Muéstrame tu rostro- Cap. 2-4: Hacia la certeza

Hacia la certeza
Eran como dos viejos amigos. Entre los dos estaban llevando a cabo una epopeya memorable. Luchando codo a codo en un combate sin igual, sin dar ni recibir cuartel, habían convocado a un pueblo oprimido. Luego lo sacaron a la patria de los libres que es el desierto. Y, caminando sobre las arenas de oro, lo pusieron en marcha hacia un sueño lejano y casi imposible. Los dos se trataban con la camaradería de dos veteranos de guerra. Eran Dios y Moisés.

Pero Dios había sido un «camarada» invisible. Moisés, sin embargo, como era ardiente contemplador, hacía largo tiempo que deseaba ver su rostro. Y, en un momento, cuando ya desfallecía de ansias, le soltó directamente esta súplica tanto tiempo retenida: «Señor, mi Dios, muéstrame tu Gloria.» Y el Señor le respondió: «Yo haré pasar ante ti toda mi bondad... pero mi cara no podrás verla, porque ningún mortal puede verla y seguir viviendo.

Ahí cerca tienes un lugar apropiado; ponte sobre esa roca porque mi Gloria va a pasar delante de ti. Al pasar te taparé con mi mano mientras paso. Una vez que haya pasado, retiraré mi mano y entonces podrás contemplarme por la espalda, pero mi rostro no lo podrás ver» (Ex 33,19-23).

En esta escena tan rústica y casi cómica queda admirablemente desvelado todo el misterio de la fe: mientras dure el combate de la vida no es posible contemplar cara a cara al Señor. Solamente será posible vislumbrarlo en algún vestigio fugaz, subiendo de los efectos a la causa, caminando por la vereda de las deducciones y analogías, entre penumbras, indirectamente; en una palabra, «por la espalda».

La noche oscura
Fray Juan de la Cruz no se cansa de decir, una y otra vez, con diferentes palabras, que la fe «es un hábito del alma cierto y oscuro». Siempre he considerado a fray Juan el gran doctor de la fe. Si en todos los caminos del espíritu es maestro y guía, lo es de manera especial en los caminos nocturnos de la fe. Entre tantos y tan altos conceptos como desarrolla en sus libros sobre esta materia, podrían considerarse como síntesis de todas sus ideas las siguientes palabras:

«...la fe es sustancia de las cosas que se esperan, y aunque el entendimiento consiente en ellas con firmeza y certe2a, no son cosas que al entendimiento se le descubren porque, si se le descubrieran, no sería fe. Lo cual, aunque le hace cierto al entendimiento, no se le hace claro sino oscuro» (2 Subida 6,2).

Intentaré dar un amplio rodeo tratando de explicar estosdos conceptos que, vertebrados, constituyen la esencia de la fe: oscuro y cierto.

* * *

Se llama —con una palabra difícil— proceso cognoscitivo. De aquí arranca el misterio de la fe.
Por el viaducto de los sentidos entran en la mente humana las impresiones y sensaciones de los diferentes objetos.
En realidad, la mente es eso: una red filtradora o una fábrica de elaboración. Efectivamente, de cada objeto detectado por los diferentes sentidos, la mente aparta lo que el objeto tiene de propio o individual, y extrae y retiene lo que tiene de común con todos los demás objetos de su especie.
Esto es, deduce una idea común a todos los objetos y, por consiguiente, universal. Es un trabajo de universalización.

Vamos a un ejemplo concreto.
Aquí veo una silla. Allá lejos veo otra silla, pero ¡qué diferente a ésta! En ese rincón hay otra silla que no se parece nada a estas dos ni en tamaño ni en diseño. Y así, entraron en mi mente, supongamos, cincuenta sillas de cincuenta formas diferentes. Ahora comienza el trabajo elaborador de la mente. De todas las sillas, mejor, de las imágenes concretas de cada silla, la mente, dejando aparte aquello que le es propio a cada una, saca y se queda con lo que es común a todas: una idea universal de silla.

Una vez terminado este trabajo de elaboración, pueden presentar ante mis ojos mil sillas en medio de diez mil otros objetos. Mi mente toma, como un candil, aquella idea universal y, con su luz, voy distinguiendo, reconociendo e identificando las mil sillas entre los diez mil objetos, sin equivocarme.

