sobre las rodillas, con las palmas hacia arriba y los dedos sueltos. Estáte tranquilo. Ten paz. Siente calma. Sin demorar mucho, ve «tomando conciencia» de los hombros, cuello, brazos, manos, estómago, pies... y «siéntelos» sueltos.

Sé un «observador» de tu movimiento pulmonar. Acompaña mentalmente el ritmo respiratorio. Distingue la inspiración de la expiración. Respira profundo pero sin agitarte.
Cálmate. Ve poco a poco desligándote de recuerdos, impresiones interiores, ruidos y voces exteriores. Toma posesión de ti mismo. Permanece en paz.

Esta preparación debe durar unos cinco minutos y nunca debe faltar al principio de cualquier ejercicio. Puedes hacer estos ejercicios, si quieres, sentado en el suelo, sobre algún cojín, cruzadas las piernas (si eso te molesta, con las piernas estiradas) apoyándose ligeramente en la pared con todo el tronco (la cabeza inclusive) de tal manera que te sientas completamente descansado, y haz la preparación indicada.

Se puede hacer, también, acostado en el suelo (sobre una alfombra: eso beneficia a la columna) o en la cama, boca arriba, extendidos los brazos junto y a lo largo del cuerpo, a ser posible sin almohada.
Si en cualquiera de estas posturas sientes molesto algún músculo o miembro, debes cambiar de posición hasta encontrar la postura descansada.
Algo de esto puede hacerse también en la capilla, por ejemplo, cuando deseas orar y no consigues hacerlo porque te sientes disperso y agitado.

Primer ejercicio: vacío interior
¿Qué se pretende con este ejercicio? 
Sucede que las tensiones son acumulaciones nerviosas, localizadas en los diferentes campos del organismo. La mente (el cerebro) las produce, pero se sienten en los diferentes lugares del organismo.
Si paramos el motor (la mente), entonces aquellas cargas energéticas desaparecen y la persona se siente descansada, en paz.

Este ejercicio consigue, pues, dos cosas: relajamiento y control mental.

¿Cómo se practica?
Puede practicarse de cualquiera de estas tres maneras:
1. Una vez hecha la preparación, después, con gran tranquilidad, deten la actividad mental, «siéntete» como si tu cabeza estuviera vacía, «experimenta» como si en todo tu ser no hubiera nada (pensamientos, imágenes, emociones...), páralo todo. Te ayudará a conseguir esto el ir repitiendo suavemente nada, nada, nada...

Haz eso durante unos treinta segundos. Luego descansa un poco. Después vuelve a repetirlo. Y así, practícalo unas cinco veces.

Después de practicar bastante, tienes que sentir que no solamente la cabeza, sino también el cuerpo, todo está vacío, sin corrientes nerviosas, sin tensiones. Sentirás alivio y calma.

2. Tras la preparación, y en el primer momento, cierra los ojos, imagínate estar ante una inmensa pantalla blanca.
Con esto, tu mente queda en blanco, sin imágenes ni pensamientos durante unos treinta segundos más. Abre los ojos. Descansa un poco.
En el segundo momento, cierra los ojos, imagina estar ante una pantalla oscura. Permanece en paz. Tu mente quedará a oscuras, sin pensar ni imaginar nada, durante unos treinta segundos o más. Abre los ojos. Descansa un poco.
En el tercer momento, imagina estar ante una piedra grande. Esa piedra «se siente» pesada, insensible, muerta. Mentalmente, haz como si fueras esa piedra, «siéntete» como ella y quédate así inmóvil durante medio minuto o más. Abre los ojos. Descansa.
En el cuarto momento, imagina «ser» como ese gran árbol, «siéntete» por un minuto como ese árbol: vivir sin sentir nada. Abre los ojos. Te encontrarás aliviado y descansado.

3. Hecha la preparación, toma el reloj en las manos, quédate inmóvil, mirándolo.
Con gran tranquilidad, fija tus ojos en la punta del segundero. Sigue con la vista el girar del segundero, durante un minuto, sin pensar ni imaginar nada. Tu mente está vacía. Repítelo unas cinco veces. Si se interfieren distracciones, no te impacientes. Elimínalas y continúa tranquilamente.
Con gran tranquilidad, di: Señor, Señor, y quédate con la atención paralizada y fija en el Señor durante unos quince segundos. Repítelo varias veces.
Con gran serenidad, di en voz suave la palabra paz.
Y quédate durante unos quince segundos en completa inmovilidad interior. Te sentirás inundado de paz.
El control directo se te escapará muchas veces, las facultades intentarán recobrar su independencia y, en una cadena asociada, las imágenes tratarán de perturbar la quietud. No te asustes ni te impacientes.