Lo mismo sucede en otras áreas. Si me ponen delante otros cinco mil objetos, sabré decir con precisión cuáles son fríos, cuáles calientes o tibios. O, en otro orden, cuáles son duros o blandos; cuáles verdes, rojos o amarillos.

Así funciona y ésta es la génesis del pensamiento humano.
Pero aquí mismo comienzan nuestros desengaños. Como el Señor, nuestro Dios, no se viste de colores ni perfumes, ni tiene kilos ni centímetros, no puede ser aprehendido por los sentidos. Al no poder ser detectado por los sentidos, Dios no puede pasar a ese laboratorio de la mente para ser sometido a un proceso de análisis y síntesis. Por eso el Señor Dios nunca será propiamente objeto de inteligencia, porque nada hay en la mente que previamente no haya pasado por los sentidos. Como no puede ser objeto directo de inteligencia, el Señor sí es, en cambio, objeto de fe. Sólo en la fe puede «entendérsele» cabalmente.

Así, pues, Dios nunca entrará en nuestro juego. Queda siempre afuera, es trascendental: está por encima del proceso normal del conocimiento humano. Está en otra órbita.

Dios es otra cosa.
Quiero decir: Dios no es para ser «entendido» analíticamente porque nunca entrará en nuestro juego acrobático de silogismos, premisas y conclusiones, inducciones y deducciones. A Dios se le «entiende» de rodillas: asumiéndolo, acogiéndolo, viviéndolo. El «dar a la caza alcance» de fray Juan de la Cruz no se ha de entender en el sentido intelectual —que no es posible— sino vital. ¿Conquistar (intelectualmente) a Dios? En este sentido el Señor Dios es «inexpugnable». Lo difícil y necesario es dejarse conquistar por El.

Si no es posible «dar a la caza alcance» analíticamente, entonces Dios es Misterio. No se quiere decir que sea cosa misteriosa sino que es inaccesible a la potencia intelectual: como dice la Biblia, nunca podremos mirarlo cara a cara.

«En todos los sentidos, Dios es totalmente distinto.
Un proceso que nos lleva a otros seres o a otras verdades, no sería capaz de llevarnos a él, lo mismo que las representaciones, aptas para expresar otros seres, no son capaces de expresarlo a él.

Aun después de que la lógica nos ha obligado a afirmar que Dios existe, su misterio continúa inviolado. Nuestra razón no llega hasta él. Dialéctica y representación no pueden pasar del umbral.
Pero aun antes de toda dialéctica y de toda representación, nuestro espíritu afirma ya que Aquél, al que se le alcanza por la dialéctica y la representación, está más allá de toda representación y dialéctica Y esta afirmación, pasando así de las tinieblas a la luz y de la luz a las tinieblas, permanece siempre en pie»
(5).

Este hermoso párrafo subraya admirablemente el «obsequio» de la fe: antes, más allá y más acá de la dialéctica y representación, el verdadero creyente se entrega en la oscuridad, y sólo entonces comienza a entender el misterio y nace la certeza.

Es como si a un ciego de nacimiento, que nunca vio los colores, tratáramos de explicarle en qué consiste el color amarillo. Yo abro los ojos y veo una rosa amarilla. ¿Cómo transmitir a este ciego el hecho de que esta rosa sea amarilla?

Imposible. Cuando la comunicación se torna imposible, acudimos a las aproximaciones y otros puntos de referencia.
Y así, le decimos al ciego: el color amarillo es algo aproximativo o intermedio entre... (¿qué?)... el rojo y el blanco... Es inútil continuar. El ciego no «sabe» qué es blanco, violeta, marrón..., nada. Los colores nunca entraron en su mundo. Respecto a ellos es de noche. Los colores lo trascienden. Y seguramente el ciego «entenderá» el amarillo por referencia a otras impresiones que tiene, recibidas por otros sentidos: el amarillo lo «entenderá» como tibio, blando, sensaciones suaves, por ejemplo. Y después de tanta explicación, cuando el ciego creyera haber «entendido» el color amarillo, tendríamos que acabar diciéndole: hijo mío, el amarillo no es nada de lo que has «entendido». Es absolutamente otra cosa.

Esta es exactamente nuestra situación respecto a Dios.
Como El nunca entró ni entrará por los sentidos en el laboratorio mental, entonces, para conocerlo, echamos mano de otras referencias que, al menos, nos «aproximen» cognoscitivamente a El. Esto es, tomamos el camino indirecto. Así, por ejemplo, nosotros sabemos qué significa la palabra persona. Tomamos el contenido de esta palabra, lo transferimos y lo aplicamos a Dios, y decimos: Dios es persona. Pero, hablando con precisión, tendríamos que agregar: Pero Dios no es exactamente persona. Dios es absolutamente otra cosa distinta de persona. Dios está entre penumbras. Nuestros conceptos, aplicados a El, no concuerdan. En una palabra: Dios es absolutamente distinto de nuestras ideas, conceptos y prejuicios, representaciones e imágenes.

Dice san Agustín:
«¿Crees saber qué es Dios? ¿Crees saber cómo es Dios? No es nada de lo que te imaginas, nada de lo que abraza tu pensamiento.
Oh Dios, que estás por encima de todo nombre, por encima de todo pensamiento, más allá de cualquier ideal y de cualquier valor, oh Dios viviente» (6).

Por eso las palabras humanas nunca serán propiamente «portadoras» de la sustancia real de Dios. Las palabras llevan y transmiten imágenes de las realidades que vivimos, oímos y sentimos. Al estar Dios fuera del alcance de los sentidos, nunca nos entenderemos, respecto a Dios, por intermedio de nuestra fonética. Todas las palabras referentes al Señor Dios tendrían que ir en negativo: in-finito, in-visible, in-menso, in-comprensible, in-creado, in-nominado... Las palabras no lo pueden abarcar. Esto es, el Señor es mucho más grande, admirable y magnífico que todo lo que nosotros podamos concebir, soñar, desear, imaginar. Realmente es el In-comparable.

A Dios se le asume en la fe. Más que objeto de intelección, es objeto de contemplación. Está muy bien profundizar en las cosas de Dios. Pero, originalmente, el acto de fe consiste en acoger el Misterio en la oscuridad de la noche. Fray Juan de la Cruz dice:

«El que se ha de venir a juntar en una unión con Dios,
no ha de ir entendiendo sino creyendo... porque lo más
alto que se pueda entender de Dios dista en infinita manera de Dios» (2 Subida 4,4).

Cuál es tu nombre Los hombres de la Biblia no se atreven a definir ni a describir a Dios, ni siquiera a nombrarlo. Definir es, de alguna manera, abarcar algo, y el Señor Dios es in-abarcable.

Nombre, para los semitas, equivale a persona; y nombrar es, en cierto sentido, aprehender y medir la esencia de la persona, y Dios no es mensurable.

Por todo lo cual la Biblia hace, respecto a Dios, un juego de elevación trascendental: pasa por alto y evita darle un nombre. Y en lugar de eso, la Biblia utiliza una manera tosca de designar a Dios: «El Dios de Abraham; el Dios de Isaac; el Dios de Jacob.» Siguiendo ese mismo estilo, Pablo hablará del «Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo». La manera más adecuada para representar o significar a Dios sería ésta: Aquel que se reveló a los patriarcas; Aquel que se reveló en Jesucristo. Para referirse a Dios sólo vale el pronombre, no el nombre.

Por eso los israelitas no podían pronunciar el nombre de Yavé. Sólo bajo este detalle late una gran carga de profundidad: la trascendencia del Dios de Israel.

* * *

Según esto, para el israelita había tres preguntas reversibles y de idéntico contenido: ¿quién eres?, ¿qué eres?, ¿cómo te llamas? En este contexto se comprende la siguiente escena bíblica.

Huyendo de las iras del faraón, Moisés se había refugiado en la región de Madián y guardaba las ovejas de su suegro. Dios le dijo: Sácame a este pueblo de la opresión de Egipto. Moisés le respondió: Está bien, mi Señor; pero tengo una duda. Cuando yo convoque y comunique: hijos de Israel, vuestro Dios me envió a libertaros de los trabajos forzados, y ellos me pregunten: ¿cómo se llama ese Dios? Cuando me pregunten esto, ¿qué les respondo, mi Señor? ¿Cuál es tu nombre? (cf Ex 3,13-19).

Dios esquiva la pregunta y se sale por la tangente: «Yo soy el que soy.» Sin embargo, Dios no se fue por la tangente. Este versículo 14 vale por un libro.
Se nos viene a decir que el verdadero Dios no tiene nombre. Si se le tuviera que dar un nombre concreto, sería éste: me llamo Innominado; me llamo Sin-Nombre.