En esta tarea, tanto la terapia preparatoria como en la oración misma, los resultados serán sumamente diversos y oscilantes. A veces, sin esfuerzo alguno, a los pocos minutos, el alma se hallará en una quieta paz. En otras oportunidades, en cambio, pasará media hora en una lucha estéril, sin cosechar frutos. Hay que aceptar con paz esa variabilidad oscilante.

Este primer ejercicio, en cualquiera de sus cuatro modalidades, pretende que el ejercitante llegue a «sentirse» como una piedra o como un pedazo de madera. Este estado momentáneo de absoluta ausencia de actividad mental trae como consecuencia la relajación nerviosa, la desaparición de las ansiedades y la percepción de la unidad interior. Todo ello, repito, a condición de que el sujeto se ejercite en detener momentánea y progresivamente el curso de la mente y se desligue de toda la masa de pensamientos, imágenes y percepciones.

Entonces la persona llega a experimentar la sensación de «insistencia»: es decir, llega a sentir la realidad individual toda-en-sí.

A eso llamamos percepción de la unidad interior en la que la conciencia se hace presente a sí misma. Aunque no se llegue a esta perfección, si el cristiano se ejercita progresivamente en esta suspensión mental, sentirá que la casa se sosiega, que el trato con el Señor resulta una actividad mucho más fácil y agradable de lo que creía. Y, casi sin darse cuenta, se encontrará a sí mismo introducido en una profunda interrelación de conciencia a Conciencia, en quietud y recogimiento.

Segundo ejercicio: de relajamiento
¿Qué se pretende?
Este ejercicio pretende, directamente, relajar y pacificar todo el ser. Indirectamente, consigue el dominio de sí y la concentración mental.Consigue también —cuando se hace bien— eliminar las molestias neurálgicas y aliviar los dolores orgánicos.

¿Cómo se practica?
En primer lugar, haz la preparación. Cierra los ojos, hazte presente todo tú (tu atención completa) en el cerebro, identificándote con tu masa cerebral.
Con atención y sensibilidad detecta el punto exacto que te molesta o está tenso.
Con gran tranquilidad y cariño, muy identificado con ese punto, comienza a decir, pensando o hablando suavemente: Cálmate, sosiégate, quédate en paz..., repitiendo varias veces esas palabras, hasta que la molestia desaparezca.

Luego pasa (con tu atención) a la garganta, y haz lo mismo hasta que todo esté relajado.
Después pasa al corazón. Identifícate atencionalmente con ese noble músculo, como si fuera una «persona» diferente.
Es necesario tratarlo con gran cariño, ya que lo maltratamos frecuentemente (cada euforia y cada disgusto es una agresión).
Quédate inmóvil y, con paz y cariño, «ruégale»: Cálmate, funciona sosegadamente, más despacio...

Repite esas palabras varias veces hasta que el ritmo cardíaco se normalice. Los tesoros más grandes de la vida serían estos dos: control mental y control cardíaco.
¡Cuántos disgustos se evitarían! Estarían de sobra muchas de las consultas médicas, se prolongaría la vida y se viviría en paz. Con paciencia y constancia pueden adquirirse.

Pasa luego al área grande del estómago y pulmones. Recuerda dónde se siente el miedo, la ansiedad y la angustia: en la boca del estómago.
Quédate inmóvil, detecta, con atención y sensibilidad, las tensiones y las acumulaciones nerviosas, y tranquilízalo todo diciendo las mismas palabras de arriba.

Si en este momento sientes algún dolor orgánico, pasa mentalmente ahí y alivia ese dolor con las palabras de arriba. Reinando la calma en tu interior, haz un paseo rápido por la periferia del organismo. «Siente» que la cabeza y el cuello, en su parte exterior, están relajados. «Siente» que están sueltos y relajados los brazos, las manos, espalda, abdomen, piernas, pies...
Para terminar, experimenta, de un golpe e intensamente, lo que voy a decir en este momento: en todo mi ser reina una completa calma.

Tercer ejercicio: de concentración
¿Qué se pretende?
Dos cosas: la facilidad para controlar y dirigir la atención y, en segundo lugar, unificar la interioridad.