 Es, precisamente, el Inefable. No se le puede clasificar. No se le puede calificar. Las palabras más altas e inesperadas no podrán encerrarlo en sus fronteras. No está en la órbita de la fonética articulada sino del Ser. ¿Acaso podríamos canalizar un río caudaloso por el surco de un arado? Dios no se deja manipular. No le alcanzan los silogismos. Las dialécticas jamás vislumbrarán un segmento del fulgor de su rostro bendito.

Esto mismo significa aquel episodio misterioso y dramático, el combate nocturno entre Jacob y el ángel de Dios (Gen 32,25-33). Al amanecer, Jacob pregunta: «Dime, por favor, tu Nombre.» Y la respuesta, siempre evasiva, de Dios:
«¿Para qué quieres saber mi Nombre?» Esto mismo se quiere subrayar en aquella respuesta que se dio a Manué: «¿A qué preguntas mi Nombre? Es misterioso» (Jue 13,18). En la Biblia, Dios es aquel que no se puede nombrar, esto es, aquel que trasciende, desborda y supera toda realidad, toda representatividad, toda palabra, toda idea.

Nuestro Dios es mucho más ancho que los horizontes de las pampas. Aunque juntemos los adjetivos más brillantes del lenguaje común, aunque saquemos todas las palabras del diccionario y las coloquemos una detrás de otra, o, con todo ello, armemos un monumento más profundo que los abismos, más ancho que los espacios y más alto que los cielos, es inútil, las palabras no valen nada. El es mucho más, es otra cosa, está en otra órbita. Es otra cosa y más inefable que las melodías que nos llegan desde otros mundos. No es sonido sino Ser.

En la noche profunda de la fe, cuando el alma, como tierra ciega y sedienta se extiende dócilmente a la acción divina y acoge el Misterio Infinito como lluvia mansa que cae e inunda y fecunda..., sólo así, entregados, receptivos, comenzaremos a «entender» al Ininteligible.

Cuando la música calla, cuando las palabras silencian, cuando la inteligencia enmudece y sólo quedan el silencio y la Presencia, en la fe pura, sin entender nada y entendiéndolo todo, sin decir nada y diciéndolo todo, cuando el abrazo se consuma no de idea a idea sino de ser a Ser, entonces la certeza y la oscuridad se elevan y se dan la mano como un arco iris, por encima de las dialécticas y las inducciones, para plantar un altar en medio del mundo, para así, mudos, adorar y ser asumidos por el Misterio.

Analogías, vestigios y símbolos
Caminantes de medianoche, sin tener siquiera el resplandor de las estrellas, ¿cómo evitar ser devorados por el miedo? ¿Dónde agarrarnos para no sucumbir al desaliento? ¿Qué faros, qué indicadores tenemos para saber si estamos bien orientados? ¿Dónde está Dios? ¿Cómo contemplarlo siquiera «por la espalda»?

La Biblia nos ofrece imágenes y símbolos. El Invisible se transparenta a través de las fuerzas cósmicas, palabras escritas, acontecimientos históricos o fenómenos telúricos, los cuales son una invitación para enfrascarnos en las profundas aguas divinas, cuya naturaleza sólo comienza a entenderse cuando el creyente se sumerge allí.

Frecuentemente Dios toma la forma de fuego, signo muy adecuado para transparentarlo por el resplandor con que ilumina las oscuridades, y por la energía de su calor con el que calcina, cauteriza o vivifica. En el monte Horeb, Moisés es fascinado por el espectáculo de la zarza ardiente que no es devorada por el fuego (Ex 3,2). En el Sinaí, montaña arde pero no se consume (Ex 19,18). Dios es un fuego que no destruye, sino que purifica. Son los símbolos.

* * *

Tenemos también los vestigios. Si yo fuese ciego, «sentiría», por medio de emanaciones, que cerca de mí hay un objeto. Abro los ojos y sigo sin saber qué objeto es, no veo nada, es de noche. Si tuviera buena vista, yo sabría de un golpe y directamente qué clase de objeto tengo delante. Al fallarme la vista, comienzo a tantearlo con las manos, siguiendo la vía indirecta de las exclusividades hacia las deducciones. Digo: esto no es tal cosa, tampoco tal otra cosa. Este resorte sirve para esta finalidad; aquí hay una manilla que sirve para tal otro objetivo. Y así, el ciego llega a la conclusión firme: lo que tengo delante es tal cosa. Hemos caminado por una vía oscura y fatigosa.

Esta mañana amaneció todo cubierto de nieve. Sabemos que por aquí pasó una manada de jabalíes. Aquí están las huellas. No son huellas de lobos ni de zorros. Las pezuñas son claramente de jabalí. Conclusión: aunque nadie vio pasar a los jabalíes, sabemos que por aquí pasó una manada esta noche de invierno.

Así, por el camino de las deducciones y vestigios, vamos fatigosamente descubriendo el ser y el rostro del Señor.
Basta hurgar un poco en la piel del hombre para descubrir que sus medidas son medidas infinitas. ¿Quién cavó aquí un pozo tan hondo? ¿Quién metió aquí ese fuego que siempre quema y nunca se apaga? ¿De dónde le viene esa hambre que todos los alimentos del mundo no son capaces de satisfacer? ¿Y esa sed que no la sacian todos los manantiales de las montañas? Aunque nadie diga nada, tiene que haber detrás de todo una fuente de vida, una causa original y una meta final.

Y ese espejo brillante que es el mundo... Detrás de tanta hermosura tiene que existir la Hermosura; detrás de .tanta vida tiene que existir la Vida; detrás de tanta ternura tiene que existir el Amor.

Así vamos subiendo de las creaturas al Creador, de los efectos a la Causa, pero siempre por una vía ciega, conducidos de la mano por las analogías y deducciones, tanteando, entre penumbras, por la fe.

* * *

A pesar de que, llegada la madurez de los tiempos (Ef 1,10) Dios se manifestó con portentos y palabras de salvación, su misterio, sin embargo, queda velado y retenido en el silencio.

Mediante la Palabra fue descorrido aquel velo y «me fue comunicado por revelación... el conocimiento del Misterio de Cristo» (Ef 3,3). Sin embargo, la realidad profunda y última del Misterio sigue aún atrapada y retenida en las palabras y signos, y contemplamos la «gloria del Señor» solamente «como en un espejo» (2 Cor 3,18).
En adelante, a lo largo de los siglos," el destino de la Iglesia consiste en descubrir, cada vez con mayor claridad, ese Misterio, hasta que se descorra completamente el velo. En cada etapa de su historia, la Iglesia avanza hacia el corazón del Misterio: es un avanzar en el crecimiento, penetración, profundización y esclarecimiento del Misterio de Jesucristo.

La Revelación es un acontecimiento histórico, en el sentido de que se produjo en el pasado. Pero esa Revelación no se agota en el pasado sino que sigue desplegándose a lo largo de la Historia. Esto es, el conocimiento del Misterio de Cristo no se agota con los datos de la Escritura, sino que se enriquece y se profundiza con el aporte contemplativo de los siglos y de las culturas. La Historia no es otra cosa sino un avanzar hacia el interior de la Palabra.

El gran salto en el vacío
El creyente «adulto» es aquel que cree, entregándose.
Podríamos, pues, hablar de fé adulta. Para entenderla, comencemos por traer aquí los conceptos ordinarios del lenguaje común. 
Niño, en la vida, es el ser esencialmente dependiente: necesita apoyarse en alguien para andar, comer, vivir. 
Adulto es el capaz de mantenerse en pie, sin apoyarse en nadie: se basta a sí mismo para vivir, ganarse la vida, formar un grupo familiar.

Aplicando estos conceptos a nuestro caso, fe infantil será aquella que, para entregarse, necesita apoyos, seguridades, tranquilizantes. 
Fe adulta será aquella otra que, sin apoyos, sale de sí misma, corre todos los riesgos, confía, permite y se entrega. Se entrega en el vacío de seguridades, evidencias o tranquilizantes. Lo hace de pie, sólo.