¿Cómo se practica?
Haz la preparación. Quieto, tranquilo, con la actividad mental reducida al mínimo posible, percibe el ritmo respiratorio. No pensar, no imaginar, no forzar el ritmo, simplemente percibir el movimiento pulmonar durante unos dos minutos.
Sé espectadorde ti mismo.

Después, más inmóvil y tranquilo todavía, quédate atento y sensible a todo tu organismo y detecta en alguna parte de tu cuerpo los golpes cardíacos.
Repito: en cualquier parte de tu cuerpo.
Cuando los hayas localizado (vamos a suponer, por ejemplo, en el tacto de los dedos, o en otra parte), quédate «ahí», centrado, atento, inmóvil durante unos dos minutos, escuchando».
Finalmente llegamos al momento más alto de la concentración: la percepción de tu identidad personal.

¿Cómo se hace?
Es algo simple y posesivo. No pensar, no analizar sino percibirse.
Percibes y, simultáneamente, eres percibido. Y te quedas concentradamente contigo, identificado contigo.

Para conseguir esta impresión, que es la cima de la concentración, te ayudará el decir suavemente varías veces: Fulano (di mentalmente tu nombre), yo soy Juan Pérez... Yo soy mi conciencia.

Cuarto ejercicio: auditivo
¿Qué se pretende?
El control y la concentración.
¿Cómo se practica?
Haz la preparación. Quédate inmóvil, mirando a un punto fijo, toma una palabra y ve repitiéndola lentamente durante unos cinco minutos. En cuanto todo vaya desapareciendo de tu interior, sólo queda la palabra y su contenido.
Las palabras pueden ser éstas: paz, calma, nada...

Para ayudar a la oración, puede ser: mi Dios y mi todo

Quinto ejercicio: visual
¿Qué se pretende?
Concentración y unificación.
¿Cómo se practica?
--Haz la preparación.Toma una imagen (por ejemplo, una figura de Cristo, de María, o un paisaje). En una palabra, una estampa que tenga para ti gran poder de evocación.
Colócala en las manos, delante de tus ojos. Con gran tranquilidad y paz, extiende tu mirada sobre la imagen durante un minuto.
--En segundo lugar, durante unos tres minutos, trata de «descubrir» los sentimientos que la imagen te evoca: intimidad, ternura, fortaleza, calma...
--En tercer lugar, trata de identificarte con esa imagen y sobre todo con los «sentimientos» que has descubierto.
Y acaba el ejercicio «impregnado» con esos mismos «sentimientos»

TIEMPOS FUERTES
Para solucionar el mal del siglo, que es la ansiedad profunda (stress) y para asegurar la vida con Dios no basta ejercitarse, metódica y ordenadamente, con las diferentes prácticas de pacificación.
Necesitamos remedios de largo alcance.

En mi opinión, hoy más que nunca, es indispensable alternar la actividad profesional o apostólica con el retiro total por tiempos determinados.
Se trata de que el cristiano organice de tal manera su vida que pueda disponer de tiempos fuertes para el trato exclusivo con Dios.
Después de hacer numerosos ensayos con diferentes grupos de personas consagradas, llegué a la convicción de que la solución para asegurar permanentemente una elevada vida con Dios son los tiempos fuertes.

Dijimos un día: Vivifiquemos el Oficio Divino; sea éste el alimento fuerte para la vida de fe

Con la mejor voluntad, trató la comunidad de vivificarlo por todos los medios: todo era preparado esmeradamente; se le daba todos los días gran variedad.
Después de varios meses, volvió de nuevo la monotonía y la rutina acabó con la variedad. El problema es vitalizar.

Y la vitalidad no entra de fuera para dentro, sino que sale de dentro para fuera.
Cuando el corazón está vacío, las palabras de los salmos y la misa están vacías.
Cuando el corazón está rebosante de Dios, las palabras quedan pobladas de Dios. En este caso, un mismo salmo repetido cien veces, la última vez puede tener más novedad que la primera.

Supongamos que, en una tarde de «desierto», una persona vive la intimidad con Dios sirviéndose de las palabras del salmo 30, por ejemplo; cuando este mismo salmo salga en el Oficio Divino común, esas palabras ya están vivificadas para aquella persona, y su rezo será para ella como un banquete espiritual.
Los tiempos fuertes son, en mi opinión, el instrumento más adecuado para renovarse, reafirmar la fe y mantenerse en la fidelidad.