La persona que, para creer, necesita de las seguridades apologéticas, tiene fe infantil. Es como si alguien se le presentara para decirle: 
Al parecer, lo que tú crees es insoportable para el sentido común; está en contra de las leyes del universo y, en fin, en contra de la razón. Pero tranquilízate. Aquí te traigo un libro que se llama Apologética, del que te voy a sacar quince argumentos de razón demostrándote que lo que crees no es tanto disparate. Con estos rgumentos te vas a convencer de que la fe no está en contra de la razón ni la razón en contra de la fe; voy a hacerte un razonamiento ordenado probándote que los milagros son posibles porque Aquel que colocó las leyes las puede descolocar, y, en fin, que las verdades fundamentales de la fe pueden sostener el desafío de las ciencias... Cálmate; y ahora ya puedes creer todo tranquilamente.
Es infantil esta fe porque para dar los pasos necesita de muletas. Bueno es que el creyente profundice intelectualmente en materias de fe; pero la fe que, para adherirse, necesite de tranquilizantes para suavizar el susto del salto, no es fe. En sí mismo, radicalmente hablando, el acto adulto de fe es dar un salto sin apoyos.

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El creyente «adulto» no se preocupa de «meter» a Dios en la claridad de una inducción aristotélica. Sabe perfectamente que el Dios de la fe, aunque «demostrable» con absoluta certeza, seguirá siendo un misterio distante del que nuestra inteligencia jamás logrará «adueñarse» mientras vivamos.

¿Qué hace? El «adulto» en la fe supera todas las distancias y limitaciones inherentes a la fe, saliéndose de sí mismo; se descuelga de todos los asideros intelectuales que le proporciona el raciocinio, y da el gran salto en el vacío en plena noche oscura, abandonándose en el absolutamente Otro. Es salto en el vacío porque el creyente abandona las «razones» y se deja caer en esa sima profunda que es el misterio.

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Me ha tocado en la vida tratar a fondo con miles de personas, sobre todo personas comprometidas completamente con Dios, recibiendo sus confidencias y problemas. A partir de eso, me he convencido de que son pocos los creyentes que a lo largo de sus años se libran de vacilaciones y perplejidades en la fe.

El creyente siempre tiene la sensación de correr un riesgo. No son pensamientos coordenados sino resentimientos ciegos e «irracionales» los que se apoderan del creyente para «decirle» cosas parecidas a éstas: 
Mira, apostaste todo por Alguien, ¿y si pierdes la apuesta? Hiciste de tu vida un holocausto, renunciaste a las cosas más soñadoras; se vive una sola vez y está por demostrarse si esa sola vez acertaste o te equivocaste; te lo jugaste todo por un Alguien y está por demostrarse si ese Alguien es quimera o Sustancia. Todo queda al aire: que tu vida sea absurda o sublime, aventura o desventura depende de que ese Alguien sea solidez. ¿Quién te lo prueba? ¿Cómo se puede demostrar? ¿Quién ha venido del otro lado? Dices que la Palabra de Dios afirma todp eso: ¿Y cómo me demuestrasque esa palabra no sea otra falacia? Te metiste en la gran aventura y todavía no sabes si acabarás en una gran desventura. Me dices: Vamos a remitir estas preguntas al tribunal de Dios para después de la muerte. Pero ¿y si también aquello es otra estafa, la última y la peor?
Y el creyente queda sin ningún agarradero sólido, sin ninguna prueba empírica, sin ninguna explicación que explique, sin ninguna evidencia que tranquilice... Este es el vacío sobre el cual hay que dar el gran salto, y no una vez sino permanentemente.

Este es el gran momento de la fe. He aquí el acto radical donde subyace todo su mérito y valor transformante.
Sólo es bonito creer en la luz cuando estamos de noche.

Creo que detrás de este silencio respiras Tú. Creo que detrás de esta oscuridad brilla tu rostro. Aunque todo me salga mal, aunque los infortunios me lluevan, creo que me amas. Aunque todo parezca fatalidad, aunque nos parezca que sólo el absurdo manda en el mundo, y vea a los hombres odiar y a los niños llorar, y a los malos triunfar y a los buenos fracasar, aunque la tristeza reine y haya sido degollada la paloma de la paz, aunque sienta ganas de morir..., yo creo, me entrego a ti. Sin ti, ¿qué sentido tendría esta vida? Tú eres la vida eterna.

Esta es la fe que traslada montañas y da a los creyentes una consistencia indestructible. Con este «salto» se comprende que el acto de fe sea obsequio. Sin duda, la fe, de parte de Dios, es don, el primer don. Pero, según me parece, de parte del creyente hay un hermoso y fundamental acto de gratuidad. Es gratuito de parte del hombre porque, para dar esa adhesión vital, el creyente no dispone de motivos empíricos ni de razones aquietantes. En plena oscuridad, se lanza a los brazos del Padre, a quien no ve, sin tener otro motivo y otra seguridad que su Palabra. Hay mucha gratuidad (y mérito), de parte del hombre, en el acto de fe. Y, repetimos, es el máximo acto de amor.

De todo lo dicho se desprende claramente que la fe adulta no es principalmente adherencia intelectual a las verdades, doctrinas y dogmas sino adhesión vital y comprometedora a una persona. Se trata de asumir una Persona, y, al asumirla, se asume también toda su Palabra que condiciona y transforma la vida del creyente.
«Fe significa no sólo tener por verdadero algo, ni tampoco mera confianza.
Creer significa decir amén a Dios, afianzarse y basarse en él. Creer significa dejar a Dios ser totalmente Dios, o sea, reconocerlo como la única razón y sentido de la vida. La fe es, pues, el existir en la receptividad y en la obediencia»


Noche transfigurada o certeza
Si es verdad que el acto de fe abarca todo el hombre (sentimientos, pensamientos, comportamientos), fundamentalmente, sin embargo, es un acto de voluntad porque se trata de una adhesión vital. En las cosas evidentes la voluntad no interviene para nada. La luz de este mediodía está a la vista que es luz, y se acabó la discusión.

Pero allí donde una verdad o realidad no puede ser comprobada analítica o empíricamente, y donde, por otra parte, se ponen en juego los intereses personales y la posición vital, para entregarse a esa verdad o realidad (que de tal manera compromete todo) se necesita mucho coraje y mucha voluntad.

En el proceso de la fe, la razón pura no es la vedette que actúa como señora indiscutible aceptando o rechazando las verdades según el grado de racionabilidad, ponderando la pureza de los principios y la exactitud lógica de las premisas entre sí, para, al finaí, dar su asentimiento a la conclusión diciendo: Todo está en orden; ahora podemos creer.

Principalmente, repetimos, son la decisión y la convicción las que preparan y fundamentan la entrega.

* * *

Pues bien: con esta entrega el creyente consigue franquear de un golpe la noche entera de la fe, y suple esa incapacidad radical de nuestra inteligencia para «dominar» intelectualmente a Dios. El creyente que se entrega, salta por encima de los procesos mentales, por encima de los problemas sobre fórmulas y contenido... y «alcanza» a Dios, y, así, el Señor se transforma en certeza.

La seguridad que no nos pudo dar el raciocinio, nos la dará Aquel mismo que es el Contenido de la fe, a condición de que haya sido aceptado por medio de una entrega «obsequiosa» e incondicional.

Y así la noche de la fe es vencida y, sin dejar de ser noche, se transfigura, toma la figura de luz, mejor, hace las veces de luz: es la certeza. Rayo tenebroso, llama a la fe san Dionisio: un haz de oscuridad penetra en el mundo y todo lo «ilumina», no con una visión ni con evidencias sino con seguridades que vienen de dentro y son otra cosa que claridad. En la fe no hay claridad pero sí seguridad («a oscuras y segura»). Esta seguridad no es producto derivado de las verdades evidentes sino que procede de la misma entrega. Y así, el salmista nos afirmará que «la noche no es oscura para ti, la noche es clara como el día» (Sal 138).

Y entonces Dios, transformado ya en luz (certeza) para el creyente adulto, precede y preside la caravana de los creyentes por el desierto de la vida, caminando en la luz y en la esperanza (Ex 13,30). Y, a fin de que el pueblo no se desconcierte por la oscuridad de la noche, Dios mismo tomará la forma de una antorcha de fuego para alumbrarlos (Ex 13,21-22).

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Con esa palabra, pues, podemos calificar la fe: certeza.
Siendo la fe, repetimos, el primer don de Dios, la certeza es también la primera gracia del Dador de toda gracia. Sin embargo, mirando la certeza como fenómeno humano (y espiritual) buscamos aquí los resortes fontales que la originan.

Fray Juan de la Cruz nos descubre, en inmortales versos, cómo la noche de la fe se transforma en la luz del mediodía: 
«... sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía.
Aquesta me guiaba más cierto que la luz del mediodía.»