Por otra parte, los tiempos fuertes no son ninguna novedad. Con ellos regresamos a los tiempos de Jesús y de los profetas, en que los hombres de Dios se retiraban a la soledad completa, generalmente a los desiertos o a las montañas, para entrenarse intensamente en la familiaridad con Dios; se sanaban de las heridas recibidas en el combate del espíritu y volvían a la lucha, fuertes y sanos.

Los tiempos fuertes no sólo son para crecer en la amistad con Dios, sino también para recuperar el equilibrio emocional, dado que la estabilidad interior está presionada y combatida como nunca antes.

«Nuestra cultura lleva a una forma de vida difusa y desconcentrada que casi no tiene paralelos. Se hacen muchas cosas a la vez: se lee, se escucha la radio, se habla, se fuma, se come, se bebe.

Esa falta de concentración se manifiesta claramente en nuestra dificultad para estar a solas con nosotros mismos.
Quedarse sentado sin hablar, sin fumar, sin leer o beber, es imposible para la mayoría de la gente.

Se ponen nerviosos e inquietos, o deben hacer algo con la boca o con las manos. Fumar es uno de los síntomas de la falta de concentración; ocupa la mano, la boca, los ojos y la nariz»
.

Es necesario retirarse cada cierto tiempo a la soledad completa para recuperar la unidad interior.
Si no organiza repliegues frecuentes, el hombre de Dios será arrastrado por la corriente de la dispersión y naufragará como «llamado y elegido» y también como proyecto fundamental de vida.

En el camino de la vida me encontré con personas que no parecían personas.
Persona significa ser señor de sí mismo, y éstas no lo eran.

Lanzados a la vorágine descontrolada de la actividad (que siempre llaman apostólica y no siempre lo es), fueron desintegrándose interiormente hasta perder el señorío y, a veces, el sentido de la vida.

Gente excitada, nerviosa, vacía. Gente incapaz de parar unos minutos para preguntarse: ¿Quién soy yo? ¿Cuál es el proyecto fundamental de mi vida y cuáles son los compromisos que mantienen en pie ese proyecto?

Como no querían enfrentarse con estas preguntas, siempre andaban escapándose de su misterio: eran fugitivos de sí mismos, y la actividad llamada apostólica era su refugio alienante.
Necesitaban andar saltando todo el día de actividad en actividad, de grupo en grupo para nunca pararse, porque si paraban, en seguida aparecerían las preguntas sobre el misterio de su vida.
Mejor cerrar los ojos, no parar para no toparse con el enigma desafiante de su misterio.

Naturalmente, estas personas no tenían riqueza alguna que comunicar al mundo, sólo palabras vacías.
Es indispensable detenerse y retirarse periódicamente, para recuperar la integridad y el señorío.
Tiempos fuertes —repetimos— para transformarnos en hombres de Dios.

En la frente de estos hombres el pueblo divisa y distingue desde lejos un brillo especial: son los que hablan sin hablar.
En el yunque de la soledad se forjan los profetas de Dios: allá, sobre las estepas ardientes, soportaron sin pestañear la mirada de Dios, y cuando bajan a las llanuras transmiten resplandor, espíritu y vida.

En el silencio del desierto «vieron y oyeron» algo, y al presentarse en medio del pueblo innumerable, nadie puede silenciar su voz.

Presenciaron algo, y no hay en el mundo verdugo que pueda degollar su testimonio, y necesariamente se transforman en trompetas insobornables del Invisible. El pueblo sabe distinguir al enviado y al entrometido.

Es necesario retirarse para ser hombres de Dios. 
¿Que no hay tiempo para estos repliegues periódicos? Tiempo hay para todo cuanto se quiere. El tiempo no es impedimento. El mal es otro. Nos parecemos a esos enfermos que tienen miedo y evitan enfrentarse con los médicos o con los rayos X.

La dispersión, la distracción, la diversión entretienen en un primer momento, pero no queremos enterarnos de que, a la postre, traen desasosiego y frustración porque disocian al hombre. Además cuesta mucho remontar la vida con Dios.
Por añadidura, Dios es un temible Desafiador. Mucho más tranquilo se vive lejos de su fuego.