La certeza («más cierto») no proviene de los vestigios de la creación ni de las deducciones analógicas sino de la estructura interna de la misma fe («la que en el corazón ardía»). Sin creer, nada se entiende. Sin entregarse, nada se cree. Y nadie se entrega sin decisión vital. Para el que se entrega no hay conflictos intelectuales de fe. De la vida nace siempre la seguridad.

El creyente comienza por no asustarse de la oscuridad ni resistir el silencio. Seducido por la voz de Aquel que lo llama desde la profunda y brillante oscuridad, el creyente sale de sí mismo, supera las perplejidades e inseguridades de quien nada ve y pisa tierra desconocida. Así como las estrellas alumbran con tenue resplandor las tinieblas de medianoche, así la luz semivelada del Rostro va iluminando los pasos del creyente. Había, además, «otra luz y guía»: era «la que en el corazón ardía».

La confluencia de ambas luces (que no evitaban que la noche continuara oscura) hizo que el caminar del creyente fuera más firme y seguro que si brillara la luz del mediodía.

Era una noche misteriosa y brillante como una noche de bodas: el creyente se entregó, lo confesó, lo afirmó, sin verlo lo «vio», sin sentirlo lo aclamó, le entregó las llaves y se unieron los dos en alianza eterna, transfiguradora alianza. Y, ¡oh prodigio!, al instante se disiparon todas las inseguridades, y el cielo y la tierra y el mar y lo que está debajo del mar, todo se cubrió de certeza, una certeza serena como el atardecer, y el creyente fue confirmado para siempre en la fe.

Realmente, de la vida nace la certeza. Es fruto del corazón, no de la cabeza.

Una vez más fue fray Juan de la Cruz quien nos hizo un juego genial entre la certeza y la oscuridad en su Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por la fe. Transcribo unos fragmentos:

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre aunque es de noche.
Aquella eterna fonte está ascondida,
i qué bien sé yo do tiene su manida,
aunque es de noche!

En esta noche oscura desta vida,
¡qué bien sé yo, por la fe, la fonte frida,
aunque es de noche!

Su claridad nunca es escurecida,
y sé que toda luz de ella es venida,
aunque es de noche.

Aquesta viva fuente que deseo
en este pan de vida yo la veo,
aunque de noche.»

El profundo misterio de la fe está precisamente en esas dos expresiones antitéticas que recorren, alternan y dominan el cantar: bien sé yo (certeza) aunque es de noche (oscuridad). El acto de fe consiste en esa fuerza contrastante y unitiva que deja de ser paradoja en el momento en que se comienza a vivirla.

Aunque la injusticia levante su martillo vengador, aunque los hospitales no den abasto y en el psiquiátrico no haya vacantes y en los cementerios necesiten contratar más personal..., bien sé yo que fueron la Sabiduría y el Amor los que organizaron la vida.

Aunque nadie haya vuelto del otro lado y los que mueren permanezcan terriblemente silenciosos..., bien sé yo que somos portadores de un alma indivisible e inmortal y al otro lado está la verdadera Vida.

Aunque sé que existe la ley de la transmutación universal por la que las moléculas que arman este mi cuerpo se desintegrarán pero no se irán al vacío sino que formarán parte de otros innumerables cuerpos..., bien sé yo que, en esta misma carne y revestido de esta misma piel, mis ojos contemplarán a mi Redentor.

Aunque las tristezas se vistan de sonrisas y el egoísmo tenga a veces cara de amor y con la palabra paz en sus bocas organicen guerras crueles y la sociedad parezca un circo de payasos..., bien sé yo que Jesús pasó por el mundo vestido de sinceridad.

Aunque no se oiga otro idioma que el de la fuerza y levanten monumentos sólo a los que tienen fama o belleza y sólo los campeones sean rodeados y adorados..., bien sé yo que los niños, los pobres y los enfermos fueron los favoritos de Jesús.

Aunque el tedio visite a viejos y jóvenes y el odio ponga su nido en los corazones, aunque se estrujen la cabeza tramando venganzas y las flores vayan al basurero y las campanas doblen a muerto y sea el suicidio la única salida para algunos y la fatalidad, la crueldad y la deslealtad parezcan las únicas reinas del mundo..., bien sé yo que el amor gobierna el mundo y que, si mi Dios es todopoderoso, es, también y ante todo, un Padre todocariñoso que cuida con la ternura de una madre.