«Desierto»
Llamamos momentos fuertes a aquellos fragmentos de tiempo, relativamente prolongados, reservados exclusivamente para el encuentro con Dios.
Por ejemplo, en la organización de la propia vida, uno puede reservar espontáneamente unos treinta o cuarenta minutos diarios para el Señor.
Cuando una vez al mes, por ejemplo, se marca un día entero para dedicárselo a su Dios, a ese tiempo fuerte lo llamamos «desierto».

La vivencia o celebración del «desierto» tiene características particulares. Es sumamente conveniente, casi necesario, que, para vivir un día «desierto», salga el cristiano del contorno normal donde vive y actúa, y vaya a un lugar solitario, sea campo, montaña o casa de retiro.

Para estímulo mutuo, es conveniente que esta salida al«desierto» se efectúe en grupos de tres o cuatro, por ejemplo; pero una vez llegados al lugar donde van a pasar el día, es imprescindible que el grupo se disperse y se mantenga todo el tiempo en completa soledad. También es conveniente que el «desierto» tenga carácter penitencial en cuanto a alimento.

En resumen: «desierto» sería un tiempo fuerte dedicado a Dios en silencio, soledad y penitencia.
Para que el «desierto» no se transforme en un día temible (en este caso no se repetiría por segunda vez) es necesario que el cristiano lleve una pauta orientadora para ocupar productivamente todas las horas de ese día. Sepa de antemano de qué instrumentos puede echar mano: determinados salmos, textos bíblicos, ejercicios de concentración, un cuaderno para anotar impresiones, oraciones vocales, lecturas meditadas, etc.

Damos algunas sugerencias.
Una vez llegados al lugar donde va a transcurrir el día, es conveniente comenzar por el rezo de unos cuantos salmos para afinar la sensibilidad de la fe y crear el ambiente interior adecuado.
En caso de encontrarse en estado disperso, debe el cristiano ejercitarse en las diferentes prácticas para calmarse, concentrarse, controlarse.

Lo más importante del «desierto» es el diálogo personal con el Señor, diálogo que no es cruce de palabras sino de interioridades.
El máximo del tiempo posible debe dedicarlo a establecer esa corriente dialogal yo-tú, a estar «cara a cara» con el Señor.

A lo largo del día puede haber lecturas meditadas, reflexión sobre la vida propia, sobre problemas pendientes de fraternidad u otros. En este día deben aceptarse tantas cosas como uno rechaza, sanarse, con ejercicios de perdón y abandono, de las heridas de la vida, de tal manera que el hombre de Dios baje de la montaña completamente sanado y fuerte

Dése cuenta el cristiano de que, a lo largo de un día o de una tarde, el alma puede pasar por los estados de espíritu más variados y hasta contradictorios.
No se asuste. Ni se ponga eufórico con las consolaciones ni deprimido en las arideces.
La impaciencia es la hija más sutil del yo. Donde está la paz, allí está Dios. Recuérdalo: si tienes paz, aun en plena aridez Dios está contigo. Nunca te dejes llevar de la ilusión.

Ella tiene una cara semejante a la esperanza pero es contraria a ella.
Sí; has de saber discernir el esfuerzo de la violencia y la ilusión de la esperanza.
Nunca sueñes en conseguir emociones fuertes. Porque si no las consigues, vas a impacientarte; la impaciencia generará violencia, y tratarás de conseguir por la fuerza aquella impresión. La violencia generará fatiga, y la fatiga degenerará en frustración.

Sería lástima que el cristiano, en lugar de regresar del «desierto» a la vida fortalecido y animado, regresara frustrado.

Una vez más, los ángeles guardianes del «desierto» son la paciencia, la constancia y la esperanza.
No te olvides de que Jesús hacía tantos «desiertos»; organiza tu vida y reserva para Dios ciertos días del año, y con eso estarás demostrando que Dios es importante en tu vida. Lo dicho hasta aquí son medios válidos para los primeros pasos. Más adelante, estos mismos medios resultarán muletas inútiles.

Cuando ya se da el hábito de la oración y se vive en su espíritu, el ponerse en trance de orar y «quedarse» con Dios es una misma cosa, salvo en tiempos de sequedades.
Y, en la medida en que el alma va adelantando, es Dios quien va tomando la iniciativa.
Desde las profundidades surge la acción de Dios y toma posesión del castillo.

El Uno unifica, y el centro concentra todo. Aquí y ahora, no hacen falta ni gimnasias mentales ni estrategias psicológicas.
El castillo es tomado incondicionalmente y sus huestes se rinden al nuevo Dueño. Pero todo esto se consuma después de un largo proceso de purificación.